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Las trampas de la Educación para la Ciudadanía

Una de las cuestiones más polémicas e importantes del nuevo curso escolar será la preparación del área, materia o grupo de asignaturas que aparecen con el nombre de Educación para la ciudadanía. Será polémica no sólo porque roza la constitucionalidad o porque algunas asociaciones y grupos de profesionales avalarán la objeción de conciencia de los padres para que no sea recibida por sus hijos cuando se implante el próximo curso 2007-2008, sino porque es todo un símbolo de una política educativa intervencionista.

Quienes conocen los procesos de negociación iniciados para elaborar el programa de esto que ni es área, ni es materia, ni es asignatura sino espacio de reflexión (así consta cuando se aprobó en el BOE el 4 de Mayo de 2006, página 17163) saben que se ha tenido que dar marcha atrás a sucesivos borradores de programa porque alguna de las organizaciones convocadas para elaborarlos ha denunciado el intervencionismo. Cuando veamos el programa definitivo y lo comparemos con el que se distribuyó antes de las reuniones del 4 de Abril o 6 de Junio pasado, comprobaremos que se habrán introducido ciertas correcciones, que en educación no se consiguen cuando se convocan procesos de negociación para diseñar los programas, sino cuando se quiere una sociedad abierta.

Por cierto, el hecho de iniciar un proceso de negociación para diseñar esta materia se quedaría en una anécdota si no fuera por el imaginario ideológico que esconde. Si este espacio de reflexión es tan importante como se afirma, ¿por qué someter a negociación el programa?,¿algún padre entendería que el programa de Matemáticas se negociara con los aficionados al sudoku, o que el programa de Lengua se negociara con los lectores del Código da Vinci? El hecho de manifestar interés en un programa no es razón suficiente para intervenir en su redacción, y menos aún en un tema tan serio.

Aunque al Gobierno no le haya quedado más remedio que ceder en este proceso y presentarse ante la opinión pública con el pedigree de la negociación, los impulsores de este espacio de reflexión han lanzado varias trampas a la opinión pública para que su crítica o cuestionamiento pueda deslegitimarse fácilmente como expresión de una mentalidad reaccionaria, cavernícola y antimoderna.

En primer lugar nos encontramos con la trampa del derecho comunitario y la aplicación de lo que supuso el año 2005 como Año Europeo de la Educación para la Ciudadanía Activa. La administración nos recuerda que todos los países de nuestro entorno tienen este espacio de reflexión, pero no nos dice las competencias educativas que incluye, cómo se determinan y el papel activo que en algunos países desempeñan, por ejemplo, las comunidades religiosas. En EE.UU y Europa no hay un único modelo y, para sorpresa de muchos, en esa materia no sólo se enseñan valores sino virtudes tan importantes como la cohesión nacional, el patriotismo o el diálogo interreligioso. ¿Por qué no aparecen en los borradores? ¿Por qué no se busca un acuerdo sobre estas competencias?

Hay una segunda trampa que podríamos llamar la trampa de la modernidad. Quienes se oponen son personas o grupos que no confían en la autonomía de los poderes públicos y están tutelados por intereses poco claros, poco ilustrados y poco modernos. El talismán de la ciudadanía se ha convertido en el talismán de la modernidad, como si hubiera sólo una forma de entender la modernidad y como si las anteriores leyes educativas hubieran generado súbditos y no ciudadanos.

La tercera trampa es una derivación de la segunda y se nos presenta como la trampa del pluralismo. Por fin aparece una administración educativa defensora de la pluralidad, de la diversidad y de la heterogeneidad, por fin contamos con un poder administrativo con capacidad para que la verdad se revele a los alumnos sin que nadie la imponga. Basta leer los criterios de evaluación que aparecen en los borradores para comprobar que se sacrifican la sinceridad, la coherencia, la honestidad y la verdad para garantizar un civismo políticamente correcto (el llamado buenismo). Es curioso comprobar que todo el peso que pierden las materias de Ética y Filosofía en detrimento de la Ciudadanía y los Derechos humanos, lo pierde también el tema de la verdad, como si desde la segunda mitad del siglo XX toda pasión por la verdad no estuviera animada por los Derechos humanos.

También está la trampa de la ética pública, se nos hace creer que ante el fracaso de la transversalidad de la educación en valores que aparecía en la LOGSE, ahora contamos con una verdadera reflexión explícita sobre «los valores comunes que constituyen el sustrato de la ciudadanía democrática en el contexto global» (preámbulo LOE). Los padres libertarios o creyentes se presentan bajo la sombra de sus credos respectivos, como si desconocieran la luz del poder político que ha mediado benéfica y parlamentariamente para transformar los bienes públicos en derecho. Es la trampa del positivismo jurídico que confunde ética pública con ética constitucional y que descalifica dogmáticamente como ética privada toda tradición moral que se resiste a identificar lo público con lo político.

Más importante todavía es la trampa del racionalismo mecanicista, como si los padres que se oponen no quisieran que sus hijos ejercieran la razón pública y tuvieran capacidades cognitivas para controlar las emociones o los sentimientos. Quienes se oponen son presentados como ciudadanos sectarios, contrarios a las normas de convivencia y defensores de una educación elitista, aristocrática y antidemocrática. En la escuela, la gestión convivencial de los sentimientos no es un problema mecánico que se arregla con leyes, normas y pactos, como si el simple conocimiento de los derechos garantizase una convivencia armónica.

Aunque habría alguna más, valga la enumeración de estas cinco trampas para evitar la desmoralización de unos padres y profesores que, trabajando por una ciudadanía democrática, desconfían de este mal llamado espacio de reflexión. El debate está abierto y sólo habrá ciudadanía democrática cuando haya, de verdad, juego limpio.

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