conoZe.com » Historia de la Iglesia » Padres de la Iglesia » Patrología (I): Hasta el Concilio de Nicea » II: La Literatura Antenicena Después de Ireneo » 4. Los Africanos » Tertuliano

III. Aspectos de la Teología de Tertuliano

A Tertuliano se le ha llamado el fundador de la teología occidental y padre de nuestra cristología. Esas expresiones son exageradas, porque él nunca creó un sistema. En realidad le faltaba una cualidad esencial, el equilibrio del espíritu, que le hubiera permitido disponer los diferentes artículos de la fe en un orden lógico, asignando a cada uno el lugar que le corresponde. Nadie que haya leído sus tratados antiheréticos podrá negarle talento para la especulación. Pero, en cambio, era incapaz de resolver contradicciones que lo eran sólo en apariencia. Al contrario, las creaba. Sentía predilección por la paradoja. A pesar de que la frase Credo guia absurdum que le ha sido atribuida no se encuentra entre sus escritos, hay en sus obras otras que no son menos chocantes, por ejemplo: "el Hijo de Dios fue crucificado; yo no me escandalizo, porque es necesario que los hombres se escandalicen; el Hijo de Dios murió; esto se impone absolutamente a la fe, porque es absurdo" (De carne Christi 5). Estas anormalidades no le inquietan, porque él no se preocupa de construir un puente entre la religión y la razón. El quiere probar que ni siquiera el aparente conflicto entre los hechos de la redención y la inteligencia humana puede impedir que él crea. Difiere, pues, notablemente de los teólogos de la escuela de Alejandría, especialmente de su contemporáneo Clemente. A Tertuliano no le interesa establecer la armonía entre la fe y la filosofía. Esta puede ser una explicación de que no formara nunca un sistema teológico.

1. Teología y filosofía

Mientras Clemente de Alejandría sentía una profunda admiración por los pensadores de Grecia y les atribuía entre los paganos la misma importancia que había tenido la Ley entre los judíos, Tertuliano, por el contrario, estaba convencido de que la filosofía y la fe no tienen nada en común:

En efecto, ¿qué hay de común entre Atenas y Jerusalén? ¿Qué concordia puede existir entre la Academia y la Iglesia? ¿Qué entre los herejes y los cristianos? Nuestra instrucción nos viene del pórtico de Salomón, y éste nos enseñó que debemos buscar al Señor con simplicidad de corazón. ¡Lejos de vosotros todas las tentativas para producir un cristianismo mitigado con estoicismo, platonismo y dialéctica! Después que poseemos a Cristo, no nos interesa disputar sobre ninguna curiosidad; no nos interesa ninguna investigación después que disfrutamos del Evangelio. Nos basta nuestra fe y no queremos adquirir nuevas creencias (De praescr. 7).

Habla como si toda ciencia humana tuviera que ser arrojada de la Iglesia, porque "pretende conocer la verdad, cuando en realidad sólo la corrompe" (ibid.). "Por lo tanto, ¿qué hay de común entre el filósofo y el cristiano, entre el discípulo de Grecia y el del cielo, entre el que busca la fama y el que trabaja por su salvación, entre el que teje bellos discursos y el que obra buenas acciones, entre el que edifica y el que destruye, entre el amigo y el enemigo del error, entre el que corrompe la verdad y el que la guarda y la enseña?" (Apol. 46). Ni siquiera Sócrates, de quien decía Justino que era "un cristiano," es, para Tertuliano, otra cosa que "corruptor de la juventud" (ibid.) para no hablar "del miserable Aristóteles" (De praescr. 7).

Por otra parte, sin embargo, no puede menos de confesar que la especulación griega había alcanzado atisbos de verdad: "Naturalmente, no negaremos que los filósofos a veces han pensado como nosotros" (De an. 2); especialmente lo admite de Séneca, con quien coincide muchas veces: Séneca saepe noster (De an. 20). De hecho, no se puede pasar por alto la influencia de los estoicos sobre Tertuliano. Su concepto de Dios, su noción del alma y muchos de sus principios morales dependen de aquella filosofía. Sin embargo, aun en aquellos casos en que hay semejanza entre las doctrinas de la Iglesia y las enseñanzas de los filósofos paganos, tiene mucho cuidado de advertir que éstos las robaron del Antiguo Testamento, el cual, como fuente de la revelación, pertenece a los cristianos. Los pensadores antiguos no han hecho otra cosa que adulterar las verdades recibidas de Dios. Ellos son, por consiguiente, los responsables de las herejías; son los "patriarcas de los herejes" (De an. 3). Veinte años más tarde, en los Philosophumena de Hipólito de Roma se observará la misma tendencia a atribuir a la filosofía pagana todos los desvíos de la fe. No nos debe extrañar que, con esta desconfianza en la inteligencia humana, no intentara nunca construir un sistema teológico con las opiniones aisladas que iban tomando forma en su mente en el curso de sus luchas con sus adversarios.

2. La teología y el derecho.

Como abogado, Tertuliano tenía más confianza en los argumentos jurídicos que en las pruebas filosóficas. Exigía a los perseguidores que respetasen la ley y sus normas auténticas. Fue el derecho el que inspiró su grande obra en defensa de la Iglesia: el Apologeticum (p.539ss) y el que le proporcionó su principal argumento contra la herejía, la praescriptio, que, según él, hacía inútil toda controversia con los disidentes, porque el peso de la prueba recaía sobre ellos como innovadores: "Nosotros prescribimos contra estos falsificadores de nuestra doctrina, diciéndoles que la única regla de fe es la que viene de Cristo, transmitida por sus propios discípulos. En cuanto a estos innovadores, fácil será probar que han venido después" (Apol. 47,10). Fue el derecho el que le sugirió un gran número de conceptos, figuras y términos que él introdujo en la teología y que siguen teniendo valor en nuestros días. Gracias al derecho pudo concebir las relaciones entre Dios y el hombre. Dios es el autor de la ley (De paen. 1), el juez que aplica la ley (ibid. 2). El Evangelio es la ley de los cristianos: Lex proprie nostra, id est, Evangelium (De monog. 8). El pecado es la violación de osta ley. Como tal, es culpa o reatus y ofende a Dios (De paen. 3.5.7.10.11). Hacer el bien es satisfacer a Dios (satisfacere) (ibid. 5.6.7), porque Dios lo manda (quia Deus praecepit) (ibid. 4). El temor de Dios, legislador y juez, es el comienzo de la salvación (ibid. 4). Timor fundamentum salutis (De culta fem. 2,1). Dios encuentra satisfacción en el mérito del hombre (De paen. 2,6). Aquí el autor emplea el término jurídico promereri. Las palabras deuda, satisfacción, culpa, compensación, ocurren frecuentemente en sus escritos. Distingue entre precepto y consejo, entre consilia y praecepta dominica. Mientras Ireneo concebía la salvación como una economía divina (Adv. haer. 3,24,1), Tertuliano la presenta como una salutaris disciplina (De pat. 12), disciplina que viene de Dios por medio de Cristo.

3. La regla de la fe.

El Símbolo, que es el resumen de la enseñanza de la Iglesia, no es, para Tertuliano, solamente la regla de la fe (regula fidei), sino también una ley de la fe (lex fidei) (De praescr. 14). No da famas su texto preciso. En el De virg. vel. 1 lo describe como sigue:

La regla de la fe es en todo tiempo inmutable e irreformable: consiste en creer en un solo Dios todopoderoso. Creador del mundo: en Jesucristo, su Hijo, nacido de la Virgen María, crucificado bajo Poncio Pilato, resucitado de entre los muertos al tercer día, recibido en los cielos, que está sentado ahora a la diestra del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos por la resurrección de la carne.

Esta fórmula es la más libre de glosas y comentarios que nos ofrece Tertuliano. En otras dos ocasiones, Adv. Prax. 2 y De praescr. 13, se refiere también a la regla de fe. El segundo pasaje es el más largo:

He ahí, pues, la regla o símbolo de nuestra fe, pues vamos a hacer una declaración pública de nuestras creencias. Creemos que no hay más que un solo Dios, autor del mundo, que ha sacado todas las cosas de la nada por su Verbo, engendrado antes que todas las criaturas. Creemos que este Verbo, que es su Hijo, se manifestó en nombre de Dios, bajo distintas formas, a los patriarcas: que habló por medio de los profetas; que bajó, por el Espíritu y el Poder de Dios Padre, al seno de la Virgen María, donde se hizo carne; que nació de ella: que es Nuestro Señor Jesucristo, que predicó la ley nueva y la nueva promesa del reino de los cielos. Creemos que hizo milagros: que fue crucificado; que resucitó al tercer día: que subió a los cielos y está sentado a la diestra del Padre: que ha enviado en lugar suyo la virtud del Espíritu Santo, para guiar a los que creen; en fin, que vendrá con grande majestad para llevar a los santos y hacerles gozar de la vida eterna y de las promesas celestes, y para condenar a los culpables al fuego eterno, después de haber resucitado a unos y otros, devolviéndoles la carne. He aquí la regla de la fe que nos enseñó Jesucristo, como lo probaremos. Sobre ella no hay jamás entre nosotros disensión alguna, fuera de las que provocan las herejías y fabrican los herejes (De praescr. 13).

Si comparamos estos dos pasajes que acabamos de citar, De virg. vel. 1 y De praescr. 13, veremos que el primero no menciona al Espíritu Santo, al paso que el segundo lo hace claramente. En Adv. Prax. 2 se hace también mención de la tercera Persona; allí el Símbolo termina sin hablar de la resurrección de la carne, con un breve credo trinitario: "Envió, como había prometido, al Espíritu Santo, al Paráclito del Padre, el santificador de la fe de los que creen en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo." Finalmente, en otro pasaje (De praescr. 36) alaba la fe que la Iglesia de Roma tiene en común con la de África: "Reconoce un Señor Dios, Creador del universo, y a Jesucristo, Hijo del Dios Creador, nacido de la Virgen María, y la resurrección de la carne." Esta fórmula es como la que hemos citado De virg. vel. 1. Parece, pues, que Tertuliano conocía dos fórmulas, una de tres elementos y la otra de dos solamente. Si exceptuamos esto, todas las fórmulas se asemejan entre sí en la forma y en el contenido. Prueban la existencia de un resumen de la fe, que se acerca al símbolo bautismal, citado por Hipólito de Roma en su Tradición Apostólica del año 217 (cf. p.480).

4. La Trinidad.

La principal contribución de Tertuliano a la teología se sitúa en la doctrina de la Trinidad y en la de la Cristología, íntimamente relacionada con aquélla. Algunas de sus fórmulas y definiciones son tan precisas y tan acertadas que pasaron a la terminología eclesiástica para siempre. Ya dijimos arriba que Tertuliano fue el primero en aplicar el vocablo latino Trinitas a las tres divinas Personas. De pud. 21 habla de una Trinitas unius Divinitatis, Pater et Filias el Spiritus Sanctus. Es, sin embargo, en Adv. Prax. donde la doctrina de la Trinidad halla su expresión más perfecta. Explica la compatibilidad entre la unidad y la trinidad, recurriendo a la unicidad de los tres en su substancia y en su origen: tres unius substantiae et unius status et unius potestatis (De pud. 2). El Hijo es "de la substancia del Padre": Filium non aliunde deduco, sed de substantia Patris (ibid. 4). El Espíritu es "del Padre por el Hijo": Spiritum non aliunde deduco quam a Patre per Filium (ibid.). Así Tertuliano declara: "Yo siempre afirmo que hay una sola substancia en los tres que están unidos entre sí": Ubique teneo unam substantiam in coherentibus (ibid. 12). En el capítulo 25 del Adv. Prax. explica la relación existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la siguiente manera: Connexus Patris in Filio et Filii in Paraclito tres efficit coherentes, alterum e altero. Qui tres unum sunt, non unus. Tertuliano fue también el primero en emplear el término persona, que había de hacerse tan famoso en la historia de la teología posterior. Dice del Logos que es "otro" que el Padre "en el sentido de persona, no de substancia, para distinción, no para división: alium autem quomodo accipere debeas iam professus sum, personae non substantiae nomine, ad distinctionem non ad divisionem (Adv. Prax. 12). La palabra persona es también aplicada al Espíritu Santo, a quien Tertuliano llama "la tercera persona":

Si la pluralidad en la Trinidad te escandaliza, como si no estuviera ligada en la simplicidad de la unión, te pregunto: ¿cómo es posible que un ser que es pura y absolutamente uno y singular, hable en plural: "Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra"? ¿No debería haber dicho más bien: "Hago yo al hombre a mi imagen y semejanza," puesto que es un ser único y singular? Sin embargo, en el pasaje que sigue leemos: "He aquí que el hombre se ha hecho como uno de nos-otros." O nos engaña Dios o se burla de nosotros al hablar en plural, si es que así El es único y singular; o bien, ¿se dirigía acaso a los ángeles, como lo interpretan los judíos, porque no reconocen al Hijo? O bien, ¿sería quizás porque El era a la vez Padre, Hijo y Espíritu que hablaba en plural, considerándose múltiple? Por cierto, la razón es que tenía a su lado a una segunda persona, su Hijo y su Verbo, y a una tercera persona, el Espíritu en el Verbo. Por eso empleó deliberadamente el plural: "Hagamos... nuestra imagen... uno de nosotros." En efecto, ¿con quién creaba al hombre? ¿A semejanza de quién lo creaba? Hablaba, por una parte, con el Hijo, que debía un día revestirse de carne humana; de otra, con el Espíritu, que debía un día santificar al hombre, como si hablara con otros tantos ministros y testigos (ibid. 12).

Tertuliano no pudo, sin embargo, librarse enteramente de la influencia del subordinacionismo. La antigua distinción entre el Logos endiathetos y el Logos prophorikos, el Verbo interno o inmanente en Dios y el Verbo emitido o proferido por Dios, que desvió a los apologistas griegos, induce también a Tertuliano a pensar que la generación divina se efectúa gradualmente. Aunque Sabiduría y Verbo son nombres idénticos para la segunda Persona de la Trinidad, Tertuliano distingue, entre el primer nacimiento en cuanto Sabiduría antes de la creación, y una nativitas perfecta al momento de la creación, cuando el Logos fue proferido y la Sabiduría vino a ser el Verbo: "Fue entonces cuando el Verbo recibió su manifestación y su complemento, esto es, el sonido y la voz, cuando Dios dijo: "¡Haya luz!" Ese es el nacimiento perfecto del Verbo, cuando procedió de Dios. Primero fue producido por El en el pensamiento bajo el nombre de Sabiduría: "Dios me creó al principio de sus caminos" (Prov. 8,22). Luego fue engendrado con vistas a la acción: "Cuando hizo los cielos, estaba cerca de El" (Prov. 8,27). Por consiguiente, haciendo que fuera su Padre aquel de quien era Hijo por proceder de El, vino a ser el primogénito, porque fue engendrado antes que todas las cosas, e Hijo único, porque El solo fue engendrado por Dios" (Adv. Prax. 7). Así, pues, el Hijo como tal no es eterno (Hermog. 3: EP 321), aunque el Logos era res et persona ya antes de la creación del mundo per substantiae proprietatem (ibid). El Padre es la substancia entera (tota substantia est), mientras que el Hijo es una emanación y porción del todo (derivatio totius et portio), como El mismo confiesa, porque el Padre es mayor que Yo (Io. 14,28). Las analogías que emplea Tertuliano para explicar la divinidad revelan también sus tendencias subordinacionistas, especialmente cuando dice que el Hijo proviene del Padre como el rayo de luz sale del sol:

Dios ha proferido el Verbo, como lo enseña el mismo Paráclito, como una raíz produce retoños, como un manantial da origen a un arroyo, como el sol emite rayos de luz. Estas manifestaciones son emanaciones de las substancias de las que se derivan. Por consiguiente, no vaciló un momento en decir que el árbol, el arroyo y el rayo son hijos de la raíz, del manantial y del sol. En efecto, todo manantial es un padre, y lo que procede del manantial es un engendrado. Ocurre otro tanto en el caso del Verbo de Dios, que ha recibido en propiedad el nombre de Hijo, y así como el árbol no está separado de su raíz, ni el arroyo de su manantial, ni el rayo del sol, de igual manera el Verbo tampoco está separado de Dios. Por consiguiente, siguiendo la forma de estos ejemplos, declaro que reconozco a dos personas, Dios y su Verbo, el Padre y su Hijo. Porque la raíz y el árbol son dos cosas, pero unidas; el manantial y el arroyo son dos manifestaciones, pero indivisas; el sol y el rayo son dos objetos para la vista, pero el uno en el otro. Toda cosa que procede de otra es necesariamente la segunda en relación a aquella de la cual procede, pero no necesariamente separada. Ahora bien, donde se encuentra un segundo, hay dos, \ donde se encuentra un tercero, hay tres. El Espíritu, pues, es el tercero, partiendo del Padre y del Hijo, lo mismo que el fruto salido del árbol es tercero a partir de la raíz; o como el canal que deriva del arroyo es tercero a partir del manantial; o, en fin, como la extremidad del rayo es tercera a partir del sol. Pero ninguno de ellos es extraño al principio del cual procede y recibe sus propiedades. De igual modo, la Trinidad, procediendo del Padre por medio de grados que se encadenan indivisiblemente el uno al otro, no obsta a la monarquía, mientras que salvaguarda el estado de la economía (Adv. Prax. 8).

5. Cristología.

A pesar de sus imperfecciones, la doctrina trinitaria de Tertuliano representa un paso hacia adelante de considerable importancia. Algunas de sus fórmulas son idénticas a las del concilio de Nicea, celebrado más de cien años más tarde. Otras fueron adoptadas por la tradición y por los concilios posteriores. Lo mismo hay que decir, y de manera particular, de su cristología, que tiene todos los méritos de su doctrina trinitaria y ninguno de sus defectos. Tertuliano afirma claramente las dos naturalezas en la única persona de Cristo. No hay transformación de la divinidad en humanidad, ni tampoco una fusión o combinación que habría hecho de las dos una única substancia:

Vemos claramente la doble condición que no se confunde, sino que se une en una sola persona: Jesús, Dios y hombre... De esta manera, la propiedad de una y otra naturaleza permanece tan bien, que, por una parte, el Espíritu realiza las obras que le son propias en Jesús, como los milagros, los actos de poder y los prodigios; por otra parte, la carne manifiesta las afecciones que le son propias; tuvo hambre bajo la tentación del demonio, sed con la samaritana, lloró sobre Lázaro, estuvo triste hasta la muerte y, por fin, expiró verdaderamente. Mas si fuera no sé qué tercer ser, mezcla de dos substancias, algo así como el electrum, en ese caso no aparecerían pruebas distintas por cada una de las dos substancias. Por una transmisión de poderes, el Espíritu haría las obras de la carne, y la carne las del Espíritu, o bien realizarían obras que no corresponderían ni a la carne ni al Espíritu, sino actos propios de la tercera especie que habría resultado de esa mezcla. Supuesto esto, habría que decir que o el Verbo murió o la carne no murió, si el Verbo se hubiera transformado en carne, porque, en ese caso, la carne sería inmortal, y el Verbo, mortal. Pero, como las dos substancias obraban distintamente, cada una según su propio carácter, sigúese que sus operaciones y sus efectos se produjeron también de manera distinta (Adv. Prax. 27).

En estas frases puede reconocerse la fórmula del concilio de Calcedonia (451), que habla de dos substancias en una sola persona.

6. Mariología.

Para defender la realidad de la humanidad de Cristo, Tertuliano recalca que su cuerpo no es un cuerpo celestial, sino que nació realmente de la propia substancia de María, ex Maria, hasta el extremo de negar la virginidad de María in partu y post partum. Dice: "Aunque era virgen cuando concibió, fue , mujer cuando dio a luz": Virgo quantum a viro: non virgo quantum a partu y et si virgo concepit in partu suo nupsit (De ame Christi 23). Por "hermanos de Jesús" entiende los hijos María según la carne (ibid.; cf. asimismo De carne Christi 7; Adv. Marc. 4,19; De monog. 8; De virg. vel. 6). Más tarde, Helvidio invocaría la autoridad de Tertuliano sobre este punto. San Jerónimo (Adv. Helv. 17) la rechaza, diciendo: "Por lo que se refiere a Tertuliano, no tengo más que decir que no fue un hombre de Iglesia." La vacilación aparente de los autores patrísticos más antiguos, al hablar de este asunto, se debe a la misma razón que indujo a Tertuliano a negar la virginitas in partu y post partum, a saber, la herejía de los docetas. El afirmar la virginidad perpetua de María le parecía que era proporcionar un argumento al error de quienes negaban a Cristo un cuerpo humano verdadero, afirmando que su concepción y nacimiento habían sido sólo aparentes. Sin embargo, Orígenes había dicho: "María concibió y dio a luz siendo virgen" (Comm. in Levit. hom. 8,2). Mucho antes que Orígenes, Ireneo en su Demostración de la predicación apostólica (c.54), escrita hacia el año 190; el autor del apócrifo Evangelio de Santiago (18,2-20.1). de mediados del siglo II (cf. p.123); las Odas de Salomón (19), de la primera mitad del siglo II (cf. p.159s), y la Ascensión de Isaías (11,2-22), de la última década del siglo I, habían profesado la opinión tradicional.

Para Tertuliano, María es la segunda Eva:

Eva era todavía virgen cuando en su oído se insinuó la palabra seductora que iba a construir el edificio de la muerte. Tenía, pues, que introducirse también en una virgen ese Verbo de Dios que venía a levantar el edificio de la vida, a fin de que el mismo sexo que fue la causa de nuestra ruina fuera asimismo el instrumento de nuestra salvación. Eva creyó a la serpiente; María creyó a Gabriel. La desgracia que atrajo la primera por su credulidad debía borrar la segunda por su fe. Pero (alguien dirá) Eva no concibió en su seno por la palabra del demonio. Sea; pero, en todo caso, concibió; porque la palabra del diablo fue para ella una especie de semilla. Por eso concibió ella en el destierro y dio a luz en el dolor. En fin, puso al mundo un hermano fratricida; María, en cambio, engendró un Hijo que debía salvar a Israel (De carne Christi 17).

7. Eclesiología.

Tertuliano es el primero en aplicar el título de Madre a la Iglesia. Es una expresión de dignidad y afecto, de reverencia y amor, pues la llama Domina mater ecclesia (Ad mart. 1). En otro lugar, explicando la oración del Señor a los catecúmenos, les demuestra que la palabra "Padre" con que empieza contiene también una invocación al Hijo y que también se sobrentiende una madre: "Tampoco se pasa por alto a la Madre, la Iglesia, porque el Hijo y el Padre hacen pensar en la madre, por quien existen los dos hombres de padre e hiio" (De orat. 2). Al final de su tratado De baptismo se dirige a los catecúmenos en los siguientes términos: "Vosotros, pues, benditos, a quienes espera la gracia de Dios, que vais a salir del baño santísimo del nacimiento nuevo y vais a extender, por vez primera, vuestras manos para orar en el seno de una Madre, juntamente con vuestros hermanos, pedid al Padre, pedid al Señor como don especial de su gracia la abundancia de sus carismas" (De bapt. 20). Es interesante constatar que Tertuliano mantuvo este concepto a lo largo de toda su vida, incluso en su período montañista. En su tratado De anima, que data de los años 210-212. demuestra cómo la creación de Eva del costado de Adán prefigura el nacimiento de la Iglesia de la llaga del costado del Señor: "Como Adán fue la figura de Cristo, así el sueño de Adán prefiguró la muerte de Cristo, me debía dormir el sueño de la muerte, a fin de que la Iglesia, verdadera madre de los vivientes, fuera figurada por la herida abierta en su costado" (De an. 43). Hasta en el De pudicitia, que probablemente es la última de las obras que se conservan, llama Madre a la Iglesia (5,14). .

Según el De praescriptione, la Iglesia es el receptáculo de la fe y la guardiana de la revelación; sólo ella hereda la verdad y los escritos que la conservan; sólo ella posee las Escrituras, a las que los herejes no tienen derecho a apelar. Sólo ella tiene la doctrina de los Apóstoles y su legítima sucesión. Por consiguiente, sólo ella puede enseñar el contenido de su mensaje. Esta concepción de Tertuliano en su periodo católico se asemeja muchísimo a la de Ireneo (cf. p.289). Pero, a medida que fue acercándose al montañismo, fue considerando cada vez más el cuerpo de los creyentes como un grupo pura y exclusivamente espiritual. "Donde hay tres, es decir, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, allí se encuentra la Iglesia, que es el cuerpo de tres" (De bapt. 6). La fórmula que encontramos en De exh. cast. 7 es ya completamente herética: Ubi tres, ecclesia est, licet laici (cf. también De fuga 14). Estas manifestaciones alcanzan su expresión más radical en De pudicitia 21,17, que es la más clara afirmación de la concepción montañista de la Iglesia:

La Iglesia propia y principalmente es el mismo Espíritu, en quien reside la Trinidad de la única Divinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. (El Espíritu) forma esta Iglesia, que el Señor ha hecho para ser "tres." Por eso, desde entonces, todas (las personas) reunidas en esta fe constituyen "la Iglesia una," a los ojos del Autor y Consagrador. Es verdad, ciertamente, que "la Iglesia" perdona los pecados, pero (es) la Iglesia del Espíritu, por medio de un hombre espiritual, y no la Iglesia (que es) asamblea de obispos.

Esta es la nueva teoría que, para Tertuliano, reemplaza a la sucesión apostólica. Aquí el pensamiento montañista, que frente a la Iglesia organizada pone la Iglesia espiritual, lleva a su última conclusión lógica. La Iglesia del Espíritu y la Iglesia de los obispos están ahora en completa oposición.

8. Penitencia y poder de las llaves.

La doctrina penitencial de Tertuliano presenta las mismas imprecisiones y las mismas contradicciones que su eclesiología. Ya hemos señalado más arriba (p.592s) la diferencia que existe bajo este aspecto entre los dos tratados De paenitentia y De pudicitia. Esto no quita para que el testimonio de Tertuliano en este terreno siga siendo muy importante, por los detalles que da acerca de la disciplina penitencial de la Iglesia primitiva y por la influencia que ejerció sobre las generaciones siguientes. Es el primer autor que describe claramente el procedimiento y las formas que la práctica de la penitencia había adoptado con el tiempo. Confirma lo que por el Pastor de Hermas (cf. p.101-3) sabíamos ser tradición: que hay un segundo perdón después del bautismo, mediante el cual el pecador puede recobrar el estado de gracia. Consiste esencialmente en la conversión y la satisfacción. Esta última exige, además de los actos personales de expiación, una confesión pública o exomologesis, que es de absoluta necesidad.

Cuando implora el perdón divino, el pecador es sostenido por la intercesión de la Iglesia - factor que Tertuliano no deja de subrayar por considerarlo esencial para alcanzar el perdón - . El paso final es la reconciliación o absolución eclesiástica dada por el obispo (De pud. 18,18; 14,16), a quien corresponde también el poder de excomulgar. En principio, todo pecador, aun el más grande pecador, puede ser admitido a esta segunda remisión. Sólo cuando se hizo abiertamente montanista, Tertuliano restringió esta posibilidad de perdón a los peccrata leviora. En el De paenitentia, escrito cuando aún era católico, no hay la más leve indicación en el sentido de que algunos crímenes, por su especial gravedad, queden excluidos del perdón; no da tampoco ninguna lista o catálogo de tales pecados. Distingue, en cambio, entre "pecados corporales y espirituales," es decir, entre pecados consumados y pecados de sólo deseo (c.3); considera los dos pecados igualmente merecedores del castigo de Dios; pues Cristo declaró adúltero al hombre que viola de hecho los derechos matrimoniales de otro, pero también al que los viola con la concupiscencia de su mirada (ibid.). Pero todos estos pecados pueden ser perdonados:

Dios, que ha preparado una sanción con el juicio a todos los pecados, tanto los que se cometen por la carne como por el espíritu, por la acción o por la voluntad, se ha comprometido a perdonarlos por la penitencia, al decir a su pueblo: "Arrepiéntete y haz penitencia, y te salvaré" (Ez. 18,30.32). Y en otro lugar: "Por mi vida, dice el Señor, Yavé, que yo no me gozo en la muerte del impío, sino en que se retraiga de su camino y viva" (Ez. 33,11). "La penitencia es, pues, vida, puesto que se ve preferida a la muerte. ¡Oh tú, pecador como yo!, apresúrate a abrazar esta penitencia, como un náufrago se abraza al madero que debe salvarle" (De paen. 4).

Es evidente que en este pasaje ningún pecador queda excluido del segundo perdón. "Los cielos y los ángeles que están en los cielos se alegran por la conversión de un hombre. ¡Ea, pues, pecador, alégrate! Ya ves dónde hay alegría por tu retorno" (ibid. 8). Tampoco señala ninguna limitación cuando recuerda a sus lectores las parábolas de la dracma perdida, de la oveja descarriada y del lujo pródigo. Alude, además, al Apocalipsis de San Juan y a las cartas dirigidas a las cinco comunidades con la mención de las ofensas por las que se acusa a cada una de ellas. Hablando de la de Tiatira, dice expresamente que los miembros de aquella iglesia eran acusados de "fornicación" y "de comer la carne sacrificada a los ídolos," y continúa: "Y, sin embargo, el Espíritu les da todos los avisos útiles para el arrepentimiento y aun agrega amenazas; pero no amenazaría al que no se arrepiente si no perdonara al que se arrepiente" (ibid. 8).

Por consiguiente, cuando Tertuliano escribió este tratado no consideraba pecados irremisibles los pecados de fornicación e idolatría, sino susceptibles de perdón, como cualquier otro pecado. El De pudicitia demuestra que sus opiniones habían cambiado. Ahora afirma que, sobre todo, el pecado de fornicación es irremisible, pero también la idolatría y el homicidio. Del tono particularmente enfático que emplea Tertuliano en este libro se ha deducido que, anteriormente, en la Iglesia universal la costumbre era rehusar la absolución a esta clase de pecados, pero que en la época de Tertuliano sus adversarios empezaron a no reservar más que los dos últimos y a admitir a la penitencia a los culpables de fornicación. Pero esta conclusión no se apoya en las fuentes. La distinción de Tertuliano entre peccata reniissibilia e irremissibilia nos pone ante algo enteramente nuevo, sin precedente en la disciplina primitiva. Es en Tertuliano donde los tres pecados llamados capitales aparecen por primera vez formando grupo aparte. En el De paenitentia no aparecen aislados, ni tampoco en la literatura anterior se diferenciaban de los demás pecados. No se puede, pues, sostener que antes de Tertuliano se les considerara como irremisibles. El De pudicitia prueba solamente que en algunas comunidades iba ganando terreno la tendencia rigorista, debido a la influencia del montañismo, que afirmaba que la apostasía y el homicidio únicamente podían ser perdonados a la hora de la muerte, si es que podían serlo. Es interesante observar en este tratado que, para oponerse a estas tendencias, los católicos recurrían a argumentos sacados de la Escritura. Aducían el ejemplo de Cristo, que perdonó toda clase de pecados, hasta los de fornicación y adulterio. Tertuliano respondía sosteniendo que e] Salvador hacía esto en virtud de un poder exclusivamente personal, que no transmitió plenamente a la Iglesia:

¿No es verdad que el Señor, aun por sus mismos gestos, promulgó esta disposición en favor de los pecadores, por ejemplo, cuando permitió que le tocara su cuerpo la mujer pecadora, le autorizó que lavara sus pies con sus lágrimas, los enjugara con sus cabellos y comenzara su sepultura por la unción; o bien cuando a la Samaritana, que no era adúltera, estando casada por sexta vez. sino prostituta, le reveló quién era, cosa que raramente hizo a nadie más? Ninguna ventaja se sigue para nuestros adversarios, aun si (Jesús) hubiere concedido su perdón en estos casos a pecadores ya cristianos, porque decimos: Esto le fue permitido solamente al Señor (De pud. 11).

Así, pues, Tertuliano, ya montañista, insiste en el principio Solus Deus peccata dimittit, y cuando se le objeta con el texto clásico de Mateo 16,18, niega simplemente a la Iglesia el poder de las llaves. Este poder se le confirió a Pedro a título personal, no a los demás obispos:

Si, porque el Señor dijo a Pedro: "Edificaré mi Iglesia sobre esta piedra; te he dado las llaves del reino de los cielos," o bien: "Todo lo que atares o desatares en la tierra, será atado o desatado en el cielo" (Mt. 16,18-19), presumes que el poder de atar y de desatar ha llegado hasta ti, es decir, a toda la Iglesia que esté en comunión con Pedro, ¿qué clase de hombre eres? Te atreves a pervertir y cambiar totalmente la intención manifiesta del Señor, que no confirió este privilegio más que a la persona de Pedro. "Sobre ti edificaré mi Iglesia," le dijo El; "a ti te daré las llaves," no a la Iglesia. "Todo lo que atares o desatares," etc., y no todo lo que ataren o desataren... Por consiguiente, el poder de atar o desatar, concedido a Pedro, no tiene nada que ver con la remisión de los pecados capitales cometidos por los fieles... Este poder, en efecto, de acuerdo con la persona de Pedro, no debía pertenecer más que a los hombres espirituales, bien sea apóstol, bien sea profeta (De pud. 21).

El poder, pues, de perdonar los pecados pertenece al spiritualis homo, no a la jerarquía. Estamos aquí en pleno montañismo.

9. La Eucaristía.

Tertuliano habla sólo incidentalmente de la Eucaristía. Pero esas declaraciones incidentales han sido objeto de largas discusiones entre los teólogos y han recibido interpretaciones divergentes. Emplea los términos siguientes: eucharistia (De praescr. 36), eucharistiae sacramentum (De cor. 3). dominica sollemnia (De fuga 14), convivium dominicum (Ad ux. 2,4), convivium Dei (Ad ux. 2,9), coena Dei (De spect. 13) y panis et calicis sacramentum (Adv. Marc. 5,8). Hablando de los efectos que producen en el alma los tres sacramentos del bautismo, la confirmación y la eucaristía, Tertuliano dice: "Se lava la carne para que el alma quede limpia; se unge la carne para que quede consagrada el alma; se signa la carne para que sea fortalecida el alma; la carne se somete a la imposición de las manos, para que el alma sea iluminada por el Espíritu; la carne es alimentada con el cuerpo y la sangre de Cristo, para que el alma se harte de Dios" (De resurrect. carnis 8). La misma fe firme en la presencia real que se manifiesta en estas palabras, y que se horroriza de que las manos que han fabricado ídolos se atrevan a recibir el cuerpo del Señor, se lamenta de que un cristiano "ponga en el cuerpo del Señor esas manos que han dado cuerpos a los demonios... ¡Oh escándalo! Los judíos pusieron sus manos en Cristo una sola vez, pero éstos desgarran su cuerpo todos los días, ¡oh manos dignas de ser cortadas!... ¿Qué manos merecen ser amputadas con más razón que las que ultrajan el cuerpo del Señor?" (De idol. 7). El pecador que vuelve arrepentido es alimentado con el mejor de los manjares en la casa del Padre: atque ita exinde op-mitate dominici corporis vescitur (De pud. 9).

Tertuliano testifica también en favor del carácter sacrificial de la Eucaristía. Hablando a los que vacilan en recibir la Eucaristía en días de ayuno por miedo a romperlo, les aconseja que primero estén presentes ante el altar y participen del sacrificio y que luego lleven consigo las sagradas especies a casa, para tomarlas cuando haya terminado el ayuno:

La mayoría piensa que no deben asistir a las oraciones sacrificiales (orationes sacrificiorum) los días de ayuno, con el pretexto de que romperían el ayuno si recibieran el cuerpo del Señor. ¿Es que la Eucaristía hace cesar el obsequio ofrecido a Dios o más bien se lo confirma? ¿No será más solemne, tu estación (ayuno) si estás de pie junto al altar de Dios? Recibido el cuerpo del Señor y reservado, se salvan ambas cosas: la participación del sacrificio y el cumplimiento del deber (De orat. 19).

En este pasaje tenemos también una alusión antiquísima a la reserva eucarística. Hay otra semejante en Ad ux. 2,5, donde Tertuliano se refiere a los fieles que, antes de tomar otra comida, participan del pan consagrado. De estos pasajes se desprende que el uso de tomar privadamente en casa la sagrada comunión no era raro (cf. p-583).

Tertuliano atribuye, claramente, la consagración a las palabras de la institución, pues dice: "El pan que Cristo tomó y dio a sus discípulos, lo hizo su cuerpo diciendo (dicendo): Este es mi cuerpo" (Adv. Marc. 4,40). Pero añade inmediatamente: id est, figura corporis mei - palabras que han suscitado muchas discusiones -. El sentido exacto parece ser: el cuerpo presente bajo el símbolo de pan. Tertuliano está tan convencido de la presencia real, que acusa a sus adversarios marcionitas de no ser lógicos, porque, por una parte, niegan la realidad del cuerpo crucificado de Cristo; por otra, sin embargo, continúan celebrando la Eucaristía. Si no hubo cuerpo verdadero en la cruz, tampoco puede ser real en la Eucaristía. El pan en cuanto figura corporis supone que Cristo tuvo un cuerpo verdadero: Figura autem non fuisset nisi veritatis esset corpus (ibid.). El mismo concepto inspira este otro pasaje de Adv. Marc. 3,19: Panem corpus suum appellans, ut et hinc iam eum inlellegas corporis sui figuram pani dedisse. En Adv. Marc. 1,14, menciona el panem, quo ipsum corpus suum repraesentat. El verbo repraesentare es usado aquí en el sentido de "hacer presente," no en el de "representar" (cf. Adv. Marc. 4,22; De resurrec. carnis 17). Por tanto, este pasaje habría que interpretarlo de esta manera: "Hizo presente su cuerpo por medio del pan." Finalmente, en De orat. 6, Tertuliano dice: corpus eius in pane censetur, hablando del significado de las palabras "El pan nuestro de cada día dánosle hoy." La interpretación correcta parece ser que Cristo "incluyó su cuerpo en la categoría de pan" cuando enseñó a sus discípulos a rogar el pan de cada día.

10. Escatología.

Aunque la palabra purgatorio no aparece en sus escritos, Tertuliano tenía, ciertamente, la noción de un sufrimiento penitencial del alma después de la muerte:

Por esto es muy conveniente que el alma, sin esperar a la carne, sufra un castigo por lo que haya cometido sin la complicidad de la carne. E igualmente es justo que, en recompensa de los buenos y piadosos pensamientos que ha tenido sin cooperación de la carne, reciba consuelos sin la carne. Más aún, las mismas obras realizadas con la carne, ella es la primera en concebir, disponer, ordenar y ponerlas en acto. Y aun en aquellos casos en que ella no consiente en ponerlas en obra, es, sin embargo, la primera en examinar lo que luego efectuará el cuerpo. En fin, la conciencia no será nunca posterior al hecho. Por consiguiente, también desde este punto de vista es conveniente que la substancia que ha sido la primera en merecer la recompensa, sea también la primera en recibirla. En una palabra, ya que por este calabozo que nos enseña el Evangelio (Mt. 5,25) entendemos el infierno, ya que "por esta deuda, que hay que pagar hasta el último maravedí," comprendemos que es necesario purificarse en esos mismos lugares de las faltas más ligeras, en el intervalo que inedia antes de la resurrección, nadie podrá dudar que el alma reciba ya algún castigo en el infierno sin perjuicio de la plenitud de la resurrección, cuando recibirá la recompensa juntamente con la carne (De an. 58).

Los mártires son los únicos que escapan a este sufrimiento y espera: "Al dejar su cuerpo, nadie va inmediatamente a vivir a la presencia del Señor, excepto por la prerrogativa del martirio, pues entonces adquiere una morada en el paraíso, no en las regiones inferiores" (De resurr. carnis. 43). Los demás tienen que quedarse apud inferos hasta el juicio final del último día. Sin embargo, la intercesión dé los vivos puede proporcionarles alivio y descanso. Así, Tertuliano, hablando de la mujer que ruega por su marido difunto, escribe: "Ciertamente ella ruega por el alma de su marido. Pide que durante este intervalo él pueda hallar descanso (refrigerium) y participar de la primera resurrección. Ofrece cada año el sacrificio en el aniversario de su dormición" (De monog. 10).

Tertuliano comparte la opinión de los milenaristas, que piensan que, al fin de este mundo, los justos resucitarán para reinar durante mil años con Cristo en Jerusalén, cuando El baje del cielo:

Confesamos que nos ha sido prometido un reino aquí abajo aun antes de ir al cielo, pero en otro estado. Ese reino no llegará sino después de la resurrección, y durará mil años en la ciudad de Jerusalén que Dios construirá... Decimos que Dios la destina a recibir a los santos después de su resurrección, para darles el descanso en la abundancia de todos los bienes espirituales en compensación de los bienes que hayamos menospreciado o perdido aquí abajo. Es, en verdad, digno de El y conforme a su justicia que sus servidores hallen felicidad en los mismos sitios donde sufrieron por su nombre. He aquí el proceso del reino celestial. Después de mil años, durante los cuales se terminará la resurrección de los santos, más o menos rápida, según sus pocos o muchos méritos, seguirá la destrucción del mundo y la conflagración de todas las cosas cuando venga el juicio. Entonces, cambiados en un abrir y cerrar de ojos en substancia angélica, es decir, revistiéndonos con un manto de incorruptibilidad, seremos transportados al reino celestial (Adv. Marc. 3,24).

Después del día del juicio los santos estarán por siempre con Dios; los impíos serán condenados al fuego eterno:

Cuando llegare el término y límite que a entrambos periodos separa; cuando haya desaparecido la figura de este mundo que, a modo de telón de escenario, vela la eternidad establecida por Dios, entonces el género humano resucitará para recibir la recompensa o el castigo, según lo que mereció por el bien o por el mal, y ser luego pagado con la perpetuidad inmensa de la eternidad. Y ya entonces no habrá ni más muerte ni más resurrección, sino que seremos los mismos que ahora, sin cambiar en adelante: los adoradores de Dios estarán siempre unidos a Dios, revestidos de la substancia propia de la eternidad; mas los impíos y los que no son verdaderos adoradores de Dios sufrirán como pena un fuego igualmente eterno, que por su peculiar naturaleza es el ministro inmediato de su incorruptibilidad (Apol. 48).

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=5477 el 2006-08-18 18:12:36