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La polémica de la ciudadanía

Para los aleccionadores, la ciudadanía emana desde las alturas del Estado

En el ecuador de este caluroso y conflictivo verano, los ánimos no parecen haberse serenado por efecto del letargo estivo. Y, si no que se lo pregunten a los celosos defensores de la educación para la ciudadanía, a los que el Gobierno socialista parece haber llamado en pleno agosto a cerrar filas en defensa de esta herramienta docente tan decisiva para la ideología oficial. Ante la objeción de que la formación moral es competencia de las familias, los apologistas mantienen, por una parte, que el Estado también tiene responsabilidades éticas. Pero arguyen también -y no se ve bien cómo conciliar esto con lo anterior- que la educación para la ciudadanía no entra en disquisiciones tan íntimas y que, a fin de cuentas, cada uno puede pensar en su casa lo que quiera (como sucedía incluso en tiempos de la dictadura).

También es significativo, por lo demás, que los adalides más destacados de la ilustración cívica sean, casualmente, potenciales redactores de libros de texto para uso de los escolares que disfrutarán de tales asignaturas; porque evidentemente no se trata de una sola.

Los defensores de la línea gubernamental exponen ahora unánimemente un razonamiento basado en la educación comparada: en todos los países occidentales existe esta disciplina; también aquí deberá imponerse, porque estamos más necesitados que ellos de educación política. Lo malo de este aserto es que su falsedad resulta sencilla de comprobar.

No existe tal asignatura en todos los países de nuestro entorno, sino en muy pocos. Y, lo que es peor, la disciplina que en ellos se imparte tiene poco que ver con la que se está urdiendo entre nosotros. En Francia y Estados Unidos, por ejemplo, lo que se explica es, lisa y llanamente, el contenido de la Constitución, la estructura del Estado, y el funcionamiento de las instituciones públicas. Y punto. No hay -como en nuestro país se prevén- discursos edificantes para buenos demócratas según la praxis socialista, ni instrucciones sobre el manejo de la propia afectividad, ni clasificaciones de los diferentes tipos de familia por razón del género de los cónyuges, ni relativizaciones de la configuración sexual del individuo, ni excursos sobre la globalización y el nacionalismo.

Pero hay otro plano de consideraciones más hondo e inquietante. Se refiere al propio concepto de ciudadanía. Según los aleccionadores, la ciudadanía es algo que emana desde las alturas del Estado y desciende benéficamente sobre el común de las gentes que, antes de recibir esta unción, eran simplemente seres humanos sin atributos sociales ni políticos. Como el Estado es el nacedero de la ciudadanía, también les parece lógico que sea quien instruya sobre ella y vele para que no se deteriore ni tergiverse su pureza doctrinal.

Pero tal posición aboca a una petición de principio. Porque si el Estado es el generador y garante de la condición ciudadana, ¿quién legitima al propio Estado? Problema que se patentiza en el caso de un régimen democrático, cuya elemental definición establece que consiste en la estructura política surgida justamente de la libre decisión de los ciudadanos.

Todas las teorías sociológicas y políticas actuales coinciden en comprender la ciudadanía como una condición previa a la tecnoestructura política. Ya estamos lejos -deberíamos estarlo- del Estado paternalista, que pone y quita derechos o deberes, que arbitra sobre el ser o no ser de los ciudadanos, que reparte diplomas acreditadores de haber estado de parte de los buenos en los conflictos patrios. Lo propio de la democracia es la libre emergencia de las libertades concertadas de los ciudadanos, no la sofocante colonización de las agencias estatales sobre personas maduras.

Pero es que, además, el estatismo centralista en materia de educación cívica resulta ridículo cuando en este país se está procediendo al astillamiento del Estado, del cual hasta el mismo presidente Maragall declara que ha pasado a ser residual en Cataluña. Parece que, más bien, estamos ante un horizonte de plurales ciudadanías, que requerirán en cada caso estrategias educativas diversas. Si resulta que el Estado va a ser algo suplementario y adjetivo, también lo será la ciudadanía que desde él se otorga y se imparte.

Instituciones y competencias entreveradas o solapadas están ya produciendo confusión e ineficacia. ¿Qué responsabilidad ciudadana puede predicar un Estado que ha procedido a su autovaciamiento, pero que sigue manteniendo celosamente los monopolios propios de épocas en que gozaba de mejor salud?

Son capaces de prescribir a los habitantes de este país cómo se han de comportar en el coche, en la escuela y en la cama, pero no de evitar el caos aeroportuario, apagar los incendios, organizar mínimamente la inserción de los emigrantes, o proteger a vascos y navarros de la violencia. Es la hora de que la sociedad civil recupere su libre protagonismo.

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