conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XIII.- El Duelo con Satanás (II)

25. "Tú eres mi Hijo amado." Esas palabras caídas del cielo, en el momento de la teofanía del Jordán, fueron oídas también por el Diablo. Tomará esas palabras de Dios como premisa de su razonamiento. Las dos primeras tentaciones empiezan con esas palabras: "Si eres el hijo de Dios..." "Puesto que eres el hijo de Dios..." La seguridad solemne que ha recibido Cristo se convierte en el punto de apoyo de la tentación: el Diablo sabe que podemos desviar hacia el mal el don mismo de Dios.

"Si eres Hijo de Dios, di a esas piedras que se hagan pan." La primera parte de la frase es irrefutable: el papel de un hijo de Dios es dar órdenes a la naturaleza. Dios ha creado al hombre a su imagen como hijo suyo para que domine a la naturaleza. La tentación diabólica, pues, no reside ahí. Se ilumina singularmente por la respuesta dada por Cristo: "Está escrito: No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios". Estas palabras pueden considerarse como la carta de una economía política cristiana.

Sería demasiado sumario pensar que Cristo nos manda elegir entre el pan y la palabra de Dios. Como es imposible al hombre elegir contra su pan cotidiano, sería una bonita excusa para abandonar la palabra divina. Cristo sabe muy bien que, para vivir, el hombre tiene necesidad de pan, y que, si no tiene pan, muere. Sabe muy bien que, en un hombre hambriento, lo que muere ante todo es el espíritu, es decir, lo que puede recibir la palabra de Dios. El hambre no es buena cosa ni para la dignidad del hombre ni para el Reino de Dios; sin pan cotidiano no es posible nada, ni aun el cristianismo, y por eso pedimos nuestro pan cotidiano en el Padrenuestro. La economía política es necesaria.

Pero no basta. El cuerpo tiene necesidad de pan, el alma tiene necesidad de otro alimento. ¿Cuál? Cristo lo dirá más tarde: "Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre". Por el momento dice lo que viene a ser igual: "Todo lo que sale de la boca de Dios".

¿Qué sale de la boca de Dios? Un grito, una llamada, un nombre, una palabra, de que se vive. Toda la historia de Israel resuena con esas llamadas: "Yahvé llegó y llamó como las otras veces: ¡Samuel, Samuel! Y Samuel respondió: Habla, Yahvé, que tu servidor escucha". Feliz aquel que, después de oír tal llamada, se levanta y dice: "Aquí estoy, Señor, para hacer vuestra voluntad." Hay una palabra magnífica para designar la llamada de Dios; es, por excelencia, "la vocación".

El hombre tiene hambre de pan, es algo físico, natural, es normal, es legítimo, y los que se consagran a saciar esa hambre hacen bien. Pero el hambre más profunda del hombre es de una vocación. Saberse llamado por su nombre, tener la valentía de responder a esa llamada, atarse toda una vida y hasta el último aliento a la tarea para la que se ha sido llamado, esa es una vida digna del hombre, porque responde plenamente a la llamada de Dios, y es como un eco prolongado de esa llamada. Tal es el sentido de esta primera tentación: se refiere esencialmente a la vocación de Cristo, para hacerla olvidar, para apartarle de ella.

Cristo responde sencillamente que no ha venido para cambiar las piedras en pan, sino para hacer la voluntad de su Padre, para responder a su vocación. La fuerza inicial de Cristo frente a Satanás es definir perfectamente su vocación y atenerse a ella.

Igual pasa con todo hombre. Cierto que hay que comer, pero desgraciado del hombre que no sabe por qué está en esta tierra, y nunca se ha oído llamar a una tarea mayor que él, el que no tiene vocación: ese está en la soledad. Más desgraciados aún los que, habiéndose oído llamar por su nombre, no escuchan, no responden, olvidan y se duermen. Desgraciado el que prefiere los alimentos terrestres inmediatos a ese grito suspendido en el cielo y salido de la boca de Dios.

Es grave injusticia contra los hombres de buena voluntad dejar creer que no hay vocación más que en el orden eclesiástico y religioso. Hay en el mundo una jerarquía de vocaciones. La dignidad suprema de cada una de ellas es ser una llamada de Dios. Todo hombre es llamado a la unión con Dios. Dicho eso, la vocación a lo sagrado, al servicio inmediato de Dios, es la más alta. Pero hay vocaciones temporales más humildes que también proceden de la Providencia divina y que no exigen menor heroísmo. He visto a escritores morir sobre la página medio escrita, compositores morir sobre el pentagrama inacabado, médicos morir a la cabecera de sus enfermos, para no hablar de los soldados que son verdaderos soldados por vocación. No es la disciplina la que hace al soldado, esa es una concepción grosera, y además reciente, sino la obediencia a una vocación. Sólo fuera de ella se es un soldado perdido.

No hay mayores desgarros para un hombre que los procedentes de su vocación. La vocación de un hombre es el mismo instrumento de su crucifixión. Verbum Crucis. Para mí, es un signo de la verdad universal del cristianismo, el hecho de que toda vocación auténtica, aun la de un incrédulo, aun la de quien no quiere plantearse el problema religioso, acaba en conflicto y en crucifixión, en descuartizamiento.

Igual pasa con las naciones. Quizá no todas, pero algunas tienen muy evidentemente una vocación. En realidad, sólo merecen plenamente el nombre de patrias si alcanzan una vocación universal. Eso le pasa a Israel: es evidente en toda su historia. La vocación de un pueblo es lo que se puede llamar su alma. Juana de Arco encarnó el alma de Francia, su vocación. Un hombre de Estado como Abraham Lincoln da la sensación de lo que es el alma y la vocación de la nación americana. Y nadie me hará creer nunca que si la santa Rusia se ha hecho comunista ha sido por convicción de la justeza "científica" de la economía marxista; estoy seguro de que ha sido por una conversión de toda ella al ideal místico y casi religioso de las Revoluciones. Pues las vocaciones también pueden extraviarse; ese extravío, ese delirio místico son mil veces más bellos y sin duda mil veces más fecundos que la calma avara de las naciones prudentes.

La legitimidad del jefe de una nación sólo puede estar en haber reconocido la vocación de la nación y llevarla hacia su cumplimiento. Entonces, es vergonzoso que hombres de Estado hablen de su pueblo como un granjero habla de su ganado más bajo: "Con tal que crezca, con tal que engorde, con tal que le aproveche, con tal que aumente de peso". Aún es más triste oír a toda la nación aclamar ese lenguaje como el único que le convenga; tal nación está reducida por sus dueños a la condición animal, y que se glorifique de ello: "Con tal que crezca, con tal que aproveche, con tal que engorde, con tal que aumente de peso". Tal nación reniega de su vocación y su honor; ya no es una patria y merece reventar.

A eso el hombre de Estado puede responder que él no se ocupa más que de la digestión de la nación, dejando a otros el cuidado de su alma. En ese caso, honremos a ese hombre de Estado como al mejor de los boyeros, pero no merece otro homenaje ni otra fidelidad. Es un modo de ver profundo, en el Apocalipsis, como ha subrayado Simone Weil, comparar a los imperios con horribles monstruos que suben del mar. Verdad es que es preciso que las naciones coman, y la economía política es una carrera honrosa y necesaria, como el oficio de nodriza, pero la preocupación exclusiva por la economía y la prosperidad material es uno de los medios más seguros para que un pueblo pierda su honor, abdique su vocación y pierda su alma.

La primera tentación del Diablo sufrida por Cristo es de actualidad candente en permanencia

* * *

26. Entonces el Diablo tomó a Cristo y le transportó al pináculo del Templo, el punto más elevado de las fortificaciones de Jerusalén, que dominaba el lecho del Cedrón, a pico y desde unos ciento ochenta metros. El diablo también hace milagros. Aparecer bajo forma corporal, transportar una carga por los aires hasta la cima de una torre, es para él juego fácil. Sin embargo, este episodio queda como uno de los más extraños de la aventura terrestre de Jesús.

En otro tiempo, su madre le fajó y le acunó, como el niñito que era; después, unos hombres pondrán la mano en él y el verdugo extenderá sus miembros en la cruz; esta vez es Satanás quien le agarra en un rapto sacrílego, le levanta y se lleva por los aires, teniéndole aferrado en un terrible abrazo. Esta posesión física del Santo, Satanás debió llevarla tan lejos como le estuvo permitido, hasta las potencias inferiores del alma. Pienso que los santos que fueron más acosados por el demonio, como el Cura de Ars, quien, por la noche, a veces sentía una mano acariciarle suavemente la cara, debieron recibir gran fuerza de la consideración de ese suceso de la vida de Cristo. Si él se dejó sujetar así tan de cerca, ¿por qué no ellos?

La segunda tentación comienza como la primera: "Si eres Hijo de Dios..." El Diablo añade: "Tírate abajo desde aquí al precipicio. ¿Cómo te pasaría nada malo? ¿No está escrito que Dios dará órdenes a sus ángeles para que te lleven en sus manos, no sea que tu pie tropiece en una piedra?"

Aquí arriesgo una hipótesis exegética. Los ángeles, en la cosmología judía, tienen una importancia muy grande, y lo mismo entre otros pueblos, y Aristóteles pensaba que las esferas del universo estaban gobernadas por "sustancias separadas" de toda materia. Son teorías "científicas" que hoy nos hacen sonreír. Sin embargo, no está dicho que algún día no vuelvan a ponerse de moda, lo cual no querrá decir que sean más "verdaderas" o más "falsas" por ello. Se puede imaginar muy bien que un gran sabio, impresionado al ver cómo la ciencia se orienta cada vez más hacia el indeterminismo, edifique una teoría que incorpore seres de naturaleza espiritual y libre a la maquinaria del universo. Esa teoría no seria absurda, por la excelente razón de que, en el estado presente de la ciencia, ninguna teoría es absurda.

Valéry escribe a propósito de Pascal: "El progreso de los conocimientos (no dice la verdad) en ese orden, las grandes novedades que se han producido, el número de hechos, la extrañeza y debilidad de las teorías, Y, singularmente la dependencia cada vez más sensible de los fenómenos respecto a los medios de observación, comprometen a los modernos a suspender todo juicio sobre la naturaleza de las cosas" Extraña ciencia, cuyo estado más avanzado consiste en dejar en suspenso el juicio sobre la naturaleza de las cosas, es decir, sobre la verdad. La relatividad ha ganado la partida científica; entonces, se puede hablar de eficacia, pero ¿cómo se podría hablar de verdad absoluta y definitiva en las ciencias? Entonces ¿con qué derecho levantamos las cejas y sonreímos con aire superior ante las teorías científicas de los antiguos? Son tan buenas como las nuestras, ni más ni menos.

Simone Weil, "crecida en el serrallo", se ha planteado lúcidamente la cuestión de la verdad y de la ciencia moderna, y habla muy bien de ella al final de su libro El arraigo. "Se dirá -dice ella- que la fecundidad de una teoría es un criterio objetivo. Pero ese criterio sólo vale entre las que se han admitido... Si la gente no se hubiera apasionado por la teoría de los quanta cuando la lanzó Planck por primera vez, y eso aunque fuera absurda, o quizá porque lo era, pues se sentía fatiga de la razón, entonces nunca se habría sabido que era fecunda... Así hay un proceso darwiniano en la ciencia. Las teorías crecen como al azar, y hay una supervivencia de las más aptas. Tal ciencia puede ser una forma del impulso vital, pero no una forma de búsqueda de la verdad."

Seria conocer poco a Simone Weil creer que se va a detener en tan buen camino. "El mismo gran público no puede ignorar, y no ignora, que la ciencia, como todo producto de una opinión colectiva, está sometida a la moda. Los sabios hablan a ese público bastante a menudo de teorías pasadas de moda. Sería un escándalo que estuviéramos tan embrutecidos como para no sentir ningún escándalo. ¿Cómo se puede tener un respeto religioso a una cosa sometida a la moda?" Nos aproximamos al corazón del tema, pues se trata de religión y de su relación con la ciencia. Si se piensa que Simone Weil, después de Valéry, no es suficiente autoridad en la materia, puedo citar a Einstein, que escribía al final de su vida: "Me es difícil comprender cómo, especialmente en las épocas de transición o incertidumbre, la moda desempeña en la ciencia un papel apenas inferior al que desempeña en el vestido de las mujeres. El hombre, verdaderamente, es un animal muy sensible a la sugestión en todas las cosas".

En esas condiciones, se ve qué ridículo es conceder a la ciencia un prestigio de verdad, que, por lo demás, ha cesado de reivindicar, y qué ridículo es hablar de conflicto posible entre la ciencia y la religión en el plano de la verdad. Si hay conflicto entre ellas, no es ahí donde se sitúa. En la hipótesis exegética que enunciaba un poco antes, la segunda tentación de Cristo situaría ese conflicto. El Diablo pide a Cristo, ya que es Hijo de Dios, que haga sus pruebas desde el punto de vista científico y se incline ante el prestigio de la ciencia de su tiempo. Sin olvidar que, como la moda, la ciencia es siempre de su tiempo.

Si, en el contexto histórico de la época, la angeología tenía el alcance de una teoría científica explicativa del universo, la apelación a los ángeles sugerida por el Diablo quizá tenga la misma significación que si el Diablo dijera hoy: "Puesto que eres el hijo de Dios, conoces muy bien evidentemente la teoría de los quanta, las últimas hipótesis sobre la evolución de la naturaleza, del cosmos, de la humanidad, los procedimientos de fisión del átomo, todo el arsenal científico más moderno, eres completamente de tu tiempo, y no dudo que seas capaz de ir, antes que nadie, a los planetas más lejanos. Pues bien, ¡ve!". En efecto, ¿cuál fue la proposición del Diablo a Jesús? Tirarse al fondo desde el Hieron, y, gracias a los ángeles, llegar sano y salvo. Sin recurrir a los ángeles, sino con un paracaídas, cualquier deportista lo haría hoy sin darle importancia. Pero no se trata tanto de los ángeles y del paracaídas cuanto de vencer la gravedad, lo que es el gran triunfo de la ciencia moderna. Los viajes interplanetarios, ya posibles, son una victoria total sobre la gravitación.

¿Cuál es el objetivo de la ciencia moderna? Menos la búsqueda de la verdad que el imperio sobre la Naturaleza, Imperium Naturae. Ese imperio, parece que ya está al alcance de nuestra mano. La tentación, ahí también, no está en el objeto que se ofrece: así como no hay mal en desear el pan cotidiano, tampoco hay mal para el hombre en querer dominar la naturaleza. En su calidad de imagen de Dios, este imperio le es debido. Pero hay un gran desorden y mucho mal en no querer de la ciencia más que el poder que confiere, en no reconocer que la soberanía sobre la naturaleza se le debe al hombre sólo porque él es a imagen de Dios, en no reconocer que la misma naturaleza lleva el vestigio de Dios. En una doble obediencia, del hombre a Dios y de la naturaleza a Dios, en el maridaje de estas dos obediencias, es como la ciencia puede hallar su legitimidad, su dignidad última, porque entonces se pondrá en la verdad una verdad práctica de conformidad al designio de Dios cuando creó el universo, y al hombre en el seno de este universo para que lo dominara.

Y Simone Weil concluye soberbiamente, a su manera: "¿Cómo tendría por objeto el pensamiento humano otra cosa que el pensamiento?... El sabio tiene por finalidad la unión de su espíritu con la sabiduría misteriosa eternamente inscrita en el universo. Entonces, ¿cómo habría oposición o incluso separación entre el espíritu de la ciencia y el de la religión? La investigación científica no es más que una forma de la contemplación religiosa". La fórmula, sin duda, está endurecida y es inhábil. Pero Simone Weil recuerda con razón que, en Grecia antigua, toda adquisición de conocimiento tenía el carácter de un don místico y sagrado.

Sabemos todos que la humanidad vive al borde de la catástrofe nuclear, y que una acción descuidada podría precipitarla en ella. Esa eventualidad es tan enorme que preferimos no pensar en ella para vivir, pero sabemos muy bien que es lo más real que hay. Supongamos, pues, que un día entre los días, todas las bombas A y todas las bombas H sean utilizadas en una conflagración universal. Importaría muy poco saber quién, qué nación, qué jefe de Estado ha acabado por tomar esa terrible responsabilidad. Tal desencadenamiento científico equivaldría al casi-suicidio de la humanidad. Quizá sólo sobrevivirían unos cuantos salvados, "un resto", según la expresión de los profetas que volvería a tomar una siniestra actualidad, no sólo para un pueblo, sino para el género humano entero.

Suponiendo que sobrevivieran algunos sabios atómicos, imagino muy bien que se les considerara solidariamente como responsables de la espantosa desgracia sobrevenida a los hombres, que se les persiguiera, ahorcara o quemara vivos, como se quemaba a los brujos en la Edad Media. Imagino muy bien que todo lo que subsistiera de equipo técnico sería destruido como maléfico; que todo lo que fuera investigación científica sería castigado con la muerte. Aterrorizada por ese inmenso cataclismo, la humanidad se apartaría de la ciencia con horror, y expulsaría de su seno como maldito al miserable que osara entrar otra vez por ese camino.

Esos hombres nuevos, esos salvados, harían mal, me dirán ustedes, y me lo probarán con una distinción irrefutable entre la propia ciencia y el uso que se haga de ella. Admitiendo, pues, que la humanidad haga un uso detestable de la ciencia hasta provocar la catástrofe nuclear, eso no prueba nada contra la ciencia.

Pues bien, sí, sí prueba, y prueba precisamente lo que aquí tratamos. La ciencia ha llegado a ser un mastodonte peligroso, imbécil, es decir, sin juicio verdadero, irresponsable, pero desdichadamente omnipotente, capaz de aplastar bajo sus pies al hombre y a todos los hombres bajo sus pies, es el monstruo de la "Minotauromaquia", de Picasso. Es urgente domesticar a ese mastodonte, hay que reducirle absolutamente y muy deprisa, sino a la impotencia, al menos a la obediencia. En vez de eso, somos nosotros quienes obedecemos y nos inclinamos ante él, más aún, abdicamos de todo juicio ante él, nos prosternamos ante él, se lo sometemos todo, nuestra seguridad material y nuestra dignidad espiritual, le idolatramos, en realidad, y esto es abominable. La ciencia es nuestro Moloc, nuestro Baal, nuestra Astarté; le damos todo lo que exige, incluida nuestra alma. Ya no esperamos de Dios la salvación, sino de ella; nos sentimos impotentes y humildes ante ella solamente, abdicamos de todo a sus pies, no hay nada tan precioso que no se lo demos en holocausto.

Simone Weil escribe, en un tono que recuerda a los profetas de su raza: "Sufrimos realmente de la enfermedad de idolatría: es tan profunda que quita a los cristianos la capacidad de testimonio de la verdad. Ningún diálogo de sordos se acerca en fuerza cómica al debate entre el espíritu moderno y la Iglesia. Los incrédulos eligen pruebas manifiestas de la fe para hacer de ellas argumentos contra la fe cristiana, en nombre del espíritu científico. Los cristianos no se dan cuenta jamás de ello, y se esfuerzan débilmente, con mala conciencia, y con lamentable falta de probidad intelectual, por negar esas verdades. Su ceguera es el castigo del crimen de idolatría".

Se me dirá que es demasiado severa. ¡No! El cientificismo más grosero, más pasado y más retardatario, todavía hace estragos en la enseñanza más corriente de nuestra religión. En la granja vecina al lugar donde acabo este libro, hay una niña que va al catecismo. Cuando su madre le dijo que yo estaba escribiendo un capítulo sobre el Diablo, exclamó: "¿El Diablo? ¡Pero si ayer el señor cura nos dijo que no existe!..." Esta niña es sincera, y de una edad en que no se miente sobre tal tema. Estoy seguro de que ese buen vicario está intoxicado por teorías pseudo-científicas; bueno o no, ese sacerdote sacrifica con ligereza la autoridad del Evangelio a la autoridad de... En realidad, ¿a qué autoridad? Es probable que ni él mismo sepa nada. ¿Cómo podría probar la ciencia si el Diablo existe o no existe, cuando se abstiene de todo juicio sobre la naturaleza misma de las cosas que estudia?

¡No importa! Cuando los sabios han abandonado el determinismo y consideran cada vez más la investigación científica como un virtuosismo artístico que como la búsqueda de una verdad inmutable, nada impedirá a los piadosos bobos extasiarse siempre ante los sincretismos científico-religiosos que surgen acá y allá tras el lanzamiento de toda nueva teoría, como los caracoles después de la lluvia, cuando ya es evidente que no puede haber conflicto entre la religión y la ciencia, porque la religión sólo se ocupa de Dios, que es el bien y la verdad inmutables, de su revelación y de la salvación espiritual que aporta al hombre, y la ciencia, como Pilatos, se burla de la verdad y se burla aún más de salvar nada.

O más bien, sí, hay un conflicto inevitable cuando la ciencia reivindica un respeto indiscutible y propiamente idólatra. Ya sería hora de decirle que extrapola, que exagera, que exaspera, que está a nuestro servicio y no nosotros al de ella, y que, aunque sea tan grande como Goliat, no le reconocemos ningún derecho a hacerse adorar.

Ya sería hora de que los teólogos se repusieran de la condena de Galileo. De acuerdo que hicieron mal. Ahí se metieron en algo que no les correspondía. Pero que salgan de una vez para todas de esa historia de Galileo que tan desgraciado complejo les da ante la ciencia, y que nos vuelvan a hablar de la gran doctrina de la subalternación de las ciencias y de los grados jerarquizados del saber, que permite plegar toda sabiduría y todo conocimiento a la obediencia de Cristo.

Ahí, en esa gran doctrina, heredada de los griegos y de santo Tomás, está la salvación de la inteligencia y la esperanza de domesticar por fin al mastodonte que nos tiene esclavizados.

Reflexionando sobre ello, sería muy extraño que ese pecado de idolatría, que ha tenido subyugados a los pueblos durante milenios, hubiera desaparecido de repente y por encanto del mundo llamado civilizado. Creo que este se ha forjado otros ídolos, pues es evidente que nosotros somos igual de débiles, igual de crédulos, iguales de dispuestos que nuestros antepasados a alistarnos en cultos que nos imponen y a doblar la rodilla ante los Baalim. En cuanto a los holocaustos de jóvenes hechos a los Molocs, pienso que nuestra generación debería tener el pudor de no insistir en ese signo evidente de barbarie.

Cuando se lee a los profetas, y se mide su violencia de lenguaje, la brutalidad de su contradicción a las debilidades de sus contemporáneos, uno piensa que la idolatría es un pecado delicioso, de dulzura y de intimidad tranquilizadora. ¿Qué trueno hace falta para despertar a los hombres de tal pecado?

Cierto que nosotros estamos conmovidos por las dimensiones materiales de las realizaciones científicas: los viajes astronáuticos, la bomba atómica, la bomba de hidrógeno abruman nuestra imaginación. Generalmente, somos incapaces de comprender cómo es posible todo eso, pero creemos a ojos cerrados y por el testimonio de tales realizaciones sublimes, todo lo que nos dicen los sabios en su lenguaje mágico y autoritario, y aun lo que nos dicen sobre eso las revistas apenas mejor informadas que nosotros. Las realizaciones están ahí, ante nuestros ojos, y eso es lo único que cuenta para nosotros.

Pero también cuenta la comodidad blanda, y en algunos aspectos maravillosa, de que nos rodea la ciencia. Nos imaginamos con terror qué sería de nosotros sin nuestros autos, nuestra electricidad, nuestros aviones, nuestras neveras, nuestras aspiradoras, nuestras radios, nuestras televisiones, nuestras máquinas, nuestros sintéticos, nuestros somníferos, nuestros tranquilizantes. ¿Qué necesidad tenemos todavía de un Padre que esté en el Cielo cuando nuestros satélites artificiales conquistan el espacio?

¿Qué necesidad tenemos de Providencia, cuando la comodidad moderna nos cobija maternalmente? Estamos en el interior de este universo científico como un niño aún en el seno de su madre, que se imaginara que el universo se limita de una vez para todas a los cálidos flancos maternales y que, sobre todo, no quisiera salir nunca de allí. Es un universo oscuro, de infinita dulzura y comodidad. Lo que el Diablo prometía a Cristo, creemos haberlo obtenido: tan dulcemente somos llevados, en manos tan seguras, para que nuestro pie no tropiece en una piedra.

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