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Crímenes

24 de septiembre de 1950

La expulsión de Francia de la Compañía de Jesús fue el paso decisivo para que en el occidente de Europa se sumasen a la persecución otros Estados menores, como los de Parma y Nápoles, que, por tener al frente de sus destinos a Infantes de España, príncipes de la Casa de Borbón, quedaban dentro del Pacto de Familia y de la influencia nefasta de los otros Borbones. Así, el duque de Parma, sirviendo las intrigas de su valido el marqués de Felini, gran magnate de la secta masónica, los expulsa a principios del 1768, y el rey de Nápoles, en 22 de abril de este mismo año. Los intentos que se hicieron en Viena y Alemania no tuvieron el éxito que se esperaba, pues pese a la calidad masónica de Federico de Prusia, éste no quiso enfrentarse sin razón con la opinión religiosa de muchos de sus súbditos, creando un problema que rompiese la unidad en el interior, que él consideraba necesaria.

No satisfacía lo alcanzado la pasión vesánica de los "hijos de la viuda", ni de los incrédulos herejes y jansenistas que los acompañaban en la ofensiva, cuando no nutrían sus logias, que, llevados de su odio contra los discípulos de San Ignacio, querían verlos aniquilados, convencidos de que mientras quedase en pie esta Orden religiosa y un grupo de individuos permanecieran sujetos a su santa regla, existía la amenaza de que la Compañía de Jesús resucitara, dando al traste con todas sus conquistas. Había que alejar toda esperanza de que los jesuitas volviesen, y a ello se prestó el genio malévolo del primer ministro portugués, que encabezó las gestiones para lograr un frente común ante Roma que decidiera al Papa a la extinción por si de la Orden, único medio de que los propios católicos de las naciones se viesen obligados a cumplir el mandato pontificio.

España fue el primer país a quien se dirigió Pombal, por medio de su embajador, con una Memoria en que, recapitulando sobre el estado de la corte romana el supuesto predominio del General de los jesuitas y de la Compañía y la importancia de sacar al Papa "de la oscuridad en que vivía", se solicitaba una acción común para obtener de Roma por la coacción lo que no obtenía a través de los medios suaves. El Gobierno español convino en lo sustancial del designio, y, aprobada por el rey, fue redactada por Grimaldi la respuesta y enviada al ministro plenipotenciario español en Roma, don Tomás Azpuru, para su entrega a Su Santidad. La hipocresía que rezuma el escrito descubre la mano masónica que lo dirigió: "Movido el rey católico de estas razones, penetrado del filial amor hacia la Iglesia, lleno de celo por su exaltación, acrecentamiento y gloria por la autoridad legítima de la Santa Sede y por la quietud de los reinos católicos, íntimamente persuadidos de que nunca se conseguiría la felicidad pública mientras continuase este instituto..., suplica con la mayor instancia a Su Santidad que extinga absoluta y totalmente la Compañía de Jesús, secularizando a todos sus individuos, sin permitirles que formen congregación ni comunidad bajo ningún título, ni que vivan sujetos a otros superiores que a los obispos de las diócesis donde residiesen después de secularizados." En 16 de enero de 1769 quedó en manos del Papa la Memoria española, y en los días 20 y 24 se recibían análogas peticiones de Francia y Nápoles. Su Santidad respondió a los representantes extranjeros que el negocio era grave y que exigía tiempo para su estudio.

La muerte del Sumo Pontífice el 2 de febrero de 1769, solamente unos días después de haber recibido la terrible coacción de los que llamaban embajadores de reyes cristianos, echó sobre el futuro Cónclave un motivo de preocupación y discordia por la presión que las naciones iban a desarrollar sobre los cardenales. Llegados los purpurados extranjeros a Roma, se vio claramente que los ganados a la causa de la extinción pretendían que el que hubiera de ceñir la triple corona había de obligarse con papel firmado de su letra a realizarla prontamente, pretensión que, calificada de demoníaca y repugnante, era rechazada por la mayoría de las conciencias.

No pudo sustraerse el Colegio Apostólico, no obstante su buena voluntad, a las presiones enormes que los representantes de las naciones católicas y algunos de sus purpurados ejercían para que la elección de Pontífice recayese en persona de su confianza, de que carecía todo aquel que no apareciese como enemigo declarado y partidario de la extinción de la Compañía de Jesús. Por uno de esos azares que en las asambleas ocurren, en que la malicia de los menos acaba triunfando sobre la buena fe de los más, después de muchos escrutinios sin que nadie obtuviese la mayoría necesaria, cuando ya estaban sin esperanzas de que saliese elegido ninguno de los candidatos, una propuesta del arzobispo de Sevilla, Solís, aceptada por el cardenal Rezzonico, que parecía dirigir a los enemigos de la extinción, para que fuese elegido Pontífice el Cardenal, religioso franciscano, fray Lorenzo Ganganelli, que, aunque nadie se había fijado hasta entonces en su persona para la dignidad pontificia, aparecía, sin embargo, equidistante de los dos sectores en que se hallaba dividido el Cónclave y ofrecía a los defensores de la Compañía la confiante particularidad de que siendo catedrático del colegio de San Buenaventura, en Roma, había hecho grandes elogios de los jesuitas, alcanzó la aprobación general; los españoles, que, por su parte, mantenían con él relación estrecha, le consideraban un fácil servidor de su causa, y en esta situación, el 19 de mayo de 1769 fue elegido Sumo Pontífice con el título de Clemente XIV.

Desde que el cardenal Ganganelli fue ascendido a la Silla de San Pedro, cayó sobre él la enorme influencia y presión del marqués de Aubeterre, representante de Francia en Roma, y de don José Moñino, nuevo representante de Carlos III, encargado por éste de arrancar al Papa la promesa formal de la extinción, y al que por ello se premió con el condado de Floridablanca. No era fácil la situación del nuevo Pontífice frente a las presiones que recibía. Si no complacía a los que se llamaban monarcas católicos, los embajadores le amenazaban con un nuevo cisma dirigido desde las alturas; si lo hacía, aparte de la monstruosa injusticia de convertirse en brazo ejecutor de las maquinaciones sectarias contra los más fieles defensores de la fe, abría el camino a los enemigos de la Iglesia para nuevas y más escandalosas pretensiones.

Su Santidad demoró cuanto le fue posible la solución del conflicto, excusándose unas veces con lo grave del negocio, otras con la necesidad de oír al clero en un concilio general, la falta de unidad en los monarcas en cuyos Estados existían instituciones regidas por jesuitas y la necesidad de que pasase algún tiempo y no pudiera pensarse que la extinción de la Compañía de Jesús constituía un pacto previo a su elección; pero los monarcas y los masones no se conformaban con la espera, y el representante de Carlos III, don José Moñino, llevó sus exigencias ante el Pontífice hasta la amenaza y el desacato.

La resistencia de Su Santidad en la ejecución de lo que se le pedía arrastró a los reyes coligados a la vía de los hechos, e invadieron las provincias pontificias de Aviñón, Benevento y Pontecorvo, y ante la amenaza de la guerra y del cisma que amenazaba de establecer un patriarcado independiente en cada nación, el desdichado Pontífice promulgó el breve "Dominus ac redemtor noster" de 21 de julio de 1773, en que, sin condenar la doctrina, ni el sistema, ni las costumbres de los jesuitas, suprime la Compañía, fundamentándolo en las quejas de algunos monarcas.

Si el breve causó consternación en el mundo católico, la publicación en Roma produjo general desagrado, que afligió al Colegio Cardenalicio y a todo el episcopado. El virtuoso arzobispo de Paris, Cristóbal de Beaumont, tan destacado por su sabiduría y santidad, contestó a consulta de Su Santidad que "la abolición de la Compañía de Jesús era perjudicial a la Iglesia y que, por serlo, no consentiría el clero de Francia que el breve se publicase en aquel reino". En Prusia y Rusia, sus reyes se negaron a extinguir a la Orden, pese a las excitaciones que desde París les hacían los filósofos y masones. El mundo católico consideró que el breve había sido arrancado por la coacción y que no tenía virtualidad; sin embargo, la ejecución de la extinción de la Compañía fue llevada a cabo por las potestades civiles, ocupados los colegios y apoderándose de sus bienes; y en la propia Roma, bajo la jurisdicción vaticana, el general Ricci, de los jesuitas, sus asistentes, el secretario de la Orden y otros muchos religiosos fueron conducidos presos al castillo de Sant Angelo. Los archivos de la Compañía y los documentos de la Orden fueron en las distintas naciones asaltados y confiscados, sin que nada se encontrase que pudiera servir de cargo contra los virtuosos hijos de San Ignacio. Los procesos que contra la Compañía se abrieron fueron la más grande justificación de santidad que registran los anales de las persecuciones religiosas.

Una ligera atenuante se encuentra en la actuación del Pontífice contra la Compañía, pues, no queriendo, sin duda, comprometer a la Iglesia en forma decisiva y mirando quizá un porvenir más grato, extinguió la Compañía bajo la forma de un breve, más fácil de revocarse por otro y de menor trascendencia que una bula de abolición, de mucho mayor alcance; breve que ni fue notificado a las autoridades de la Orden y que, vergonzante, no se atrevió a fijar en las puertas de la basílica de San Pedro.

Refieren los escritores contemporáneos que los que asistieron al Papa al firmar éste el breve de extinción, le escucharon estas proféticas palabras: "Esta supresión me acarreará la muerte". Una idea obsesionante invadió desde entonces su cerebro. Su conciencia se rebelaba ante el trágico destino dado a los fieles hijos de la Iglesia, y como hombre dominado por un pensamiento aterrador, clamaba por los salones de su palacio: "¡Perdón! ¡Perdón! ¡Lo hice compelido! ¡Lo hice compelido!", agravándose sucesivamente hasta entregar su alma a Dios.

Hecha la autopsia por los facultativos nombrados al efecto, declararon haber muerto de enfermedad natural; mas una circunstancia extraña había de pesar para siempre sobre el recuerdo del desventurado. Refieren a estos efectos los historiadores: "Que desde el Quirinal fue trasladado su cuerpo a la Capilla Sixtina, y, a pesar de estar embalsamado, cayó en tal corrupción que hubo necesidad de embalsamarle nuevamente y de reducirle casi a esqueleto. Ni aun así pudo estar de cuerpo presente los tres días de costumbre, pues aumentóse la corrupción aquella noche y fue preciso cerrar el ataúd y hasta usar de pez, siendo inaguantable el hedor que transpiraba por las junturas."

La elección de nuevo Pontífice en el Papa Pío VI cambió el horizonte de la persecución, y, pese al empeño del representante español en Roma, don José Moñino, para que su general y los jesuitas fuesen sentenciados por la curia romana, el Sumo Pontífice, convencido de la inocencia de los religiosos, quiso que los juzgase la misma Comisión nombrada por Clemente XIV bajo la presión española, la que acabó pronunciando su fallo favorable, que absolvía completamente a los acusados.

El general Ricci, todavía detenido en el castillo de Sant Angelo, por no haberse aún declarado solemnemente la inocencia del venerable anciano, falleció el 9 de noviembre de 1775, tras haberse despedido cariñosamente de sus hijos, perdonar a sus perseguidores y hacer profesión solemne de la falsedad de las acusaciones y de la inocencia de la Orden. El Sumo Pontífice quiso exteriorizar su sentimiento y el gran aprecio que le tenía celebrando un solemne funeral, testimonio público de su afecto a la Orden y solemne, aunque modesta, reparación a las calumnias e injurias sufridas, siendo enterrado, por orden del Papa, en la misma iglesia y junto a los demás generales finados de la Compañía.

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