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Política y traición

8 de octubre de 1950

No nos cansaremos de señalar el carácter político de la masonería, la prosecución por ella de un Gobierno masónico para los pueblos y la carencia de escrúpulos en los procedimientos para lograrlo. La masonería desarrolla un programa fijo, perfeccionado en su malicia y eficacia al correr de los siglos, y que sólo sufre aquellas ligeras variaciones que el carácter de la época les exige.

Hemos visto en el siglo XVIII a la masonería dedicada a socavar el poder espiritual, representado por la Iglesia Católica, a la que persigue, debilita y desmoraliza, y menoscabar el real, adueñándose de la voluntad del soberano a través de validos masones, que abren a la secta las puertas del poder político, del que van a disfrutar en lo sucesivo.

Si desde el punto de vista subjetivo español se examina la acción de la masonería en aquel siglo, se la ve manejada como un instrumento por las naciones rivales para destruir nuestra unidad y debilitar nuestra potencia ayudando a los disidentes y descontentos, preparando la destrucción de nuestro imperio de ultramar.

La siembra que en el campo religioso y en el político hizo la masonería durante el reinado de Carlos III forzosamente había de fructificar bajo sus sucesores y alcanzar en el siglo XIX la cima de su desenfreno. Debilitada la Iglesia y desmoralizada en algunos sectores por la acción desarrollada desde el Poder, y paralizadas la aristocracia y la política por la filtración masónica dirigida por los ministros de Su Majestad, entra España en 1788 en el reinado del débil y poco inteligente Carlos IV, que había recibido de su progenitor el último consejo de no prescindir de los servicios de Floridablanca, al que el nuevo Monarca había prometido obedecer. Sin embargo, un factor nuevo iba a decidir el rumbo de la Monarquía española: la ambición de la Reina Maria Luisa de Parma, que no admitía sombras sobre su poder.

Apartado en 1792 Floridablanca por instigación de Maria Luisa, dio ocasión a que el conde de Aranda subiese de nuevo al Poder, el que hubo de abandonar a los pocos meses obligado por la celosa rivalidad de la Reina, que deseaba colocar en su puesto al favorito, que venía colmando de honores y favores. Un apuesto joven de veintiocho años, sin experiencia, elegido por la Reina de España para primer ministro del débil Monarca.

La Revolución francesa y la prisión de Luis XVI traían revueltas a las Monarquías europeas, siendo causa de honda preocupación en nuestra Corte, que sufría instigaciones de otros Soberanos deseosos de oponerse a la revolución y reponer en el Trono de Francia al Rey destronado. Si Floridablanca era partidario y se inclinaba a la intervención española, el conde de Aranda pretendió una política contraria; pero el suplicio de Luis XVI y la impresión causada en el país por la contestación dada por la Convención francesa a las protestas españolas decidieron al ambicioso Godoy, que se había colocado a la cabeza de los españoles belicosos, a inclinar la voluntad real hacia la coalición.

Entablada la guerra contra la Convención, tiene lugar la brillante campaña de nuestro general Ricardos en el Rosellón, con la contrapartida de ver las Provincias Vascongadas invadidas por los franceses. Este episodio, de escasa duración, y al que se dio fin por la paz de Basilea en 1795, que devolvió a España las plazas perdidas en Cataluña y Vascongadas, y que valió a Godoy el titulo de Príncipe de la Paz, encierra, sin embargo, una gran trascendencia desde el punto de vista de nuestro análisis sobre la masonería. Entonces salieron a la luz, entre las grandes pruebas de lealtad, muchas debilidades y las traiciones, que dan la clave de que la mayor parte de las victorias ganadas en aquel territorio por los franceses fueron debidas a las gestiones de la masonería mucho más que al valor de sus soldados y a la pericia de los capitanes; victoria que sólo aminoró la actitud patriótica y decidida del clero, sublevando al país contra los invasores.

Muchos son los datos que han quedado en los procesos de entonces en las Chancillerías de la entrega de plazas sin defensa, de la conducta de muchos afrancesados masones entregados de cuerpo y alma al extranjero y de la debilidad de los Poderes públicos en el castigo de aquellos traidores. La corrupción masónica, comenzada en el primer tercio del siglo en nuestra Patria, empezaba a dar al extranjero sus óptimos frutos.

Recogen los historiadores del siglo hechos harto elocuentes; entre ellos espigo el de la causa formada en la Cancillería de Valladolid contra don Pablo Carrese, sus hijos, su yerno Aguirre, don Martín Zuvivuru, don F. de Anglada y otros más, que habían entregado Tolosa a los franceses. Destaca en ella el hecho característico de que mientras unos reos fueron presos y conducidos a Valladolid, otros huían a Paris, donde fueron bien recibidos y protegidos. Según reza el relato del magistrado español que entendió en el proceso, "los fugados consiguieron tomase cartas en su favor el Directorio ejecutivo, y cuando me hallaba instruyendo el sumario tuve carta de nuestro embajador recomendándome el proceso y ofreciéndome la protección del Gobierno francés... Continuó la causa, y sabiendo el curso que se le daba, se repitió la recomendación con amenazas". El propio juez atestigua que la intervención de Godoy, que tomó cartas en el asunto, hizo que, no obstante haber sido condenados los reos, el Gobierno se apresurase a indultarlos.

El apartamiento de Floridablanca y de Aranda de la presidencia del Gobierno no le libró de la influencia masónica, que, señoreada del Poder durante el reinado del anterior Monarca, había ya proliferado en los medios políticos y aristocráticos que rodeaban a la Corona.

El ambiente relajado de la Corte, impía, volteriana y escéptica, por una cara, y absolutista rabiosa por la contraria, era el más favorable para que, en aquella ola de filósofos y jansenistas con ribetes francmasónicos triunfasen la audacia y el servilismo. Por este camino se vio a jovenzuelos como Urquijo ascender de simple oficial del Consejo de Estado y traductor de Voltaire, a convertirse a los treinta años en Ministro de la Corona y árbitro de la política. Con él las arterias y las malas artes en la política se pusieron a la orden del día, y al lado del masón y petulante Urquijo brilló la travesura del no menos masónico marqués de Caballero.

El "déficit" que se produjo como consecuencia de la guerra con Inglaterra y el enojo del pueblo por las relaciones entre la Reina y el favorito, esparcidas con escándalo por la nación, motivaron el descontento general, al que el Rey puso freno apartando a Godoy del Gobierno de la Nación.

Muerto Pío VI, se arrancó al débil Monarca el cismático decreto de 5 de septiembre de 1799, con el que la masonería y los jansenistas pretendían crear un cisma rompiendo la disciplina y dependencia de la Iglesia, mandando a los obispos que usasen de "la plenitud de sus derechos". La debilidad de parte del Episcopado español, contaminada por el jansenismo que le prestó adhesión, originó la condena como cismática de la disposición, con lo que el nuevo Pontífice Pío VII deshizo la maniobra de los francmasones.

La representación hecha por el Nuncio ante el Monarca de la maniobra realizada contra la unidad de la Iglesia descubrió al Rey cuánta era la malicia y la traición de los que le rodeaban, motivando la crisis en que el Monarca, bajo el consejo de Godoy, vuelto a la confianza real, separó del Poder a aquellos caballeros; pero permaneció Godoy, que, gozando de los favores reales, sin embargo, íbamos a verle muy pronto vendido a la política de Napoleón en sus ambiciones irreprimibles.

Al predominio de la masonería inglesa sobre nuestra nación, sucedió, bajo la inspiración de Godoy, la influencia de la francesa. El reinado de Carlos IV iba a distinguirse en el orden internacional por la reacción contra lo inglés, que le arrastra a firmar aquel Tratado de alianza ofensiva y defensiva tan nefasto para nuestra Patria, y que, precipitando la ruina de nuestra Hacienda, ocasionó la total destrucción de nuestra Marina.

Conocía Napoleón el arte de dominar a los pueblos y encontrar los portillos para el asalto de las fortalezas, y, así, supo ver en el valido del Trono español el hombre que abriese cauce a sus ambiciones, doblegando la voluntad de la nación y adscribiendo a la nación española en una de las bases para dilatar su imperio. La primera de las entregas del poderoso favorito fue la inspiración de la expedición a Portugal, que, al mando del propio Godoy, obligó a esta nación a renunciar a su alianza con Inglaterra, cerrándole con ello la posición estratégica de los puertos portugueses.

El estado de guerra entre Inglaterra y Francia, en el que España permanecía neutral, neutralidad que bochornosamente pagaba con seis millones de pesetas mensuales a Francia y la libre entrada de sus barcos en nuestros puertos, ocasionó el que, apoderándose Inglaterra de cuatro fragatas españolas que venían de América con caudales, España se viese obligada a declarar la guerra a esta nación, favoreciendo con ello los propósitos del Gran Corso, proclamado en aquel año de 1804 emperador de los franceses. La forzada subordinación, por otra parte, de nuestros marinos a la ineptitud de los almirantes franceses fue causa de la gloriosa derrota de Trafalgar, en que brillaron a gran altura la capacidad y el espíritu de sacrificio de nuestros marinos caídos en la batalla, sólo contrapesada por la muerte del gran almirante Nelson.

Uno de los factores más importantes del encumbramiento del Gran Corso fueron el poder y la intriga de que disfrutaba sobre las logias masónicas de la nación francesa, cuya influencia sobre los otros pueblos había de impulsar y de explotar. Entregado Godoy a la influencia napoleónica, que hábilmente aprovechaba, se avino a los planes de nuestros vecinos, que, en virtud del Tratado de Fontainebleau, le prometían uno de los tres reinos en que se había acordado dividir a la nación portuguesa. De este modo, alimentando su insaciable ambición, se abrían las puertas de nuestra nación a los ejércitos napoleónicos.

La sorpresa y la traición hicieron el resto, y con la invasión de los ejércitos franceses se plagaron las ciudades de nuestra Península de afrancesados y de logias masónicas de obediencia gala.

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