conoZe.com » Leyendas Negras » Generalidades » Memoria y Reconciliacion. » Memoria y Reconciliacion: la Iglesia y las Culpas del Pasado

Capítulo V.- Discernimiento ético

Para que la Iglesia realice un adecuado examen de conciencia histórico delante de Dios, con vistas a la propia renovación interior y al crecimiento en la gracia y en la santidad, es necesario que sepa reconocer las «formas de antitestimonio y de escándalo» que se han presentado en su historia, en particular durante el último milenio. No es posible llevar a cabo una tarea semejante sin ser conscientes de su relevancia moral y espiritual. Ello exige la definición de algunos términos clave, además de la formulación de algunas precisiones necesarias en el plano ético.

1. Algunos criterios éticos

En el plano moral, la petición de perdón presupone siempre una admisión de responsabilidad, y precisamente de la responsabilidad relativa a una culpa cometida contra otros. La responsabilidad moral normalmente se refiere a la relación entre la acción y la persona que la realiza; establece la pertenencia de un acto, su atribución, a una persona concreta o a más personas. La responsabilidad puede ser objetiva o subjetiva: la primera se refiere al valor moral del acto en sí mismo en cuanto bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad de la acción; la segunda se refiere a la percepción efectiva por parte de la conciencia individual, de la bondad o malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa con la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por generación, por lo que los descendientes no heredan la responsabilidad (subjetiva) de los actos de sus antepasados. En tal sentido, pedir perdón presupone una contemporaneidad entre aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos que la han realizado. La única responsabilidad capaz de continuar en la historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual se puede prestar o no una adhesión subjetiva en cualquier momento de modo libre. Así, el mal cometido sobrevive muchas veces a quien lo ha realizado a través de las consecuencias de los comportamientos, que pueden convertirse en un pesado fardo sobre la conciencia y la memoria de los descendientes.

En tal contexto se puede hablar de una solidaridad que une el pasado y el presente en una relación de reciprocidad. En ciertas situaciones, el peso que cae sobre la conciencia puede ser tan pesado que constituye una especie de memoria moral y religiosa del mal cometido, que es por su naturaleza una memoria común: ésta testimonia de modo elocuente la solidaridad objetivamente existente entre quienes han hecho el mal en el pasado y sus herederos en el presente. Es entonces cuando resulta posible hablar de una responsabilidad común objetiva. Del peso de tal responsabilidad se nos libera, ante todo, implorando el perdón de Dios por las culpas del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a través de la purificación de la memoria, que culmina en el perdón recíproco de los pecados y de las ofensas en el presente.

Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia personal y común todas las formas de resentimiento y de violencia que la herencia del pasado haya dejado, sobre la base de un juicio histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un posterior comportamiento moral renovado. Esto sucede cada vez que se llega a atribuir a los hechos históricos pasados una cualidad diversa, que comporta una incidencia nueva y diversa sobre el presente con vistas al crecimiento de la reconciliación en la verdad, en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y, en particular, entre la Iglesia y las diversas comunidades religiosas, culturales o civiles con las que entra en relación. Modelos emblemáticos de esta incidencia que puede tener un posterior juicio interpretativo autorizado sobre la vida entera de la Iglesia son la recepción de los concilios, o actos como la abolición de los anatemas recíprocos, que expresan una nueva cualificación de la historia pasada en condiciones de producir una caracterización distinta de las relaciones vividas en el presente. La memoria de la división y de la contraposición queda purificada y es sustituida por una memoria reconciliada, a la cual son invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia.

La combinación de juicio histórico y juicio teológico en el proceso interpretativo del pasado queda unida aquí a las repercusiones éticas que puede tener en el presente, y que implican algunos principios, correspondientes en el plano moral a la fundación hermenéutica de la relación entre juicio histórico y juicio teológico. Estos principios son:

a) El principio de conciencia

La conciencia, tanto como juicio moral cuanto como imperativo moral, constituye la valoración última de un acto en relación con su bondad o maldad ante Dios. En efecto, tan sólo Dios conoce el valor moral de cada acto humano, aun cuando la Iglesia, como Jesús, pueda y deba clasificar, juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de comportamiento (cf. Mt 18,15-18).

b) El principio de historicidad

Precisamente en cuanto cada acto humano pertenece a quien lo hace, cada conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el interior de un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para comprender de verdad los actos humanos y los dinamismos a ellos unidos, deberemos entrar, por tanto, en el mundo propio de quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a conocer sus motivaciones y sus principios morales. Y esto se afirma sin perjuicio de la solidaridad que vincula a los miembros de una específica comunidad en el discurrir del tiempo.

c) El principio de cambio de «paradigma»

Mientras que antes de la llegada del Iluminismo existía una especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y cultura, moralidad y ley, a partir del siglo XVIII esta relación ha quedado notablemente modificada. El resultado es una transición de una sociedad sacral a una sociedad pluralista o, como ha sucedido en algunos casos, a una sociedad secular; los modelos de pensamiento y de acción, los llamados paradigmas de acción y de valoración, van cambiando. Semejante transición tiene un impacto directo sobre los juicios morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una idea relativista de los principios morales o de la naturaleza de la misma moralidad.

El proceso entero de la purificación de la memoria, en cuanto exige la correcta combinación de valoración histórica y de mirada teológica, ha de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no sólo con el rigor que tiene en cuenta de modo preciso los criterios y los principios indicados, sino también con una continua invocación de la asistencia del Espíritu Santo, para no caer en el resentimiento o en la autoflagelación y llegar más bien a la confesión del Dios cuya «misericordia va de generación en generación» (Lc 1,50), que quiere la vida y no la muerte, el perdón y no la condena, el amor y no el temor. En este punto se debe poner igualmente en evidencia el carácter de ejemplaridad que la honesta admisión de las culpas pasadas puede ejercer sobre las mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil, reclamando un compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de respeto consiguiente hacia la dignidad y los derechos de los otros, especialmente de los más débiles. En tal sentido, las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan Pablo II constituyen un ejemplo que pone en evidencia un bien y estimula a su imitación, reclamando de los individuos y de los pueblos un examen de conciencia honesto y fructuoso, que abra caminos de reconciliación.

A la luz de estas clarificaciones en el plano ético se pueden ahora profundizar algunos ejemplos, entre los cuales se encuentran los mencionados en la Tertio millennio adveniente [69] , en los que el comportamiento de los hijos de la Iglesia parece haber estado en contradicción con el Evangelio de Jesucristo de un modo significativo.

2. La división de los cristianos

La unidad es la ley de la vida del Dios trinitario revelado al mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21), el cual, en la fuerza del Espíritu Santo, amando hasta el extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida a los suyos. Esta unidad deberá ser la fuente y la forma de la comunión de vida de la humanidad con el Dios trino. Si los cristianos viven esta ley de amor mutuo, de modo que sean uno «como el Padre y el Hijo son uno», se conseguirá que «el mundo crea que el Hijo ha sido enviado por el Padre» (Jn 17,21) y que «todos sepan que ellos son mis discípulos» (Jn 13,35). Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en este milenio que llega a su fin, en el cual han aparecido entre los cristianos grandes divisiones, en abierta contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si Él mismo hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El Concilio Vaticano II juzga este hecho con las siguientes palabras: «Tal división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima causa de la predicación del Evangelio a toda criatura» [70] .

Las principales escisiones que durante el pasado milenio «han afectado a la túnica inconsútil de Cristo» [71] son el cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente al comienzo de este milenio y, en Occidente, cuatro siglos más tarde, la laceración causada por aquellos acontecimientos «que reciben comúnmente el nombre de Reforma» [72] . Es verdad que «estas diversas divisiones difieren mucho entre sí, no sólo por razón de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por la naturaleza y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura eclesiástica» [73] . En el cisma del siglo XI jugaron un papel importante factores de carácter social e histórico, mientras que el aspecto doctrinal se refería a la autoridad de la Iglesia y al Obispo de Roma, una materia que en aquel momento no había alcanzado la claridad con la que se presenta hoy gracias al desarrollo doctrinal de este milenio. Con la Reforma, por el contrario, fueron objeto de controversia otros campos de la revelación y de la doctrina.

La vía que se ha abierto para superar estas diferencias es la del diálogo doctrinal animado por el amor mutuo. Común a ambas laceraciones parece haber sido la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el momento en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin el cual todo lo demás es solamente «bronce que resuena o címbalo que retiñe» (1 Cor 13,1), una carencia semejante ha de ser considerada con toda seriedad delante del Resucitado, Señor de la Iglesia y de la historia. Basándose en el reconocimiento de esta carencia, el papa Pablo VI ha pedido perdón a Dios y a los «hermanos separados» que se sintiesen ofendidos «por nosotros» (la Iglesia católica) [74] .

En 1965, en el clima producido por el Concilio Vaticano II, el patriarca Atenágoras en su diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la restauración (apokatastasis) del amor mutuo, esencial después de una historia tan cargada de contraposiciones, de desconfianza recíproca y de antagonismos [75] . Lo que estaba en juego era un pasado que aún ejercía su influencia a través de la memoria: los acontecimientos de 1965 (culminados el 7 de diciembre de 1965 con la supresión de los anatemas de 1054 entre Oriente y Occidente) representan una confesión de la culpa contenida en la precedente exclusión recíproca, capaz de purificar la memoria y de generar una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no puede ser más que el amor recíproco o, mejor, el compromiso renovado para vivirlo. Éste es el mandamiento ante omnia (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente como en Occidente. De este modo la memoria libera de la prisión del pasado e invita a católicos y a ortodoxos, como también a católicos y protestantes, a ser los arquitectos de un futuro más conforme al mandamiento nuevo. En este sentido resulta ejemplar el testimonio que han prestado a esta nueva memoria el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras.

Particularmente relevante en relación con el camino hacia la unidad puede resultar la tentación a dejarse guiar, o hasta determinar, por factores culturales, por condicionamientos históricos o por prejuicios que alimentan la separación y la desconfianza recíproca entre cristianos, aunque nada tengan que ver con las cuestiones de fe. Los hijos de la Iglesia deben examinar su conciencia con seriedad para ver si están activamente comprometidos en la obediencia al imperativo de la unidad y viven la «conversión interior», «porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad» [76] . En el período transcurrido desde la conclusión del Concilio hasta hoy la resistencia a su mensaje ciertamente ha entristecido al Espíritu de Dios (Ef 4,30). En la medida en que algunos católicos se complacen en permanecer ligados a las separaciones del pasado, sin hacer nada por remover los obstáculos que impiden la unidad, se podría hablar justamente de solidaridad en el pecado de la división (1 Cor 1,10-16). En tal contexto pueden recordarse las palabras del Decreto sobre el Ecumenismo: «Humildemente pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido» [77] .

3. El uso de la violencia al servicio de la verdad

Al antitestimonio de la división entre los cristianos hay que añadir el de las ocasiones en que durante el pasado milenio se han utilizado medios dudosos para conseguir fines buenos, como la predicación del Evangelio y la defensa de la unidad de la fe: «Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la verdad» [78] . Se refiere con ello a las formas de evangelización que han empleado instrumentos impropios para anunciar la verdad revelada o no han realizado un discernimiento evangélico adecuado a los valores culturales de los pueblos o no han respetado las conciencias de las personas a las que se presentaba la fe, e igualmente a las formas de violencia ejercidas en la represión y corrección de los errores.

Una atención análoga hay que prestar a las posibles omisiones de que se hayan hecho responsables los hijos de la Iglesia, en las más diversas situaciones de la historia, respecto a la denuncia de injusticias y de violencias: «Está también la falta de discernimiento de no pocos cristianos respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale por todo aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo» [79] .

Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad histórica mediante la investigación histórico-crítica. Una vez establecidos los hechos, será necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su significado objetivo. Solamente así será posible evitar cualquier tipo de memoria mítica y acceder a una adecuada memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir frutos de conversión y de renovación: «De aquellos rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe empujar a todo cristiano a afianzarse en el principio áureo fijado por el Concilio: "La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra en las mentes de modo suave y a la vez con vigor"» [80] .

4. Cristianos y hebreos

Uno de los campos que requiere un examen de conciencia particular es la relación entre cristianos y hebreos [81] . La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo es diversa de la que condivide con cualquier otra religión [82] . Y, sin embargo, «la historia de las relaciones entre hebreos y cristianos es una historia atormentada [...] En efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido más bien negativo» [83] . La hostilidad o la desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico doloroso y es causa de profunda amargura para los cristianos conscientes del hecho de que «Jesús era descendiente de David; de que del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los Apóstoles; de que la Iglesia recibe su sustento de las raíces de aquel buen olivo al que están unidas las ramas del olivo selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de que los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en cierto sentido, son verdaderamente "nuestros hermanos mayores"» [84] .

La Shoah fue ciertamente el resultado de una ideología pagana, como era el nazismo, animada por un antisemitismo despiadado, que no sólo despreciaba la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del pueblo hebreo. No obstante, «hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos [...] ¿Ofrecieron los cristianos toda la asistencia posible a los perseguidos, en particular a los hebreos?» [85] . Hubo, sin duda, muchos cristianos que arriesgaron su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos. Pero parece igualmente verdad que, «junto a tales hombres y mujeres valerosos, la resistencia espiritual y la acción cristiana de otros cristianos no fue la que se hubiera debido esperar de discípulos de Cristo» [86] . Este hecho constituye una apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy, capaz de exigir «un acto de arrepentimiento (teshuva)» [87] y de convertirse en acicate para redoblar los esfuerzos por ser «transformados mediante la renovación de la mente» (Rom 12,2) y por mantener una «memoria moral y religiosa» de la herida infligida a los hebreos. En este campo, lo mucho que ya se ha hecho podrá ser confirmado y profundizado.

5. Nuestra responsabilidad por los males de hoy

«La época actual, junto a muchas luces, presenta también no pocas sombras» [88] . En primer plano puede señalarse entre éstas el fenómeno de la negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que llama especialmente la atención es que esta negación, especialmente en sus aspectos más teóricos, es un proceso que ha emergido en el mundo occidental. Unida al eclipse de Dios se encuentra, además, una serie de fenómenos negativos como la indiferencia religiosa, la difusa falta del sentido trascendente de la vida humana, un clima de secularismo y de relativismo ético, la negación del derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada en las legislaciones abortistas, y una amplia indiferencia respecto al grito de los pobres en amplios sectores de la familia humana.

La cuestión inquietante que hay que plantear es en qué medida los creyentes mismos han sido responsables de estas formas de ateísmo, teórico y práctico. La Gaudium et spes responde con palabras cuidadosamente elegidas: «En este campo también los mismos creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad. Pues el ateísmo, considerado en su integridad, no es un fenómeno originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se encuentra también una reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países contra la religión cristiana. Por ello, en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña» [89] .

Desde el momento en que el rostro auténtico de Dios ha sido revelado en Jesucristo, a los cristianos se les ofrece la gracia inconmensurable de conocer este rostro; los cristianos, sin embargo, tienen también la responsabilidad de vivir de tal modo que manifiesten a los otros el verdadero rostro del Dios vivo. Ellos están llamados a irradiar al mundo la verdad de que «Dios es amor (agape)» (1 Jn 4,8.16). Porque Dios es amor, es también Trinidad de Personas, cuya vida consiste en su infinita y recíproca comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor camino para que los cristianos irradien la verdad del Dios amor es el amor mutuo: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si tenéis amor unos para con otros» (Jn 13,35). Y esto hasta el punto de poder afirmar que frecuentemente los cristianos «por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo» [90] .

Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas culpas de los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo Salvador, sino también alabar al Señor de la historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los cristianos no creen sólo en la existencia del pecado, sino también y sobre todo en el «perdón de los pecados». Además recordar estas culpas quiere decir también aceptar nuestra solidaridad con quienes en el bien y en el mal nos han precedido en el camino de la verdad, ofrecer al presente un fuerte motivo de conversión a las exigencias del Evangelio y poner un necesario preludio a la petición de perdón a Dios, que abre el camino a la reconciliación mutua.

Notas

[69] «Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei», SAN IRENEO DE LYON, Adversus Haereses IV, 20,7; SCh 100, t. II,648.

[70] Discurso a los participantes en el Simposio Internacional sobre la Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).

[71] Cf., para cuanto sigue, H. G. GADAMER, Verdad y método (Salamanca 1977).

[72] B. LONERGAN, Il metodo in teologia (Brescia 1975) 173.

[73] TMA 35.

[74] JUAN PABLO II, «Discurso del 1 de septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

[75] Cf. n.34-36.

[76] UR 1.

[77] UR 13. TMA 34 dice: «aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas laceraciones».

[78] UR 13.

[79] Ibid.

[80] Cf. el Discurso de apertura de la Segunda sesión del Concilio, del 29 de septiembre de 1964: Enchiridion Vaticanum 1 (106) n.176.

[81] Cf. la documentación del diálogo de la caridad entre la Santa Sede y el Patriarcado ecuménico de Constantinopla en el Tómos Agápes: VaticanPhanar (1958-1970) (Roma-Estambul 1971).

[82] UR 7.

[83] Ibid.

[84] TMA 35.

[85] JUAN PABLO II, «Discurso del 1 de septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

[86] TMA 35; DH 1.

[87] El tema es tratado de modo riguroso en la Declaración Nostra Aetate del Vaticano II.

[88] Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la Sinagoga de Roma (13-4-1986) 4: AAS 78 (1986) 1120.

[89] Éste es el juicio del reciente documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998) 3.

[90] Ibid. 7.

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