conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Tercera Parte.- La Pasión de Jesucristo

XXII.- El Viernes Santo (IV)

Intento comprender lo que pasó. La historia de Jesucristo es ininteligible en nuestro contexto social. Para comprenderla, pues, hay que transcender nuestro contexto social y tratar de imaginar lo que era la sociedad judía contemporánea de Jesús. En uno de nuestros modernos tribunales democráticos, un acusado que se llamase a sí mismo "el Hijo del hombre" y hablara de "las nubes del cielo" sería enviado inmediatamente por el juez al psiquiatra. Pero el Sanhedrin no tenía absolutamente nada de un moderno tribunal democrático.

La declaración de Jesús cayó como una bomba. De repente, todos aquellos enloquecieron de rabia. Su sistema de pensar y de juzgar explotaba. Todos y cada uno sabían de memoria la profecía de Daniel: esas pocas palabras de Jesús, Hijo del hombre, nubes del cielo, habían puesto en marcha todos los mecanismos de la memoria y de la exégesis. Todos sabían muy bien que esa profecía de Daniel no podía designar más que a un ser propiamente divino. Era prodigioso pensar que ese hombre, al que tenían delante, a su merced, pretendía ser ese ser divino.

He insistido demasiado, al comienzo de este libro, sobre esta profecía de Daniel para no sentirme dispensado de extenderme aquí. Así pues, esa declaración monumental de Jesús, en tan total contradicción con las apariencias, trastornó a la asamblea y todo terminó inmediatamente. Mateo cuenta: "Entonces el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo: -Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos todavía de testigos? Ya oísteis ahora la blasfemia. ¿Qué os parece?-. Y ellos contestaron: -Es reo de muerte-."

La ley reservaba su pena más severa e infamante para el blasfemo, el crimen por excelencia de lesa majestad, ya que la sola y única majestad, en esa nación religiosa, era la de Dios. Caifás cree inmolar a Jesús a la Ley. Y sin embargo, como ha notado Juan, por ser sumo sacerdote ese año, al aplicar la Ley, no puede menos de cumplir al mismo tiempo la Profecía. Hasta el final, Jesús sigue siendo "súbdito de la Ley", y en el interior de esa sujeción es donde realiza las profecías, todas las profecías, y las promesas hechas a Israel. Pero Caifás también es súbdito de la Ley, súbdito y primer ministro de esa Ley, y además profeta, por ser sumo sacerdote ese año. Nada más hermoso, nada más grande, nada más trágico en el mundo, en toda la historia de los hombres y todas sus literaturas, que ese enfrentamiento, en Caifás en Jesús, de la Antigua y la Nueva Alianza, de la Ley y de su víctima proféticamente designada y obediente, de la profecía de Israel y de su consumación suprema.

* * *

74. He ahí, pues, a Jesús condenado a muerte, según la Ley de su pueblo, y condenado por el motivo más grave según esa Ley, la blasfemia, la ofensa personal y directa hecha al Dios vivo.

Por supuesto que, en la antigüedad, nada era tan corriente como deificar a los mortales. La misma Roma divinizaba a sus emperadores. Pero justamente, todas esas naciones que multiplicaban los dioses eran idólatras. Sólo Israel, y esa es su gloria, proclamaba la unicidad de Dios. Aun bajo el yugo de Roma, Israel no reconoció ni practicó nunca el culto al emperador. ¡Gran nación insolente! Ahí, ahí sobre todo es donde importa saber y reconocer que Jesús hasta el final, estuvo y permaneció de acuerdo con su nación. Caifás y él tenían exactamente la misma concepción de Dios y de su unidad absoluta. Por eso su encuentro está tan cargado de sentido. En una nación idólatra, la pretensión de Jesús hubiera sido vulgar. En Israel, fue considerada como blasfematoria eso sólo era posible en Israel.

Periódicamente se oye decir que se ha reunido un tribunal de hombres de leyes judíos, en Israel o en otro lugar, para rehacer según la Ley el proceso de Jesús y para pronunciar su absolución. Tales puestas en escena me parecen absolutamente vanas. Por lo que concierne a la Ley de Israel, creo más en la competencia de Caifás que en la de los rabinos modernos. Jesús fue condenado a muerte por blasfemo, no tanto porque se llamara "Hijo de Dios" cuanto porque, al reivindicar solemnemente el título de "Hijo del hombre", consagrado por la profecía de Daniel, pretendía compartir con el Dios único y santísimo el poder, el honor, el imperio, el juicio y la eternidad. Pretendía ser Dios en persona.

Una vez declarada esa pretensión ante el tribunal, no podía ser más que o verdadera o falsa. Si era falsa y mentirosa, Caifás tenía mil veces razón: Jesús había blasfemado, y, según la Ley de Moisés, merecía la muerte que se le reservaba, merecía igualmente la infamia y la maldición. Pero si era verdadera, entonces Jesús no había blasfemado, porque Dios no puede renegar de sí mismo. Pero entonces Jesús, por ser personalmente Dios, estaba por encima de la Ley de Moisés, por encima del mismo Moisés, la Ley ya no tenía ascendiente sobre él, para él, ya no servia de nada; la Ley expiraba a los pies de ese acusado. La Ley lo podía todo, menos juzgar a Dios. Al estar Dios por encima de la Ley, en Jesucristo y por Jesucristo, todos estábamos liberados de la Ley, no dependiendo ya más que de la complacencia de Dios y de su Hijo amado, complacencia que llamamos "la gracia".

Ese proceso de Jesús, Pablo el fariseo lo rehizo toda su vida. No hay otra manera que la suya de rehacer el proceso de Jesús y de concluirlo en absolución, si no es declarando al mismo tiempo la Ley de Moisés incompetente y caducada para siempre. Eternamente incompetente y caducada, ley asesinada con aquel a quien hizo morir.[9]

Pero el judaísmo moderno, por el contrario, nacido tras la caída de Jerusalén y bajo la influencia de los fariseos, ha abandonado todo del antiguo judaísmo, todo -sacerdocio, Templo, sacrificios, profecía, mesianidad personal, Apocalipsis, Promesa-, todo menos la Ley y las tradiciones humanas con que, en efecto, los fariseos han sobrecargado la Ley. Esa Ley, hinchada de estas tradiciones, es un yugo terrible que la mayor parte de los judíos evolucionados sacude, pues condena por adelantado toda evolución y extiende sus fanatismos hasta dominios que no tienen nada de religioso, como el arte culinario. Maimónides llegó a colocar a Moisés muy por encima de Abraham y de los Patriarcas. Maimónides era inteligente, comprendió que era la única manera de borrar la Promesa ante la Ley, pero esa sustitución de Abraham por Moisés en la fundación de la religión de Israel es una especie de blasfemia.

Por eso el cristianismo es y sigue siendo más "judío" que el judaísmo moderno. En Jesús, y de manera sacramental y real, hemos guardado el Templo, el sacerdocio de Aarón, el sacrificio, la profecía, el mesianismo personal, el Apocalipsis, y sobre todo la Promesa, e incluso, de manera inefable, pero concreta y carnal, eucarística, nosotros los cristianos salvaguardamos, en un solo cuerpo que adoramos, el racismo judío, un racismo claro, confesado, sin complejo de inferioridad, pues es verdaderamente un cuerpo y una sangre judíos ("Tu semilla, Tu Semilla"), de donde nos viene la salvación. En resumen, lo hemos guardado todo del antiguo judaísmo, lo hemos guardado en una eclosión sacramental (espiritual y corporal) de sí mismo, lo hemos guardado todo, salvo, la Ley, que se ha descalificado eternamente al condenar a aquel para quien estaba hecha, que era su finalidad.

En el solemne juicio de Jesús por el Sanhedrin, y tras la resonante declaración del acusado, me parece notable que la primera exclamación del sumo sacerdote fuera: "¡Ha blasfemado!" No acusó en absoluto a Jesús de querer instaurar un culto idolátrico, sino de haber pronunciado una blasfemia. Por otra parte, aún hoy, los judíos -quiero decir los judíos ortodoxos, únicos que interesan en mi tema- no acusan en absoluto a los cristianos de idolatría, por adorar al cuerpo de Jesucristo, sino de prolongar una blasfemia. Es una reacción más puritana que mística: que Dios se haya encarnado en un cuerpo de hombre, aunque sea de su raza, les resulta inconcebible, es como si Dios mismo se manchara.

En realidad, Jesús simplificaba mucho el problema para el Sanhedrin. Nadie hubiera osado esperar un acusado más complaciente. Su pretensión personal iba mucho más allá de la acusación primera. No dejaba a sus jueces otra alternativa sino condenarle a muerte por blasfemia o arrodillarse ante él y adorarle. ¿Dónde? ¿Cuando? ¿Cómo? ¿Se han visto jueces que se arrodillen ante un acusado? La insolencia de la nación judía era total en su monoteísmo en medio de las naciones, pero, en el interior de ese monoteísmo, la insolencia de Jesús no fue menos completa. Le oponían la Ley de Dios, y él no pretendía nada menos que compartir con Dios la soberanía, el reino, el imperio eterno y la adoración de las naciones. Se puede decir que Jesús dominaba verdaderamente la situación.

"Es reo de muerte", tal fue la sentencia del Sanhedrin. Los exégetas citan varios textos del código mosaico para apoyar esa sentencia. El que me parece tópico es el del Levítico. Había habido una disputa en el campamento entre un hebreo y otro hombre, mestizo de egipcio y de mujer israelita. En el acaloramiento de la discusión, el segundo blasfemó del nombre de Yahvé, que el texto llama por antonomasia el nombre. "Metieron al hombre en prisión para no decidir sobre él sino por orden de Yahvé. Yahvé habló a Moisés, y dijo: -Haz salir del campamento al que ha pronunciado la maldición. Todos los que la han oído le pondrán las manos en la cabeza, y toda la comunidad le lapidará. Luego hablaras así a los hijos de Israel: Todo hombre que maldice a su Dios llevará el peso de su pecado. Quien blasfema el Nombre de Yahvé, que muera de mala muerte; toda la comunidad le lapidará. Extranjero o ciudadano, que muera de mala muerte, sí blasfema el Nombre." (Lev. 24,10-17)

La concepción judía de la maldición es tan viva, tan concreta, tan fulminante, que parece de una descarga eléctrica que va y viene entre el blasfemo y Dios. El blasfemo maldice a Dios; que Dios le maldiga a su vez. El signo y la sanción de esa maldición a cambio, es la muerte violenta, la muerte infamante, infligida fuera del campamento por toda la comunidad. Lo esencial es que la blasfemia sea considerada como una maldición contra Dios, que se vuelve como un boomerang contra el que la ha proferido. En ese ir y venir, hay que tomar partido. La comunidad toma el partido de Dios, expulsando de su seno al blasfemo e infligiéndole la muerte violenta. Esa muerte era la lapidación, pero otro texto de la Ley mosaica vendrá a completar ese primer texto. Se trata del texto del Deuteronomio que expresa la maldición de Dios por la suspensión del árbol. (Deut. 21, 22-23)

Es san Pablo quien mejor define esta dialéctica en que trato de entrar aquí. No lo dudemos: Caifás razonaba exactamente como san Pablo. Uno y otro están dentro de una misma dialéctica, pero sacan conclusiones opuestas, y aun inconciliables. Caifás, juez supremo según la Ley de Moisés, considera a Jesús como blasfemo, y, en aplicación de la Ley, le condena a muerte fuera de la ciudad, invocando sobre el culpable la maldición de Dios colgándole del palo. San Pablo afirma que Jesús no blasfemó, porque era Dios, como decía; es, pues, la ley quien blasfemó al condenarle. Con un golpe de devolución, san Pablo recoge la maldición -igual que un soldado recoge una granada que todavía no a estallado para devolvérsela a quien le lanzó- y la lanza enteramente sobre la Ley, en nombre, no ya de la Ley que ha blasfemado del Señor, sino en nombre de Abraham y de la Promesa.

No invento nada; es el sentido explícito y claro de la vocación de Abraham. Dios le dice: "Haré de ti una gran nación, y te bendeciré, y haré de tu nombre un gran nombre, y serás bendito.

Bendeciré a los que te bendigan, Y maldeciré a los que te maldigan.

Y en ti serán benditos todos los clanes de la tierra." (Gen. 12,2-3)

Por boca de Caifás, la Ley ha tenido la desgracia de maldecir al que es por excelencia la Semilla de Abraham y Semilla de Dios. En virtud de la Promesa hecha a Abraham, Dios debe maldecir la Ley. La maldijo. Esa maldición afecta a la Ley, no, evidentemente, al pueblo judío. Los judíos pueden, como todas las demás naciones, entrar en la bendición prometida a Abraham, concretada en Jesús y extendida por él a todos los clanes de la tierra. Pero les hace falta despojarse de la Ley que, al asesinar al Santo de Dios, incurrió en la maldición. Habría podido ser de otro modo. Pero así es, y lo que se hizo, está hecho.

Para san Pablo, pues, Jesús no blasfemó, era lo que decía ser, Hijo de Dios en un sentido único y personal, Hijo del hombre según la profecía de Daniel, y a la luz de ésta. Y si la Ley le condenó, es que la Ley entonces es condenable, porque, en Jesús, condenó y entregó a la maldición a la Semilla misma de Abraham y a la Semilla de Dios, a quien se prometieron, de manera solemne e inalienable, todas las bendiciones. Sea maldita la Ley a su vez. La Ley y su legitimidad se terminan en Caifás. A través de su muerte, la Promesa y su bendición se perpetúan en Jesús, y son transmitidas por él a todas las naciones. Ahí también, los cristianos somos más "judíos" que los judíos modernos. Razonamos exactamente como Caifás. Al condenar a Jesús, la Ley ha blasfemado el Nombre. ¡Sea echada fuera del campamento, herida de maldición y de infamia, y muera de muerte violenta!

Mientras se permanece en el interior de la Ley, se está enredado en la maldición. Hay que salir de ella. Igual que un pararrayos atrae, recoge y dispersa el rayo, Jesús ha concentrado en él toda la maldición de la Ley para sacarnos de ella de una vez para todas, y para que, a través de él, colgado del palo, emerjamos todos a la bendición universal, anterior a la Ley, prometida a Abraham bendecida para siempre y ese árbol de la Cruz donde está colgado Jesús. Todo es continuo, sin ruptura, entre el Antiguo Testamento, los cuatro Evangelios y Pablo.

Hay que citar aquí con cierta longitud la epístola de Pablo a los Gálatas: "En efecto, por la Ley, he muerto a la Ley, para vivir para Dios: estoy crucificado con Cristo. Y si vivo, ya no soy yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Mi vida presente en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me ha amado y que se ha entregado por mí. No anulo el don de Dios, pues si la justificación viene de la Ley, Cristo ha muerto para nada... Así Abraham creyó en Dios, y se le contó como justificación. Comprendedlo: los que apelan a la fe son los verdaderos hijos de Abraham. Y la Escritura, previendo que Dios justificaría a los paganos por la fe, anunció por adelantado a Abraham esta buena noticia: "En ti serán benditas todas las naciones". Así, los que apelan a la fe, son benditos con Abraham el creyente. (Gál. 2,19; 4,7)

"Todos los que siguen la práctica de la Ley incurren en una maldición. Pues está escrito: "Maldito el que no se atenga a todos los preceptos escritos en el libro de la Ley para practicarlos". Por lo demás, que la Ley no puede justificar a nadie ante Dios, es evidente, porque- "el justo vivirá por la fe". Ahora bien, la Ley, por su parte, no procede de la fe, sino que "cumpliendo sus preceptos es como el hombre vivirá por ellos". Cristo nos ha rescatado de esta maldición, hecho él mismo maldición por nosotros, pues está escrito: "Maldito el que cuelga del palo", para que pase a los paganos, en Jesucristo, la bendición de Abraham, y que recibamos por la fe el espíritu de la Promesa.

" ... Pues todos vosotros sois hijos de Dios por la fe en Jesucristo. Todos vosotros, en efecto, bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. Ya no hay judío, ni griego, ni esclavo, ni hombre libre, no hay hombre ni mujer, pues todos no hacéis más que una sola cosa en Cristo Jesús. Pero si pertenecéis a Cristo, sois la Semilla de Abraham, herederos según la Promesa... Cuando vino la plenitud de los tiempos, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido súbdito de la Ley, para rescatar a los súbditos de la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones al Espíritu de su Hijo que clama ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios... "

Sé muy bien que para nuestros espíritus occidentales, o peor, cartesianos, esta dialéctica puede parecer frívola, o en todo caso, no obligatoria, ¿Obligatoria? Seguro que no en el sentido en que dos y dos son cuatro. Pero entre los instrumentos dialécticos que nos pueden ayudar en la búsqueda de la verdad, la aritmética es el más bajo. Estamos aquí en un orden de realidades infinitamente superior al de los números, de los cuerpos y aun de los espíritus. Es el orden de la profecía y de la Revelación divina, de la caridad, diría también Pascal. Es un orden de realidades sagradas, propiamente sobrenaturales, en que no se puede entrar sin iluminación por una parte, sin elección libre por nuestra parte.

Sin embargo, aquí estamos por encima de la dialéctica jurídica de lo tuyo y lo mío, e incluso por encima de la dialéctica moral. Es más bien una dialéctica poética lo que ofrecería alguna analogía, con sutiles necesidades de paralelismo e identificaciones, con sus ecos de rimas y alusiones. Quizá una dialéctica aún más humilde, una dialéctica de hechos, la de la química por ejemplo, nos daría alguna analogía: se ponen en presencia dos cuerpos, y se espera de esa confrontación decisiva un resultado desproporcionado e irrefutable.

Ahí, en Jerusalén, hace dos milenios, en el amanecer, y en medio del Sanhedrin, tiene lugar la confrontación decisiva de Cristo con la Ley de su nación. Esa confrontación tiene un efecto de catálisis explosiva. Literalmente, se produce aquí una "catástrofe", tal como llama Racine al desenlace de la tragedia. En esa catástrofe es donde naufragó la legitimidad de la Ley, y esa catástrofe es lo que nos libera eternamente tanto de la Ley como del pecado que era su ocasión sin que ella pudiera ser su remedio.

Hablo del desenlace poético de una tragedia. Pero como dice Edgar Poe, en La génesis de un poema:[10] 1 "Si hay una cosa evidente, es que un plan cualquiera, digno del nombre de plan, debe haberse elaborado cuidadosamente con vistas al desenlace, antes que la pluma ataque el papel". Que Dios haya elaborado su plan desde antes de la Promesa, desde antes de la existencia del pueblo judío, desde antes de Abraham, y, con más razón, mucho antes de Moisés y de la Ley, con vistas a ese desenlace preciso y particular, con vistas a esa "catástrofe" que nos salva a todos, en que Jesús es inmolado como víctima de expiación en la montaña, lo vemos en el Génesis, en su prueba y su signo poéticos:

"Y Dios puso a prueba a Abraham y le dijo:

Dios. - ¡Abraham, Abraham!

Abraham. - ¡Aquí estoy!

Dios. - Toma a tu querido hijo único, Isaac, y ve al país de Moria, y allí lo ofrecerás en holocausto en la montaña que te indicaré.

"Abraham se levantó pronto, ensilló su asno y tomó consigo a dos servidores y a su hijo Isaac. Partió la leña del holocausto y se puso en camino hacia el lugar que le había dicho Dios. El tercer día, Abraham, levantando los ojos, vio desde lejos el lugar. Abraham dijo a sus servidores:

Abraham. - Quedaos aquí con el asno. El muchacho y yo iremos hasta allá, adoraremos y regresaremos con vosotros.

"Abraham tomó la madera del holocausto y se la cargó a su hijo Isaac. Él mismo tomó en sus manos el fuego y el cuchillo, y se fueron los dos juntos. Isaac dijo a su padre Abraham:

Isaac. - ¡Padre!

Abraham. - ¿Hijo mío?

Isaac. - Aquí está el fuego y la madera... Pero ¿dónde está el cordero para el holocausto?

Abraham. - Dios proveerá el cordero para el holocausto, hijo mío.

"Y se fueron los dos juntos.

"Cuando llegaron al lugar que Dios le había indicado, Abraham levantó el altar y colocó la leña, luego ató a su hijo Isaac y le puso en el altar, sobre la madera. Abraham extendió la mano y tomó el cuchillo para inmolar a su hijo.

"Pero el Ángel de Yahvé le llamó desde el cielo:

El Ángel de Yahvé. - ¡Abraham, Abraham!

Abraham. - ¡Aquí estoy!

El Ángel de Yahvé. - No extiendas la mano contra el muchacho, no le hagas daño. Ahora sé que temes a Dios: no me has rehusado a tu hijo único.

"Abraham levantó los ojos y vio un carnero que se había enredado por los cuernos en una mata, y fue a tomar al carnero y le ofreció en holocausto en lugar de su hijo...

"El Ángel de Yahvé llamó por segunda vez desde el cielo a Abraham:

El Ángel de Yahvé. - Juro por mí mismo, palabra de Yahvé: porque has hecho eso, y no me has rehusado tu hijo único, te colmaré de bendiciones, haré tu descendencia tan numerosa como las estrellas del cielo y la arena a la orilla del mar, y tu semilla conquistará las puertas de tus enemigos. Por tu semilla, serán benditas todas las naciones de la tierra, en recompensa a tu obediencia." (Gen. 22)

Todo eso es admirable, pero se hace punzante cuando se mira por transparencia esta escena sobre la del calvario; es su espejo poético. Y el mismo calvario es ya el espejo poético de todo holocausto heroico, exigido por Dios, de un alma obediente y llena de buena voluntad. Aquí es un carnero el que ocupa el lugar del hijo bienamado. En el calvario, es el hijo bienamado quien toma el lugar de los machos cabríos y las ovejas, los pobres pecadores. Y, en el destino de cada cual de nosotros, ocurre también que falta a veces el carnero, y el holocausto ha de proseguirse hasta el fin. Pero en un espejo también, vemos que la imagen está vuelta del revés, y por eso hablo de espejo poético.

Se puede discutir la historicidad del sacrificio de Isaac. Me parece difícil que se haya inventado. Y aunque se hubiera inventado, lo innegable es que el Génesis se escribió siglos antes de la muerte de Jesús en el calvario. No hay en el mundo un dramaturgo digno de ese nombre que pueda discutir la relación poética del sacrificio de Isaac con el sacrificio de Jesucristo. Claro que hay diferencias, y, como he dicho, la imagen invertida del espejo poético. Pero cualquier poeta ve la necesidad de las diferencias para la verdad del paralelismo. Es lo que se llama sorprender al lector o al espectador con lo que espera, con lo que se le ha hecho esperar. El sacrificio de Cristo no copia el de Isaac. Pero si hubiera copia servil, entonces se podría dudar de la veracidad del relato de la Pasión. El que no haya copia, sino analogía, prueba la autenticidad de la relación. Caifás no pensaba seguramente en el sacrificio de Isaac al enviar a Jesucristo a la muerte, y por eso era "profeta" infalible, pero ciego. Alguien por encima de él pensaba por él. Hay que ser dueño del tiempo histórico, como Shakespeare era dueño del tiempo teatral, para establecer en verdad del desarrollo histórico del tiempo un paralelismo tan prodigioso.

Al explicar la profecía del sacrificio de Isaac, los exegetas cristianos piensan comúnmente que Isaac, y luego el carnero, ocuparon el lugar de Cristo; que Abraham ocupó el lugar de Dios Padre, cuyo Cristo cumplía su mandato en la Pasión. Como dirá san Pablo: "Cristo se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Y, evidentemente, tienen mucha razón.

Pero creo que se puede decir también que, en el cumplimiento de la profecía, Caifás, sumo sacerdote ese año y profeta del pueblo de Dios, cumplía la función de Abraham. Jesús, hasta el final, hijo de ese pueblo, súbdito de la Ley, Semilla por excelencia de Abraham, se dejó atar e inmolar sobre la madera por el sumo sacerdote, el patriarca sacrificador, y esta vez no hay carnero para ocupar su lugar, no podía haber ya carnero, porque, lo mismo que había venido para asumir sobre sí la maldición de la Ley, Jesús había venido también para remplazar eternamente, con su sacrificio, y hacerlos eternamente inútiles, a los toros, los carneros, los corderos y las palomas, cuyo sacrificio sólo era figura profética de su sacrificio.

Y todavía Jesús, con su obediencia ejemplar para siempre, en el mismo momento en que era condenado, tomaba "proféticamente" el lugar del sumo sacerdote y de todos los sacerdotes que habían precedido a Caifás hasta Aarón y Melquisedec, como mediador único entre Dios y los hombres, y como sacrificador eterno y único. Ahí es donde el Antiguo Testamento, no sólo la Ley, sino también la Promesa, el sacerdocio, la profecía, la Tienda y el Templo, todo el culto de la Antigua Alianza, encuentran su cumplimiento y su logro, su "catástrofe" apropiada y real.

Todo gira, el revés se vuelve el derecho, como en un espejo. Caifás acusa a Jesús de haber blasfemado el Nombre y le condena a muerte por blasfemia. Al entrar voluntariamente en esa muerte sacrificial y de maldición sobre la madera, Jesús reconquista con su sangre ese Nombre que es el suyo desde el origen.

Es también san Pablo quien lo dice, en una especie de cántico, que quizá cantaban los primerísimos cristianos, antes incluso de que Pablo tuviera cuidado de transcribirlo: Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios le levantó sobre todo, y le concedió el "Nombre-sobre-todo-nombre"; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble -en el Cielo, en la Tierra, en el Abismo-, y toda lengua proclame: "¡Jesucristo es Señor!" para gloria de Dios Padre.

* * *

75. Es verdad que leyendo el relato de la Pasión de Jesucristo, los niños cristianos se vuelven antisemitas, igual que los pequeños franceses se vuelven antiingleses leyendo el relato de la muerte de Juana de Arco. Claro que hay mucha comodidad sociológica en todo eso, ese género de comodidad que los psicoanalistas llaman una "transferencia". Mentalmente, azotamos a los judíos por el asesinato de Cristo, como Jerjes azotaba el Helesponto; el Helesponto era el chivo emisario de Jerjes. En esa atroz historia del asesinato de Jesucristo, hace falta un culpable, lo esencial es que no seamos nosotros. Cuidado sintomático: en efecto, es revelador respecto a nosotros mismos que esta historia, de dos mil años de antigüedad, nos concierna aún tanto que a cada cual se le plantee la cuestión de saber si no está personalmente implicado. La Pasión de Jesucristo es espantosamente interrogativa, indiscreta y molesta; nos pone en cuestión a todos y a cada cual. Para no sentirnos personalmente responsables, estamos dispuestos a asignar a ese crimen de los crímenes cualquier culpable que nos quede a mano. E históricamente es indudable que son los judíos quienes nos han quedado a mano.

En vano. El antisemitismo no hará más que añadir una culpabilidad a otra, no nos aliviara de nuestra responsabilidad primera e inalienable. Caifás, los fariseos, los implacables sacerdotes, Herodes el mundano, Pilatos que se lava las manos, judas que cuenta su dinero, Pedro que reniega antes del canto del gallo, los soldados que juegan a los dados al pie de la Cruz; somos nosotros, todos nosotros, cristianos o judíos, creyentes o incrédulos. Esa historia es la nuestra. Una vez que se pone el pie en ella, se cierra la puerta detrás de nosotros queramos o no, estamos embarcados en el frenético tobogán de la responsabilidad individual, y peor para nosotros si eso nos angustia el corazón. Si Jesucristo murió como murió, yo entro en ello de algún modo. Tengo su sangre en las manos. No hay apelación posible, ni a los perfumes de Arabia.

No es menos sintomático que en este asunto los historiadores judíos y los historiadores cristianos se parezcan tanto que son intercambiables, como hermanos gemelos: se devuelven mutuamente la pelota. Es verdad que los historiadores cristianos, y Juan el primero, abrumaron a "los judíos" sin aplicar todo el discernimiento necesario. Pero también hay que ver cómo los historiadores judíos abruman a los romanos, y sobre todo a Pilatos, que, como el obispo Cauchon, ya no esta ahí para defenderse.

En cuanto a las películas llamadas "bíblicas" producidas por Hollywood, bajo el imperio de necesidades comerciales, su objetivo no es contar en imágenes la auténtica Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, sino, ante todo, llenar las salas, molestando lo menos posible a nadie; no molestando a los judíos ni molestando a los cristianos. Tales películas son deshonrosas, blasfeman desvergonzadamente de la santa verdad histórica, y corrompen hasta un punto increíble la sensibilidad de los cristianos y la comprensión de los hechos. Para los fieros guardianes de la moral cristiana, parecería que hay algo más urgente que hacer calibrar los sostenes y evaluar el espesor de los tules que velan a las fáciles Venus hollywoodianas, y sería repudiar y denunciar esas mistificaciones cinematográficas, que son unos atentados a la verdad y al pudor de la historia mil veces más escandalosos que cualquier adulterio. Es consternador comprobar que, en un dominio tan importante como el del que, el puritanismo hace sus estragos desviando la atención del pueblo cristiano de los valores más importantes y que hay que mantener a toda costa.

En la Pasión de Jesucristo, el valor supremo y que lo domina todo, son los hechos, los hechos irrefutables, inalterables, irreversibles, los hechos sagrados, los hechos salvadores. Pero sólo son salvadores sino en cuanto nos devuelven nuestra propia imagen, nuestra propia responsabilidad; no la culpa de los demás. Esos hechos no se han escrito y descrito para asegurarnos a todos una buena conciencia, sino para despertar nuestras conciencias antes de comparecer ante el tribunal de Dios.

* * *

Notas

[9] Sobre este tema de la Ley "maldita y asesinada", véase al final el "arrepentimiento" del autor, rectificando sus conceptos ante las objeciones de Maritain. (N. del T.)

[10] El título de este ensayo de Poe está citado según el que le dio Baudelaire en su famosa traducción. En el original, se titula The Philosophy of Composition. (N. del T.)

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