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La amarga Pasión de Cristo (VI)

Jesús es conducido ante Pilatos

La inhumana turba que conducía a Jesús desde Caifás hasta Pilatos, lo llevaron por la parte más frecuentada de la ciudad. Bajaron la montaña de Sión por el lado del norte, atravesaron una calle estrecha situada en su parte baja y se dirigieron por el valle de Acra a lo largo de la parte occidental del Templo, hacia el palacio y el Tribunal de Pilatos, situado al nordeste del Templo, enfrente del gran fortín o de la gran plaza. Caifás, Anás y muchos miembros del Gran Consejo iban delante, con sus vestidos de fiesta, les seguían un gran número de escribas y judíos, entre los cuales estaban todos los falsos testigos y los fariseos que se habían destacado en la acusación de Jesús. A poca distancia seguía el Salvador, rodeado de una tropa de soldados y de seis esbirros, los que habían asistido a su arresto. La muchedumbre afluía de todos lados y se unía a ellos con gritos e imprecaciones; los grupos se atropellaban por el camino. Jesús iba cubierto sólo con su túnica interior, toda llena de inmundicias; de su cuello colgaba la larga cadena, que le golpeaba y hería las rodillas cuando andaba; sus manos estaban atadas como la víspera; los esbirros sostenían los cabos de las cuerdas que le habían atado a la cintura y con ellas lo conducían. Estaba desfigurado por los ultrajes de la noche, pálido, con la cara ensangrentada; las injurias y los malos tratos proseguían sin cesar. Habían reunido mucha gente con objeto de hacer una desgraciada parodia de su entrada triunfal el Domingo de Ramos. Se burlaban llamándole rey, y echaban en el suelo palos y trapos, le cantaban canciones que hacían alusión a su entrada triunfal entre ramos de palma.

En la esquina de un edificio, no lejos de la casa de Caifás, esperaba la Madre de Jesús, junto con Juan y Magdalena esperando verlo. El alma de la Santísima Virgen estaba siempre unida a la de Jesús, pero impulsada por su amor, quería acercarse a Él personalmente. Tras su visita nocturna al Tribunal de Caifás había estado en el cenáculo, sumida en un silencioso dolor; cuando Jesús era sacado de nuevo de la prisión para ser presentado a los jueces, ella se levantó, se puso su velo y su capa y dijo a Juan y a Magdalena: «Sigamos a mi Hijo a casa de Pilatos; tengo que verlo con mis propios ojos.» Se colocaron en un sitio por donde la comitiva debía pasar y esperaron. La Madre de Jesús sabía bien lo horriblemente que estaba sufriendo su Hijo, pero su vista interior nunca habría podido concebir que la crueldad de los hombres lo hubiera dejado tan desfigurado y golpeado; porque, en su figuración, sus grandes dolores aparecían calmados por la santidad, el amor y la paciencia. Pero entonces, se presentó ante su vista la terrible realidad. Primero pasaron los orgullosos enemigos de Jesús, los sacerdotes del Dios verdadero con sus trajes de fiesta, revestidos con sus decisiones tomadas y su alma llena de mentira y maldad. Los sacerdotes de Dios se habían vuelto sacerdotes de Satanás. A continuación, venían los falsos testigos, los acusadores sin fe, y el pueblo con sus clamores. Al final de todos llegó Jesús, el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, su Hijo, desfigurado, maltratado, atado, empujado, arrastrado, cubierto de una lluvia de injurias y de maldiciones. Él hubiera sido perfectamente irreconocible incluso para su Madre, sí ella no hubiera visto al instante el contraste entre su comportamiento y el de aquellos viles atormentadores Él solo en medio de la persecución sufriendo con resignación. Alzando sus manos sólo para suplicar al Padre Eterno el perdón de sus enemigos.

Cuando Él se acercaba, ella no pudo contenerse y exclamó: «¡Ay! ¿Es éste mi Hijo? Sí, lo es. Es mi amado Hijo. ¡Oh, Jesús, mi Jesús!» Al pasar delante de ellos, Jesús la miró con una expresión de gran amor y ternura y ella cayó totalmente inconsciente. Juan y Magdalena se la llevaron. Pero apenas volvió en sí, se hizo acompañar por Juan al palacio de Pilatos.

Jesús debió de experimentar en este camino la aguda pena de ver cómo hay amigos que nos abandonan en la desgracia. Los habitantes de Ofel, que tanto querían y debían a Jesús, estaban a la orilla del camino y cuando le vieron en aquel estado de abatimiento, su fe se tambaleó, y ya no pudieron seguir creyendo que era un rey, un profeta, el Mesías, el Hijo de Dios. Y los fariseos utilizaban contra ellos el amor que habían sentido por Jesús. Así se enfriaron sus corazones, debido al terrible ejemplo que les daban las personas más respetadas del país, el Sumo Sacerdote y el Sanedrín o Gran Consejo. Los mejores se retiraron dudando, los peores se unieron a la turba en cuanto les fue posible, pues los fariseos habían puesto guardias para mantener el orden.

El palacio de Pilatos y sus alrededores

Al pie del ángulo nordeste de la montaña del Templo está situado el palacio del gobernador romano Pilatos. Queda bastante elevado, pues se accede a él por una gran escalera de mármol, y domina una plaza espaciosa rodeada de columnas bajo cuyos porches se colocan los mercaderes. Un puesto de guardia y cuatro entradas interrumpen esta plaza que los romanos llaman foro. Éste queda más elevado que las calles que salen de ella, y está separada del palacio de Pilatos por un patio espacioso. A este patio se entra por un claustro que hay en su parte oriental, y que da sobre una calle que conduce a la puerta de las Ovejas y al monte de los Olivos; hacia poniente hay otro claustro por donde se va a Sión por el barrio de Acra. Desde la escalera del palacio se ve, hacia el norte, el foro, a cuya entrada hay columnas y bancos, encarados hacia palacio. Los sacerdotes judíos no iban más allá de estos bancos, para no contaminarse. Cerca de la puerta occidental del patio, hay un puesto de guardia que linda al norte con la plaza y al mediodía con el pretorio de Pilatos. Se llamaba pretorio a la parte del palacio donde Pilatos celebraba los juicios. El puesto de guardia estaba rodeado de columnas, en cuyo centro había un espacio descubierto que debajo tenía las prisiones, en las que en aquellos momentos permanecían cautivos los dos ladrones. Había muchos soldados romanos. No lejos de este puesto de guardia se elevaba sobre la plaza misma la columna donde Jesús sería atado. Enfrente del puesto de guardia, en la propia plaza., hay una elevación con algunos bancos de piedra; es como un Tribunal. Desde este sitio, llamado Gábbata, Pilatos pronuncia sus juicios. La escalera que da al palacio conduce a una terraza descubierta, desde donde Pilatos se dirige a los acusadores, sentados en los bancos de piedra a la entrada de la plaza.

Jesús ante Pilatos

Eran poco más o menos las seis de la mañana según nuestra cuenta del tiempo, cuando la tropa que conducía al maltratado Salvador llegó a la plaza frente al palacio de Pilatos. Anás, Caifás y los miembros del Sanedrín se pararon en los bancos que estaban entre la plaza y la entrada del Tribunal. Jesús fue arrastrado más allá, hasta la escalera de Pilatos. Éste se hallaba en la terraza, recostado sobre una especie de sofá y delante tenía una mesa de tres pies. Junto a él, a ambos lados, había oficiales y soldados; próximas al grupo se exhibían las insignias del poder romano. Cuando Pilatos vio llegar a Jesús en medio de un tumulto tan grande, se levantó y habló a los judíos con tono despreciativo: «¿Qué venís a hacer aquí a esta hora? ¿Por qué habéis maltratado al prisionero de esta manera? ¿Empezáis a ejecutar a vuestros criminales antes de que sean juzgados?» Ellos no respondieron, pero dijeron a los guardias: «Adelante, conducidlo al tribunal»; y a Pilatos: «Escucha nuestras acusaciones contra este malhechor. Nosotros no podemos entrar en el Tribunal para no volvernos impuros.» En cuanto hubieron pronunciado estas palabras, un hombre de gran estatura y de aspecto venerable gritó con voz potente: «Así es, no debéis entrar en el pretorio, pues está santificado con sangre inocente. Sólo Él puede entrar ahí, pues sólo Él es tan puro como los inocentes que aquí fueron masacrados.» Quien así había hablado y que a continuación desapareció entre la multitud, se llamaba Sadoch, era un hombre rico, primo de Obed, el marido de Serafia, llamada después Verónica; dos hijos suyos estaban entre los inocentes degollados por orden de Herodes en el patio de aquel Tribunal cuando nació el Salvador.

Tras aquella horrible vivencia él se había retirado del mundo y, junto a su mujer, se había unido a los esenios. Había conocido a Jesús en casa de Lázaro y había escuchado sus enseñanzas, y sus palabras le habían dado consuelo por primera vez tras el espantoso asesinato de sus hijos; él estaba dispuesto a testimoniar públicamente a favor de Jesús.

Los acusadores de Nuestro Señor estaban irritados por la altivez de Pilatos y por la humilde actitud que tenían que guardar en su presencia. Los brutales guardianes hicieron subir a Jesús los escalones de mármol, y le condujeron así al fondo de la terraza, desde donde Pilatos se dirigía a los sacerdotes judíos. Pilatos había oído hablar mucho de Jesús. Al verlo tan horriblemente desfigurado por los malos tratos recibidos y conservando sin embargo una admirable expresión de dignidad, su desprecio hacia los miembros del Consejo se redobló; les dijo que no estaba dispuesto a condenar a Jesús sin pruebas, y les preguntó en tono imperioso: «¿De qué acusáis a este hombre?» Ellos respondieron: «Si no fuese un malhechor no habríamos acudido ante ti.» Pilatos replicó: «Lleváoslo y juzgadlo según vuestra Ley.» Los judíos le contestaron: «Tú sabes que nosotros no podemos condenar a muerte.» Los enemigos de Jesús estaban furiosos; querían que el juicio hubiese acabado y su víctima ejecutada antes de la fiesta, para poder sacrificar luego el cordero pascual.

Cuando Pilatos finalmente les pidió que presentasen sus acusaciones, alegaron tres principales, apoyada cada una por diez testigos; esforzándose sobre todo en mostrarle a Pilatos que Jesús era el cabecilla de una conspiración contra Roma. Lo acusaron primero de engañar al pueblo, de perturbar la paz pública y excitar a la sedición. Dijeron después que faltaba al sábado curando incluso en ese día. Aquí Pilatos los interrumpió diciendo: «Evidentemente, vosotros no estáis enfermos, porque si no no estaríais tan encolerizados contra la sanación en sábado.» Añadieron que inculcaba al pueblo horribles doctrinas; decía que si no comían su carne y bebían su sangre no alcanzarían la vida eterna. Pilatos miró a sus oficiales sonriéndose, y dijo a los judíos: «Al parecer también vosotros queréis alcanzar la vida eterna; pues parecéis muy deseosos de comer su carne y beber su sangre.»

La segunda acusación contra Jesús era que animaba al pueblo a no pagar el tributo al Emperador. Estas palabras indignaron a Pilatos, que les dijo con un tono autoritario: «¡Eso es un gran embuste! Lo sé mucho mejor que vosotros.» Entonces los judíos profirieron gritando la tercera acusación: «Aunque este hombre es de baja extracción, se ha convertido en cabecilla de muchos y pretende proclamarse rey; estos días pasados hizo una entrada tumultuosa en Jerusalén y se ha hecho dar los honores reales. Ha predicado que era el Cristo, el ungido del Señor, el Mesías, el rey prometido a los judíos.» Esto también fue apoyado por diez testigos.

Esta última acusación de que Jesús se hacía llamar el Cristo, el rey de los judíos, dejó a Pilatos pensativo. Fue desde la terraza al Tribunal, que estaba al lado, echó al pasar una atenta mirada sobre Jesús y mandó a los guardias que lo condujeran a la sala. Pilatos era un pagano supersticioso, de espíritu ligero y fácil de perturbar. Había oído hablar de los hijos de sus dioses que habían vivido sobre la tierra; tampoco ignoraba que los profetas de los judíos habían anunciado desde hacía mucho tiempo un Ungido del Señor, un Rey Libertador y Redentor, y que muchos judíos lo esperaban. Había oído también de los Reyes del Oriente, que habían visitado al rey Herodes en busca del rey de los judíos. Pero le parecía ridículo que acusaran precisamente a aquel hombre, que se le presentaba en tal estado de abatimiento, de haberse creído ese Mesías y ese rey. Sin embargo, como los enemigos de Jesús habían presentado eso como traición al Emperador, mandó llevar a Jesús a su presencia para interrogarle.

Pilatos miró a Jesús sin poder disimular la impresión que le causaba su porte sereno, y le dijo: «¿Eres tú, pues, el rey de los judíos?» Jesús respondió: «¿Lo preguntas porque tú lo crees posible, o porque otros te lo han dicho?» Pilatos, ofendido porque Jesús pudiera creer que él pudiera hacerse semejante pregunta, le dijo: «¿Soy acaso judío para ocuparme de semejantes necedades? Tu pueblo y sus sacerdotes te han entregado a mis manos, porque, según dicen, mereces morir. Dime lo que has hecho.» Jesús le contestó con majestad: «Mi reino no es de este mundo. Si lo fuese, tendría servidores que lucharían por mí, para no dejarme caer en las manos de los judíos; pero mi reino no es de este mundo.» Pilatos se sintió perturbado con estas solemnes palabras, y le dijo: «Entonces, ¿me estás diciendo que en verdad eres un rey?» Jesús respondió: «Tú lo has dicho, soy un rey. He nacido y he venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. El que pertenece a la verdad escucha mi voz.» Pilatos lo miró y, levantándose, dijo: «¿La verdad? ¿Qué es la verdad?» Luego le dijo a Jesús algunas otras cosas que no recuerdo y volvió a la terraza.

Las palabras de Jesús estaban más allá de la comprensión de Pilatos. Pero lo que sí veía éste claro era que no era un rey que pudiera perjudicar al Emperador, puesto que no quería ningún reino de este mundo. Y el Emperador se inquietaba poco de los reinos del otro mundo. Y así dijo a los sacerdotes desde la terraza: «No encuentro ningún crimen en este hombre.» Los enemigos de Jesús se irritaron, y de todas partes se vertió un torrente de acusaciones contra Jesús. Pero Nuestro Señor permanecía silencioso, y oraba por los pobres hombres, y cuando Pilatos se volvió hacia Él diciéndole: «¿No respondes nada a estas acusaciones?», Jesús no pronunció ni una palabra. De modo que Pilatos, sorprendido, le volvió a decir: «Veo claramente que las acusaciones son falsas.» Pero la furia de los acusadores aumentaba cada vez más, y dijeron: «¡Cómo! ¿No hallas crimen en él? ¿Acaso no es un crimen el sublevar al pueblo y extender su doctrina por todo el país, desde Galilea hasta aquí?» Al oír la palabra Galilea, Pilatos reflexionó un momento, y preguntó: «¿Este hombre es galileo y súbdito de Herodes?» «Sí -respondieron ellos-, sus padres han vivido en Nazaret y actualmente está empadronado en Cafarnaum.» «Pues, si es súbdito de

Herodes -replicó Pilatos-, llevádselo a él. Él puede juzgarlo.» Entonces mandó conducir a Jesús fuera y envió un oficial a Herodes para avisarle que le iban a llevar a Jesús de Nazaret, súbdito suyo, para que lo juzgara. Pilatos tenía dos motivos para sentirse satisfecho. Por un lado, se libraba de juzgar a Jesús, pues aquel asunto no le gustaba. Por otro, aprovechaba esta ocasión para complacer a Herodes, quien, según le había dicho, tenía curiosidad por conocer a Jesús.

Los enemigos de Nuestro Señor, furiosos al ver que Pilatos los trataba así en presencia del pueblo, hicieron recaer su rencor sobre Jesús. Lo ataron de nuevo, y arrastrándolo y llenándolo de insultos y golpes, en medio de la multitud que llenaba la plaza, lo llevaron hasta el palacio de Herodes, que no estaba muy distante. Algunos soldados romanos se habían unido a la escolta.

Claudia Procla, mujer de Pilatos, que tenía grandes deseos de hablar con Jesús, mientras conducían a éste a casa de Herodes, subió a escondidas a una galería elevada y desde allí miró con preocupación y angustia cómo se lo llevaban a través del foro.

Origen de la devoción del Via Crucis

Mientras duró la comparecencia ante Pilatos, la Madre de Jesús, Magdalena y Juan permanecieron en una esquina de la plaza, mirando y escuchando, sumidos en un profundo dolor. Cuando Jesús era conducido a Pilatos, Juan, junto con la Santísima Virgen y Magdalena recorrieron todos los lugares en los que Jesús había estado desde que lo prendieron. Así, volvieron a casa de Caifás, de Anás, por Ofel a Getsemaní, al huerto de los Olivos, y en todos los sitios donde Nuestro Señor se había caído o había sufrido, se paraban en silencio, lloraban y sufrían por Él. La Virgen se prosternó más de una vez y besó la tierra allí donde su Hijo se había caído. Magdalena se retorcía las manos y Juan lloraba, las consolaba, las levantaba, las conducía más lejos. Éste fue el principio del Via Crucis y de los honores rendidos a los misterios de la Pasión de Jesús aun antes de que ésta se cumpliera.

Pilatos y su mujer

Mientras Jesús era conducido a casa de Herodes, yo vi a Pilatos ir con su esposa Claudia Procla. Ella corrió a encontrarse con él y juntos fueron a una casita situada sobre una elevación del jardín, detrás del palacio. Claudia estaba agitada y muy asustada. Era una mujer alta y hermosa, aunque extremadamente pálida. Tenía un velo echado por la cabeza, pero aun así se veían los cabellos colocados alrededor de la cabeza con algunos adornos; llevaba pendientes, un collar y sobre el pecho una especie de broche que sostenía su largo vestido. Habló durante mucho rato con Pilatos, le rogó que, por todo lo que para él fuera más sagrado, que no le hiciese ningún mal a Jesús, el profeta, el Santo de los Santos, y le relató los extraordinarios sueños y visiones que había tenido sobre Jesús la noche anterior. Mientras hablaba, yo vi la mayor parte de estas visiones; pero tengo más confuso cómo seguían. En primer lugar, ella vio las principales circunstancias de la vida de Jesús: la Anunciación de María, el Nacimiento de Jesús, la Adoración de los pastores y de los reyes, la huida a Egipto, la tentación en el desierto, etc. Jesús siempre se le apareció rodeado por un halo de luz, y vio también la maldad y la crueldad de sus enemigos bajo las formas más horribles, vio sus padecimientos infinitos, su paciencia y su amor inagotables, así como la angustia de su Madre. Estas visiones le causaron gran inquietud y tristeza. Había sufrido toda la noche y había visto cosas unas veces muy claras y otras muy confusas y, cuando aquella mañana la había despertado el ruido de la tropa que conducía a Jesús, miró hacia ellos. Y entonces, vio a Nuestro Señor, reconoció a aquel de quien tantas cosas aquella noche le habían sido reveladas; ahora desfigurado, herido, maltratado por sus enemigos. Su corazón se había trastornado ante lo que vio, y por eso había ido a buscar a Pilatos, y le había contado con vehemencia y emoción todo lo que le acababa de suceder. Ella no lo comprendía por completo y no podía expresarlo bien, pero rogaba, instaba, suplicaba encarecidamente a su marido en los más afectuosos términos que escuchara su súplica.

Pilatos estaba atónito y perturbado; unía lo que decía su mujer con lo que había ido oyendo aquí y allí sobre Jesús, se acordaba de la furia de los judíos, del silencio de Jesús, de sus misteriosas respuestas a sus preguntas. Dudó durante algún rato pero finalmente cedió a los ruegos de su mujer y le dijo que no lo condenaría, porque había visto que todas las acusaciones eran maquinaciones de los judíos. Le contó también las propias palabras que había oído de Jesús y prometió a su mujer no condenarlo; como prenda de su promesa le dio un anillo.

Pilatos era un hombre corrompido, indeciso, ambicioso y al mismo tiempo extremadamente orgulloso; no retrocedía ante las acciones más vergonzosas si éstas podían beneficiarlo, y al mismo tiempo se dejaba llevar por las supersticiones más ridículas cuando estaba en una situación difícil. En esa circunstancia consultaba sin cesar a sus dioses, a los cuales ofrecía incienso en un lugar secreto de su casa, pidiéndoles señales. Una de sus prácticas supersticiosas era ver comer a los pollos sagrados. Pero todas estas cosas me parecían tan ignominiosas y tan infernales, que yo volvía la cara con horror. Sus pensamientos eran confusos, y Satanás le inspiraba tan pronto un proyecto como otro. Primero quería libertar a Jesús como inocente, después temía que sus dioses se vengaran de él, porque tenía a Jesús por una especie de semidios, que podía perjudicar a sus dioses, con lo que su muerte sería un triunfo de éstos. Luego, se acordaba de las visiones de su mujer y tenían un gran peso en la balanza en favor de la libertad de Jesús. Acabó por decidirse por esta última opinión. Quería ser justo, pero tenía que anteponer sus objetivos, por la misma razón por la que había preguntado a Jesús: «¿Qué es la verdad?» La mayor confusión reinaba en sus ideas e influía en sus actos, y su único deseo era no arriesgarse.

Cada vez era mayor el número de gente que se agolpaba en la plaza y en la calle por donde debían conducir a Jesús. Los grupos se formaban según unas ciertas pautas, dependiendo de la población, de donde cada uno había subido a la fiesta. Los fariseos, los más rencorosos de todos, estaban con sus correligionarios, trabajando y excitando a los indecisos contra Jesús. Los soldados romanos eran numerosos en el puesto de guardia de Pilatos, y muchos de ellos se habían mezclado con la muchedumbre.

Jesús ante Herodes

El palacio del tetrarca Herodes estaba situado al norte de la plaza, en la parte nueva de la ciudad. No estaba lejos del de Pilatos. Una escolta de soldados romanos, la mayor parte originarios de los países situados entre Italia y Suiza, se habían unido a la de los judíos, y los enemigos de Jesús, furiosos por los paseos que les hacían dar, no cesaban de ultrajar al Salvador y de maltratarlo. Herodes, habiendo recibido el aviso de Pilatos, estaba esperando en una sala grande, sentado sobre almohadones que formaban una especie de trono. Estaba rodeado por cortesanos y guerreros. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo entraron y se acercaron a él. Jesús se quedó en la puerta. Herodes se sentía muy halagado al ver que Pilatos reconocía, en presencia de los sacerdotes judíos, su derecho a juzgar a un galileo. También se alegraba de ver ante él, en un estado de humillación y degradación, a aquel Jesús que nunca se había dignado presentarse. Juan el Bautista había hablado de Jesús en términos tan magníficos, y había oído tantos relatos sobre él contados por los herodianos y todos sus espías, que su curiosidad estaba muy excitada. Tenía la maravillosa oportunidad de someterlo a interrogatorio delante de los cortesanos y de los miembros del Sanedrín y así poder mostrar su erudición. Pilatos le había mandado decir que él no había hallado ningún crimen en aquel hombre, y él creyó que aquello era un aviso para que tratase con desprecio a los acusadores. Lo hizo así, con lo que aumentó la furia de éstos de manera indescriptible.

En cuanto estuvieron en presencia de Herodes empezaron a vociferar sin orden las acusaciones, pero Herodes miró a Jesús con curiosidad. Sin embargo, cuando lo vio tan desfigurado, lleno de golpes, con el cabello en desorden, la cara ensangrentada y la túnica manchada, aquel príncipe voluptuoso y afeminado sintió una mezcla de asco y compasión, pronunció el nombre de Dios, volvió la cara con repugnancia y dijo a los sacerdotes: «Lleváoslo y lavadlo; ¿cómo podéis traer a mi presencia un hombre tan sucio y tan lleno de heridas?» Los esbirros llevaron a Jesús al patio, cogieron agua en un cubo y lo limpiaron sin dejar de maltratarlo. Herodes reprendió a los sacerdotes por su crueldad, queriendo imitar la conducta de Pilatos, y les dijo: «Ya se ve que ha caído entre las manos de los carniceros; comenzáis las inmolaciones antes del tiempo.» Los sacerdotes repetían con empeño sus quejas y sus acusaciones. Cuando volvieron a traer a Jesús ante él, Herodes, fingiendo compasión, mandó que le dieran al prisionero un vaso de vino para reparar sus fuerzas, pero Jesús negó con la cabeza y no quiso beber. Herodes habló con énfasis y largamente; repitió a Jesús todo lo que sabía de Él, le hizo muchas preguntas y le pidió que obrara un prodigio. Jesús no respondía una palabra y se mantenía ante él con los ojos bajos, lo que irritó y desconcertó a Herodes. Sin embargo, no quiso exteriorizarlo y prosiguió con sus preguntas. Primero manifestó sorpresa y quiso ser persuasivo: «¿Cómo es posible que te traigan ante mí como a un criminal? He oído hablar mucho de ti. Sabes que me has ofendido en Tirza, cuando has libertado, sin mi permiso, a los presos que yo tenía allí. Pero seguro que lo hiciste con buena intención. Ahora que el gobernador romano te envía a mí para juzgarte, ¿qué tienes que responder a las cosas de que se te acusa? ¿Guardas silencio? Me han hablado mucho de la sabiduría de tus doctrinas. Quisiera oírte responder a tus acusaciones. ¿Qué dices? ¿Es verdad que eres el rey de los judíos? ¿Eres tú el Hijo de Dios? ¿Quién eres? Dicen que has hecho grandes milagros, haz alguno delante de mí. Tu libertad depende de mí. ¿Es verdad que has dado la vista a los ciegos de nacimiento, resucitado a Lázaro de entre los muertos, dado de comer a millares de hombres con unos cuantos panes? ¿Por qué no respondes? Hazme caso, obra uno de tus prodigios, eso te será útil.» Como Jesús continuaba callando, Herodes siguió hablando con más insistencia: «¿Quién eres tú? ¿Quién te dio ese poder? ¿Por qué lo has perdido ya? ¿Eres tú ese hombre cuyo nacimiento se cuenta de una manera maravillosa? Unos reyes del Oriente vinieron a ver a mi padre para saber dónde podían encontrar al rey de los judíos recién nacido, ¿es verdad, como dicen, que ese niño eres tú? ¿Cómo pudiste escapar de la muerte que sufrieron tantos niños? ¿Cómo pudo ser eso? ¿Por qué han pasado tantos años sin que supiéramos de ti? ¡Responde! ¿Qué especie de rey eres tú? En verdad que no veo nada regio en ti. Dicen que hace poco te han conducido en triunfo hasta el Templo, ¿qué significa eso? Habla, pues, ¡respóndeme!» Toda esa retahila de palabras no obtuvo ninguna respuesta de parte de Jesús.

Luego me fue mostrado, y yo en realidad lo sabía, que Jesús no le habló porque estaba excomulgado a causa de su casamiento adúltero con Herodías y por haber ordenado la muerte de Juan el Bautista. Anás y Caifás se aprovecharon del enfado que le causaba el silencio de Jesús y comenzaron otra vez sus acusaciones. Le dijeron que Jesús había tachado al propio Herodes de manera que durante años había trabajado mucho para derrocar a su familia; que había querido establecer una nueva religión y que había celebrado la Pascua la víspera. Herodes, aunque irritado contra Jesús, no perdía nunca de vista sus proyectos políticos. No quería condenar a Jesús porque sentía ante él un terror secreto y tenía con frecuencia remordimientos por la muerte de Juan el Bautista; además, detestaba a los sacerdotes, que no habían querido excusar su adulterio y lo habían excluido de los sacrificios a causa de este pecado. Y sobre todo, no quería condenar a alguien a quien Pilatos había declarado inocente, y él quería devolverle la cortesía y mostrar deferencia hacia la decisión del gobernador romano en presencia del Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo. Pero llenó a Jesús de improperios y dijo a sus criados y a sus guardias, cuyo número se elevaba a doscientos en su palacio: «Coged a ese insensato y rendid a ese rey burlesco los honores que merece; es más bien un loco que un criminal.»

Condujeron al Salvador a un gran patio donde lo hicieron objeto de burla y escarnio. Este patio estaba entre las dos alas del palacio, y Herodes los miró algún tiempo desde lo alto de una azotea. Anás y Caifás lo instaron de nuevo a condenar a Jesús, pero Herodes les dijo de modo que lo oyesen los soldados romanos: «Sería un error condenarlo.» Quería decir sin duda que sería un error condenar a quien Pilatos había hallado inocente.

Cuando los miembros del Sanedrín y los demás enemigos de Jesús, vieron que Herodes no quería atender a sus deseos, enviaron algunos de los suyos al barrio de Acra, para decir a muchos fariseos que había en él, que se juntaran con sus partidarios en los alrededores del palacio de Pilatos. Distribuyeron también dinero a la multitud para excitarla a pedir tumultuosamente la muerte de Jesús. Otros se encargaron de amenazar al pueblo con la ira del cielo si no obtenían la muerte de aquel blasfemo sacrilego. Debían añadir que si Jesús no moría, se uniría a los romanos para exterminar a los judíos y que ése era el reino al que siempre se refería. Además, debían hacer correr la voz de que Herodes lo había condenado, pero que era necesario que el pueblo se pronunciara; que se temía que, si se ponía en libertad a Jesús, sus partidarios turbarían la fiesta y los romanos llevarían a cabo una cruel venganza contra los judíos. Extendieron también los rumores más contradictorios y los más adecuados para inquietar al pueblo, a fin de irritarlos y sublevarlos. Algunos de ellos, mientras tanto, daban dinero a los soldados de Herodes, para que maltratasen a Jesús hasta la muerte, pues deseaban que perdiese la vida antes de que Pilatos le concediese la libertad.

Mientras los fariseos estaban ocupados en estos asuntos, Nuestro Salvador sufría los suplicios para los que los soldados de Herodes habían sido comprados. Éstos lo empujaron en el patio, y uno de ellos trajo un gran saco blanco que estaba en el cuarto del portero y que había contenido algodón. Le hicieron un agujero con una espada y entre grandes risotadas se lo echaron a Jesús sobre la cabeza. Otro soldado trajo un pedazo de tela colorada y se la pusieron al cuello; entonces se inclinaban delante de Él, lo empujaban, lo injuriaban, le escupían, le pegaban porque no había querido responder a su rey; le dedicaban mil saludos irrisorios, le arrojaban lodo, tiraban de Él como para hacerlo danzar; habiéndole tirado al suelo, lo arrastraron hasta un arroyo que rodeaba el patio de modo que su sagrada cabeza daba contra las columnas y los ángulos de las paredes. Después lo levantaron y comenzaron otra vez los insultos. Había cerca de doscientos criados y soldados de Herodes y cada uno se quería distinguir inventando algún nuevo ultraje para Jesús. Algunos estaban pagados por los enemigos de Nuestro Señor específicamente para darle golpes en la cabeza. Jesús los miraba con un sentimiento de compasión. El dolor le arrancaba suspiros y gemidos, pero éstos eran utilizados por ellos para burlarse más y nadie tenía piedad de él, de su cabeza ensangrentada. Tres veces lo vi caer bajo los golpes, pero vi también ángeles que le ungían la cabeza, y me fue revelado que sin este socorro del cielo los golpes que le daban hubieran sido mortales. Los filisteos que atormentaron al pobre ciego Sansón en la cárcel de Gaza eran menos violentos y menos crueles que aquellos hombres. El tiempo apremiaba; los sacerdotes tenían que ir al Templo, y cuando supieron que allí todo estaba dispuesto, como lo habían mandado, pidieron otra vez a Herodes que condenara a Jesús; pero éste, sordo a sus peticiones, seguía fiel a sus ideas relativas a Pilatos, y le devolvió a Nuestro Señor cubierto de su vestido de escarnio.

Jesús es llevado de Herodes a Pilatos

Los enemigos de Jesús que lo habían llevado de Pilatos a Herodes estaban avergonzados de tener que volver al sitio en donde ya había sido declarado inocente; por eso tomaron otros caminos mucho más largos, para que en otra parte de la ciudad pudieran verlo también en medio de su humillación y asimismo para dar tiempo a sus agentes para que agitaran a las masas según sus proyectos. El camino que siguieron esta vez era más duro y más desigual y en todo el trayecto no cesaron de maltratar a Jesús. La ropa que le habían puesto le dificultaba andar, por lo que se cayó muchas veces en el lodo y ellos lo levantaban a patadas y dándole golpes en la cabeza. Recibió ultrajes infinitos, tanto de parte de los que le conducían, como de la gente que se iba añadiendo por el camino. Jesús pedía a Dios que no le dejara morir bajo los golpes para poder cumplir su Pasión y nuestra redención. Alrededor de las ocho y cuarto la comitiva llegó al palacio de Pilatos. La multitud era muy numerosa, los fariseos corrían en medio del pueblo y lo excitaban y enfurecían. Pilatos, acordándose de la sedición de los celadores galileos de la última Pascua, había reunido a mil hombres, apostados en los alrededores del pretorio, en foro y ante su palacio. La Santísima Virgen, su hermana mayor María, la hija de Helí, María la hija de Cleofás, Magdalena y alrededor de veinte santas mujeres se habían colocado en un sitio desde donde podían verlo todo. Al principio, Juan estaba también con ellas. Jesús, cubierto de sus vestiduras de loco, era conducido por los fariseos entre los insultos de la muchedumbre, pues éstos habían conseguido juntar a la chusma más insolente y perversa de toda la ciudad. Un criado enviado por Herodes había ido ya a decir a Pilatos que su amo le estaba muy reconocido por su deferencia y que no habiendo hallado en el célebre galileo más que a un pobre loco, lo había ataviado como tal y como tal se lo devolvía. Pilatos quedó muy complacido al ver que Herodes había llegado a su misma conclusión y le mandó de vuelta un cumplido mensaje.

Jesús había llegado pues de nuevo a la casa de Pilatos. Los esbirros lo hicieron subir la escalera con su acostumbrada brutalidad; la túnica se le enredó entre los pies y cayó sobre los escalones de mármol blanco, que se tiñeron de la sangre de su sagrada cabeza. Los enemigos de Jesús que se habían ido colocando a la entrada de la plaza, se rieron de su caída y los esbirros, en lugar de ayudarlo a levantarse, la emprendieron con su inocente víctima. Pilatos estaba reclinado en su especie de diván, con su mesita delante y estaba rodeado de oficiales y de escribas. Se echó un poco hacia adelante y dijo a los acusadores de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como un agitador del pueblo y yo no lo he hallado culpable de lo que le imputáis. Herodes tampoco encuentra crimen en él; por consiguiente, lo voy a mandar azotar y a dejarlo libre.»

Al oír esto, violentos murmullos se elevaron entre los fariseos, y más dinero fue repartido entre la chusma. Pilatos recibió con gran desprecio estas agitaciones y respondió con sarcasmo. Era el tiempo precisamente en que el pueblo se presentaba cada año ante él para pedirle, según una antigua costumbre, la libertad de un preso. Los fariseos habían enviado a sus agentes para excitar la multitud a no pedir este año la libertad de Jesús, sino su suplicio. Pilatos confiaba en poder librar en cambio a Nuestro Señor, por lo que tuvo la idea de dar a escoger entre él y un famoso criminal llamado Barrabás. Era convicto de un asesinato durante una sedición y de otros muchos crímenes, y todo el mundo le aborrecía. Se produjo un considerable revuelo entre la multitud, un grupo, llevando a su cabeza sus oradores, gritaban a Pilatos: «Haced lo que siempre habéis hecho en esta fiesta.» Pilatos les dijo: «Es costumbre que liberte a un criminal en la Pascua. ¿A quién queréis que deje libre, a Barrabás o al rey de los judíos, Jesús, que es el Ungido del Señor?»

Aunque Pilatos no creía que Jesús fuera el rey de los judíos, lo llamaba así porque ese orgulloso romano se complacía en mostrarles su desprecio atribuyéndoles un rey tan pobre; pero, en parte, le daba también ese nombre porque tenía cierta supersticiosa creencia en que Jesús era en efecto un rey milagroso, el Mesías prometido a los judíos. Ante su pregunta hubo alguna duda en la multitud y sólo unas pocas voces gritaron: «¡Barrabás!» Pilatos, avisado por el criado de su mujer, salió de la terraza un instante, y el criado le presentó el anillo que él le había dado a su esposa, y le dijo: «Claudia Procla te recuerda la promesa de esta mañana.» Mientras tanto, los fariseos trabajaban afanosamente, para ganarse la gente, lo que no les costaba mucho trabajo.

María, María Magdalena, Juan y las santas mujeres estaban en una esquina de la plaza, temblando y llorando, y aunque la Madre de Jesús sabía que no había salvación para los hombres sino mediante la muerte de Jesús, ella estaba muy afligida y deseaba apartarlo del suplicio que iba a sufrir. Y cuanto más grande era el amor de esta Madre por su Santísimo Hijo, tanto mayores eran los tormentos que ella sufría viendo lo mucho que Él padecía en cuerpo y alma. Tenía alguna esperanza, porque en el pueblo corría la voz de que Pilatos quería libertar a Jesús. No lejos de ella había grupos de gente de Cafarnaum que Jesús había curado y a quienes había predicado; hacían como si no las conociesen y, si sus miradas se cruzaban, las apartaban rápidamente. Pero María y todos pensaban que éstos a lo menos rechazarían a Barrabás, y salvarían la vida de su bienhechor y Redentor. Pero no fue así.

Pilatos había devuelto el anillo a su mujer, asegurándole que su intención era cumplir su promesa. Se sentó de nuevo junto a la mesita. El Sumo Sacerdote y los miembros del Consejo habían tomado a su vez asiento y Pilatos volvió a preguntar en voz alta: «¿A cuál de los dos queréis que liberte?» Entonces en la plaza se elevó un clamor general: «A Barrabás.» Y Pilatos dijo entonces: «¿Qué queréis que haga entonces con Jesús, el que se llama el Cristo?» Todos gritaron tumultuosamente: «¡Crucifícale! ¡Crucifícale!» Pilatos dijo por tercera vez: «Pero ¿qué mal os ha hecho? Yo no encuentro en Él crimen que merezca la muerte. Voy a mandarlo azotar y a libertarlo.» Pero el grito: «¡Crucifícalo, crucifícalo» se elevó por todas partes como una tempestad infernal. Los miembros del Sanedrín y los fariseos se agitaban con rabia y gritaban furiosos. Entonces el débil Pilatos dejó libre al perverso Barrabás y condenó a Jesús a la flagelación.

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