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1. Sus Escritos

San Jerónimo nos informa que Novaciano "escribió Sobre la Pascua, Sobre el sábado. Sobre la circuncisión, Sobre el sacerdocio, Sobre la oración. Sobre los alimentos de los judíos, Sobre el celo, Sobre Atalo y sobre otros muchos temas, especialmente un gran volumen Sobre la Trinidad" (De vir. ill. 70), Dos de estos títulos se han conservado entre las obras de Tertuliano; otros dos, no mencionados por Jerónimo, se han desubierto en la herencia literaria de Cipriano.

1. Sobre la Trinidad (De Trinitate)

Este libro fue probablemente escrito bastante antes del 250 y es la primera gran aportación latina a la teología que apareció en Roma. San Jerónimo comete un grave error y rebaja considerablemente los méritos de esta obra cuando afirma que "es una especie de epítome de la obra de Tertuliano" (De vir. ill. 70), aludiendo evidentemente al Adversus Praxean, que es una defensa de la doctrina de la Trinidad. Compuesta en prosa poética y notable por su forma y su contenido, el De Trinitate es la mejor y la más extensa obra de Novaciano, la que le ha valido su fama de teólogo. Por lo completo de su teología, por la riqueza de la argumentación bíblica y por la influencia que ha ejercido en los teólogos posteriores, admite comparación con los Primeros principios de Orígenes, aunque la sobria teología occidental esté lejos de poseer la envergadura de la especulación alejandrina. Resume de una manera clásica la doctrina de la Trinidad desarrollada por Teófilo de Antioquía, Ireneo, Hipólito y Tertuliano, pero no por eso carece de originalidad e independencia. De hecho, su manera de tratar el problema es mucho más exacto y sistemático, mucho más completo y extenso que la de ningún ensayo anterior.

Aunque la palabra "trinidad" (trinitas) no aparece ni una sola vez en toda la obra, toda ella trata de este dogma. Tomando como base el antiguo símbolo romano, el tratado se presenta en forma de exposición de los tres principales artículos del Credo. La introducción al primer capítulo, que versa sobre Dios creador, en su entusiasta descripción del universo, revela ya la influencia de la filosofía estoica.

La regla de verdad exige que creamos, primero, en Dios Padre y Señor Todopoderoso, es decir, en el Hacedor perfecto de todas las cosas. El suspendió el cielo encima de nosotros, colocado en su empinada altura; consolidó la masa de la tierra bajo nuestros pies, extendió los mares, cuyas olas fluyen libremente en todas direcciones. El proporcionó todas estas cosas con suma abundancia y orden, cada una con su operación propia y adecuada. En el firmamento del cielo colocó el sol, que se levanta en la aurora de cada día para dar luz con sus rayos; la brillante esfera de la luna, creciendo hasta la plenitud según sus fases mensuales, a fin de aliviar la oscuridad de la noche, y las centelleantes estrellas, cuyos rayos varían de intensidad. Obedeciendo a su voluntad, cubren ellas su recorrido según la ley de su órbita, para señalar a los hombres los días, los meses, los años y las estaciones, y para que sirvan de signos y para otros fines útiles. Sobre la tierra, asimismo, levantó montañas con sus elevadas cimas, excavó valles profundos, igualó las llanuras. Seleccionó diferentes especies de animales para proveer a las variadas necesidades del hombre... También en el mar, admirable como es por su inmensidad y por su utilidad para el ser humano, formó criaturas vivientes de todas clases, unas de tamaño moderado, otras de dimensiones enormes... Pero no es esto todo, pues el oleaje embravecido y las corrientes de las aguas podrían haber usurpado un dominio que no es el suyo, en detrimento de su propietario humano. Pero Dios les señaló unos límites que no pueden franquear, y cuando el ronco bramido de las olas y las espumantes aguas que suben del abismo atraviesan el océano y llegan a la orilla, se ven obligadas a retroceder. No pueden traspasar los límites que se les han impuesto, sino que obedecen a leyes fijas de su ser, enseñando a los hombres cómo hay que guardar las leyes divinas con el ejemplo de obediencia que nos proporcionan los mismos elementos.

El resto del primer capítulo trata de la creación del hombre y de las potencias espirituales. Los capítulos 2-8 examinan la esencia de Dios y sus atributos.

La secunda parte, que comprende los capítulos 9-28, es una defensa de las dos naturalezas y de su unión en Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, prometido en el Antiguo Testamento y revelado en el Nuevo. Se refutan el docetismo, el ebionitismo, el adopcionismo, el modalismo y el patripasianismo.

La tercera parte trata brevemente del Espíritu Santo (c.29), de sus dones a la Esposa de Cristo, la Iglesia, y de su obra en la Iglesia.

La cuarta parte, que comprende los capítulos 30 y 31, demuestra la unidad y trata de probar que la divinidad del Hijo no es un obstáculo a la misma. El último capítulo expone la relación eterna del Hijo con el Padre contra diferentes herejías.

No hay nada en el tratado que indique que haya sido compuesto después de la ruptura de su autor con la Iglesia de Roma. Por otra parte, parece que Cipriano lo conocía va cuando escribió su obra De umitate Ecclesiae. Debe de haber sido escrito, por lo tanto, antes de la persecución de Decio.

El texto del De Trinitate se ha conservado entre las obras de Tertuliano. Por haberse perdido los manuscritos, los únicos testigos para el texto de este tratado son las ediciones impresas de Mesnart-Gagneius (París 1545), Gelenio (Basilea 1550 1 y Pamelius (Amberes 1579).

2. Sobre los alimentos de los judíos (De cibis iudaicis).

Es una de las tres obras que Novaciano escribió contra los judíos y que menciona San Jerónimo (De vir. ill. 70): De circumcisione, De sabbato y De cibis iudaicis. Todas ellas se presentaban en forma de cartas a los hermanos, pero es ésta la única que queda de las tres. Sin embargo, en la introducción se alude a las otras dos como ya publicadas anteriormente: "He demostrado plenamente, según creo, en dos cartas anteriores, cuan perversos son los judíos y cuan lejos están de entender la Ley. En ellas se probaba de manera absoluta que ellos ignoran lo que es la verdadera circuncisión y el verdadero sábado; y su ceguera creciente es confundida en esta carta, en la que he tratado brevemente de sus alimentos." Luego Novaciano intenta demostrar que las leyes relativas a los alimentos deben entenderse espiritualmente, como dice San Pablo (Rom. 7,14). Llamar a unos animales puros y a otros inmundos significaría que el divino Creador, después de haberlos bendecido todos como buenos, los habría reprobado luego en parte. Tamaña contradicción no se le puede atribuir, y por eso hay que restablecer la aplicación espiritual, que es la más apropiada. Novaciano da este interesante resumen de la historia del alimento humano:

Para empezar por el principio de las cosas, que es por donde me conviene empezar, el único alimento de los primeros hombres fueron las frutas y el producto de los árboles. Mas luego el pecado trasladó el deseo del ser humano de los frutos de los árboles a los productos del suelo, cuando la misma actitud de su cuerpo daba testimonio del estado de su conciencia. Si la inocencia había levantado al hombre hacia el cielo para coger sus alimentos de los árboles mientras tuviera buena conciencia, el pecado, por el contrario, una vez cometido, inclinó al hombre hacia la tierra y hacia el suelo, invitándole a recoger los granos. Más tarde, cuando se introdujo el uso de la carne, el favor divino proveyó al hombre con diferentes clases de carnes, adecuadas, en general, a las circunstancias. Pues mientras se necesitaba un alimento más tierno para hombres aún tiernos e inexpertos, se les dio un alimento que no se preparaba sin esfuerzo. Sin duda, esta disposición buscaba su propio bien, para que no cayeran de nuevo en el placer del pecado, si el trabajo impuesto por el pecado no hubiera sido para ellos una exhortación a la inocencia. Pero como en adelante no es ya el paraíso solamente el que hay que cultivar, sino el mundo entero, se le ha ofrecido al hombre un alimento de carne más consistente, para añadir algo al vigor del cuerpo humano, para bien de su trabajo. Todas estas cosas, como ya dije, se deben a la gracia y a la disposición divina (2).

Si la Ley distingue entre animales puros e impuros, no quiere decir nada en contra de estas criaturas de Dios:

Son los caracteres, las acciones y las voluntades de los hombres los que vienen simbolizados por esos animales. Son puros si son rumiantes; esto es, si tienen siempre en la boca, a manera de manjar, los preceptos divinos. Son de pezuña hendida si con paso firme de inocencia andan por los caminos de la justicia y de toda virtud de vida... Así, pues, la Ley pone en los animales como un espejo de la vida humana, en el que los seres humanos pueden ver la imagen de diversos castigos. Toda acción viciosa, por ser contraria a la naturaleza, será condenada más gravemente en las personas, cuando esas mismas cosas, aunque naturalmente ordenadas en los brutos, son, no obstante, censuradas en ellos (3).

Si la Ley prohíbe comer carne de cerdo, es porque reprueba la vida impura e inmunda, que se deleita en la basura del vicio y coloca su bien supremo, no en la generosidad del alma, sino en la sola carne. Si proscribe la comadreja, es porque reprueba el hurto. El milano, el gavilán y el águila simbolizan a los salteadores y gente violenta, que viven del crimen; el gorrión, la intemperancia; el mochuelo, a los que huyen de la luz de la verdad; el cisne, a los orgullosos y altaneros; los murciélagos, a los que buscan la oscuridad de la noche y del error, etc. La prohibición de tantas clases de carnes para los judíos se explica también de esta otra manera: para obligarles al servicio del único Dios. Hubieran podido tener la audacia de preferir los abominables manjares de Egipto a los banquetes divinos del maná, y el jugoso trato de sus enemigos y dueños a la libertad. "La moderación es siempre la compañera de la religión, más aún, relacionada y emparentada con ella; porque la lujuria es enemiga de la santidad" (4). "Pero ahora Cristo, el término de la ley, ha venido disipando todas las oscuridades de la ley... Porque el glorioso Señor, el celestial Maestro y el ordenador de la verdad perfecta, ha venido, de quien, finalmente, se dice con toda verdad y justicia (Tit. 1,15): 'Todo es limpio para los limpios'" (5). El verdadero y santo alimento tiene que entenderse ahora alegóricamente, como la verdadera fe, una conciencia sin mancilla y un alma pura. La abrogación del Antiguo Testamento no significa, sin embargo, que la lujuria sea permitida a los cristianos, ni que no deban practicarse más el ayuno y la continencia. "Nada ha reprimido tanto la intemperancia como el Evangelio, y nadie ha dado leyes tan estrictas contra la glotonería como Cristo, de quien se dice que proclamó bienaventurados a los mismos pobres y felices a los hambrientos y sedientos" (6). En el último capítulo, Novaciano pone en guardia contra el caso de alimentos que han sido ofrecidos a los ídolos:

En cuanto pertenece a la creación de Dios, toda criatura es pura. Pero cuando ha sido ofrecida a los demonios, está contaminada por haber sido ofrecida a los ídolos. Una vez que se ha hecho esto, ya no pertenece más a Dios, sino al ídolo. Y cuando se toma en alimento esa criatura, alimenta a la persona que la toma para el demonio, no para Dios, haciéndolo comensal del demonio, no de Cristo (7).

El método que sigue Novaciano para interpretar las normas del Levítico se parece al de la Epístola de Bernabé (véase p.90-6), de la primera mitad del siglo II. Ya mucho antes, Filón, contemporáneo de Cristo, interpretó los animales como símbolo de las pasiones humanas (De plantatione 43), y el Ps.-Aristeas, un judío helenizado, explicó de la misma manera a los griegos los preceptos del Antiguo Testamento. Pero nadie trató este tema tan extensamente antes de Novaciano. El fue quien preparó el camino al exceso de alegoría que invadió el arte y la literatura medievales.

En este tratado, el autor demuestra conocer bien a Séneca y Virgilio. En gran número de pasajes se pueden señalar imágenes y fraseología tomadas de esos autores. Por ejemplo, recuerda una censura de Séneca contra los que bebían demasiado temprano por la mañana (Epist. 122,6) cuando reprocha a los cristianos, "cuyos vicios han llegado a tal extremo que, cuando ayunan, beben temprano por la mañana, porque no juzgan que es cristiano beber después de las comidas, a menos que el vino derramado dentro de sus venas vacías y desocupadas baje directamente después del sueño; pues parece que saborean menos la bebida si el vino viene mezclado con el alimento" (6).

En todo el tratado no se halla ninguna alusión al cisma. De la introducción se deduce que fue escrito durante una ausencia forzosa lejos de la comunidad, probablemente durante la persecución de Galo y Volusiano del año 253:

Nada hay, queridos hermanos, que me ate tan fuerte, nada que remueva y excite tanto el aguijón de mi preocupación y ansiedad, como el temor de que vosotros podáis sufrir algún menoscabo por causa de mi ausencia. Trato de poner remedio procurando hacerme presente en medio de vosotros con mis frecuentes cartas. Y aunque me vea en la precisión de escribir cartas por razón de mi deber, del cargo que he aceptado y del mismo ministerio que me ha sido confiado, vosotros aumentáis esta obligación mía estimulándome a que os escriba con vuestras continuas misivas. Aun siendo yo inclinado a estas expresiones periódicas de afecto, vosotros me acuciáis todavía más recordándome que permanecéis firmes en el Evangelio (1).

La captatio benevolentiae con que concluye este pasaje aparece también en la salutación que precede a la carta en los manuscritos: "al pueblo que permanece firme en el Evangelio" (plebi in evangelio perstanti).

Transmisión del texto.

El texto del De cibis iudaicis no se encontraba, hasta el año 1893, más que en las ediciones antiguas de Tertuliano, que conservan también el De Trinitate. Ese año se descubrió un manuscrito en la biblioteca de San Petersburgo que contiene nuestro tratado juntamente con versiones latinas de la Epístola de Santiago, la Epístola de Bernabé y los escritos de Filastro. La edición de Landgraf y Weyman se basa en este Codex Petropolit, saec. IX; el Codex 1351 de la biblioteca de Santa Genoveva de París, descubierto por A. Wilmart, no es sino una copia del anterior, hecha en el siglo XV.

3. De spectaculis.

En esta obra, que se encontró entre las de San Cipriano, Novaciano condena la asistencia a espectáculos públicos y corrige a los que no se avergüenzan de justificar su presencia en esos juegos con citas bíblicas. La madre de todas estas diversiones es la idolatría, prohibida a los cristianos (c.1-3). El autor describe con viveza las distintas clases de atracciones paganas, mostrando la crueldad, los vicios y las brutalidades que ellas defienden y propagan (c.4,8). "El cristiano tiene espectáculos más nobles, si lo desea. Tiene placeres verdaderos y provechosos, con tal que se recoja dentro de sí mismo" (9). Novaciano demuestra a la vez su formación en la filosofía estoica y su fe cristiana, cuando al final recuerda a sus lectores la belleza del mundo (cf. De Trinitate 1; véase p.504s) y la dignidad de los espectáculos que proporciona la Sagrada Escritura:

Tiene la belleza del mundo para contemplarla y admirarla. Puede contemplar la salida del sol y su puesta, examinar cómo produce la sucesión de los días y las noches. Puede admirar la esfera de la luna, que con sus crecientes y menguantes indica el curso de las estaciones; las huestes de brillantes estrellas y las que centellean en lo alto con extremada movilidad. Las partes del año se suceden regularmente. Los mismos días y las noches se distribuyen en períodos de horas. Que considere la pesada masa de la tierra, equilibrada por las montañas, y los ríos que corren y sus fuentes, la inmensidad de los mares, con sus olas y orillas... Que estas, digo, y otras obras divinas constituyan los espectáculos de los fieles cristianos. ¿Qué teatro construido por mano de hombre podrá jamás compararse con obras como éstas? (9).

Que el fiel cristiano, repito, se dedique a las Sagradas Escrituras. Allí encontrará espectáculos dignos de su fe. Verá a Dios creando su mundo, creando, no solamente los demás animales, sino también esa hechura maravillosa y superior que es el ser humano. Contemplará el mundo en la plenitud de sus delicias y en la justicia de sus naufragios, que recompensan a los buenos y castigan a los impíos. Verá mares que se secan en favor de un pueblo, y mares que manan de la roca para ese mismo pueblo. Verá en algunos casos la fe en lucha con las llamas, bestias salvajes subyugadas por la piedad y amansadas por la dulzura. Verá también almas que han vuelto de la misma muerte... Y entre todas estas cosas contemplará un espectáculo mucho mayor aún, verá a aquel demonio que había triunfado sobre el mundo entero cómo yace postrado a los pies de Cristo. ¡Qué grande es este espectáculo, hermanos!... Este es el espectáculo que puede contemplarse aun cuando se haya perdido la vista. Este es un espectáculo que no pueden darlo ni pretores ni cónsules, sino solamente Aquel que es único y está por encima de todas las cosas (10).

Esta obra está inspirada en Tertuliano, quien escribe un tratado con el mismo título; depende también del Ad Donatum de Cipriano.

4. Sobre las ventajas de la castidad (De bono pudicitiae).

La introducción de esta excelente obra (c.1-2) presenta numerosos puntos de contacto con el tratado De cibis iudaicis. También aquí se lamenta el autor de estar ausente de su rebaño, con el cual se mantiene en contacto por medio de cartas: "Por mis cartas procuro hacerme presente entre vosotros, y me dirijo a vosotros en la fe, según tengo por costumbre, mediante las amonestaciones que os envío" (1), y les exhorta a permanecer firmes en el Evangelio: "Os conjuro, pues, que os establezcáis en la solidez de la raíz del Evangelio y que estéis siempre armados contra los asaltos del diablo" (ibid.). Exhorta a sus lectores a la castidad (c.2), que conviene a los que son templos del Señor, miembros de Cristo y morada del Espíritu Santo. Contrapone (3) esta virtud a su enemiga, la inmodestia. Pues la primera confiere al cuerpo su dignidad, a la vida moral su gloria, a los sexos su carácter sagrado, a la modestia su salvaguardia. Es la fuente de la pureza, la paz del hogar, la corona de la concordia y la madre de la inocencia. La otra, por el contrario, es el enemigo de la continencia, el delirio peligroso de la lujuria, la ruina de la buena conciencia, la madre de la impenitencia y la deshonra de la propia raza. Hay tres grados de castidad: la virginidad, la continencia y la fidelidad conyugal (c.4). Esta última fue decretada cuando la creación del hombre y renovada por Cristo y sus Apóstoles (c.5-6). Pero "la virginidad y la continencia están por encima de toda ley; nada hay en las leyes del matrimonio que pertenezca a la virginidad, pues ésta, por su encumbramiento, trasciende todas ellas... La virginidad se coloca en el mismo plano de los ángeles; más aún, si lo consideramos bien, veremos que aun los supera, porque luchando con la carne reporta una victoria contra la naturaleza, lo que no hacen los ángeles" (c.7). José en Egipto (c.8) y Susana (c.9) son ejemplos gloriosos de castidad. Los dos resistieron a todas las tentaciones y recibieron su recompensa. Pero el mayor premio consiste en que "el haber vencido al placer es el mayor de los placeres, y no hay mayor victoria que la que victoria sobre los propios deseos... El que elimina los deseos, elimina también los miedos, porque el miedo se origina del deseo. El que domina sus deseos, domina sobre el pecado; el que domina sus deseos demuestra que la malicia de la familia humana yace derrotada a sus pies; el que ha dominado sus deseos se ha dado a sí mismo una paz duradera; el que supera sus deseos recobra su propia libertad, conquista difícil aun para las naturalezas nobles" (c.11). Al final (c.12-13) trata de los peligros que acechan a esta virtud y los medios para protegerlos.

Todo el tratado depende de los escritos de Tertuliano De virginibus velandis, De cultu feminarum y De pudicitia y también del De habitu, virginum de Cipriano.

5. Cartas

De las dos cartas que Novaciano escribió a Cipriano de Cartago (Epist. 30,36) ya hemos hablado. B. Melin ha demostrado recientemente eme también la epístola 31 es seguramente de Novaciano. Va dirigida a Cipriano por Moisés, Máximo, Nicóstrato y otros confesores romanos en respuesta a una carta suya (Epist. 28), y prueba que el suave reproche de Cipriano por haberle censurado su huida durante la persecución, había dado su fruto. Por lo que se refiere a los lapsos, están de acuerdo con la opinión de Cipriano.

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