conoZe.com » Leyendas Negras » Generalidades » Memoria y Reconciliacion. » Memoria y Reconciliacion: la Iglesia y las Culpas del Pasado

Capítulo I.- El problema de ayer y hoy

1. Antes del Vaticano II

El Jubileo se ha vivido siempre en la Iglesia como un tiempo de alegría por la salvación otorgada en Cristo y como una ocasión privilegiada de penitencia y de reconciliación por los pecados presentes en la vida del Pueblo de Dios. Desde su primera celebración bajo Bonifacio VIII en el año 1300, el peregrinaje penitencial a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo ha estado asociado a la concesión de una indulgencia excepcional para procurar, con el perdón sacramental, la remisión total o parcial de las penas temporales debidas por los pecados [4] . En este contexto, tanto el perdón sacramental como la remisión de las penas revisten un carácter personal. A lo largo del «año de perdón y de gracia» [5] , la Iglesia dispensa en modo particular el tesoro de gracias que Cristo ha constituido en su favor [6] . En ninguno de los jubileos celebrados hasta ahora ha estado presente, sin embargo, una toma de conciencia de eventuales culpas del pasado de la Iglesia, ni tampoco de la necesidad de pedir perdón a Dios por los comportamientos del pasado próximo o remoto.

Más aún, en la historia entera de la Iglesia no se encuentran precedentes de peticiones de perdón relativas a culpas del pasado, que hayan sido formuladas por el Magisterio. Los concilios y las decretales papales sancionaban, ciertamente, los abusos de que se hubieran hecho culpables clérigos o laicos, y no pocos pastores se esforzaban sinceramente en corregirlos. Sin embargo, han sido muy raras las ocasiones en las que las autoridades eclesiales (Papa, obispos o concilios) han reconocido abiertamente las culpas o los abusos de los que ellas mismas se habían hecho culpables. Un ejemplo célebre lo proporciona el papa reformador Adriano VI, quien reconoció abiertamente, en un mensaje a la Dieta de Nurenberg del 25 de noviembre de 1522, «las abominaciones, los abusos [...] y las prevaricaciones» de las que se había hecho culpable «la corte romana» de su tiempo, «enfermedad [...] profundamente arraigada y desarrollada», extendida «desde la cabeza a los miembros» [7] . Adriano VI deploraba culpas contemporáneas, precisamente las de su predecesor inmediato León X y las de su curia, sin asociar todavía a ello, no obstante, una petición de perdón.

Será necesario esperar hasta Pablo VI para ver cómo un Papa expresa una petición de perdón dirigida tanto a Dios como a un grupo de contemporáneos. En el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el Papa «pide perdón a Dios [...] y a los hermanos separados» de Oriente que se sientan ofendidos «por nosotros» (Iglesia católica) y se declara dispuesto, por parte suya, a perdonar las ofensas recibidas. En la óptica de Pablo VI, la petición y la oferta de perdón se referían únicamente al pecado de la división entre los cristianos y presuponían la reciprocidad.

2. La enseñanza del Concilio

El Vaticano II se pone en la misma perspectiva que Pablo VI. Por las culpas cometidas contra la unidad, afirman los Padres conciliares, «pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido» [8] . Además de las culpas contra la unidad, el Concilio señala otros episodios negativos del pasado en los cuales los cristianos han tenido alguna responsabilidad. Así, «deplora ciertas actitudes mentales que no han faltado a veces entre los propios cristianos» y que han podido hacer pensar en una oposición entre la ciencia y la fe [9] . De manera semejante, considera que «en la génesis del ateísmo» los cristianos han podido tener «una cierta responsabilidad», en la medida en que con su negligencia «han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión» [10] . Además, el Concilio «deplora» las persecuciones y manifestaciones de antisemitismo llevadas a cabo «en cualquier tiempo y por cualquier persona» [11] . El Concilio, sin embargo, no asocia a los hechos citados una petición de perdón.

Desde el punto de vista teológico, el Vaticano II distingue entre la fidelidad indefectible de la Iglesia y las debilidades de sus miembros, clérigos o laicos, ayer como hoy [12] ; por tanto, entre ella, esposa de Cristo «sin mancha ni arruga [...] santa e inmaculada» (cf. Ef 5,27), y sus hijos, pecadores perdonados, llamados a la metanoia permanente, a la renovación en el Espíritu Santo. «La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación» [13] .

El Concilio ha elaborado también algunos criterios de discernimiento respecto a la culpabilidad o a la responsabilidad de los vivos por las culpas pasadas. En efecto, en dos contextos diferentes, ha recordado la no imputabilidad a los contemporáneos de culpas cometidas en el pasado por miembros de sus comunidades religiosas:

«Lo que en su pasión (de Cristo) se perpetró no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy» [14] .

«Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia católica, a veces no sin culpa de los hombres por una y otra parte. Sin embargo, quienes ahora nacen en esas comunidades y se nutren con la fe de Cristo no pueden ser acusados de pecado de separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor» [15] .

En el primer Año Santo celebrado después del Concilio, en 1975, Pablo VI había dado como tema «renovación y reconciliación» [16] , precisando, en la Exhortación apostólica paterna Cum benevolentia, que la reconciliación debía sobre todo llevarse a cabo entre los fieles de la Iglesia católica [17] . Como en sus orígenes, el Año Santo seguía siendo una ocasión de conversión y de reconciliación de los pecadores con Dios, a través de la economía sacramental de la Iglesia.

3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo II

Juan Pablo II no sólo renueva el lamento por las «dolorosas memorias» que han ido marcando la historia de las divisiones entre los cristianos, como habían hecho Pablo VI y el Concilio Vaticano II [18] , sino que extiende la petición de perdón también a una multitud de hechos históricos, en los cuales la Iglesia o grupos particulares de cristianos han estado implicados por diversos motivos [19] . En la Carta apostólica Tertio millennio adveniente [20] , el Papa desea que el Jubileo del Año 2000 sea la ocasión para una purificación de la memoria de la Iglesia de «todas las formas de contratestimonio y de escándalo», que se han sucedido en el curso del milenio pasado [21] .

La Iglesia es invitada a «asumir con conciencia más viva el pecado de sus hijos». Ella «reconoce como suyos a los hijos pecadores», y los anima a «purificarse, en el arrepentimiento, de los errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes» [22] . La responsabilidad de los cristianos en los males de nuestro tiempo es igualmente evocada [23] , si bien el acento recae particularmente sobre la solidaridad de la Iglesia de hoy con las culpas pasadas, de las que algunas son explícitamente mencionadas, como la división entre los cristianos [24] o los «métodos de violencia y de intolerancia» utilizados en el pasado para evangelizar [25] .

El mismo Juan Pablo II estimula a profundizar teológicamente la asunción de las culpas del pasado y la eventual petición de perdón a los contemporáneos [26] , cuando, en la exhortación Reconciliatio et paenitentia, afirma que en el sacramento de la penitencia «el pecador se encuentra solo ante Dios con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse en lugar suyo o pedir perdón en su nombre». El pecado es, por tanto, siempre personal, también cuando hiere a la Iglesia entera que, representada por el sacerdote ministro de la penitencia, es mediadora sacramental de la gracia que reconcilia con Dios [27] . También las situaciones de «pecado social», que se verifican en el interior de las comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la libertad y la paz, «son siempre el fruto, la acumulación y la concentración de pecados personales». En el caso de que la responsabilidad moral quedara diluida en causas anónimas, entonces no se podría hablar de pecado social más que por analogía [28] . De donde se deduce que la imputabilidad de una culpa no puede extenderse propiamente más allá del grupo de personas que han consentido en ella voluntariamente, mediante acciones o por omisiones o por negligencia.

4. Las cuestiones planteadas

La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los siglos. Su memoria no está sólo constituida por la tradición que se remonta a los Apóstoles, normativa para su fe y para su vida, sino que es también rica por la variedad de las experiencias históricas, positivas y negativas, que ella ha vivido. El pasado de la Iglesia estructura en amplia medida su presente. La tradición doctrinal, litúrgica, canónica y ascética nutre la vida misma de la comunidad creyente, ofreciéndole un muestrario incomparable de modelos a imitar. A través del peregrinaje terreno, sin embargo, el grano bueno permanece siempre mezclado con la cizaña de manera inextricable, la santidad se establece al lado de la infidelidad y del pecado [29] . Y así es como el recuerdo de los escándalos del pasado puede obstaculizar el testimonio de la Iglesia de hoy y el reconocimiento de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia de ayer puede favorecer la renovación y la reconciliación en el presente.

La dificultad que se perfila es la de definir las culpas pasadas, a causa sobre todo del juicio histórico que esto exige, ya que en lo acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o la culpa atribuible a los miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad de los siglos llamados «de cristiandad» o a las estructuras de poder en las que lo temporal y lo espiritual se hallaban entonces estrechamente entrelazados. Una hermenéutica histórica es, por tanto, necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada entre la acción de la Iglesia en cuanto comunidad de fe y la acción de la sociedad en tiempos de ósmosis entre ellas.

Los pasos llevados a cabo por Juan Pablo II para pedir perdón de las culpas del pasado han sido comprendidos en muchísimos ambientes, eclesiales y no eclesiales, como signos de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia, tales como para reforzar su credibilidad. Es justo, por otra parte, que la Iglesia contribuya a modificar imágenes de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en identificarla con el oscurantismo y con la intolerancia. Las peticiones de perdón formuladas por el Papa han suscitado también una emulación positiva en el ámbito eclesial y más allá de él. Jefes de estado o de gobierno, sociedades privadas y públicas, comunidades religiosas piden actualmente perdón por episodios o períodos históricos marcados por injusticias. Esta praxis no es en absoluto retórica, tanto que algunos dudan en acogerla al calcular los costes consiguientes a un reconocimiento de solidaridad con las culpas pasadas, entre otros en el plano judicial. También desde este punto de vista urge, por tanto, un discernimiento riguroso.

No faltan, sin embargo, fieles desconcertados, en cuanto que su lealtad hacia la Iglesia parece quedar alterada. Algunos de ellos se preguntan cómo transmitir el amor a la Iglesia a las jóvenes generaciones, si esta misma Iglesia está imputada por crímenes y por culpas. Otros observan que el reconocimiento de las culpas es al menos unilateral y se ve aprovechado por los detractores de la Iglesia, satisfechos al verla confirmar los prejuicios que ellos mantienen a su respecto. Otros ponen en guardia ante la culpabilización arbitraria de generaciones actuales de creyentes por deficiencias en las que ellos no han consentido en modo alguno, aun declarándose dispuestos a asumir su responsabilidad en la medida en que grupos humanos se pudieran sentir todavía hoy afectados por las consecuencias de injusticias sufridas en otros tiempos por sus predecesores. Algunos, además, retienen que la Iglesia podrá purificar su memoria respecto a las acciones ambiguas en las que ha estado implicada en el pasado tomando simplemente parte en el trabajo crítico sobre la memoria, que se está desarrollando en nuestra sociedad. Así, ella podría afirmar condividir con sus contemporáneos el rechazo de lo que la conciencia moral actual reprueba, sin proponerse como la única culpable y responsable de los males del pasado, buscando al mismo tiempo el diálogo en la comprensión recíproca con cuantos se sintieran todavía hoy heridos por hechos pasados imputables a los hijos de la Iglesia. Finalmente, es de esperarse que algunos grupos puedan reclamar una petición de perdón en relación con ellos, o por analogía con otros o porque retengan haber sufrido comportamientos ofensivos. En cualquier caso, la purificación de la memoria no podrá significar jamás que la Iglesia renuncie a proclamar la verdad revelada que le ha sido confiada, tanto en el campo de la fe como en el de la moral.

Se perfilan así diversos interrogantes: ¿se puede hacer pesar sobre la conciencia actual una culpa vinculada a fenómenos históricos irrepetibles, como las cruzadas o la inquisición? ¿No es demasiado fácil juzgar a los protagonistas del pasado con la conciencia actual (como hacen escribas y fariseos, según Mt 23,29-32), como si la conciencia moral no se hallara situada en el tiempo? ¿Se puede acaso, por otra parte, negar que el juicio ético siempre tiene vigencia, por el simple hecho de que la verdad de Dios y sus exigencias morales siempre tienen valor? Cualquiera que sea la actitud a adoptar, ésta debe confrontarse con estos interrogantes y buscar respuestas que estén fundadas en la revelación y en su transmisión viva en la fe de la Iglesia. La cuestión prioritaria es, por tanto, la de esclarecer en qué medida las peticiones de perdón por las culpas del pasado, sobre todo cuando se dirigen a grupos humanos actuales, entran en el horizonte bíblico y teológico de la reconciliación con Dios y con el prójimo.

Notas

[4] Ibid., 6: «Toda renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación».

[5] LG 8.

[6] Cf. Extravagantes communes, lib. V, tít. IX, c.1 (A. FRIEDBERG, Corpus iuris canonici, t.II, c.1304).

[7] Cf. CLEMENTE XIV, Epistola Salutis nostrae, 30-4-1774, pár. 2. LEÓN XII, Epistola Quod hoc ineunte, 24-5-1824, pár. 2, habla del «año de expiación, de perdón y de redención, de gracia, de remisión y de indulgencia».

[8] En este sentido se mueve la definición de la indulgencia que Clemente VI da al instituir, en 1343, la periodicidad del jubileo cada cincuenta años. Clemente VI ve en el jubileo eclesial «el cumplimiento espiritual» del «jubileo de remisión y de alegría» del Antiguo Testamento (Lev 25).

[9] «Cada uno de nosotros debe examinar en qué ha caído y examinarse él mismo con más rigurosidad de la que será examinado por Dios en el día de su cólera», en: Deutsche Reichstagsakten (Gotha 1893) n. serie, III 390-399.

[10] UR 7.

[11] GS 36.

[12] GS 19

[13] NAe 4.

[14] GS 43.6.

[15] LG 8; cf. UR 6: «La Iglesia, peregrinante en el camino, está llamada por Cristo a esta reforma continua, de la que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita permanentemente».

[16] NAe 4.

[17] UR 3.

[18] Cf. PABLO VI, Carta apostólica Apostolorum limina, 23-5-1974 (Enchiridion Vaticanum 5, 305).

[19] PABLO VI, Exhortación paterna Cum benevolentia, 8-12-1974 (Enchiridion Vaticanum 5, 526-553).

[20] Cf. UUS 88: «Por aquello de lo que somos responsables, imploro perdón».

[21] Por ejemplo, el Papa «pide perdón, en nombre de todos los católicos, por los comportamientos ofensivos para con los no católicos en el curso de la historia», entre los moravios (cf. canonización de Jan Sarkander, en la República checa, 21-5-1995). Ha deseado llevar a cabo «un acto de expiación» y pedir perdón a los indios de América Latina y a los africanos deportados como esclavos (Mensaje a los indios de América, Santo Domingo, 13-10-1992, y Discurso en la Audiencia general del 21-10-1992). Ya diez años antes había pedido perdón a los africanos por la trata de negros (Discurso en Yaoundé, 13-8-1985).

[22] Cf. n.3336.

[23] Cf. TMA 33.

[24] Cf. TMA 33.

[25] Cf. TMA 36.

[26] Cf. TMA 34.

[27] Cf. TMA 35.

[28] Este último aspecto aflora en la TMA sólo en el n.33, allí donde se dice que la Iglesia reconoce como suyos a los propios hijos pecadores «delante de Dios y delante de los hombres».

[29] Cf. RP 31.

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