conoZe.com » Leyendas Negras » Generalidades » Memoria y Reconciliacion. » Memoria y Reconciliacion: la Iglesia y las Culpas del Pasado

Capítulo III.- Fundamentos teológicos

«Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo. La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores» [40] . Estas palabras de Juan Pablo II subrayan cómo la Iglesia se encuentra afectada por el pecado de sus hijos: santa, en cuanto hecha tal por el Padre mediante el sacrificio del Hijo y el don del Espíritu, es en un cierto sentido también pecadora, en cuanto asume realmente sobre ella el pecado de aquellos a quienes ha engendrado en el bautismo, análogamente a como Cristo Jesús ha asumido el pecado del mundo (cf. Rom 8,3; 2 Cor 5,21; Gál 3,13; 1 Pe 2,24) [41] . Por otra parte, pertenece a la más profunda autoconciencia eclesial en el tiempo el convencimiento de que la Iglesia no es sólo una comunidad de elegidos, sino que comprende en su seno justos y pecadores, del presente y del pasado, en la unidad del misterio que la constituye. De hecho, tanto en la gracia como en la herida del pecado, los bautizados de hoy son convecinos y solidarios con los de ayer. Por ello se puede decir que la Iglesia, una en el tiempo y en el espacio en Cristo y en el Espíritu, es verdaderamente «santa al mismo tiempo y siempre necesitada de purificación» [42] . De esta paradoja, característica del misterio eclesial, nace el interrogante de cómo conciliar los dos aspectos: de una parte, la afirmación de fe de la santidad de la Iglesia; de otra parte, su necesidad incesante de penitencia y de purificación.

1. El misterio de la Iglesia

«La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la trasciende. Solamente "con los ojos de la fe" se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de la vida divina» [43] . El conjunto de los aspectos visibles e históricos se relaciona con el don divino de manera análoga a como en el Verbo de Dios encarnado la humanidad asumida es signo e instrumento del actuar de la persona divina del Hijo: las dos dimensiones del ser eclesial forman «una sola realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino» [44] , en una comunión que participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se sientan unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y de lugares de la historia. En razón de esta comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto absolutamente único en el acontecer humano, hasta el punto de poder hacerse cargo de los dones, de los méritos y de las culpas de sus hijos de hoy y de los de ayer.

La no débil analogía con el misterio del Verbo encarnado implica, no obstante, también una diferencia fundamental: «Mientras Cristo, "santo, inocente, inmaculado" (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5,21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada siempre de purificación, busca sin cesar la penitencia y la renovación» [45] . La ausencia de pecado en el Verbo encarnado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en cuyo interior más bien cada uno, partícipe de la gracia donada por Dios, no está menos necesitado de vigilancia y de purificación incesante y solidaria con la debilidad de los otros: «Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero todavía en vías de santificación» [46] .

Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que «la Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores, ya que ella no posee otra vida sino la de la gracia [...] Por ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales pecados, de los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios hijos con la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo» [47] . La Iglesia es, a fin de cuentas, en su misterio, encuentro de santidad y de debilidad, continuamente redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la redención. Como enseña la liturgia, verdadera lex credendi, el fiel individual y el pueblo de los santos invocan de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no sobre los pecados de los individuos, de cuya fe vivida constituyen la negación: «Ne respicias peccata nostra, sed fidem Ecclesiae Tuae!». En la unidad del misterio eclesial a través del tiempo y del espacio es posible considerar entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el actuar de la Iglesia Madre.

2. La santidad de la Iglesia

La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo, quien la ha adquirido entregándose a la muerte por ella, es mantenida en la santidad por el Espíritu Santo, que la inunda sin cesar: «Nosotros creemos que la Iglesia es indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu llamamos "el solo Santo", ha amado a la Iglesia como esposa suya, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25s), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia son llamados a la santidad» [48] . En este sentido, desde sus orígenes los miembros de la Iglesia son llamados los «santos» (cf. Hch 9,13; 1 Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir, no obstante, entre la santidad de la Iglesia y la santidad en la Iglesia. La primera, fundada en las misiones del Hijo y del Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos y estimula y ayuda a los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal. En la vocación que cada uno recibe se halla radicada, por el contrario, la forma de santidad que le ha sido donada y que se requiere de él, en cuanto cumplimiento pleno de la propia vocación y misión. La santidad personal se halla, en todo caso, proyectada hacia Dios y hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter esencialmente social: es santidad en la Iglesia, orientada al bien de todos.

A la santidad de la Iglesia debe, en consecuencia, corresponder la santidad en la Iglesia: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no según sus obras, sino por designio y gracia de Él, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios» [49] . El bautizado está llamado a devenir con toda su existencia aquello que ya es en razón de la consagración bautismal; lo cual no acontece sin el asentimiento de su libertad y sin la ayuda de la gracia que viene de Dios. Cuando esto sucede, se deja reconocer en la historia la humanidad nueva según Dios: ¡nadie llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que acoge el designio divino y, con la ayuda de la gracia, conforma todo su propio ser al proyecto del Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como luces suscitadas por el Señor en medio de su Iglesia para iluminarla, son profecía para el mundo entero.

3. La necesidad de una renovación continua

Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a causa de la presencia del pecado, hay necesidad de una renovación continua y de una conversión constante en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está «adornada de una santidad verdadera» que es, no obstante, «imperfecta» [50] . Observa San Agustín contra los pelagianos: «La Iglesia en su conjunto dice: ¡perdona nuestras deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero, a través de la confesión, las arrugas se estiran y las manchas quedan lavadas. La Iglesia se halla en oración para ser purificada por la confesión y estar así mientras los hombres vivan sobre la tierra» [51] . Santo Tomás de Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al tiempo escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no debe engañarse, afirmando estar libre de pecado: «Que la Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es la meta final hacia la que tendemos en virtud de la pasión de Cristo. Esto se alcanzará, por tanto, sólo en la patria eterna y no ya durante el peregrinaje; aquí [...] nos engañaríamos si dijésemos no tener pecado alguno» [52] . En realidad, «aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, con la petición "perdona nuestras deudas", nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18,13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su misericordia» [53] .

Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la confesión del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios y celebra su infinita bondad y capacidad de perdón; gracias al vínculo establecido por el Espíritu Santo, la comunión que existe entre todos los bautizados en el tiempo y en el espacio es tal que en ella cada uno es él mismo, pero al tiempo está condicionado por los otros y ejerce sobre ellos un influjo en el intercambio vital de los bienes espirituales. De este modo, la santidad de los unos influencia el crecimiento del bien en los otros, pero también el pecado tiene una relevancia no exclusivamente personal, ya que pesa y opone resistencia en el camino de la salvación de todos; en tal sentido, afecta verdaderamente a la Iglesia en su integridad, a través de la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta convicción empuja a los Padres a afirmaciones netas como la de San Ambrosio: «Estemos bien atentos a que nuestra caída no se convierta en una herida de la Iglesia» [54] . Ella, por tanto, «aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores» [55] , los de hoy, como los de ayer.

4. La maternidad de la Iglesia

La convicción de que la Iglesia pueda hacerse cargo del pecado de sus hijos, en razón de la solidaridad existente entre ellos en el tiempo y en el espacio, gracias a su incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu Santo, está expresada de modo particularmente eficaz por la idea de la «Iglesia Madre» (Mater Ecclesia), que «en la concepción protopatrística es el concepto central de toda la aspiración cristiana» [56] ; la Iglesia, afirma el Vaticano II, «también es hecha Madre por la Palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios» [57] . A la amplísima tradición, de la que estas ideas son el eco, da voz, por ejemplo, Agustín con estas palabras: «Esta madre santa, digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es virgen, de ella habéis nacido, ella engendra a Cristo, porque vosotros sois los miembros de Cristo» [58] . Cipriano de Cartago afirma con nitidez: «No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia como madre» [59] . Y Paulino de Nola canta así la maternidad de la Iglesia: «En cuanto madre recibe el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y los da a luz» [60] .

Según esta visión, la Iglesia se realiza continuamente en el intercambio y en la comunicación del Espíritu del uno al otro de los creyentes, como ambiente generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en la unanimidad orante, en la participación solidaria en la Cruz, en el testimonio común. En razón de esta comunicación vital, cada bautizado puede ser considerado al mismo tiempo hijo de la Iglesia, en cuanto engendrado en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en cuanto que coopera con su fe y caridad a engendrar nuevos hijos para Dios; es, en efecto, tanto más Iglesia Madre cuanto mayor es su santidad y más ardiente el esfuerzo por comunicar a los otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la Iglesia el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella con el corazón; él podrá acceder siempre de nuevo a las fuentes de la gracia y remover el peso que su culpa hace gravar sobre la entera comunidad de la Iglesia Madre. Ésta, a su vez, en cuanto Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado de sus hijos de hoy y de los de ayer, continuando amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso producido por sus culpas; en cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las traiciones, los fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos.

La santidad y el pecado en la Iglesia se reflejan, por tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es convicción de fe que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelo y ayuda para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría o de relación dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá vencer jamás la fuerza de la gracia y la irradiación del bien, incluso el más escondido! En este sentido, la Iglesia se reconoce existencialmente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su superación por el camino de la penitencia y de la novedad de vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el deber de «lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y de la humilde mansedumbre» [61] .

Esto puede hacerse de modo particular por quien, por carisma y ministerio, expresa en la forma más densa la comunión del pueblo de Dios: en nombre de las iglesias locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de culpa y peticiones de perdón los pastores respectivos; en nombre de la Iglesia entera, una en el tiempo y en el espacio, podrá pronunciarse aquel que ejerce el ministerio universal de unidad, el Obispo de la Iglesia «que preside en el amor» [62] , el Papa. He aquí por qué es particularmente significativo que haya venido propiamente de él la invitación a que «la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos» y reconozca la necesidad de «hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo» [63] .

Notas

[40] La fórmula, particularmente fuerte, es de San Agustín: De Trinitate I, 13, 28: CCL 50, 69, 13; Epist. 169, 2: CSEL 44, 617; Sermo 341A: Misc. Agost. 314, 22.

[41] Viene a la mente, a este respecto, el caso de las relaciones permanentemente tensas entre Israel y Edom. Este pueblo, no obstante su condición de «hermano» de Israel, participó y se alegró de la caída de Jerusalén por obra de los babilonios (cf., p. ej., Abdías 10-14). Israel, como signo de ultraje por esta traición, no sintió necesidad alguna de pedir perdón por la matanza de prisioneros edomitas indefensos, perpetrada por el rey Amazías según 2 Crón 25,12.

[42] JUAN PABLO II, «Discurso del 1 de septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

[43] Cf. TMA 33-36.

[44] TMA 33.

[45] Se piense en el motivo, presente en autores cristianos de diversas épocas, del reproche a la Iglesia a causa de sus culpas, uno de cuyos ejemplos más representativos lo constituye el Liber asceticus, de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.

[46] LG 8.

[47] CEC 770.

[48] LG 8.

[49] LG 8; cf. también UR 3 y 6.

[50] CEC 827.

[51] PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios (30-6-1968) n. 19: Enchiridion Vaticanum 3, 264s.

[52] LG 39.

[53] LG 40.

[54] LG 48.

[55] SAN AGUSTÍN, Sermo 181, 5, 7: PL 38, 982.

[56] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.

[57] CEC 2839.

[58] SAN AMBROSIO, De virginitate 8, 48: PL 16, 278D: «Caveamus igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesiae fiat». De «herida» infligida a la Iglesia por el pecado de sus hijos habla también LG 11.

[59] TMA 33.

[60] K. DELAHAYE, La Comunità, Madre dei credenti (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf. también H. RAHNER, Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chiesa tratti dal primo millennio della letteratura cristiana (Milán 1972).

[61] LG 64.

[62] SAN AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL 46, 938: «Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo est. Ex illa nati estis et Christum parit: nam membra Christi estis».

[63] CIPRIANO, De Ecclesiae Catholicae unitate 6: CCL 3, 253: «Habere iam non potest Deum Patrem qui ecclesiam non habet matrem». El mismo Cipriano afirma en otro lugar: «Ut habere quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiam matrem» (In Ps 88, Sermo 2, 14: CCL 39, 1244).

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