conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XXII.- El Viernes Santo (VII)

80. Todas las religiones tienen sus morales; la mayor parte de ellas tienen sus revelaciones y sus dogmas, sólo el cristianismo va más allá, hasta el punto de divinizar el dolor humano. En Jesús, Dios mismo se ha sentado a nuestro lado para partir con nosotros ese pan vulgar y universal del sufrimiento. Hemos visto y conocido ateos, pululan por las calles; hemos oído negar la posibilidad misma de una revelación y la legitimidad de toda religión; se han burlado mucho de nuestros milagros y de las profecías, pero para renegar de todo cristianismo habría que ir aún más lejos, hasta renegar de ese signo sagrado puesto para siempre sobre los miserables, hasta blasfemar de la majestad suprema del dolor. Pues el dolor humano -no la rebelión, sino el dolor-, la paciencia de los poderes, su despojamiento, su muerte, tienen ya para siempre la majestad de Cristo ultrajado.

No pretendo explicar esta escena, no pretendo siquiera comprenderla; su imagen, al cabo de dos milenios, se me impone, como se ha impuesto a tantos pintores que la han sufrido antes de representarla. Querría que todo eso no hubiera tenido lugar, y a la vez me sofoca la gratitud de que todo eso haya ocurrido. Es verdad que los enemigos de Cristo bajaron al fondo de la degradación, pero él bajó al fondo del dolor y de la humillación humana. Y como no podía tocarle nada sin hacerse sagrado, he ahí que esta pena de los hombres ya queda izada sobre un pavés de gloria. No hay más que una desdicha, es no ser santos, pero es incontestable también que nunca habrá santidad que no esté marcada con el sello del dolor. Ahora, gracias a Jesucristo, hay una revelación de Dios en el sencillo dolor humano, hay una presencia de Dios en el sencillo dolor humano, hasta en sus tormentos y sus contorsiones. Ese secreto se descubre muy bien al fondo de un escondrijo o en una cama de hospital. Rouault se pasó la vida reuniendo en un mismo rostro dos expresiones que parecen contradictorias a quien nunca haya meditado sobre el Cristo ultrajado: la expresión del payaso burlado, la expresión del que sufre el suplicio, y consiguió reconstituir ese rostro santo y radiante de divinidad, en que la irrisión el sufrimiento resplandecen con incomparable majestad.

Ya sé, ya sé que hemos atravesado el romanticismo y muchos movimientos literarios en que los poetas eran más o menos malditos. Hay desdichas estúpidas, penas estériles, desesperanzas sacrílegas, que son la antesala del infierno; el infierno mismo es dolor sin rescate. La ambigüedad de todo lo humano afecta también a la desdicha del hombre. Pues bien, justamente ahí, en un pretorio pagano, a los pies de ese hombre, rey de los judíos e Hijo e Dios, es donde el dolor y la humillación del hombre llevan al extremo su ambigüedad, saliendo definitivamente de la neutralidad: o positivas o negativas, como la electricidad; o redentoras o condenadoras, no hay término medio. La desgracia del hombre ya no es sino sagrada o sacrílega. Pero, fuera de Dios mismo, ¿quién puede juzgarlo? El miserable que muere, con la blasfemia en la boca, nos espanta, pero ¿quién de nosotros conoce todos los caminos de la comunión con Cristo ultrajado?

No soy tampoco especialista en mitologías antiguas. Pero sé bastante de ellas como para saber que, siglos antes del cristianismo, se comulgaba en la muerte de los dioses. Sin embargo, guardémonos de analogías demasiado rápidas que ya indignaban a los Padres de la Iglesia. Es verdad, nada más bello, nada más apacible y en cierto sentido más conmovedor que las estelas funerarias conservadas en el museo de Atenas. Nada más opuesto también a la imagen del Ecce Homo: Hay ahí dos concepciones de la vida y de la muerte en completa contradicción. En las "religiones mistéricas", esta claro que el iniciado sólo llega a la divinidad después de haber salido "volando del circulo de pena y de desgracia" que es la vida presente, y que como Platón con su cuerpo, debe despojarse de la morada para hacerse divino". Pero en el cristianismo ya se comulga en el interior de la pena, del dolor y de la mortalidad, con la vida eterna y la Divinidad misma, en Jesucristo y por él.

Cierto que no hay que abandonar nada de lo que nos dejó Jesucristo en depósito, y no abandonamos nada: ni la revelación, ni los dogmas, ni los sacramentos, ni el papado, ni el carácter visible de la Iglesia, ni los ritos, ni las disciplinas, ni los milagros, ni las profecías, no abandonamos nada, lo mantenemos todo, pero en lo más exterior es donde se pueden señalar analogías engañosas con las demás religiones. En cambio, cuando se va más hondo, se observa que es imposible toda analogía. Más aún que una religión de pecado perdonado, el cristianismo es la religión de la gracia y del amor, es, pues, la religión de la libertad, pues la gracia es la libertad de Dios y el hombre mismo sólo puede amar libremente. Luego, al contemplar a Cristo ultrajado, uno observa que, más aún que la religión de la libertad, el cristianismo es la religión del dolor santificado y santificante. Cuanto más libremente se entra en el dolor y en la muerte, mayor y más valeroso es el amor del cristiano. Las religiones antiguas se incorporaron el terror del hombre, y hasta su sensualidad; ninguna, antes o después del cristianismo, se ha incorporado la desdicha del hombre, que, en efecto, ha llegado a ser la maravilla del universo.

Pilatos va a hacer un último e inmenso esfuerzo para salvar a Jesús. Esfuerzo vano, pues falla. Hacía falta desde el comienzo proclamar la inocencia del acusado, actuar en consecuencia, y no apartarse una pulgada de tal posición. Tras la injusta flagelación, Pilatos tenía que resbalar a la injusticia. Pero era terco. No deja de repetir: "Yo no encuentro en éste ninguna culpa". (Jn. 19,1) Entonces ¿por qué haberle hecho azotar? Pero los enemigos de Cristo eran aún más tercos. ¡Señor Dios! ¡Qué implacables son las guerras de religión, y qué inflexible se hace la crueldad cuando se presenta como celo y piedad! Pues resulta muy claro que todos esos son gente piadosa, gente devota; gente de sacristía, diríamos hoy. "Nosotros tenemos una Ley, es reo de muerte, porque se ha hecho Hijo de Dios." (Jn. 19,7)

Ante esas palabras, Pilatos se amedrentó más, no sólo porque era supersticioso, y, para un pagano, no resultaba demasiado asombroso que un hijo de Dios se paseara entre los hombres (pero, si era ese el caso con Jesús ¡qué "plancha" hacerle azotar!); sino también porque, como nombre de Estado, Pilatos juzgó que Jesús había suscitado el odio de los beatos, y conocía bastante a su gente como para saber que tal odio se cree permitido todo y no se desarma nunca. Pilatos, pues, quedó espantado. Pero insistió en querer soltar a Jesús. Sin embargo, el asedio de los acusadores no se aflojaba. Querían el pellejo del acusado, lo querían de veras, era gente de carácter. Entonces llegó a los oídos de Pilatos la insinuación que debía temer desde el comienzo, el argumento último que hacía plegarse a todo funcionario romano, la amenaza clara de una denuncia ante César, un Cesar que entonces era Tiberio, tirano suspicaz y celoso. "Si sueltas a ése, no eres amigo del César -le dicen los sanhedritas-. Todo el que se hace rey, está contra el César." (Jn. 19,12) A buen entendedor, pocas palabras bastan.

Pilatos recibió de lleno la amenaza. Era buen entendedor. Debió palidecer. Entonces su corazón se inflamó de cólera contra esos sacerdotes y esos fariseos, cuya hipocresía le sublevaba. ¿Cómo? Durante años, día tras día, esa gente le ha opuesto a él, a Pilatos, representante de César, la autonomía de su nación, las franquías de su religión que les impedía reconocer la divinidad de Cesar, los privilegios de su culto, que le obligaban a él, a Pilatos, a depositar fuera del Templo las águilas imperiales, y hoy esos mismos celosos defensores de las tradiciones de Israel toman a pechos los derechos de César y le acusan a él, a Pilatos, de no ser amigo de César porque, por algún motivo oscuro e inconfesable, quieren el pellejo de uno de sus conciudadanos y él no se lo quiere dar. Todo eso es muy fuerte y ya verán. Ahora la suerte de Jesús está decidida, ya no se trata de él: esta entre los dos campos como una pelota de tenis. Han dicho: "Todo el que se hace rey..."; pues bien, Pilatos les va a tomar la palabra.

Pilatos lleva a Jesús fuera y se lo presenta otra vez, disfrazado como está de rey de Carnaval.

"Pilatos. - Mirad, vuestro rey.

Ellos. - ¡Quita, quita! ¡Crucifícale!

Pilatos. - ¿A vuestro rey voy a crucificar?

Ellos. - No tenemos más rey que César."

Ahí es a donde Pilatos quería llegar, a esa confesión de los grandes sacerdotes. "París bien vale una misa", como dicen los jefes de Estado. Para Pilatos, nadie duda de que tal reniego de las pretensiones nacionales de Israel bien valía la ejecución de un inocente. "Entonces se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron a Jesús, que, cargándose la cruz, salió de la ciudad..."

Los grandes sacerdotes habían renegado de todo: del Reino de Dios, de la dinastía de David, del honor del culto al Dios único, pues sabían muy bien que reconocer a César como rey suyo era adorarle; de su propia Ley, de todo lo que constituía la gloria de su nación y su predestinación. Pero su odio estaba satisfecho: Jesús salía de la ciudad como excomulgado, iba a ser colgado del palo. ¡Ah! Cuando el odio entra en el corazón y lo gobierna enteramente, mejor callar, huir, esconderse, desaparecer, hacerse el muerto, o bien aceptar por adelantado renegar de lo más querido, y ante todo del honor.

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