conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XVII.- El Conflicto (III)

52. El conflicto de Cristo y los fariseos se acabó con el proceso más famoso de la historia, en que Jesús fue condenado y ejecutado. Pero ese proceso de Jesús fue precedido por otro proceso, el de los propios fariseos, hecho por Jesucristo a tambor batiente y con elocuencia fulminante. Eso es lo que da a ese conflicto su aspecto inexorable de excomunión mutua. Las dos partes lo echaron todo en la balanza, todo, sus bienes, sus vidas, su prestigio, su autoridad, su responsabilidad, su elocuencia, sus personas. Jesús se encontrará, desnudo como un gusano, colgado en una cruz sobre la montaña. Pero el gran sacerdote se desgarrará las vestiduras. El velo del Templo se desgarrará por la mitad y el santuario se descubrirá desnudo y abandonado. Judas, el traidor, se ahorcará y su vientre reventará por la mitad. La misma tierra se hendirá y vomitará espectros. Pero también los fariseos serán despojados y llevarán eternamente el luto de ese momento. Todos lo habrán echado todo en la balanza; todo se derrumbará en la catástrofe, y la balanza misma se hundirá.

La requisitoria de Jesús contra los fariseos, que nos es referida en el extraordinario capítulo 23 de Mateo, comienza por la constatación de la autoridad, legítima o presumida, de los fariseos, que reivindicaban el derecho de interpretar la Ley: "En la cátedra de Moisés se han sentado lo sabios y los fariseos". De esa posición doctoral y de autoridad es probable que no se dejen desalojar fácilmente.

El poder político es envidiable, la ambición política es una de las pasiones más fuertes del mundo, fuente de muchas injusticias. Para ciertos hombres refinados, el poder sobre las almas es aún más envidiable, más formidable aún, y llega mucho más lejos. Aunque me cueste sentirlo, la historia nos demuestra que a menudo hay gran placer en poder enviar a un enemigo a la prisión o incluso al patíbulo. El placer del gran Inquisidor es mandarle a uno al infierno. Es muy notable que Jesucristo, que nunca discutirá la autoridad del gran sacerdote, reconozca explícitamente cierta autoridad a los fariseos. El proceso que les hace no se refiere en absoluto a esa parte de autoridad que les corresponde, se refiere a la manera como ejercen su autoridad, sobre los abusos de su autoridad que cometen, sobre las contradicciones entre su enseñanza y su conducta, es decir, les acusa de hipocresía, que es la carga natural y viciosa e a autoridad, aun legítima, como la justicia, la misericordia, la lealtad y cierta franqueza heroica son las fuerzas ascensionales y virtuosas de la autoridad.

Nada más tajante que las palabras de Jesús, que se aplican eternamente, no sólo a los fariseos, sino a todos los detentadores de una autoridad, aun legítima, de que se abuse hipócritamente. "Haced, entonces, todo lo que os digan, y observadlo, pero no actuéis según sus obras, porque ellos dicen, pero no hacen." Si Jesucristo no hubiera reconocido una legitimidad cierta a la Ley de Moisés y a la enseñanza de los fariseos, nunca habría dicho eso.

Luego vienen las acusaciones centrales y masivas de la requisitoria:

  • dicen y no hacen;
  • atan pesadas cargas y las echan sobre las espaldas de los hombres, pero ellos no quieren moverlas ni con el dedo;
  • todas sus obras las hacen para ser vistos,
  • les gustan los primeros sitios,
  • los primeros asientos, los saludos en las calles,
  • gustan de hacerse llamar "maestro",
  • no entran, pero impiden a los demás entrar,
  • filtran el mosquito, pero se tragan el camello...

Cualquiera de nosotros que tuviera una parcela de autoridad sobre las almas, temblaría de merecer semejantes reproches. Y no hablo sólo de los sacerdotes no hablo sólo de los demás. Hablo de todos los que son letrados, los escritores, periodistas, filósofos, profesores, hombres políticos, aconsejadores oficiales, distribuidores de la verdad. Señores; ese discurso se dirige a todos nosotros.

Luego el reproche se cambia en invectiva. Nunca ha manejado nadie la invectiva como Jesucristo. Así, agita el conflicto, lo hace subir a su paroxismo y no deja otra posibilidad que un desenlace brutal. Hay que confesar que Jesús, por lo demás como todos los profetas de su raza, tenía un sentido caricaturesco genial: los trazos que componen su retrato del fariseo son inolvidables. Bergson escribió: "El arte del caricaturista es captar ese movimiento a veces imperceptible y hacerlo visible a todos los ojos agrandándolo. Da a sus modelos una mueca como la que harían ellos mismos si fueran hasta el extremo de su mueca." La invectiva y la caricatura no van sin generalización. Sería injusto pensar que todos los fariseos sin excepción correspondían al retrato que de ellos hace Jesús; los Hechos de los Apóstoles nos refieren las nobles palabras de Camaliel, el maestro de san Pablo, pero sin duda era la excepción que confirma la regla.

El discurso se continúa con una serie de maldiciones. Si esas maldiciones no las hubiera pronunciado realmente Jesús, ¿quién se atrevería a habérselas puesto en sus labios? Ese es otro signo de la veracidad de los Evangelios. El sermón de la montaña y las Bienaventuranzas parecen armonizarse naturalmente con la personalidad del que dijo de sí mismo que era "dulce y humilde de corazón". Pero el reverso de las Bienaventuranzas son las maldiciones, tan auténticas y elocuentes como las Bienaventuranzas. El cristiano camina hacia la eternidad entre esas dos altas murallas, las Bienaventuranzas a un lado y las maldiciones a otro. Nada puede remplazar aquí el texto desnudo del Evangelio. "¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos ante los hombres! Porque ni entráis vosotros ni dejáis entrar a los que van a entrar.

"¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, porque devoráis las casas de las viudas y fingís rezar mucho! Por eso recibiréis una condena más severa.

"¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que cruzáis el mar y la tierra para hacer un prosélito, y cuando se convierte le hacéis hijo del infierno el doble que vosotros!

"¡Ay de vosotros! guías ciegos que decís: "Si uno jura por el Templo, no es nada. Pero el que jura por el oro del Templo, está obligado". ¡Insensatos y ciegos!, ¿qué es más: la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? Así, el que jura por el altar, jura por él y por todo lo que hay sobre él, y el que jura por el Templo jura por él y por Aquel que vive en él, y el que jura por el Cielo, jura por el trono de Díos y por Aquel que se sienta en él.

"¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, el anís y del comino, y dejáis lo, que más pesa en la Ley: la justicia, la misericordia y la fe! Esto es lo que hay que practicar, sin dejar aquello. ¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os bebéis el camello!

"¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de codicia y de avidez! Fariseo ciego, limpia primero lo de dentro del vaso para que lo de fuera se vuelva también limpio.

"¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que parecéis sepulcros blanqueados, que por fuera tienen buena apariencia, pero por dentro están llenos de huesos de muertos a suciedad! Así también vosotros por fuera parecéis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de injusticia.

"¡Ay de vosotros, sabios y fariseos hipócritas, que construís los sepulcros de los profetas y adornáis las tumbas de los justos, y decís: -Si hubiéramos estado en los días de nuestros padres no nos hubiéramos unido a ellos en la sangre de los profetas.- Así dais testimonio contra vosotros mismos de que sois hijos de los que mataron a los profetas: ¡completad también vosotros la medida de vuestros padres! Serpientes, raza de víboras, ¿cómo huiréis de la condena al infierno?..."

Aunque he leído mil veces estas líneas, me quedo aturdido ahora que las transcribo. ¿No habría podido decir las cosas mas suavemente? No; si se quiere que alcancen, hay que decir rudamente las cosas rudas. Pero ¡qué severidad, qué violencia, qué inexorable condena, tanto más ensordecedora cuanto que es única en el Evangelio! Parece -y aun más, es seguro- que, para Jesús, no haya más que un pecado inexplicable, y es la hipocresía, pues aquí se apunta a la hipocresía, hasta el punto de que la palabra "fariseísmo" ha llegado a ser sinónimo suyo. La hipocresía es la antítesis de la caridad, forma de todas las virtudes cristianas, hasta el punto de que el amor de Dios por sí solo basta para hacer a un hombre universalmente virtuoso. La hipocresía es la desintegración universal, no sólo de todas las virtudes, sino también de los vicios, que por ella llegan a ser vicios del vicio. habría un análisis que hacer de la esencia farisaica de la moda en las costumbres. ¿Cuántos se dejan arrastrar a tal o cual depravación, sexual o de otro tipo, sólo porque, en el medio en que viven, es la moda? Del mismo modo que he reservado- para otro libro el comentario sobre las Bienaventuranzas o sobre la enseñanza de Cristo a propósito del dinero, también remito a ese libro mi comentario sobre estas famosas y espantosas maldiciones. Lo menos que debo decir de ellas por el momento es que determinaron de manera decisiva el destino temporal de Jesús. Al arrancar su máscara a los hipócritas, Jesús firmaba su propia condena a muerte. Tartufo nunca perdona que se le desenmascare. Jesucristo fue jurídica e hipócritamente asesinado por Tartufo.

Muchos elementos en la requisitoria de Cristo contra los fariseos nos parecen superados, y por eso no nos afectan. ¿Qué nos importan las filacterias, los ropajes lar el impuesto sobre la menta, el comino, la ruda y todas las legumbres? Lo que no está superado es la impecable acusación que opone a Jesucristo a Tartufo. Pascal nos dice que Jesús está en agonía hasta el fin del mundo. Hasta el fin del mundo también; y en cada minuto del tiempo que pasa, y en el interior de cada conciencia, Cristo se yergue con toda su estatura y afronta a Tartufo para desenmascararle. El que nunca ha sido campo cerrado de ese combate, es porque ya está con armas y bagajes en el bando de Tartufo, aunque se pretenda de Jesucristo con los labios. Sólo Tartufo se queda fuera del Reino de los Cielos, fuera de la redención, fuera de la salvación aportada por Jesucristo; un umbral encantado le impedirá siempre entrar, a no ser que abandone su máscara y su manto de hipocresía. Su destino desesperado es impedir también entrar a los demás. Nada estorba tanto una conversión como el temor de un alma leal de encontrarse al lado de Tartufo. Sin embargo, la verdad merece que se supere también ese temor. Somos tan miserables que aun el querer distinguirnos de Tartufo a toda costa no carece de cierta hipocresía. Sólo con la muerte caerán todas las máscaras.

* * *

53. Los mayores errores humanos, los que tienen más poder de seducción y producen las grandes catástrofes, son los que parten de un buen paso pero se detienen a medio camino en la verdad. Es cierto que Jesús y los fariseos hacían juntos la mitad del camino; veneraban juntos la Ley de Moisés y su origen divino. Los fariseos se quedaban ahí, pero Jesús proseguía la ruta. No sólo consideraba el origen, la causa eficiente y la causa formal de la Ley, veía también su finalidad. Venerar la Ley en su origen, su forma y su expresión, y rehusar ir más allá, es convertirla en ídolo, y en ídolo asesino; no hay corazón, no hay tolerancia, no hay misericordia en la Ley: es abstracta y no conoce del hombre más que una abstracción. Es una mantis religiosa que imita agresivamente a su presa.

Jesús tenía de la Ley una concepción liberada; no era para él un ídolo, sino un medie" el instrumento del advenimiento del Reino de Dios, de que él era cabeza. La ley estaba destinada a inclinarse y fundirse en ese Reino una vez llegado. Fiel a su estrategia y a su táctica, Jesús sabía que la Ley tenía un objetivo y que ese objetivo era él mismo. Jesús era la finalidad misma de la Ley, tenía conciencia de ello, lo proclamó claramente, y en ese sentido se puso por encima de la Ley: él era su madurez y su fruto. Incluso, era su obra maestra. La ley encerraba a todo hombre en la culpabilidad frente a Dios, en el pecado, en la muerte, castigo del pecado, pero daba también la esperanza de que Dios liberaría un día a su pueblo. Esa liberación seria el advenimiento del Reino de Dios. Jesús proclamó ese advenimiento: pretendió liberar a los hombres del pecado y de la muerte y hacerlos pasara de la servidumbre a la libertad de los hijos de Dios, en la herencia de Dios.

Los fariseos, al contrario, tendían a pensar que la sola y estricta aplicación de la Ley podía hacerles "justos". La Ley de Moisés no da tal esperanza, sino que da sólo la lucidez sobre el estado de pecado, la lucidez de las tinieblas. Es la comparación del ojo y de la luz lo que viene al ánimo al leer el Evangelio de Juan. La complicación anatómica del ojo, ciertamente, es fascinante, como lo eran las complicaciones de la Ley de Moisés. Pero el ojo, con todas sus perfecciones orgánicas' no ve nada mientras no encuentra la luz para la que está hecho, su fruto, su gozo, su liberación. Jesús era la luz de ese gran ojo abierto que era la ley de Moisés. Si los fariseos nos explican y nos afirman la admirable anatomía del ojo, nosotros no lo contradecimos, afirmamos que el ojo está hecho para la luz.

A lo largo de los Evangelios, nada se afirma tan clara y constantemente como el propósito de Jesús al venir a este mundo. No sólo para verificar la justeza de un mecanismo legal, sino para dar al ojo su luz, no sólo para estar sometidos a la Ley, sino para dar esa liberación que la Ley pro metía sin darla: liberación del pecado y de la muerte. No sólo para ser súbdito de la Ley, sino para ser hijo y heredero en el Reino de Dios. "No vine para condenar al mundo, sino para salvar al mundo." "Dios no mandó al Hijo al mundo para que condenara al mundo, sino para que el mundo se salvara por él." "El Hijo del hombre vino a buscar y salvar lo perdido." "Os digo que por un solo pecador que se convierta habrá más alegría en el cielo que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de conversión." El fondo del asunto está ahí: los fariseos encontraban tal seguridad en la Ley, que creían no tener necesidad ni de salvación, ni de penitencia. Y la Ley no da seguridad, ni salvación: está hecha para desearlas violentamente. Es también san Pablo, el fariseo convertido, quien lo expresó mejor: "Es veraz esta palabra y digna de todo crédito: que Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores, el primero de los cuales soy yo." Maravillosa religión en que, a la luz del sol de justicia, basta verse tal como se es para ser el primero, lo que no quiere decir que hay que gloriarse de ser pecador lo que sería también fariseísmo. No es el pecado lo que salva o lo que da la gloria, sino sólo el Señor Jesucristo, Salvador.

A partir de ahí, todo se explica. El objetivo de la Ley, es la justificación del pecador, pero Jesús perdona los pecados. El objetivo de la Ley es el honor de Dios, pero el Hijo del hombre honra a su Padre como nunca le honró la obediencia más heroica; es, pues, el señor del Sabbat y de todas las observancias. El objetivo de la Ley es la misericordia, y Jesús vino para salvar al mundo. El objetivo de la Ley, es servir a la Promesa hecha por Dios a Abraham, y Jesús, al mismo tiempo hijo de Abraham e Hijo de Dios, es el Mesías de Israel. El objetivo de la Ley, como toda ley, es la felicidad de los hombres que le están sometidos: ¡vergüenza a toda filosofía, a todo derecho, a toda política, a toda autoridad que prescindan de la felicidad de los hombres! Pero Jesús es la bendición prometida a Abraham, y la bienaventuranza final de todo hombre que viene a este mundo, como la luz es el gozo y la finalidad de todo ojo que se abre. El objetivo de la Ley es el bien común del pueblo de Dios, y Jesús es sustancialmente ese bien común, es Dios en persona.

La disputa de Cristo con los fariseos hace pensar en la tragedia de una madre que, bajo el efecto de un encantamiento, se hubiera dormido tras el parto, y que al despertar siguiera esperando aún la venida del niño ya nacido de ella. Finge creer que ese niño que le presentan no es el suyo, rehúsa ver que su vientre ya está vacío. Y sin embargo, si alguna vez Israel ha tenido un hijo legitimo y que le diera gloria, es Jesucristo, nuestro Señor, que el anciano Simeón había reconocido proféticamente en el Te lo: "Mis ojos han visto tu salvación, que has preparado ante la vista de todos los pueblos, luz para revelación a las naciones y gloria de tu pueblo Israel". Los fariseos fueron las terribles comadronas que convencieron a la Casa de Israel de que ese Hijo de Dios no era suyo. Ahora bien, para un hijo de hombre, nada más terrible que lanzar una duda sobre la legitimidad de su nacimiento; Jesucristo no es excepción a esta regla.

Por eso sus invectivas contra los fariseos son tan vibrantes. La querella se ahonda en círculos concéntricos, como el infierno. Se cae de torbellino en torbellino. La querella sobre la Ley se convierte en una querella de legitimidad sobre el nacimiento: ¿quién es hijo de quién? Es Juan quien nos refiere ese prodigioso litigio. Los exegetas racionalistas, que sospechan que invento sus discursos, le conceden el honor de una gran imaginación: ¿quién podría inventar con posterioridad tal proceso de familia? Es notable que, en esa querella de legitimidad, los fariseos, tanto como Jesús, se remontan más arriba de Moisés, es decir, antes de la Ley, hasta Abraham (la Promesa hecha a Abraham), y de Abraham a Dios. Sobre ese punto, la inconsecuencia de los fariseos es flagrante, y san Pablo lo mostró muy bien en lo sucesivo. El pueblo judío, en cuanto pueblo de Dios, existía antes de Moisés, con anterioridad- a la Ley. Cumplida la Promesa en Jesús, la Ley, que estaba al servicio de la Promesa, ya no tiene razón de ser, hablando estrictamente.

En la discusión, Cristo, a su manera y una vez más, llega al extremo de esa dialéctica magnética propia de los judíos, en que todo está orientado hacia dos polos opuestos. No es un universo de medias tintas. Cristo llega al extremo de la Promesa hecha a Abraham, de la bendición implicada en la Promesa, de la universalidad de esta bendición, de la filiación implicada en la bendición; en ese contexto es donde se inserta y se comprende la revelación, hecha por Jesús, de su propia filiación divina por completo personal, núcleo de la revelación de la Trinidad de las Personas en la única naturaleza divina. En lo opuesto, salir de la bendición y no reconocer la filiación excepcional de Jesús es salir de la Promesa hecha a Abraham, exilarse del linaje de Abraham, es entrar en la maldición y en la mentira, es ser hijo del Diablo.

Jesús: "Si os quedáis en mi palabra, seréis de veras discípulos míos, y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres."

Los fariseos: "Somos raza de Abraham y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Os haréis libres?"

Jesús: "Os doy mi palabra de que todo el que hace el pecado es esclavo del pecado. Pero el esclavo no se queda en la casa para siempre; el hijo se queda para siempre. Entonces, si el Hijo os libera, seréis de veras libres. Sé que sois raza de Abraham, pero tratáis de matarme, porque mí palabra no entra en vosotros. Yo digo lo que he visto en el Padre y vosotros, entonces, hacéis lo que habéis oído de vuestro padre."

Los fariseos: "Nuestro padre es Abraham."

Jesús: "Si sois hijos de Abraham, haced las obras de Abraham. Pero ahora tratáis de

matarme, a mí, al hombre que os ha dicho la verdad, que oí de Dios; eso no lo hizo Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre."

Los Fariseos: "Nosotros no hemos nacido de la prostitución: tenemos un solo padre, Dios."

Jesús: "Si Dios fuera vuestro Padre, me querríais; pues yo salí y vengo de Dios, no vengo de mí mismo, sino que me ha enviado Él. ¿Por qué no comprendéis mi lenguaje? Porque no podéis oír mi palabra. Vosotros sois de vuestro padre el diablo, y queréis hacer los deseos de vuestro padre. Ese fue asesino de hombres desde el principio, y no se quedó en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando ice la mentira, habla de lo suyo, porque es mentiroso, y padre de la mentira. Pero a mí porque digo la verdad, no me creéis. ¿Quién de vosotros me demostrará culpable de pecado? Si os digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis? El que es de Díos, oye las palabras de Dios; por eso vosotros no oís, porque no sois de Dios."

Los fariseos: "¿No decimos bien nosotros, que tú eres un samaritano, y tienes un demonio?"

Jesús: "Yo no tengo demonio, sino que honro a mi Padre, y vosotros me deshonráis. Pero no busco mi gloria: hay uno que la busca y juzga. Os doy mi palabra de que quien guarde mi palabra, no verá la muerte eternamente."

Los fariseos: "Ahora sabemos ya que tienes un demonio; Abraham y los profetas murieron, ¿y tú dices: Quien guarde mi palabra, no verá la muerte eternamente? ¿Acaso eres tú más que nuestro padre Abraham, que murió? También murieron los profetas. ¿Quién te haces a ti mismo?"'

Jesús: "Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria no es nada; el que me da gloria es mi Padre, el que vosotros decís: Es nuestro Dios. Y no le conocéis, pero yo le conozco. Y sí dijera que no le conozco, seria igual que vosotros, un mentiroso, pero le conozco y guardo su palabra. Vuestro padre Abraham se llenó de gozo porque vería mi día, y lo vio y se alegró."

Los fariseos: "¿No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abraham?"

Jesús: "Os doy mi palabra de que yo existo desde antes que naciera Abraham."

"Buscaron entonces piedras para tirárselas, pero él se ocultó y salió del templo."

El lector, ahora acostumbrado a mi libro, ha tenido que reconocer al paso la importancia y la permanencia de ciertas palabras y de ciertas nociones: la Semilla, la Palabra, el clan, la filiación de Abraham y de Dios, el Diablo, el esclavo que no es del clan, y el hijo que forma parte de él para siempre. Mi esperanza es que mi libro ya haya ayudado al lector a comprender mejor lo que es esencialmente una querella de familia, ruidosa y secreta como todas las querellas de familia.

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