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IX.- El Pecado Original (I)

17. Con la iluminación del capítulo precedente, será sin duda más fácil al lector comprender la significación del tremendo dogma del pecado original.

Ojalá todas las ortodoxias confesaran y definieran sus dogmas. La filosofía, la ciencia moderna, la historia, para no hablar de la política y de la economía, están atestadas de ortodoxias que nunca dicen sus nombres, que nunca se confiesan como tales, y de dogmas que nunca se definen.

No hay, nunca ha habido, nunca habrá "libre pensamiento", quiero decir, pensamiento humano sin creencia, pensamiento humano totalmente liberado de todo dogma. Un pensamiento humano sólo se puede llamar libre en relación a tales o cuales dogmas; Pero entonces mi pensamiento libre vale tanto como el vuestro, yo soy vuestro libre pensador como vosotros sois los míos. Ahora sentémonos a charlar tranquilamente, con la amistad que hay entre teólogos. ¿Estáis bien seguros de no haber condenado nunca a Galileo?

Cuando reflexionamos sobre el lugar de la creencia en nuestra vida, la vemos mezclada con todos nuestros pasos, desde los más humildes hasta los más altos. Cuando atravesamos una calle con disco verde, el coche que llega a nuestra derecha debe detenerse porque la luz para él es roja: creemos que se detendrá y arriesgamos nuestra vida sobre esa creencia, pues, en definitiva, no lo sabemos. Me dirán que esa creencia es muy razonable; en eso estamos; el honor del pensamiento humano no es eliminar toda creencia, sino no conceder su creencia más que cuando es razonable darla.

Ahí interviene un tipo muy diverso de credibilidad que aquel de que hablé a propósito de la tragedia. El teólogo no puede dar la fe, pero tiene el deber de probar que el dato revelado y el dogma que apoya no son absurdos, y pueden ser creídos sin deshonor por la razón humana; No están ni pueden estar en contradicción con la ciencia, con la filosofía, con las evidencias naturales de la razón. Por supuesto, a condición de que sean evidencias y no otros dogmas camuflados.

Pues la verdad es una y no puede ser más que una, no uniforme sin embargo, pues hay una escala de los valores de verdad y los medios de alcanzar la verdad. Ningún microscopio ha descubierto a Dios ni la inmortalidad del alma, pero tampoco ha descubierto ningún microscopio el genio de Einstein, que sin embargo existía.

Siendo Dios el creador de la naturaleza igual que el revelador de los misterios, no puede contradecirse él mismo, y revelar en el plano del misterio una verdad que la naturaleza contradiría. Eso no es posible y no ocurre, con tal de que por una parte la afirmación natural esté bien probada y sea segura, y que, por su lado, el teólogo se mantenga en los estrictos límites del dogma y no haga decir a la Revelación lo que no dice.

Este acuerdo entre las verdades aseguradas de la Revelación y las evidencias de la razón puede ser sólo negativo, y no hay cosa más vana que buscar en el plano de la ciencia una confirmación positiva al dogma: no hace ninguna falta. Pero tenemos absoluta necesidad de saber si lo que creemos por fe divina no es absurdo. La fe no debe romper la unidad del espíritu, sino al contrario, ensanchar infinitamente el campo de la inteligencia. El teólogo no da la fe, pero está obligado a probar la credibilidad del dogma y de la Revelación. Esa credibilidad debe ser objetiva, accesible al sabio y al filósofo, aun no creyentes, accesible al espíritu leal que reflexiona, de tal suerte que un no-creyente así esté obligado por lo menos a decir: "No lo creo, pero es posible y no es absurdo creerlo". El honor de la razón está a salvo si se cree.

Cierto que conviene distinguir cuidadosamente lo que sólo es hipótesis y lo que es ciencia establecida e irrefutable. ¿Hay en el dominio científico, hoy día, muchas certidumbres establecidas, irrefutables, de las que se esté absolutamente seguro de que mañana no quedarán puestas en cuestión por una nueva hipótesis? Conviene distinguir aún mejor el plano de la explicación científica, que es esencialmente una descripción de fenómenos, y el plano de las causalidades de ser y de razón suficiente, que es el plano de la filosofía. Hay otro plano que distinguir, que es el de la Revelación y de la teología, en que el espíritu progresa apoyándose, no ya sobre la evidencia, sino sobre la autoridad, y en primer lugar sobre la autoridad de Dios revelador. La teología no es la única que se basa en la autoridad y el testimonio: el dominio entero de la historia tiene esos mismos fundamentos. La teología tiene el privilegio de que su testigo número uno es Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.

Pero por encima de todo conviene quizá no dejarse intimidar por medios de publicidad masiva, que envían a todos los turistas de la inteligencia al mismo tiempo a los mismos lugares. Ni la teología, ni la filosofía, ni la ciencia experimental, ni aun las hipótesis científicas deberían ser asunto de publicidad, de moda, de turismo, sino, cada cual en su plano, asunto de verdad. Ahora bien, la verdad surge de un juicio de espíritu, cuyo honor digo yo que es no dejarse intimidar. Sabemos muy bien que rara vez es así, y que si se suprimieran de golpe de las librerías todos los libros escritos en obediencia a la moda, a la publicidad y al turismo intelectual, los estantes se vaciarían en proporciones aterradoras y los editores se arruinarían.

En su enseñanza, la Iglesia no da ninguna importancia a las publicidades turísticas, y cuando todo el mundo se encuentra en el mismo lugar, tiene más bien tendencia a retirarse al desierto para hacer oración. El turismo, la moda, la publicidad están enteramente sumergidas en el tiempo, y no tienen otra verdad que la de una sucesión y un cambio pero, en la fuente de su enseñanza, la Iglesia transciende el tiempo. Porque pretende la verdad, incluso en las humildes verdades de que no se encarga directamente, la Iglesia se preocupa inquebrantablemente de las distinciones del saber y de los diferentes órdenes de certidumbre. Rehúsa dejarse intimidar y vestirse a la última moda.

En los complejos problemas planteados por la ciencia moderna a propósito de los orígenes del hombre y de la vida, la Iglesia se apoya firmemente en la transcendencia del dato revelado sobre ese mismo tema, y pretende elevadamente que esa revelación no puede contradecir en nada a las certidumbres establecidas por la ciencia, a condición de que estén establecidas, en efecto, que no sean simplemente modas, u ortodoxias que no dicen sus nombres, que no dan sus pruebas, dogmas enmascarados y por lo demás transitorios. La Iglesia sólo es responsable de su propia ortodoxia, de sus propios dogmas, y sólo tiene que rendir cuentas a la verdad.

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18. Si se puede reprochar a los naturalistas no tener en cuenta la dimensión temporal en su crítica de las profecías, se puede formular el reproche inverso contra ellos cuando se trata de los orígenes de la vida y del hombre. La hipótesis evolucionista les sirve aquí para eludir toda objeción hecha a su dogma. Este dogma consiste en negar la originalidad cualitativa de la vida y del alma humana en relación con la materia bruta. Como este dogma es un poco difícil de sostener contra tantas evidencias contrarias, entonces se extiende la dificultad a lo largo de miles de siglos, según la famosa regla de Descartes de que hace falta "dividir cada dificultad en tantas partes como se pueda y como haga falta para resolverla mejor". Lo malo es que ciertas dificultades no se dejan dividir.

Suponiendo que la hipótesis evolucionista sea verdadera, lo cual todavía no está demostrado, hay en toda evolución natural una medida de hecho, una detención en diversas direcciones, que sólo pueden estar impuestas por una causa exterior a la serie. El naturalista no puede responder en absoluto a la pregunta: si la cresa puede llegar a ser un elefante, ¿por qué haberse detenido en tan buen camino? En toda la serie cresa-elefante, no hay ninguna razón para detenerse en elefante. En una pieza de Ionesco, no se detendría seguramente ahí.

Pero las dos mayores contrariedades para los teólogos del dogma naturalista son la aparición de la vida y, en el interior de la serie animal, la aparición del hombre. Son dos saltos cualitativos que impresionan. Aunque se pretenda extender el asunto durante millones de siglos, la aparición de la vida y la aparición del hombre siguen siendo del orden de la causalidad, mientras que una continuidad temporal, por larga que se la conciba, sigue siendo del orden de la cantidad, y por tanto no puede ser una causa suficiente de una brusca aparición cualitativa nueva. Esas dos apariciones requieren necesariamente una causa transcendente a la cantidad y al tiempo. No hay medida común entre lo que había antes, aunque ese antes date de millones de siglos, y lo que hay después, aunque ese después sea de hace un milésimo de segundo. En esos millones de siglos sobre los que se extiende la evolución del mundo, ha habido al menos dos momentos privilegiados, gracias a la intervención de una causa transcendente al tiempo y a la duración y que ha introducido en el mundo, creándolos directamente, primero la vida, y luego el hombre. Tal es el único medio de explicar razonablemente esos dos saltos cualitativos.

La hipótesis evolucionista no molesta en absoluto a la Iglesia. La Iglesia sólo se preocupa por la verdad. Mientras sean sólo hipótesis, es indiferente al evolucionismo o al fijismo, lo mismo que, en el plano político, permanece indiferente al régimen monárquico o al régimen republicano, con tal que uno y otro observen la justicia. El evolucionismo, igual que el fijismo, puede acomodarse muy bien a la revelación contenida en el Génesis y a la enseñanza de la Iglesia. En el evolucionismo, se encuentra incluso una armonía particular en esa conducta de Dios que, como todo artista, se complace, con manchas progresivas y sucesivas, en preparar la aparición de un plano superior. También en la creación artística es donde encontramos la mejor analogía para la creación divina.

Henri Poincaré dijo: "Los poetas nos superan. El azar de una rima hace salir un sistema de la sombra". Cocteau, al citar esas palabras, añade: "En efecto, buscando en tierra una piedra que se parezca a otra, aunque no se le parezca, hay peligro de descubrir un tesoro". Nuestros naturalistas, inclinados sobre sus piedras, las han contado por tantos y tantos miles de millones, que, cuando por fin encuentran el tesoro, están demasiado fatigados y no lo reconocen como tesoro. "Ya lo esperábamos -dicen-, vean cómo toda la serie anterior de guijarros preparaba ese descubrimiento", y rehúsan asombrarse por el maravilloso acontecimiento de todo "un sistema que sale de la sombra".

Incluso rehúsan verlo como salto cualitativo. Como los doctores de la Ley condenaron al Mesías al que, sin embargo, esperaban hacía siglos, porque no quisieron admitir a Jesús en su cualidad diferente e imprevisible, nuestros naturalistas matarían al hombre y la vida antes que aceptar el milagro de su diferencia, ese tesoro. Si la humanidad ha de perecer un día, provocando en su catástrofe la destrucción de la vida, como ya tiene el poder de hacer, se deberá a esa estúpida terquedad naturalista. Para proteger al hombre y la vida, hay que empezar por reconocer y respetar su eminente dignidad. Lenin ya preguntaba: "Libertad, ¿para qué?" No es quimérico creer que un día se haga la pregunta: "La vida, ¿para qué?"

Cierto que no negamos que, en la viejísima historia del universo, pueda haber una promesa anterior, un antiguo testamento de la vida y del hombre, pero no dejaremos, en nombre de la ley superada, matar la promesa una vez que se ha cumplido de modo superior. Entonces, sí, no quedarían más que piedras.

A todo esto le falta poesía, lamentablemente, es decir, inteligencia verdadera de la creación. Admitiendo Que la hipótesis evolucionista sea la verdadera, ¿cómo quedar insensible a esa epopeya, el río de la evolución del mundo que repite sus rimas, que se parecen aun no pareciéndose en absoluto, y eso a lo largo de millones de siglos? Luego, de repente, en dos momentos únicos, cuando la atención se ha adormecido por la monotonía del poema interminable, en dos instantes rápidos como parpadeos, el azar de una rima hace volver a salir solemnemente de la sombra una aventura enteramente nueva. Para el sabio, no es, en efecto, más que el azar de una rima en los miles de millones del largo poema: la causalidad proporcionada a ese salto cualitativo está fuera del alcance de la ciencia, completamente fuera de los fenómenos objeto de la ciencia. Al menos, siquiera en cuanto sabio, debe reconocer la majestad de ese sistema milagroso que sale de la sombra ante sus ojos, y reconocer también que la naturaleza de ese fenómeno asombroso, así como su causa, se le escapan enteramente.

Hay una tercera ruptura poética en la creación, y es la encarnación del Verbo. La aparición de la vida es una ascensión definitiva en relación a la criatura inanimada. La aparición del hombre es una ascensión definitiva respecto al animal. La encarnación del Verbo es una ascensión definitiva de la naturaleza humana a la personalidad divina. Estas tres rupturas poéticas son ascendentes la una respecto a la otra, pero las tres presentan ese carácter de salto cualitativo, de paso brusco y definitivo a un orden superior, y, cualesquiera que sean las preparaciones anteriores, de acontecimiento total, irreductible a todo lo que ha precedido o preparado, de despegue y vuelo hacia una aventura de estilo absolutamente nuevo. Lo que lo motiva no explica el poema; el poema es bello en sí, completo, milagroso, total en sí, en su despegue sobre la tierra y las contingencias en que quizá está prendido el mismo poeta.

Igualmente, nada de lo que la ha precedido explica la Encarnación. Se justifica en sí, ella misma es la fuente de toda justificación. Sin embargo, ha estado motivada, y la Escritura como el Símbolo de Nicea, nos dicen el motivo: "Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo". La salvación de la raza humana, pues, es el motivo propio de la Encarnación: luego esa raza humana estaba en peligro de perderse.

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