conoZe.com » bibel » Espiritualidad » Vidas de Cristo » La Historia de Jesucristo (por Bruckberger - 1964) » Segunda Parte.- La Vida de Jesucristo

XI.- El Precursor

21. "¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas!"

Esas terribles palabras las pronunció Cristo, lanzando sobre su generación toda la sangre inocente vertida, desde la de Abel hasta la de Zacarías, "a quien asesinasteis entre el santuario y el altar". Ese presente y ese vosotros sobre un hombre asesinado siglos antes, hacen estremecer. Es mucha sangre inocente, es un fardo pesado de llevar.

Pueblo que mata a los profetas... ¿Y qué pueblo no mata a sus profetas? Los ingleses nunca habrían podido quemar a Juana de Arco si no se la hubieran entregado unos franceses. En aquella circunstancia, los ingleses que la quemaron fueron menos viles que los franceses que la entregaron y la juzgaron y la condenaron. Juana de Arco fue condenada por un obispo francés, asistida por jueces que eran todos franceses. Esa muchacha que no tenía veinte años cuando murió, debía llevar en su corazón cierta imagen de Francia, por la que murió, y no era seguramente la misma imagen que se formaban de Francia el obispo Cauchon (que luego fue obispo de Lisieux en cuya catedral está enterrado, no lejos de la tumba de otra santa), los buenos canónigos de Rouen, y los buenos dominicos de París, sus jueces. Pues todos esos jueces eran tan buenas personas como cabe serlo, y ninguno de ellos luego se ha considerado deshonrado por haber condenado a Juana de Arco. El deshonor lanzado sobre ellos sólo llegó mucho más tarde y a título póstumo, como la gloria para Juana de Arco.

No hay nación, nunca ha habido nación en el mundo que no fuera capaz de matar a sus profetas, y que no haya acabado por matarlos. Las naciones asesinarían al viento y al fuego, por su inclinación a odiar lo puro.

Dejemos esto. Quiero decir sólo que si Cristo tenía derecho a reprochar a Jerusalén que -mataba a los profetas, ¿con qué derecho haríamos nosotros a Jerusalén ese mismo reproche? Lo extraordinario no es que Jerusalén matara a sus profetas; el milagro es que Israel, a lo largo de su historia, tuviera tantos profetas, hasta el punto de que se ha podido decir del profetismo que era una "institución" en Israel, casi como la vida monástica en la cristiandad.

En su introducción general a los Libros proféticos, la Bible de Jérusalem anota: "La idea fundamental que se desprende de la complejidad de los hechos referentes al profetismo parece ser ésta: el profeta es un hombre que tiene una experiencia inmediata de Dios, que ha recibido la revelación de su santidad y de sus voluntades, que juzga el presente y ve el porvenir a la luz de Dios, y que está enviado por Dios para recordar a los hombres sus exigencias, y llevarlos otra vez al camino de su obediencia y de su amor. Comprendido así, el profetismo es un fenómeno propio de Israel, uno de los modos de la Providencia divina en la conducción del pueblo elegido."

He dicho que el milagro está en que Israel tuviera tantos profetas, tantos portadores de la Palabra de Dios. Estos profetas son también nuestros profetas, pues la verdadera religión no tiene límites en el tiempo: va desde la creación del hombre hasta su juicio al fin del mundo. Durante milenios, Israel ha sido el único que llevaba el peso de la Palabra de Dios, es decir, de la revelación explícita y auténtica. Que los profetas fueran perseguidos, es cierto, porque la Palabra de Dios trastorna los planes demasiado humanos, los intereses humanos, y, por lo que toca a Israel, estorbaba con demasiada frecuencia la política de dirigentes de vista corta.

Lo admirable es que los profetas tuvieran sobre el pueblo tal ascendiente que los reyes hicieran todo lo posible por obtener de un profeta declaraciones que les fueran favorables. El profeta rehusaba plegar SU mensaje a la política del príncipe. Como el príncipe era más fuerte, a veces ocurría que el profeta acababa por morir. Juan Bautista no escaparía a la regla general: no fue el pueblo quien le mató, sino que fue asesinado por la cobardía de un príncipe, el resentimiento de una reina y el capricho de una bella bailarina.

Entre todos los profetas, a éste se le llama el precursor, el que va por delante, el mensajero que corre ante el rey a quien se espera, y que, llegado ante el pueblo, abre la boca y grita: "¡Ahí está!" Los judíos ortodoxos, incluso los de hoy, no pueden dejar de reconocer como suyo a Juan Bautista. El último de los profetas, el mayor, según decía Jesús, fue profeta de Israel de manera tan ejemplar, tan excesiva, tan expresiva, que parece estar puesto ahí, en el umbral del Evangelio, como una estampa popular de la profecía.

Elegido, llamado, seleccionado y purificado entre todos desde el seno de su madre, y estremecido de alegría por esa vocación, desde el seno de su madre. Muy joven, se retira al desierto para imitar en su vida misma la larga peregrinación de su pueblo en torno al monte Sinaí y para merecer la familiaridad de Dios. Se separa de todos y de todo para afirmar su vocación excepcional. Como un oso, se alimenta de miel silvestre y de langostas. Va vestido de pelo de camello. Y luego, de repente, abriendo su gran boca, se pone a gritar en el desierto, y su voz sacude a todo Israel, resuena en todos los corazones, provocando en ellos un eco familiar. ¡Qué personaje desconcertante! Y qué sorpresa la nuestra si de repente le viéramos aparecer en el púlpito de una de nuestras catedrales...

Es de creer que los israelitas también quedaron sorprendidos. Lucas escribe: "Todos discurrían en sus corazones sobre Juan, si sería él mismo el Cristo". ¡Admirable espera, admirable interrogación! ¿Qué corazón cristiano no se conmovería? No creamos que nuestros pueblos modernos sean incapaces de tal espera mesiánica, lo que pasa es que no saben dónde colocarla. Entre las dos guerras, y aun durante la guerra, millones de obreros comunistas franceses, alemanes, españoles, italianos, serbios, y tantos otros, miraron de lejos a Rusia como a su patria de corazón, más noble y más elevada que su verdadera patria terrestre; más digna a sus ojos de su devoción. Sin duda se equivocaban, pero ¿por qué sus patrias naturales no les ofrecían lo que tenían que ir a buscar en otra parte? Por mi parte, me siento muy en armonía con todo ese pueblo de Israel de hace veinte siglos, que estaba en la espera y que se preguntaba sobre Juan Bautista si no sería el Cristo.

Lejos de insinuar que Jesucristo llegó a un medio que le fuera hostil desde el comienzo e impermeable a la verdadera esperanza mesiánica, las afirmaciones de Lucas hacen creer más bien que llegó a un medio excepcionalmente bien preparado para recibirle. Desde el exilio y los últimos profetas, la religión de Israel se había refinado singularmente, purificándose de muchas esperanzas demasiado terrenales, profundizada en el amor de Yahvé. Era la religión del verdadero Dios, un Dios de justicia y que lo exigía todo, un Dios de amor también, pero con un amor celoso, y también un Dios santo, "el rey de los espantos". Este último aspecto siempre dará a la verdadera religión un sabor bárbaro, en el sentido etimológico y primario del término: Dios es completamente diverso de nosotros y no habla nuestra lengua como la hablamos nosotros.

Esa era la verdadera religión, en que Dios era honrado y amado como tres veces santo, reinando sobre los querubines de fuego que no osaban mirarle a la cara. A ese Dios verdadero y santo no le estaba bien ningún alimento terrestre, sino sólo el homenaje de holocausto de un corazón puro, de la pobreza espiritual, y de la esperanza inflexible en el Reino. Esta adoración temblorosa y apasionada se unía muy bien con el culto a la palabra de Dios, en que estaba suspendida la misma existencia del pueblo elegido, pues si había nacido de esa Palabra, ¿cómo no sobreviviría con ella? Esa Palabra, al mismo tiempo que fuente de vida era Presencia inefable (la Shekinah= la Presencia bajo la tienda), inestable como la de un nómada, tranquilizadora como la de un jefe de banda en medio de su clan.

Muchas veces se ha señalado fuertemente la diferencia y aun la oposición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. No estoy seguro de que existiera tal oposición en el espíritu de los Evangelistas. Incluso me inclino a creer que, por conscientes que fueran del carácter excepcional de su testimonio, se insertan naturalmente en la tradición de Israel que se cumplía maravillosamente en Jesús. El parentesco de estilo es tan evidente, entre los Evangelios y el Antiguo Testamento, que seguramente es voluntario.

Tras la corta introducción que se llama "el Evangelio de la Infancia", Lucas empieza así solemnemente el relato de la vida pública de Cristo: "En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítida, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto". (Lc. 3,1-2) Ahora bien, así es exactamente como, desde hacía siglos, empezaban la mayor parte de los libros proféticos de Israel: con un recuerdo del contexto histórico y de los príncipes reinantes, con una determinación de la fecha en relación con la historia oficial, y con la afirmación clara de que se trataba de la Palabra de Dios, dirigida a tal hombre en particular, hijo de Fulano. Entre otros muchos ejemplos posibles, he aquí éste, que es corto: "Palabra del Señor que recibió Miqueas el Morastita durante los reinados de Yotam, Ajaz y Ezequías, en Judá".

Sólo en apariencia escapa el Evangelio de Juan a la regla de estilo tradicional. Como su Evangelio comienza, no con Juan, que sólo es un profeta, sino con Jesucristo, y ya no se trata sólo de la Palabra de Yahvé dirigida a un hombre, sino de esa Palabra misma encarnada, sería indigno de ella situarla en el contexto de los poderosos de este mundo, y la única referencia válida aquí es la de la coexistencia de la Palabra eterna con Yahvé-Dios, y también con la creación del mundo y del hombre, que se hace precisamente por medio de esta Palabra.

En esta tradición del estilo profético, así se podría traducir el prólogo del Evangelio de San Juan: "En el principio existía la palabra, y la Palabra estaba con Yahvé, y Yahvé era la Palabra... Y la Palabra se ha hecho carne, y ha acampado entre nosotros, y nosotros hemos visto su gloria, gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad". Es posible que al traducir logos por verbo, que es un término técnico, en vez de por palabra, como en las demás profecías, sacrificáramos la continuidad del sentido tradicional a un purismo gramatical. Queríamos poner la palabra en el mismo género que "hijo", cuando en Dios no hay género; miserias del lenguaje humano.

En resumen, Juan Bautista se nos presenta auténticamente como un profeta del Antiguo Testamento. El propio Evangelio se introduce como la profecía de las profecías, en que la Palabra ya no tiene necesidad del intermediario que es el profeta, porque ha decidido levantar su tienda y acampar entre nosotros. La Carta a los Hebreos no se expresará de otro modo: "En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas; ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, reflejo de su gloria, impronta de su ser".

En la economía de la salvación, coexistente con la historia de la humanidad, Juan Bautista, pues, tiene una gran importancia: es el último eslabón de la antigua profecía, enlazando con el cumplimiento de todas las profecías. El que todos los demás anunciaron y apercibieron de lejos, en las bromas del porvenir, él lo señaló con el dedo en la luz de su propio día.

Convenía que fuera delegado un profeta para hacer resonar el eco de la Palabra al fin sustancialmente presente. Juan está allí, ante Cristo, como un violín que se afina con el primer violín. Nada puede impedirle vibrar ante esta Presencia. A todo el pueblo en expectación, que ha reconocido en Juan a un profeta -pues también el pueblo está armonizado con sus profetas-, responde: "Yo os bautizo con agua, pero viene el que es más poderoso que yo, al que yo no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias; éste os bautizará con el Espíritu Santo y el fuego. Ya tiene en su mano el bieldo y va a limpiar su era, y a juntar el trigo en su granero, mientras que la paja la echará al fuego que no se consume."(Lc. 3,16-17) Siglos antes, Jeremías habla dicho: "¿Qué tienen de común la paja y el trigo? Mi Palabra, ¿no quema como el fuego?"

Esta es La imagen que el profeta infalible nos da del Salvador del mundo. Un rudo campesino en su era, con el bieldo en la mano, haciendo un montón a un lado y quemando luego la paja y el tamo. No es una imagen sentimental; prefiero atenerme a ella mejor que a las imágenes azucaradas de Saint-Sulpice y de tantos manuales llamados de devoción. Y por lo demás, tiemblo de no ser yo mismo más que paja.

Juan bautizaba en el agua del Jordán al borde del desierto. Sin duda no había inventado él ese rito. La pureza del agua siempre ha fascinado al hombre, no sólo por la virtud que tiene de apagar la sed, sino también porque lava lo sucio. Para un profeta de Israel, la inmersión del cuerpo en el agua podía evocar todavía el paso del mar Rojo, cuando Dios salvó a su pueblo del furor del Faraón. Un Profeta vivía en el pasado tanto como en el porvenir: los altos hechos de Dios realizados antaño eran: una garantía de protección en el porvenir. En la diversidad de la historia, Dios guarda siempre su estilo propio, de intervención fuerte y con el brazo extendido, a condición de que el pueblo sea obediente y fiel, y que devuelva a Dios amor por amor. Sólo que aquí no se trata ya de Faraón. Veremos de qué se trata.

El bautismo era una pantomima sagrada, o si se quiere una parábola en acción, que significaba la pertenencia del bautizado al destino histórico de su pueblo, su conversión interior para hacerse digno de las teofanías, es decir, de las revelaciones de Dios. Así es como el paso del mar Rojo precedió a la revelación en el Sinaí. La historia de los profetas está llena de esos "mimos", como la escena del emigrante en Ezequiel: ante los ojos de todos, el profeta hace su hatillo, abre un agujero en la pared de su casa y huye de noche al campo, para significar a todos que el mismo Israel sería vencido, reducido a huir y deportado el destierro. Lo mismo, Yahvé había dado a Juan la orden de bautizar; había de ser además para él el medio de reconocer al que, mayor que él, bautizaría con el Espíritu Santo.

"Y yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: Aquel sobre quien veas el Espíritu bajar y quedarse encima de él, es el que bautiza con el Espíritu Santo." Así, el bautismo de Juan era también profético de ese segundo bautismo, cuando el Espíritu Santo se derramaría como el agua. Hay también ahí, sin duda, una evocación del relato de la creación en el Génesis, cuando "el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas,'. Y también cuando "Yahvé-Dios modeló al hombre con barro del suelo y le sopló en las narices un aliento de vida", un aliento, es decir, su soplo, su Espíritu, porque espíritu quiere decir soplo. Es una nueva creación total del hombre, lo que producirá ese segundo bautismo en el Espíritu Santo, como la primera insuflación del Espíritu de Dios había creado el hombre a imagen de Dios. "Y el hombre se hizo así ser viviente", añade el Génesis. También es ese el efecto del segundo bautismo en el Espíritu Santo: insufla en el hombre una vida nueva, sobrenatural, la vida misma de Dios.

Bien entendido, ese bautismo de Juan iba acompañado de predicación. El rito puramente mágico no entra en la tradición de Israel, al menos en ese estadio evolucionado de la religión hebrea. El gesto debe ir acompañado de una verdadera disposición del corazón. ¿Qué decía, pues? Afirmaba, ante todo, su misión divina, el carácter de su misión se situaba en la continuación del linaje de los grandes profetas de Israel, y se aplicaba a sí mismo las palabras de Isaías: "Yo soy la voz del que clama en el desierto. Allanad el camino del Señor, enderezad sus senderos. Todo valle será rellenado y toda montaña o colina será alisada; lo que es tortuoso, se hará recto, y las asperezas se harán caminos llanos y todos verán al Salvador de Dios". (Is. 40,3-5) Era evidentemente la esperanza más alta y más constante de Israel la que Juan evocaba y cuyo próximo cumplimiento predecía.

Juan, pues, había causado a su alrededor el trastorno propio de los profetas; todo el mundo iba a verle y a escucharle, pueblo y jefes del pueblo. Él tenía unas palabras adecuadas para cada cual. Desde ese momento, entra en conflicto violento con dos castas de dirigentes a quienes volveremos a hallar fieles a sí mismos en el curso de la vida de Jesús. Mateo escribe: "Al ver que venían al bautismo muchos fariseos y saduceos, les dijo: -¡Raza de víboras! ¿Quién os ha enseñado a huir de la ira que se acerca? Dad, entonces, fruto digno de conversión. Y no penséis decir entre vosotros: "Tenemos por padre a Abraham". Pues os digo que Dios es capaz de hacer salir de estas piedras hijos para Abraham. El hacha ya está puesta junto a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego. Un día de sudor bajo el sol, de mucho trabajo, de distinción definitiva de bien y de mal, de buenos árboles y malos árboles, de grano de paja, de fuego por un lado, de granero y bodegas llenas por otro lado, esta es la imagen que el Evangelio nos da de la venida del Mesías, representado él mismo como un campesino en su era, o como un leñador en el bosque con su tacha.

Ya he insistido bastante en el carácter racista de la religión de Israel, y no tengo el deber de insistir más en este último texto. En la época del Bautista, los profetas ya habían señalado, hacia mucho, que la pertenencia a la raza no bastaba para ser digno del linaje de Abraham. Israel también estaba mezclado de trigo y paja, de frutos buenos y malos, y había que añadir a la raza física lo que los profetas llamaban la circuncisión del corazón, una fe y una pureza dignas del gran patriarca.

Habían llegado a decir que la salvación de Dios estaba reservada a un "resto", a algunos salvados, no tanto de la desgracia y del apuro, cuanto de la perdición moral y la infidelidad. Con Juan Bautista, el carácter positivamente racista de la religión de Israel acaba de estallar porque Dios, con piedras, puede hacer hijos a Abraham. Cristo volverá a tomar esta afirmación y san Pablo definirá la noción de un "Israel de Dios", de una familia de Abraham puramente espiritual, cuya propagación se hace por la fe. Sobre ese punto capital, entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, desde los antiguos profetas hasta Juan Bautista y luego hasta Cristo y san Pablo, no hay ruptura y oposición, sino continuidad, progreso y cumplimiento. Pues, en fin, ¿qué quería decir Isaías cuando escribía que toda carne sería capaz de contemplar la gloria de Dios, sino que un día la vocación propia de Israel se extendería a la humanidad entera, y quizá también que la gloria de Dios se encarnaría para ser visible a simple vista?

Desde los comienzos, la Iglesia católica ha reivindicado ser ese "resto", ese rebaño de salvados de que hablaban los profetas, que nunca han doblado la rodilla ante Baal, pero que pueden pertenecer a toda tribu, a toda lengua, a toda nación bajo el cielo. Por supuesto, eso ha de entenderse también espiritualmente. Sería recaer, no al nivel de los profetas, sino muy por debajo del Antiguo Testamento, al nivel de tosquedad más bajo en la interpretación de las Promesas, el creer que basta estar bautizado y pertenecer corporalmente a la santa Iglesia para merecer de derecho la salvación. Seria un "racismo" del rito, peor que cualquier otro racismo. Este racismo del rito ha existido y existe: es él quien ha hecho tantos pogroms. Hitler y Eichmann estaban bautizados. El bautismo de Cristo no es un seguro automático contra el bieldo y el hacha; entre los cristianos también hay paja y árboles estériles condenados al fuego. Entre los cristianos también hay fariseos y saduceos que tratan de escapar de la ira que viene. La raza de las víboras es universal: ¿quién puede jactarse de no tener en las venas una gota de esa sangre?

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