conoZe.com » Historia de la Iglesia » Padres de la Iglesia » Patrología (II): La edad de oro de la literatura patrística griega » 4. Los Escritores de Antioquía y Siria

San Juan Crisóstomo

De los cuatro grandes Padres del Oriente y de los tres grandes doctores ecuménicos de la Iglesia griega sólo uno pertenece a la escuela de Antioquía, San Juan Crisóstomo. Ningún escritor cristiano de la antigüedad tuvo tantos biógrafos y panegiristas como él, desde el escrito más antiguo y mejor de todos, compuesto el año 415 por el obispo Paladio de Elenópolis (cf. supra, p.187), hasta el último, que se escribió en época bizantina. Por desgracia, ninguno aporta los datos necesarios para determinar la fecha exacta de su nacimiento, que debió de ocurrir entre los años 344 y 354. Como su amigo y condiscípulo Teodoro de Mopsuestia, nació en Antioquía en el seno de una familia cristiana noble y acomodada. Su primera educación la recibió de su piadosa madre, Antusa, quien había perdido a su marido contando ella solamente veinte años y cuando Juan era todavía un niño. Aprendió filosofía con Andragathius y retórica con el famoso sofista Libanios (cf. supra, p .233). "A la edad de dieciocho años, cuenta Paladio (5), se rebeló contra los profesores de palabrerías; en llegando a la madurez de espíritu, se enamoró de la doctrina sagrada. Al frente de la iglesia de Antioquía estaba por entonces el bienaventurado Melecio el Confesor, armenio de raza. Reparó en aquel joven tan bien dispuesto y, prendado de la belleza de su carácter, se hacía acompañar de él continuamente, previendo con visión profética el futuro del joven. Habiéndole servido durante tres años, admitido al baño de la regeneración, fue promovido lector." Durante este período tuvo como maestro de teología a Diodoro de Tarso. Llevaba en casa una vida de estricta mortificación, y se hubiera retirado del mundo a no ser por su madre, que le pidió que no la hiciera viuda por segunda vez (De sacerdotio 1,4). Al fin, sin embargo, terminó dirigiéndose a las montañas vecinas, y encontró allí a un ermitaño anciano, con quien compartió la vida durante cuatro años. "Se retiró entonces a una cueva solo, buscando ocultarse. Permaneció allí veinticuatro meses; la mayor parte del tiempo lo pasaba sin dormir, estudiando los testamentos de Cristo para despejar la ignorancia. Al no recostarse durante esos dos años, ni de noche ni de día, se le atrofiaron las partes infragástricas y las funciones de los riñones quedaron afectadas por el frío. Como no podía valerse por sí solo, volvió al puerto de la Iglesia" (paladio, 5).

Vuelto a Antioquía, el año 381 le ordenó de diácono Melecio y el 386 de sacerdote el obispo Flaviano. Este último le asignó como deber especial el predicar en la iglesia principal de la ciudad. Durante doce años, desde el 386 hasta el 397, cumplió este oficio con tanto celo, habilidad y éxito, que se aseguró para siempre el titulo del más grande orador sagrado de la cristiandad. Fue durante este tiempo cuando pronunció más famosas homilías.

Este período feliz y tranquilo de su vida terminó un tanto ex abrupto cuando el 27 de septiembre del 397 murió Nectario, patriarca de Constantinopla, y para sucederle fue elegido Juan. Como éste no mostrara ningún interés a aceptar el cargo, fue llevado a la capital por orden de Arcadio por la fuerza y con engaño. Se le obligó a Teófilo, patriarca de Alejandría, a consagrarle el 26 de febrero del 398. Inmediatamente Crisóstomo puso manos a la obra en la reforma de la ciudad y del clero, que se habían corrompido en tiempos de su predecesor. Pronto quedó claro, sin embargo, que su nombramiento para la sede de la residencia imperial fue la mayor desgracia de su vida. No encajaba en su nueva posición. Nunca se dio cuenta de la diferencia esencial que existía entre el ambiente envenenado de la residencia imperial y el clima más puro de la capital provinciana de Antioquía. Su alma era demasiado noble y generosa para no perderse en medio de las intrigas de la corte. Su sentido de la dignidad personal era demasiado elevado como para rebajarse a aquella actitud servil hacia las majestades imperiales que le hubiera podido asegurar el favor duradero de los emperadores. Por el contrario, su temperamento ardiente le traicionó no pocas veces, arrastrándole a un lenguaje y a un modo de actuar inconsiderados, si no ofensivos. Su plan de reforma del clero y del laicado era quimérico, y su inflexible adhesión al ideal no produjo más resultado que el de unir en contra suya todas las fuerzas hostiles; él estaba ayuno de la artera diplomacia que incita a un enemigo a pelear con otro.

A pesar de que él mismo daba ejemplo de simplicidad y dedicó sus cuantiosos ingresos a erigir hospitales y a socorrer a los pobres, sus esfuerzos llenos de celo por elevar el tono moral de los sacerdotes y del pueblo encontraron fuerte oposición. Esta se trocó en odio cuando el año 401, en un sínodo de Efeso, mandó deponer a seis obispos culpables de simonía. Entonces sus adversarios de dentro y fuera aunaron sus fuerzas para destruirlo. A pesar de que al principio sus relaciones con la corte imperial habían sido amistosas, la situación cambió rápidamente después de la caída del todopoderoso e influyente Eutropio (399), consejero y secretario favorito del pusilánime emperador Arcadio. La autoridad imperial pasó a manos de la emperatriz Eudoxia, a quien le habían envenenado en contra de Juan, sugiriéndole insidiosamente que las invectivas de este contra el lujo y la depravación iban directamente contra ella y contra su corte. Por añadidura, los propios colegas episcopales de Crisóstomo, Severiano de Gábala, Acacio de Berea y Antíoco de Ptolemaida, hicieron todo lo posible para fomentar el creciente resentimiento de Eudoxia contra el patriarca.

Su intriga tuvo rotundo éxito, especialmente a partir del brusco reproche de Crisóstomo a la emperatriz por haberse apoderado de un solar. Con todo, su enemigo más peligroso era Teófilo de Alejandría, que estaba resentido contra el patriarca de Constantinopla desde que el emperador Arcadio le había obligado a consagrarle. Su antipatía se trocó en rabia cuando el año 402 fue llamado a la capital para responder ante un sínodo presidido por Crisóstomo, de las acusaciones que hicieran contra él los monjes del desierto de Nitria. Teófilo le hizo a aquél responsable de esta citación, y, con la ayuda de la emperatriz, decidió volver las tornas a Crisóstomo. Convocó una reunión de treinta y seis obispos, de los cuales todos menos siete eran de Egipto y todos enemigos de Crisóstomo. Este sínodo, llamado de la Encina, suburbio de Calcedonia, condenó al patriarca de la capital basándose en veintinueve cargos inventados. (Las actas de este sínodo nos las ha conservado Focio, Bibl. cod. 59.) Después que Crisóstomo se negó por tres veces a presentarse ante esta ?corte episcopal,? fue declarado depuesto en agosto del 403. El emperador Arcadio aprobó la decisión del sínodo y le desterró a Bitinia. Esta primera expulsión no duró mucho tiempo, pues fue llamado al día siguiente. Asustada por la desenfrenada indignación del pueblo de Constantinopla y por un trágico accidente que ocurrió en el palacio imperial, la misma emperatriz había pedido su regreso. Crisóstomo volvió a entrar en la capital en medio de una triunfal procesión y pronunció en la iglesia de los Apóstoles un discurso jubiloso, que se conserva todavía (Hom. 1 post reditum). En un segundo discurso, quizás al día siguiente, habló de la emperatriz en los términos más elogiosos (Sozomeno, Hist. eccl. 8,18,8). Esta situación de paz se vio turbada violentamente dos meses más tarde, cuando Crisóstomo se lamentó de los ruidosos e incidentes entretenimientos y danzas públicas que señalaron la dedicación de una estatua de plata de Eudoxia a pocos pasos de la catedral. Sus enemigos no tardaron en presentarlo como una afrenta personal. Profundamente herida, la emperatriz no hizo gran cosa para ocultar su resentimiento; Crisóstomo, por su parte, enfurecido por las pruebas de renovada hostilidad e impulsado por su ardiente temperamento, cometió una imprudencia que fue fatal en sus consecuencias. En la fiesta de San Juan Bautista empezó su sermón con estas palabras: ?Ya se enfurece nuevamente Herodías; nuevamente se conmueve; baila de nuevo y nuevamente pide en una bandeja la cabeza de Juan? (Sócrates, Hist. eccl. 6,18; Sozomeno, Hist. eccl. 8,20). Sus enemigos consideraron esta sensacional introducción como una alusión a Eudoxia y resolvieron asegurar su deportación sobre la base de haber asumido ilegal mente la dirección de una sede de la cual había sido depuesto canónicamente. El emperador ordenó a Crisóstomo que cesara de ejercer las funciones eclesiásticas, cosa que él rehusó hacer. Entonces se le prohibió hacer uso de ninguna iglesia. Cuando él y los leales sacerdotes que le seguían fieles reunieron, en la vigilia de Pascua del año 404, a los catecúmenos en los baños de Constante para conferirles solemnemente el bautismo, la ceremonia quedó interrumpida por la intervención armada; los fieles fueron arrojados fuera y el agua bautismal quedó teñida en sangre (Paladio, 33.34; Sócrates, Hist. eccl. 6,18,14). Cinco días después de Pentecostés, el 9 de junio del 404, un notario imperial informaba a Crisóstomo que tenía que abandonar la ciudad inmediatamente, y así lo hizo. Fue desterrado a Cúcuso, en la Baja Armenia, donde permaneció tres años. Bien pronto su antigua comunidad de Antioquía acudió en peregrinación a ver a su querido predicador. ?Cuando ellos [sus enemigos] vieron que la iglesia de Antioquía emigraba a la iglesia de Armenia y que desde aquí la sabiduría, llena de gracia, de Juan cantaba a la iglesia de Antioquía, desearon cortar rápidamente su vida? (paladio, 38). A petición suya, Arcadio le desterró a Pitio, lugar salvaje en la extremidad oriental del mar Negro. Quebrantado por las penalidades del camino y por verse obligado a caminar a pie con un tiempo riguroso, murió en Comana, en el Ponto, el 14 de septiembre del 407, antes de llegar a su destino. Sus restos mortales fueron traídos en solemne procesión a Constantinopla el 27 de enero del 438 y enterrados en la iglesia de los Apóstoles. El emperador Teodosio II, hijo de Eudoxia (que había muerto ya el 404), salió al encuentro del cortejo fúnebre. ?Apoyó su rostro sobre el féretro y rogó y suplicó que perdonaran a sus padres el daño que le habían ocasionado por ignorancia? (Τeodoreto, Hist. eccl. 5,36).

Antes de abandonar Constantinopla, Crisóstomo había apelado al papa Inocencio I de Roma y a los obispos Venerio de Milán y Cromacio de Aquileya, y había pedido que se formara un tribunal. Paladio nos ha conservado esta comunicación (Dialog. 8-11). Poco después, Teófilo de Alejandría notificaba al Papa la deposición de Juan. El papa Inocencio se negó a aceptarla y pidió que abriera una investigación un sínodo compuesto de obispos occidentales y orientales. Al ser rechazada esta proposición, el Papa y todo el Occidente rompieron la comunión con Constantinopla, Alejandría y Antioquía hasta que no se diera cumplida satisfacción. Arsacio, primer sucesor de Crisóstomo, murió el 11 de noviembre del 405. Le sucedió Ático. El y sus amigos fueron admitidos nuevamente en la comunión de Roma, pero sólo después que prometieron volver a insertar en los dípticos el nombre de Juan, que ya había muerto entretanto.

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