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«La causa de El Escorial»

22 de octubre de 1950

Repetidamente hemos comentado que no haya habido desdicha para nuestra nación que no nos viniera emparejada con la maquinación masónica. Sólo a través de esa conspiración taimada que la masonería representa pudo llegarse a destruir el poderío de nuestra nación y poner en entredicho el valor de un pueblo que durante dieciocho siglos había venido siendo uno de los actores principales en la civilización del Occidente.

El reinado de Carlos IV, tan desgraciado por muchos conceptos, tuvo el final desastroso que era de esperar de quien había consentido que su Corte fuera materia de vergüenza y escándalo. El odio creciente del pueblo español hacia el favorito Godoy, aprovechado por la mala inclinación del príncipe heredero, azuzado por malos consejeros, produjo la conspiración conocida por "la causa de El Escorial", donde, preso el príncipe y probada la traición, cometió Carlos IV la torpeza de promulgar aquel gravísimo decreto de exoneración en que se sacó a la luz la traición del heredero contra su Rey y padre, aunque no pasó mucho tiempo sin que aquella debilidad que caracterizó el reinado del desdichado Monarca le llevase, atendiendo al empeño de la Reina, su esposa, a amnistiar a su hijo del indigno hecho, publicando otro decreto singular, en el que se pretendió echar sobre los consejeros del príncipe toda la responsabilidad de su bajeza. Sin embargo, lo que debiera haber sido causa de repudio suficiente para desacreditar a un príncipe ante los ojos de su pueblo, no produjo esos efectos, ya que apasionado éste por su odio contra Godoy, se consideró halagado de que el propio príncipe heredero apareciese identificado con lo que el pueblo sentía.

No bastaban, sin embargo, a satisfacer la ambición sin limites del valido los puestos y honores conseguidos que le habían convertido en dueño y señor del reino, y, si hemos de hacer caso a historiadores procaces, hasta del tálamo real, pues, cegado en su ambición o presintiendo su futura caída, escuchó de buen grado las promesas que los agentes napoleónicos le hicieron de convertirle en rey efectivo de uno de los tres Estados en que el Emperador de los franceses pensaba dividir el reino de Portugal. Esta fue, sin duda, la razón para que el ministro universal y generalísimo de las tropas de tierra y mar abriese a los ejércitos franceses nuestras fronteras para el paso de las tropas imperiales camino de Portugal.

Esta concesión, en mala hora pactada, significó la llegada a las principales capitales españolas de los más brillantes generales del Imperio y de los Cuerpos más distinguidos de los ejércitos franceses, que rápidamente se esparcieron por el norte de la nación. La invasión de España era un triste hecho y pocos ya los que dudaban de los verdaderos propósitos napoleónicos, y hasta el Rey y su valido, sorprendidos por la ocupación, se preparaban a marchar al sur de la Península, con intención de organizar la resistencia, cuando el motín de Aranjuez, dirigido, bajo el nombre de "el tío Pedro", por el conde de Montijo, que pronto habíamos de ver de jefe de la masonería española, y en el que el propio príncipe heredero apareció como apaciguador, obligó al Rey a la abdicación.

Mientras todo esto ocurría en Aranjuez, el buen pueblo español celebraba con júbilo la proclamación de Fernando VII, en el que tenía puestas todas sus ilusiones, Su entrada triunfal en Madrid en 23 de marzo entre las aclamaciones entusiásticas de la villa, y que hacía presagiar tiempos felices, fue, sin embargo, ensombrecida por la presencia en las afueras de Madrid del Cuerpo de ejército de Murat.

El procesamiento de Godoy y el nombramiento de un nuevo Gobierno se recibió con general aplauso por la opinión pública; mas con los nuevos ministros volvía la hidra masónica a invadir los Consejos de la Corona: Floridablanca, Jovellanos, Ceballos, caídos en desgracia en la última etapa de gobierno y desterrados, volvían a la confianza regia.

La entrada de las tropas francesas en Madrid había sido preparada con la correspondiente filtración masónica, y agentes importantes de Napoleón llevaron a cabo una de las más hábiles y tenebrosas intrigas que conocen los tiempos. Con la noticia que hicieron correr de que el Emperador venia a visitar la Corte y a entrevistarse con el nuevo Rey, inclinaron el ánimo de éste a salir a recibirle, y el 10 de abril, acompañado de su ministro de Estado, Ceballos, y de un grupo de nobles, marchó el Monarca para Burgos, donde, como era natural, no se encontraba Napoleón. La torpeza real y la malicia de agentes y consejeros siguieron empujando al Monarca por la pendiente, obligándole a continuar el viaje hacia la capital alavesa, en la que le esperaban 40.000 soldados franceses ocupando posiciones alrededor de la ciudad. El Rey se encontraba de hecho prisionero; sólo faltaba formalizar el acto. No había ya más remedio que seguir el camino en dirección a la frontera, donde decían esperaba Napoleón; pero, al cruzarla, días más tarde, Savary, jefe de la Policía francesa, anunció al Rey, sin ninguna clase de rodeos, que el Emperador había decidido destronarle.

No pueden explicarse la torpeza y la falta de sensibilidad del Rey y la ausencia de las más elementales previsiones en su Gobierno sin conocer la filiación masónica de su ministro de Estado, que sin rubor, íbamos inmediatamente a ver de ministro del rey José.

Trasladado Fernando a Bayona, donde ya se encontraban sus padres con el funesto favorito, y mientras se llevaban a cabo las diligencias para su renuncia al Trono en favor de Napoleón, el pueblo de Madrid, que pocos días antes le había aclamado como rey, lanzaba a los vientos su grito de rebeldía con el glorioso alzamiento nacional del 2 de mayo, que, como reguero de pólvora, iba a propagarse por toda la nación. Abandonado de su Rey y su Gobierno, sin jefes ni caudillo, ejército ni dineros se realizó el esfuerzo más grande y heroico que registran los siglos, que constituye una de las páginas más grandes de nuestra Historia.

Un siglo después de nuestra guerra de Sucesión, en la que los ejércitos franceses e ingleses disputaron por primera vez su supremacía masónica sobre nuestra Patria, la invasión napoleónica convierte de nuevo a España en palenque en que iban a chocar, multiplicadas por la labor de un siglo, las dos masonerías entonces rivales.

Decidido por Napoleón dar a España una nueva Constitución, convocó unas Cortes en Bayona, a las que asistieron unas docenas de diputados afrancesados con otras de nuestra nobleza decadente. En diez sesiones fue aprobado el proyecto y jurada por el rey José la carta por Napoleón impuesta, y, acompañado por una lucida cohorte de grandes de España, el 9 de julio atravesó nuestra frontera, junto con sus flamantes ministros Urquijo, Azanza, O'Farril, Mazarredo, Cabarrús y Piñuela; Ceballos, ministro de Estado hasta última hora del Rey Fernando; Azanza, ministro de Hacienda del mismo Gobierno, y el general O'Farril, que también había sido su ministro de la Guerra. Como se ve, un muestrario de masonería y deslealtad.

Hubo logias de afrancesados en todas las capitales de España por donde pasaron los ejércitos napoleónicos. La logia más importante en este orden fue la llamada "Santa Julia", que tomó esta advocación por ser esta santa la Patrona de Córcega, patria chica del gran Napoleón. Las antiguas logias de españoles no eran admitidas en la nueva organización que la masonería francesa propugnaba, y los masones españoles que no habían caído en el afrancesamiento se entendían con el oriente lusitano y con el gran oriente inglés. En el frente unido que debía presentarse al invasor, la traición masónica había creado la más grande de las escisiones.

Muchas de las rendiciones sin resistencia de las unidades francesas a quienes se dejó escapar y de generales y jefes que en mal trance salvaron la vida, y que nadie parece explicarse, fueron debidas a haber hecho en momentos de angustia o gran peligro el signo masónico, que les hizo reconocer por los masones contrarios. Variadas son las historias que registran autores españoles y extranjeros, y que se recogen en la revista masónica Latomia, y en las que vemos a los masones prisioneros que se daban a conocer tratados a cuerpo de rey, recibiendo trato especial con vestidos y provisiones.

Sin ir tan lejos, y en ocasión bien reciente, he podido escuchar de labios de un reputado militar cómo en una de las acciones libradas con motivo de la guerra de Liberación española, en el norte de España, al rendirse unas fuerzas de la región vasca a un jefe extranjero que combatía en nuestras filas y hecha la señal masónica por uno de aquellos cabecillas, pretendió aquel jefe facilitar la evasión de aquellos desdichados a bordo de un barco que se encontraba en la rada, pese a las órdenes terminantes que tenía recibidas; pero que lo evitó la energía de un oficial español celoso de su deber y del servicio. Comentada más tarde la conducta inexplicable de aquel jefe, fue descubierta por otros compatriotas su calidad de viejo masón, muy conocida en su país.

Mas volvamos a los días de nuestra primera guerra de la Independencia y trasladémonos a la vieja capital marinera donde, en el último baluarte de la independencia española, se habían refugiado aquellos francmasones que no se sintieron afrancesados, en donde entablaron relaciones con el gran oriente inglés, y, así, mientras los patriotas se batían por una España libre, ellos maquinaban por una España esclava.

La logia de Cádiz, que en el año 1752 ya contaba con 500 afiliados, se reforzó en esta ocasión con la multitud de masones que, tomando el nombre de sus provincias, asistieron a aquellas Cortes, que la desacreditada Junta Central, que nada representaba y a quien nadie obedecía, había convocado en la isla de León. Esta logia fue una de las primeras y más importantes de España. Su proximidad a Gibraltar y las miras puestas por Inglaterra en la destrucción de nuestra Marina, la habían convertido en instrumento para minar nuestros Cuerpos de oficiales, y eran ya muchos los jefes de la Marina, ricos de la ciudad y españoles venidos de América que cayeron en las redes que les tendió la logia.

Para algunos pequeños grupos de patriotas bien intencionados, constituían legión los "arrivistas" forasteros, europeos y americanos, que, huyendo de los tiros y siguiendo al calor del Gobierno, se habían refugiado en este extremo, el más alejado del humo de la pólvora; pero donde hay masonería no pueden faltar las intrigas y las traiciones, que se pusieron de manifiesto desde los primeros pasos; ni el respeto a la sangre generosa que tantos patriotas, sin distinción de pueblo y de nobleza, sacrificaban en el campo del honor y por las libertades de España moderaba a aquellas gentes en sus apetitos, y aquellas docenas de masones, de parásitos, de ambiciosos y cobardes, incapaces de mantener un fusil frente al enemigo, prepararon en la célebre "tacita de plata" un pozo de inmundicia. La ilegalidad de la Constitución de aquellas Cortes era manifiesta; en su composición se faltó a la Constitución histórica y secular de España, se falsearon las leyes, los fueros y los códigos en vigor, y, con perjurios, pérfidas malicias y toda clase de engaños, se erigieron como poder soberano, avasallaron a la Regencia y, bajo la presión de unas galerías públicas ocupadas por los agentes y masones de las logias de Cádiz, traicionaron a los que se batían y, sin representar a nadie, pues la gran mayoría ni poderes claros tenían de sus provincias, en las que muchos eran desconocidos, y sin la presencia obligada de los brazos o estamentos del clero y la nobleza, aquella chusma de indocumentados y de parásitos, a título de suplentes, decidieron lo que había de ser la futura Constitución de España.

Es curioso que los afrancesados, acaudillados por los masones Urquijo, Ceballos y demás congéneres, redactasen, bajo el látigo de Napoleón, en Bayona, una Constitución para España, y que otro Congreso masónico, en Cádiz, bajo la égida del gran oriente inglés, dictase a la otra España análoga Constitución. Cumpliendo los designios masónicos, la entrada en Madrid de Napoleón fue seguida de disposiciones reales en que se suprimía la Inquisición y se adoptaban disposiciones contra el clero secular y regular y contra la nobleza y sus derechos señoriales; disposiciones análogas dictaba el Congreso de Cádiz, siguiendo inspiraciones de la masonería inglesa y bajo la presión de las logias. El sello masónico, el odio contra la Iglesia, el clero y la nobleza, no podía estar más claro.

Poco importaba al pueblo español, que derramaba a raudales su sangre generosa, que ganasen blancos o morados:

su victoria le había de ser arrebatada, cualquiera que fuese la suerte de las armas, por la hidra masónica, que se alimenta en el río revuelto de las revoluciones.

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