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Actividades en Francia

17 de septiembre de 1950

La persecución de la masonería contra la Iglesia católica tiene su precedente en el cisma que Enrique VIII, el degenerado Monarca británico, introdujo en la hasta entonces catolicísima Inglaterra, como consecuencia de sus luchas por satisfacer sus pasiones libidinosas.

Creada la masonería, y en estrecho maridaje con la Iglesia anglicana, fue el Pontífice romano y la religión verdadera el blanco a que apuntaron la mayor parte de las conspiraciones que las logias promovieron.

En toda la literatura con la que en el siglo XVIII se realiza la propaganda contra la Compañía de Jesús, fiel defensora de la doctrina pontificia, aparece la referencia a la "conjuración de la pólvora" o "maquinación de la pólvora", que falseando la Historia y calumniando a la Orden pretendió en Inglaterra menoscabar el crédito y el prestigio de que gozaba la Compañía de Jesús.

Desde que en Inglaterra se desencadenó el cisma, todos aquellos obispos que se negaron a reconocer la primacía del Rey en la Iglesia y admitir la nueva liturgia -lo mismo que sucede hoy en tantos países caídos bajo la tiranía comunista- fueron presos o desterrados, muriendo algunos de ellos, con muchos sacerdotes, en las prisiones o en el exilio. Privados los católicos seglares de la dirección prudente de sus sacerdotes y misioneros, emigrados éstos a otros países y heridos aquéllos en lo más Intimo de su conciencia por la persecución, concibieron el deshacerse del Rey, de sus ministros y de los miembros de las Cámaras que dirigían o apoyaban la sañuda persecución haciéndoles votar en la fecha del 5 de noviembre de 1605, señalada para la apertura del Parlamento.

La Historia demostró que los jefes de aquella conspiración fueron dos señores de la más rancia nobleza: Percy, de la Casa de Northumberland, y Catesvi, de otra gran familia inglesa, los que habiendo alquilado una casa contigua al Parlamento, la comunicaron con él a través de un pasadizo subterráneo que conducía debajo del lugar donde el Rey, unido con los pares y diputados, inauguraría las sesiones. Treinta y seis grandes barriles de pólvora y materias explosivas se habían almacenado al efecto.

La Historia asigna a Percy la imprudencia de que, queriendo salvar a un gran amigo que pertenecía al Parlamento, le hizo dirigir por mano extraña un aviso misterioso aconsejándole no asistir a la ceremonia, lo que fue motivo a que, hechas unas indagaciones por el Gobierno, se encontrasen la cueva y los explosivos acumulados. Descubiertos los principales conjurados, se pusieron en fuga, y, perseguidos por la fuerza pública, se defendieron, y los que no murieron en el encuentro con sus perseguidores fueron conducidos a Londres, donde sufrieron el último suplicio.

El simple hecho de encontrarse aquel día en la capital de la Gran Bretaña los antiguos misioneros de la Compañía de Jesús, Enrique Garnet y Eduardo Olldercone, ajenos por completo al suceso, que no se habían movido de la ciudad ni antes ni después de los hechos, hizo que con el tiempo fuesen también complicados en la causa y perseguidos a título de autores y agentes secretos de la conspiración y que se les aplicara la pena de muerte.

En estos sucesos remotos del año 1605 y en la inicua ejecución de dos inocentes tomó fundamento la campaña que, descrita con vivos colores por los enemigos de la fe católica, hicieron correr los masones por el mundo en el siglo XVIII, como antecedente para demostrar el espíritu de conspiración y rebeldía que animaba a la Compañía de Jesús. La fábula del regicidio tomaba así estado en la conciencia pública y hacía fácil en lo sucesivo el achacar el atentado contra el rey José de Portugal y las conspiraciones futuras a quienes siendo por sus virtudes y celo apostólico incapaces de tales hechos, y los más celosos defensores de la fe, constituían el obstáculo más formidable que encontraban en su camino las conspiraciones de la secta. "Maquinación de la pólvora" que sirvió al sectario Consejo extraordinario que reunió el Rey de España como antecedente para, unida a la canallesca persecución de Portugal, decidirle a aquel acto inicuo de la expulsión.

Expulsada la Compañía de Portugal y España y extendida por Francia la campaña que sus gobernantes masones habían desencadenado con sus aportaciones calumniosas y falsas, les fue fácil a los masones de la nación vecina aprovecharse de ella para resucitar las viejas injurias que con motivo del atentado de 5 de enero de 1757, en que un agresor llamado Damiens clavó un puñal en el pecho de Luis XV, se habían arrojado sobre la Compañía de Jesús para apartarla del real favor, y que hasta el propio Voltaire había rechazado por calumniosas, negándose a publicar una calumnia tan monstruosa. Las frases que el conspicuo filósofo escribió entonces a uno de los propagadores no dejaron lugar a dudas: "Ya debes de haber conocido que no guardo consideraciones a los jesuitas. Pues bien: si ahora tratase de acusarlos de un crimen de que los han justificado Damiens y la Europa entera, únicamente lograría sublevar la posteridad en favor suyo y yo no sería más que un eco vil de los jansenistas." Palabras bien claras y terminantes de un enemigo de la fe y detractor de la Compañía, que por esta cualidad no podía ser sospechoso.

No obstante que la Historia había demostrado que el criminal Damiens, si bien había servido en los primeros años de su juventud con los jesuitas, cuando cometió su atentado era jansenista fogoso y se encontraba al servicio de los filósofos y parlamentarios masones, éstos arrojaron calumniosamente sobre los jesuitas la culpabilidad aprovechándose de hallar al frente de la nación un Rey escéptico, falto de vigor para hacerse respetar y obedecer y prematuramente avejentado, que, sumido en una insensibilidad voluptuosa, pasaba la vida entre el desenfreno y los remordimientos, y que no obstante los esfuerzos del virtuoso arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, y la buena disposición de la Reina y del Delfín, entre los que los jesuitas disfrutaban de gran afecto y crédito, los jansenistas y los filósofos ganaron las posiciones y acabaron socavando a la propia Monarquía.

Conocían los masones y conspiradores de la nación gala que en el frente que los buenos consejeros pretendían establecer para la defensa de la Compañía existía un portillo de más fácil acceso, constituido por la marquesa de Pompadour, voluble, ambiciosa y disgustada, cuyo valimiento y benevolencia consiguieron fácilmente captarse; y aunque en el ánimo de la favorita luchaban sus sentimientos y pasiones con su vieja educación religiosa y la estimación general de que disfrutaba, acabó, sin embargo, decidiéndose a ayudar a las sectas al negarse el padre Desmarets, de la Compañía, a dar la absolución y los santos sacramentos a Luis XV si no se separaba de la favorita y se arrepentía con propósito de verdadera enmienda de la vida pasada. Con el favor de la privada acabó perdiéndose el favor del Monarca, que desencadenó la ira servil de muchos cortesanos, que desde entonces se sumaron a los ataques de la secta contra los hijos de San Ignacio.

Contando ya con la benevolencia real, desde entonces se gritó, se escribió, se calumnió cuanto plugo a las sectas masónicas, y a las viejas y calumniosas diatribas se agregaron otras más nuevas y monstruosas, cuando un suceso sobrevenido como consecuencia de la guerra sostenida entre Francia e Inglaterra descargó sobre los jesuitas la tormenta que desde hacia varios años se venía formando; destruido por la guerra el comercio de la Martinica y derrumbada la economía de aquella isla, se vino también abajo la prosperidad de que hasta entonces había disfrutado una factoría que la actividad de un jesuita, el padre La Valette, había creado para la mejora económica de los indígenas. Al no poder aquélla satisfacer sus compromisos y suspender sus pagos, los masones y filósofos desencadenaron sobre la Compañía una campaña de descrédito, queriendo descargar sobre la institución la responsabilidad de los quebrantos de la factoría que con independencia de la Orden venía rigiendo el activo misionero.

Aunque la Compañía de Jesús demostró claramente su irresponsabilidad en los asuntos que el padre La Valette, como colonizador, pudiera haber contraído y del juramento que éste mismo hizo ante sus jueces "de que ni los superiores de la Orden ni ningún individuo de ella habían tenido parte ni connivencia en sus actos; que pedía perdón a todos sus hermanos por las calumnias que por causa suya había sufrido la Compañía y rogaba al juez que con la sentencia mandase publicar esta declaración, que hacía de su propia libertad, jurando que ninguno le había compelido ni exhortado a que la diese", siguieron los odios de los enemigos, que ansiaban satisfacer su sed de venganza alentados por la Pompadour, los jansenistas y los nuevos filósofos.

Muerto en 26 de enero de 1761 el virtuoso primer ministro Belle Isle, y reemplazado en aquel importante puesto por el duque de Choiseul, hombre impío y vano, poseído de una desmedida ambición que le había entregado al sectarismo más extremo, procedió éste a dar muerte al Instituto de San Ignacio, entregando al Parlamento de París el cuerpo indefenso de la Compañía. A pretexto de que decidiesen sobre un asunto comercial, único sobre el que tenían competencia, entregó a los filósofos y jansenistas del Parlamento de París, muchos de ellos masones, la resolución sobre la quiebra de la Martinica, ocasión que los masones del Parlamento de París aprovecharon para trasladar la cuestión al terreno de lo religioso y usurpando funciones revisar los estatutos de la Compañía de Jesús, vedándoles que recibiesen a nadie en su seno y continuasen enseñando la teología; poniendo en entredicho todas las bulas, rescriptos y demás concesiones apostólicas que disfrutaban. De esta forma, al tiempo que por un decreto se destruían las obras y congregaciones de jesuitas, que se ocupaban de ejercicios de piedad de los fieles, se permitía la multiplicación de las logias masónicas, que, desconocidas hasta entonces en muchas provincias, se extendieron por todos los lugares dependientes de la Corona de Francia, con menoscabo de la paz interna y de la doctrina del Evangelio.

Alarmado el Rey por el giro que tomaban los acontecimientos, convocó una asamblea de obispos, en la cual se re unieron entre cardenales, arzobispos y obispos cincuenta y un prelados, los que se pronunciaron en favor de los jesuitas por cuarenta y cinco votos contra sólo seis, cinco de ellos supeditados a Choiseul, pero que sólo diferían de los demás en que queriendo poner una vela a Dios y otra al diablo, proponían establecer determinadas modificaciones en la Orden. Setenta prelados ausentes se adhirieron al parecer de la mayoría.

La autoridad de esta resolución exasperó a los masones, protestantes, jansenistas, filósofos y demás enemigos de la Iglesia, que multiplicaron sus ataques con el apoyo de Choiseul, que buscaba concentrar la atención del país en estos sucesos y apartar de la gravísima situación que padecía con una guerra larga y desgraciada que le obligaba a ceder a Inglaterra el Canadá.

En 1 de abril de 1762, al tiempo que se disponía el cierre de los establecimientos que la Orden regía en Francia y sus colonias, se inundaba el país de obras y folletos sacando a la luz todas las calumnias y falsedades que desde la expulsión de Portugal corrían por el Occidente. Libelos en que no había delito que no se imputase a los seguidores de San Ignacio, tachando ser la doctrina del Instituto la de revolución permanente contra el Soberano, de sostenedores en la opinión del regicidio y de maquinar contra el dogma y la moral.

La campaña pronto dio sus resultados, y en 6 de agosto de 1762 el Parlamento de Paris pronunció el fallo, en que, tras imputaciones falsas y calumniosas, "se ordena a los jesuitas que renuncien a su regla, al uso de su hábito, a vivir en comunidad, a tener correspondencia con los demás individuos de la Compañía y a desempeñar ningún cargo sin jurar previamente estar de acuerdo con este decreto". Los Parlamentos de provincias, trabajados en sus minorías masónicas y enemigas de la Iglesia, se asociaron por una escasa minoría, excepto uno de ellos, al Acuerdo del de Paris, convirtiéndose en ejecutores inconscientes de la condena masónica: unos, arrastrados por la adulación y las lisonjas de una minoría influyente y maquinadora, y otros, ganados por las campañas de difamación, la tendencia a las novedades, la envidia de la Orden por la confianza y concepto de que gozaban los religiosos entre el pueblo y, en general, por un deseo inmoderado de extender sus atribuciones.

Cogido el Rey en la hábil maniobra que Choiseul le tendió, aceptó la afrenta de sancionar con su firma la ley inicua, que estableció, entre otras cosas, "que la Compañía de Jesús no sería admitida jamás en su Reino, ni en sus tierras y señoríos de su Corona", poniendo a sus miembros en el monstruoso dilema "de abjurar de su Instituto y ratificar con su juramento la certeza de las imputaciones hechas en sus condenas o su muerte civil". Los cuatro mil miembros de la Compañía eligieron sin vacilar el camino del sacrificio.

Muy pronto la dinastía francesa había de cobrar, con la maldición del cielo, la letra que contra su Dios y Señor había extendido.

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