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Gregorio de Nacianzo

Al igual que su amigo Basilio, Gregorio de Nacianzo era también hijo de una familia aristocrática y pudiente de Capadocia. Era casi de la misma edad que Basilio y siguió el mismo curso de estudios. Pero es de un carácter totalmente distinto. No tiene el vigor del gran príncipe obispo de Cesare ni su habilidad de jefe. Entre los teólogos del siglo IV se le podría llamar el humanista, en cuanto que prefería la contemplación tranquila y combinar la piedad ascética con la cultura literaria al esplendor de una vida activa y de una buena posición eclesiástica. Mas su naturaleza débil y supersensible no le permitió seguir el anhelo de su alma, y no fue capaz, en consecuencia, de oponerse a todas las influencias que le venían de fuera. De ahí nació, a lo largo de toda su vida, cierta falta de resolución. Añora la soledad, y, sin embargo, las plegarias de sus amigos, su temperamento acomodaticio y su sentido del deber le hacen volver al turbulento mundo y a los conflictos de la época. De esta manera toda su carrera es un continuo huir del mundo para volver nuevamente a él.

A pesar de ello, Gregorio de Nacianzo ha fascinado a los estudiosos por más de mil años como el "Demóstenes cristiano," como le llamaban ya en el período bizantino. Es, sin género de dudas, uno de los mayores oradores de la antigüedad cristiana y sobrepuja a su amigo Basilio en el dominio de los recursos de la retórica helenística. Si tuvo éxitos en su vida, los debió al poder de su elocuencia.

Gregorio nació, hacia el año 330, en Arianzo, finca campestre al sudoeste de Capadocia, cerca de Nacianzo, donde su padre, que llevaba el mismo nombre que él, era obispo. Su santa madre, Nonna, era hija de padres cristianos. Su ejemplo tuvo una influencia decisiva en la conversión de su marido, ocurrida el año 325, y también en la educación primera de su hijo, quien nos dice en uno de sus discursos (2,77) que su madre le consagró a Dios aun antes de nacer. No se conoció con Basilio hasta que, ya joven, empezó a asistir a la escuela de retórica de Cesarea de Capadocia. Basilio hubo de marchar pronto a Constantinopla, a continuar su educación, en tanto que Gregorio acudía por breve tiempo a las escuelas cristianas de Cesarea de Palestina y Alejandría de Egipto. Cuando llegó a Atenas para completar sus estudios en aquella famosa sede del saber, su relación anterior con Basilio se convirtió en amistad íntima. En el discurso fúnebre que pronunció en presencia del cadáver de su amigo el año 381 nos ha dejado una descripción interesantísima sobre la vida universitaria en Atenas a mediados del siglo IV. Abandonó aquella ciudad el 357, poco después que Basilio, y regresó a su hogar. Parece ser que recibió el bautismo entre esta fecha y la larga visita que hizo a Basilio el año 358-359; éste vivía a la sazón en retiro monástico, en la agreste región del Iris, en el Ponto. Ya hemos mencionado más arriba (p.215) la ayuda que en aquella ocasión prestó a su amigo Basilio en la recopilación de las Philocalia y de las Reglas monásticas. Quedó tan cautivado por aquel género de vida, que probablemente hubiera permanecido en la soledad, de no haber querido su padre ordenarle para que fuera su auxiliar en sus años de vejez, cuando sentía que le iban menguando las fuerzas. Cuando vio que el pueblo de Nacianzo secundaba los deseos de su padre, no tuvo valor para resistir. Su mismo padre le ordenó sacerdote hacia el año 362, prácticamente contra su voluntad. En su disgusto por la violencia de que había sido objeto (años más tarde la describirá como un acto de tiranía: Carmen de vita 1,345), se refugió con su amigo en el Ponto; pero pronto le hizo volver su sentido auténtico del deber. En adelante colaboró fielmente en la administración de la diócesis y en la cura de las almas Dio una explicación y justificación de su huida y regreso en el Apologéticas de fuga (cf. infra, p.256), que viene a ser un tratado completo sobre la naturaleza y responsabilidades del oficio sacerdotal.

Hacia el año 371, el emperador Valente dividió en dos la provincia civil de Capadocia, designando Cesarea, que era el centro de la religión metropolitana de Basilio, como capital de Cappadocia Prima, y Tiana, capital de la Cappadocia Secunda. El obispo de esta ciudad, Antimo, insistía en que las divisiones eclesiásticas debían correr parejas con las civiles y pretendió ser metropolitano de la nueva provincia, arrogándose la jurisdicción sobre algunas de las sedes sufragáneas de Basilio. Este se opuso enérgicamente, y, para afirmar sus derechos y afianzar su posición, decidió erigir algunas diócesis nuevas dentro del territorio en litigio. Fue Sásima uno de los lugares que escogió, y como obispo de aquella aldehuela miserable consagró a su amigo Gregorio, que se mostró muy reacio. Gregorio no llegó a tomar nunca posesión de su sede, sino que permaneció en Nacianzo, donde continuó ayudando a su padre. Al morir éste, se encargó él de la administración de la diócesis de Nacianzo, pero no por mucho tiempo. Un año más tarde se retiraba a Seleucia, en Isauria, para llevar una vida de retiro y de contemplación.

Tampoco esta vez pudo gozar de la soledad por un período largo. El año 379, la insignificante minoría nicena de Constantinopla recurrió a Gregorio, instándole urgentemente que viniera en su ayuda y reorganizara su Iglesia, que, habiendo estado oprimida por una serie de emperadores y arzobispos arrianos, tenía ahora esperanza de un futuro más halagüeño, habiendo muerto Valente. Gregorio accedió, y de esa manera llegó a ser durante dos años una figura insigne en la historia política de la Iglesia. Cuando llegó a la capital, encontró todos los edificios eclesiásticos en poder de los arrianos. Un pariente suyo le ofreció su propia casa, que él consagró bajo el título prometedor de Anastasia, iglesia de la Resurrección. Con sus elocuentes sermones atrajo pronto a un auditorio considerable. Fue en esta iglesia donde predicó los famosos Cinco discursos sobre la divinidad del Lagos (cf. infra, p.254). Cuando el 24 de diciembre del 380 hizo su entrada triunfal en la ciudad el nuevo dueño del Oriente, Teodosio, fueron devueltos a los católicos todos sus edificios. A Gregorio se le hizo solemne entrega de la iglesia de los Apóstoles, adonde le condujo personalmente el emperador en procesión solemne. El segundo concilio ecuménico, convocado por Teodosio y que abrió sus sesiones en mayo del 381, reconoció a Gregorio como obispo de la capital. Sin embargo, cuando la jerarquía de Egipto y de Macedonia pusieron reparos a su nombramiento por razones canónicas y también porque había tenido lugar antes de su llegada, se disgustó tanto, que en el espacio de pocos días renunció a la segunda sede de la cristiandad. Antes de partir pronunció en la catedral su sermón de despedida (Orat. 42) ante la asamblea episcopal y el pueblo. Regresó a Nacianzo y se hizo cargo de la diócesis hasta que, dos años más tarde (384), fue consagrado un digno sucesor de su padre en la persona de su amigo Eulalio. Relevado de esta carga, Gregorio pasó los últimos años de su vida terrena en la finca de su familia, en Arianzo, consagrado enteramente a sus ocupaciones literarias y a prácticas monásticas, hasta que fue aliviado también de su última carga, su cuerpo enfermizo. Murió el año 390.

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