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Inicio del Concilio de Trento

Concil. Trident. Sess. XXV in Acclam.

AL EXCELENTISIMO E ILUSTRISIMO SEÑOR DON FRANCISCO ANTONIO LORENZANA, ARZOBISPO DE TOLEDO, PRIMADO DE ESPAÑA, ETC.

EXCMO. SEÑOR.

La santidad, y certidumbre de las materias que definió el sacrosanto Concilio de Trento, no dan lugar a que busque patrocinio, pues no lo necesitan. Pero sí es debido que esta traducción se publique autorizada con el nombre del Arzobispo de Toledo, Primado de España, para que se aseguren los fieles de que esta es la doctrina Católica, este el pasto saludable, y este el tesoro que comunicó Jesucristo a sus Apóstoles, y ha llegado intacto a manos de V. E. que lo entregará a otros, para que lo conserven en su pureza hasta la consumación de los siglos. Las virtudes Pastorales de V. E. y su anhelo por mantener, y propagar la buena doctrina, me dan confianza de que recibirá la traducción de este santo Concilio con el gusto que practica sus decretos, y cuida de que los observen sus ovejas.

Excmo. e Illmo. Señor,

A. L. P. de V. E.

D. Ignacio López de Ayala

Prólogo

Aunque los eclesiásticos y seglares sabios puedan disfrutar plenamente la doctrina del sagrado Concilio de Trento en el idioma latino en que se publicó, es tan importante y necesaria su lectura a todos los fieles en general, tan sencilla, y acomodada su explicación a la capacidad del pueblo, que no debe extrañarse se comunique en lengua castellana a los que no tienen inteligencia de la latina. El conocimiento de los dogmas, o verdades de fe, es necesario a todos los cristianos; y en ningún concilio general se ha decidido mayor número de verdades católicas sobre misterios de la primera importancia, cuales son los que pertenecen a la justificación, al pecado original, al libre albedrío, a la gracia, y a los Sacramentos en común y en particular. Como la divina misericordia conduce los fieles por medio de estos a la vida eterna, y sus verdades son prácticas; es necesario ponerlos con frecuencia en ejecución. De aquí es que no sólo es conveniente este conocimiento a los eclesiásticos que administran los Sacramentos, sino también a los fieles que los reciben. A los legos pertenece igualmente la instrucción en muchos puntos de disciplina que estableció este sagrado Concilio. Y esta es la razón porque él mismo mandó formar su Catecismo, y ordenó que algunos de sus decretos se leyesen repetidas veces al pueblo cristiano.

Ninguno de cuantos se glorían con este nombre tiene mayor derecho que los Españoles para aprovecharse de la doctrina, y saludables máximas de aquel congreso sacrosanto. Estas son las mismas verdades, cuya decisión promovieron y ampararon sus Monarcas; estos los puntos que ventilaron, probaron y defendieron sus Teólogos; y estos los dogmas y disciplina que decidieron y decretaron sus Prelados. Ningunos Obispos más celosos ni desinteresados que los Españoles en promover la gloria de Dios, la santidad de las costumbres, y la pureza de la religión, fueron los más prontos en asistir, aunque eran los más distantes; y a pesar de los grandes obstáculos que les opusieron, fueron los más firmes en continur esta obra grande, de que esperaban volviese al seno de la Iglesia la Alemania, confundida y despedazada con execrables errores.

Durará sin duda con la Iglesia la memoria de su celo; y resonarán con los nombres de Don Fray Bartolomé de los Mártires, de Don Pedro Guerrero, del Cardenal Pacheco, de Don Martín de Ayala, de Don Diego de Alava, y de otros muchos españoles, los tiernos y vehementes clamores con que pidieron la reforma de costumbres, anhelando por ver renacer aquellos primitivos y felices días en que florecieron a competencia el celo y desinterés de los eclesiásticos, y el candor, pureza y sumisión de los seglares. ¿Cuánto no ayudaron con sus luces los sabios españoles Domingo y Pedro de Soto, Carranza, Vega, Castro, Carvajal, Lainez, Salmerón, Villalpando, Covarrubias, Menchaca, Montano y Fuentidueñas? Los puntos más importantes se cometieron a su examen, y contribuyendo con su talento y sabiduría a la defensa de la fe católica, y al lustre inmortal de la nación española, correspondieron ampliamente al honor con que los distinguió el santo Concilio, y a la expectación de la Iglesia universal. ¿Qué dificultades no vencieron también los Reyes de España para lograr la convocación del santo Concilio, para principiarlo, proseguirlo, y restablecerlo después de haberse interrumpido en dos ocasiones? Al Emperador Carlos V, a su hermano Ferdinando y a Felipe II se debe la victoria de tantos obstáculos como fue necesario superar para llevar al cabo tan santa y necesaria obra. Los Españoles, pues, tienen justísimo derecho de disfrutar en su idioma la misma doctrina que promovieron sus Reyes, ventilaron sus Teólogos, y decidieron sus Obispos.

La traducción que se presenta es literal, aunque la diferencia de los dos idiomas, y del estilo propio del Concilio haya obligado a seguir muy diferente rumbo en la colocación de las palabras. No obstante, el original es la norma de nuestra fe y costumbres, y la única fuente adonde se debe recurrir cuando se trate de averiguar profundamente las verdades dogmáticas y de disciplina, sobre cuya inteligencia se pueda suscitar alguna duda. Con este objeto, y por dar una edición bien corregida, se ha impreso en el mismo tomo el texto latino, revisto con suma diligencia, y confrontado con la edición que pasa por original; es a saber, la de Roma hecha por Aldo Manucio en 1564, con la de Alcalá por Andrés Angulo en el mismo año, con la de Felipe Labé en 1667, y con la que publicó últimamente en Amberes en 1779 Judoco Le Plat, doctor de Lobayna. También se han tenido presentes las Sesiones que se estamparon en Medina del Campo en 1554, y en fin la edición de Madrid de 1775, que no corresponde por cierto al buen deseo de los que la publicaron; porque habiendo copiado a la de Roma de 1732, sacó los mismos yerros que esta, y en una y otra faltan palabras, y a veces líneas. Este esmero, siempre necesario para dar a luz una obra de tanta consecuencia, ha sido mayor después que el supremo Consejo de Castilla se sirvió ordenar que además del sabio teólogo que aprobó esta traducción, nombrase otro el M. R. Arzobispo de Toledo, con cuyo auxilio cotejase el traductor cuidadosamente esta vez con dicho original, para que no sólo en lo sustancial, sino aun en la más mínima expresión vayan en todo conformes, y se logre que salga esta obra al público perfecta en todas sus partes. ¡Ojalá que el cuidado puesto en la edición corresponda a las intenciones del supremo Consejo, y al celo con que el Excelentísimo señor Arzobispo de Toledo ha encomendado la exactitud en la corrección! Consta a lo menos, que el texto latino que publicamos, tiene menos defectos qu el de la edición de Roma estimada por original, y certificada como tal por el secretario y notarios del mismo santo Concilio.

Por lo demás, no parece se debe advertir a los lectores legos, sino que los decretos pertenecientes a la fe son siempre certísimos, siempre inalterables, siempre verdaderos, e incapaces de mudanza o variación alguna. Pero los decretos de disciplina, o gobierno exterior, en especial los reglamentos que miran a tribunales, procesos, apelaciones, y otras circunstancias de esta naturaleza, admiten variación, como el mismo santo Concilio da a entender. En consecuencia, no hay que extrañar que no se conforme la práctica en algunos puntos con las disposiciones del Concilio; porque además de intervenir autoridad legítima para hacer estas excepciones, la historia eclesiástica comprueba en todos los siglos que los usos loables, y admitidos en unos tiempos, se reprobaron y prohibieron en otros, y los que adoptaron unas provincias, no los recibieron otras.

Para que los lectores tengan presentes los puntos históricos principales, y los motivos que hubo para congregar el Concilio, para disolverlo en dos ocasiones, y para volverlo a continuar hasta finalizarlo, basta por ahora la lectura de las bulas de convocación de Paulo III, Julio III y Pío IX: pues consta en ellas así la urgente necesidad de convocar como los obstáculos humanamente insuperables que es necesario vencer para continuarlo, y conducirlo hasta su fin. Solo me ha parecido conveniente insertar la acta de la abertura, necesaria sin duda para conocer los Legados que presidían, proponían, y preguntaban, y el método y solemnidad con que se celebraban las Sesiones. El número y nombres de los Prelados, Embajadores y otros concurrentes, conta de los Apéndices, que se han descargado de muchas noticias pertenecientes a los Padres, y Doctores españoles, por no permitirlas la magnitud del volumen. Espero no obstante dar noticias más individuales e importantes de estos sabios y virtuosos héroes en la historia del Concilio de Trento, de que tengo trabajada mucha parte, íntimamente persuadido a que ningunos sucesos del siglo décimosexto pueden dar más alta y noble idea del celo, entereza y sabiduría de los Españoles.

Bula convocatoria del Concilio de Trento en el pontificado de Paulo III

Paulo Obispo, siervo de los siervos de Dios: para perpetua memoria. Considerando ya desde los principios de este nuestro Pontificado, que no por mérito alguno de nuestra parte, sino por su gran bondad nos confió la providencia de Dios omnipotente; en qué tiempos tan revueltos, y en qué circunstancias tan apretadas de casi todos los negocios, se había elegido nuestra solicitud y vigilancia Pastoral; deseábamos por cierto aplicar remedio a los males que tanto tiempo hace han afligido, y casi oprimido la república cristiana: mas Nos, poseidos también, como hombres, de nuestra propia debilidad, comprendíamos que eran insuficientes nuestras fuerzas para sostener tan grave peso. Pues como entendiésemos que se necesitaba de paz, para libertar y conservar la república de tantos peligros como la amenazaban, hallamos por el contrario, que todo estaba lleno de odios y disensiones, y en especial, opuestos entre sí aquellos Príncipes a quienes Dios ha encomendado casi todo el gobierno de las cosas. Porque teniendo por necesario que fuese uno solo el redil, y uno solo el pastor de la grey del Señor, para mantener la unidad de la religión cristiana, y para confirmar entre los hombres la esperanza de los bienes celestiales; se hallaba casi rota y despedazada la unidad del nombre cristiano con cismas, disensiones y herejías. Y deseando Nos también que estuviese prevenida, y asegurada la república contra las armas y asechanzas de los infieles; por los yerros y culpas de todos nosotros, ya al descargar la ira divina sobre nuestros pecados, se perdió la isla de Rodas, fue devastada la Ungría, y concebida y proyectada la guerra por mar y tierra contra la Italia, contra la Austria y contra la Esclavonia: porque no sosegando en tiempo alguno nuestro impío y feroz enemigo el Turco; juzgaba que los odios y disensiones que fomentaban los cristianos entre sí, era la ocasión más oportuna para ejecutar felizmente sus designios. Siendo pues llamados, como decíamos, en medio de tantas turbulencias de herejías, disensiones y guerras, y de tormentas tan revueltas como se han revuelto, para regir y gobernar la navecilla de san Pedro; y desconfiando de nuestras propias fuerzas, volvimos ante todas cosas nuestros pensamientos a Dios, para que él mismo nos vigorase y armase nuestro ánimo de fortaleza y constancia, y nuestro entendimiento del don de consejo y sabiduría. Después de esto, considerando que nuestros antepasados, que tanto se distinguieron por su admirable sabiduría y santidad, se valieron muchas veces en los más inminentes peligros de la república cristiana, de los concilios ecuménicos, y de las juntas generales de los Obispos, como del mejor y más oportuno remedio; tomamos también la resolución de celebrar un concilio general: y averiguados los pareceres de los Príncipes, cuyo consentimiento en particular nos parecía útil y conducente para celebrarlo; hallándolos entonces inclinados a tan santa obra, indicamos el concilio ecuménico y general de aquellos Obispos, y la junta de otros Padres a quienes tocase concurrir, para la ciudad de Mantua, en el año de la Encarnación del Señor 1537, tercero de nuestro Pontificado, como consta en nuestras letras y monumentos, asignando su abertura para el día 23 de mayo, con esperanzas casi ciertas de que cuando estuviésemos allí congregados en nombre del Señor, asistiría su Majestad en medio de nosotros, como prometió, y disiparía fácilmente por su bondad y misericordia todas las tempestades de estos tiempos, y todos los peligros con el aliento de su boca. Pero como siempre arma lazos el enemigo del humano linaje contra todas las obras piadosas; se nos denegó primeramente contra toda nuestra esperanza y expectación, la ciudad de Mantua, a no admitir algunas condiciones muy ajenas de la conducta de nuestros mayores, de las circunstancias del tiempo, de nuestra dignidad y libertad, de la de esta santa Sede, y del nombre y honor eclesiástico; las que hemos expresado en otras letras Apostólicas. Nos vimos en consecuencia necesitados a buscar otro lugar, y señalar otra ciudad, que no ocurriéndonos por el pronto oportuna ni proporcionada, nos hallamos en la precisión de prorrogar la celebración del concilio hasta el primer día de noviembre. Entre tanto nuestro cruel y perpetuo enemigo el Turco invadió la Italia con una grande y numerosa escuadra; tomó, destruyó y saqueó algunos lugares en las costas de la Pulla, y se llevó cautivas muchas personas. Nos estuvimos ocupados, en medio del grande temor y peligro de todos, en fortificar nuestras costas, y ayudar con nuestros socorros a los comarcanos, sin dejar no obstante de aconsejar entre tanto, ni de exhortar los Príncipes cristianos a que nos manifestasen sus dictámenes acerca del lugar que tuviesen por oportuno para celebrar el concilio. Mas siendo varios y dudosos sus pareceres, y creyendo Nos que se dilataba el tiempo mas de lo que pedían las circunstancias; con muy buen deseo, y a nuestro parecer también con muy prudente resolución, elegimos a Vincencia, ciudad abundante, y que además de tener la entrada franca, gozaba de una situación enteramente libre y segura para todos, mediante la probidad, crédito y poder de los Venecianos, que nos la concedían. Pero habiéndose adelantado el tiempo mucho, y siendo necesario avisar a todos la elección de la nueva ciudad; y no siendo posible por la proximidad del primer día de noviembre, que se divulgase la noticia de la que se había asignado, y estando también cerca el invierno; nos vimos otra vez necesitados a diferir con nueva prórroga el tiempo del concilio hasta la primavera próxima, y día primero del siguiente mes de mayo. Tomada y resuelta firmemente esta determinación, habiéndonos preparado, así como todas las demás cosas, para tener y celebrar exactamente con el auxilio de Dios el concilio; creyendo que era muy conducente, así para su celebración, como para toda la cristiandad, que los Príncipes cristianos tuviesen entre sí paz y concordia; insistimos en rogar y suplicar a nuestros carísimos hijos en Cristo, Carlos emperador de Romanos siempre Augusto y Francisco rey cristianísimo, ambos columnas y apoyos principales del nombre cristiano, que concurriesen a un coloquio entre sí, y con Nos: en efecto con ambos habíamos procurado muchísimas veces por medio de cartas, Nuncios y Legados nuestros a latere, escogidos entre nuestros venerables hermanos los Cardenales, que se dignasen pasar de las enemistades y discordias que tenían a una piadosa alianza y amistad, y prestasen su auxilio a los negocios de la cristiandad que se arruinaban; pues teniendo ellos el poder principal concedido por Dios para conservalos, tendrían que dar rígida y severa cuenta al mismo Dios, si no lo hiciesen así, ni dirigiesen sus designios al bien común de la cristiandad. Por fin movidos los dos de nuestras súplicas, concurrieron a Niza, adonde Nos también emprendimos un viaje largo y muy penoso en nuestra anciana edad, llevados de la causa de Dios y del restablecimiento de la paz: sin que entre tanto omitiésemos, pues se acercaba el tiempo señalado para principiar el concilio, es a saber, el primer día de mayo, enviar a Vincencia Legados a latere de suma virtud y autoridad, del número de los mismos hermanos nuestros los cardenales de la santa Iglesia Romana, para que hiciesen la abertura del concilio, recibiesen los Prelados que vendrían de todas partes, y ejecutasen y tratasen las cosas que tuviesen por necesarias, hasta que volviendo Nos del viaje y conferencias de la paz, pudiésemos arreglarlo todo con la mayor exactitud. En el tiempo intermedio nos dedicamos a aquella santa, y en extremo necesaria obra, es a saber, a tratar de la paz entre los Príncipes; lo que por cierto hicimos con sumo cuidado, y con toda caridad y esmero de nuestra parte. Testigo nos es Dios, en cuya clemencia confiábamos, cuando nos expusimos a los peligros de la vida y del camino. Testigo nos es nuestra propia conciencia, que en nada por cierto tiene que reprendernos, o por haber omitido, o por no haber buscado los medios de conciliar la paz. Testigos son también los mismos Príncipes, a quienes tantas veces, y con tanta vehemencia hemos suplicado por medio de Nuncios, cartas, Legados, avisos, exhortaciones, y toda especie de ruegos, que depusiesen sus enemistades, se confederasen, y ocurriesen unidos con sus providencias y auxilios a socorrer la república cristiana, puesta en el mayor y más inminente peligro. En fin, testigos son aquellas vigilias y cuidados, aquellos trabajos que día y noche, afligían nuestro ánimo, y aquellos graves y frecuentísimos desvelos que hemos tenido por esta causa y objeto: sin que aun todavía hayan tocado el fin que han pretendido nuestros designios y disposiciones. Tal ha sido la voluntad de Dios; de quien sin embargo no desesperamos que mirará alguna vez con benignidad nuestros deseos. Nos por cierto, en cuanto ha estado de nuestra parte, nada hemos omitido de cuanto era correspondiente a nuestro Pastoral oficio. Y si hay algunos que interpreten en siniestro sentido estas nuestras acciones de paz; lo sentimos por cierto; mas no obstante en medio de nuestro dolor damos gracias a Dios omnipotente, quien por darnos ejempo y enseñanza de paciencia, quiso que sus Apóstoles se tuviesen por dignos de padecer injurias por el nombre de Jesucristo, que es nuestra paz. Y aunque en aquel nuestro congreso, y coloquio que se tuvo en Niza, no se pudo, por nuestros pecados, efectuar una verdadera y perpetua paz entre los Príncipes; se hicieron no obstante treguas por diez años: y esperanzados Nos de que con esta oportunidad se podría celebrar más cómodamente el sagrado concilio, y además de esto efectuarse la paz por la autoridad del mismo; insistimos con los Príncipes en que concurriesen personalmente a él, condujesen los Prelados que tenían consigo, y llamasen los ausentes. Mas habiéndose excusado los Príncipes en una y otra instancia, por tener a la sazón necesidad de volver a sus reinos, y ser debido que los Prelados que habían traído consigo, cansados del camino, y apurados con los gastos, descansasen, y se restableciesen; nos exhortaron a que decretásemos otra prórroga para la celebración del concilio. Como tuviésemos alguna dificultad en concederla, recibimos en este medio tiempo cartas de nuestros Legados que estaban en Vincencia, en que nos decían, que pasado ya, con mucho, el día señalado para principiar el concilio, apenas había venido a aquella ciudad uno u otro Prelado de las naciones extranjeras. Con esta nueva, viendo que de ningún modo se podía celebrar en aquel tiempo, concedimos a los mismos Príncipes que se difiriese hasta el santo día de Pascua, y fiesta próxima de la Resurrección del Señor. Las Bulas de este nuestro precepto, y decreto sobre la dilación, se expidieron y publicaron en Génova el 28 de junio del año de la Encarnación del Señor 1538: y con tanto mayor gusto convenimos en esta demora, cuanto los dos Príncipes nos prometieron que enviarían sus embajadas a Roma para que ventilasen y tratasen en ella con Nos mas cómodamente los puntos que quedaban por resolver para la conclusión de la paz, y no se habían podido evacuar todos en Niza por la brevedad del tiempo. Ambos soberanos nos habían también pedido por esta razón, que precediese la pacificación a la celebración del concilio; pues establecida la paz, sería sin duda el mismo concilio mucho más útil y saludable a la república cristiana. Siempre por cierto han tenido mucha fuerza sobre nuestra voluntad las esperanzas que se nos daban de la paz para asentir a los deseos de los Príncipes; y estas esperanzas las aumentó sobre manera la amistosa y benévola conferencia de ambos soberanos entre sí, después de habernos retirado de Niza; la cual entendida por Nos con extraordinario júbilo, nos confirmó en la justa confianza de que llegásemos a creer que al fin Dios había oído nuestras oraciones, y aceptado nuestros deseos por la paz; pues pretendiendo y estrechando Nos la conclusión de esta, y siendo de dictamen no sólo los dos Príncipes mencionados, sino también nuestro carísimo en Cristo hijo Ferdinando, rey de Romanos, de que no convenía emprender la celebración del concilio a no estar concluida la paz, y empeñándose todos con Nos por medio de sus cartas y embajadores, para que concediésemos nuevas prórrogas, e instando con especialidad el serenísimo César, demostrándonos que había prometido a los que están separados de la unidad católica, que interpondría con Nos su mediación para que se tomase algún medio de concordia; lo que no se podía hacer cómodamente antes de su viaje a la Alemania; persuadidos Nos con la misma esperanza de paz que siempre, y por los deseos de tan grandes Príncipes; viendo principalmente que ni aun para el día asignado de la fiesta de Resurrección habían concurrido a Vincencia más Prelados, escarmentados ya con el nombre de prórroga, que tantas veces se había repetido en vano; tuvimos por mejor suspender la celebración del concilio general a arbitrio nuestro y de la Sede Apostólica. Tomamos en consecuencia esta resolución, y despachamos nuestras letras a cada uno de los mencionados Príncipes, fechas en 10 de junio de 1539, como claramente se puede ver en ellas. Hecha, pues, por Nos de necesidad aquella suspensión, mientras esperábamos tiempo más oportuno, y algún tratado de paz que contribuyese después a dar majestad y multitud de Padres al concilio, y remedio más pronto y saludable a la república cristiana, de un día en otro cayeron los negocios de la cristiandad en estado mas deplorable; pues los Ungaros, muerto su rey, llamaron a los Turcos; el Rey Ferdinando les declaró la guerra; una parte de los Flamencos se tumultuó para rebelarse contra el César, quien pasando a sujetarlos a Flandes por la Francia, amistosamente, con gran conformidad del Rey Cristianísimo, y con grandes indicios de benevolencia entre los dos, y de allí a la Alemania, comenzó a celebrar las dietas de sus Príncipes y ciudades, con el objeto de tratar la concordia que había ofrecido. Pero frustradas ya todas las esperanzas de paz, y pareciendo también que aquel medio de procurar y tratar la concordia en las dietas era más eficaz para suscitar mayores turbulencias que para sosegarlas; Nos resolvimos a volver a adoptar el antiguo remedio de celebrar concilio general; y esto mismo ofrecimos al César por medio de nuestros Legados, Cardenales de la santa Romana Iglesia; y lo mismo también tratamos última y principalmente por su medio en la dieta de Ratisbona, concurriendo a ella nuestro amado hijo Gaspar Contareno, Cardenal de santa Praxedes, nuestro Legado, y persona de suma doctrina e integridad: porque pidiéndosenos por dictamen de aquella dieta lo mismo que habíamos recelado antes que había de suceder; es a saber, que declarásemos se tolerasen ciertos artículos de los que están apartados de la Iglesia, hasta que se examinasen y decidiesen por el concilio general; no permitiéndonos la fe católica cristiana, ni nuestra dignidad, ni la de la Sede Apostólica que los concediésemos; mandamos que más bien se propusiese abiertamente el concilio para celebrarlo cuanto antes. Ni jamás tuvimos a la verdad otro parecer ni deseo, que el que se congregase en la primera ocasión el concilio ecuménico y general. Esperábamos por cierto que se podría restablecer con él la paz del pueblo cristiano, y la unidad de la religión de Jesucristo; mas no obstante deseábamos celebrarlo con la aprobación y gusto de los Príncipes cristianos. Mientras esperábamos su voluntad; mientras observábamos este tiempo recóndito, este tiempo de tu aprobación, ¡o Dios! nos vimos últimamente precisados a resolver, que todos los tiempos son del divino beneplácito, cuando se toman resoluciones de cosas santas y conducentes a la piedad cristiana. Por tanto viendo con gravísimo dolor de nuestro corazón, que se empeoraban de día en día los negocios de la cristiandad; pues la Ungría estaba oprimida por los Turcos, los Alemanes en sumo peligro; y todas las demás provincias llenas de miedo, tristeza y aflicción; determinamos no aguardar ya el consentimiento de ningún Príncipe, sino atender únicamente a la voluntad de Dios omnipotente, y a la utilidad de la república cristiana. En consecuencia, pues, no pudiendo ya disponer de Vincencia, y deseando atender así a la salud eterna de todos los cristianos, como a la comodidad de la nación Alemana, en la elección de lugar que habíamos de hacer para celebrar el nuevo concilio; y que aunque se propusieron otros lugares, conocíamos que los Alemanes deseaban se eligiese la ciudad de Trento; Nos, aunque juzgábamos que se podían tratar más cómodamente todos los negocios en la Italia citerior; conformamos no obstante, movidos de nuestro amor paternal, nuestra determinación a sus peticiones. En consecuencia elegimos la ciudad de Trento para que se celebrase en ella el concilio ecuménico en el día primero del próximo mes de noviembre, determinando aquel lugar como que era a propósito para que pudiesen concurrir a él los Obispos y Prelados de Alemania, y de otras naciones inmediatas con suma facilidad; y los de Francia, España y provincias restantes más remotas, sin especial dificultad. Dilatamos no obstante la abertura hasta aquel día señalado, para dar tiempo a que se publicase este nuestro decreto por todas las naciones cristianas, y tuviesen todos los Prelados tiempo para concurrir a él. Y para haber dejado de señalar en esta ocasión el término de un año en la mudanza del lugar del concilio, como hemos prescrito en otras ocasiones en algunas Bulas; ha sido el motivo nohaber Nos querido diferir por más tiempo la esperanza de sanar en alguna parte la república cristiana, que tantas pérdidas y calamidades ha padecido. Vemos no obstante las circunstancias del tiempo; conocemos las dificultades; comprendemos que es incierto cuanto se puede esperar de nuestra resolución; pero sabiendo que está escrito: Descubre al Señor tus resoluciones, y espera en él, que él las cumplirá; tuvimos por más acertado colocar nuestra esperanza en la clemencia y misericordia divina, que desconfiar de nuestra debilidad. Porque sucede muchas veces al principiar las buenas obras, que lo que no pueden hacer los consejos de los hombres, lo lleva a debida ejecución el poder divino. Confiados pues, y apoyados en la autoridad de este mismo Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo, y de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo, de la que también gozamos en la tierra; y además de esto, con el consejo y asenso de nuestros venerables hermanos los Cardenales de la santa Iglesia Romana; quitada y removida la suspensión arriba mencionada, la misma que removemos y quitamos por la presente Bula; indicamos, anunciamos, convocamos, establecemos y decretamos, que el santo, ecuménico y general concilio se ha de principiar, proseguir y finalizar con el auxilio del mismo Señor, a su honra y gloria, y en beneficio del pueblo cristiano, en la ciudad de Trento, lugar cómodo, libre y oportuno para todas las naciones, desde el día primero del próximo mes de noviembre del presente año de la Encarnación del Señor 1542; requiriendo, exhortando, amonestando y además de esto mandando en todo rigor de precepto en fuerza del juramento que hicieron a Nos, y a esta santa Sede, y en virtud de santa obediencia y bajo las demás penas que es costumbre intimar y proponer contra los que no concurren cuando se celebran concilios, que tanto nuestros venerables hermanos de todos los lugares los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y nuestros amados hijos los Abades, como todos los demás a quienes por derecho o por privilegio es permitido tener asiento en los concilios generales, y dar su voto en ellos; que todos deban absolutamente concurrir y asistir a este sagrado concilio, a no hallarse acaso legítimamente impedidos, de cuya circunstancia no obstante estén obligados a avisar con fidedigno testimonio; o asistir a lo menos por sus procuradores y enviados con legítimos poderes. Rogando además y suplicando por las entrañas de misericordia de Dios, y de nuestro Señor Jesucristo, cuya religión y verdades de fe ya se combaten por dentro y fuera tan gravemente, a los mencionados Emperador, y Rey Cristianísimo, así como a los demás Reyes, Duques y Príncipes, cuya presencia si en algún tiempo ha sido necesaria a la santísima fe de Jesucristo, y a la salvación de todos los cristianos, lo es principalmente en este tiempo; que si desean ver salva la república cristiana; si comprenden que tienen estrecha obligación a Dios por los grandes beneficios que de su Majestad han recibido; no abandonen la causa, ni los intereses del mismo Dios; concurran por sí mismos a la celebración del sagrado Concilio, en el que será en extremo provechosa su piedad y virtud para la común utilidad y salvación suya, y de lo otros, así la temporal, como la eterna. Mas si (lo que no quisiéramos) no pudieren concurrir ellos mismos; envíen a lo menos sus Embajadores autorizados que puedan representar en el Concilio cada uno la persona de su Príncipe con prudencia y dignidad. Y ante todas cosas que procuren, lo que les es sumamente fácil, que se pongan en camino, sin tergiversación ni tardanza, para venir al Concilio, los Obispos y Prelados de sus respectivos reinos y provincias: circunstancia que en particular es absolutamente conforme a justicia, que el mismo Dios, y Nos alcancemos de los Prelados y Príncipes de Alemania; es a saber, que habiéndose indicado el Concilio principalmente por su caus y deseos, y en la misma ciudad que ellos han pretendido, tengan todso a bien celebrarlo, y darle esplendor con su presencia, para que mucho más bien, y con mayor comodidad se puedan cuanto antes, y del mejor modo posible, tratar en el mismo sagrado y ecuménico Concilio, consultar, ventilar, resolver, y llevar al fin deseado cuantas cosas sean necesarias a la integridad y verdad de la religión cristiana, al restablecimiento de las buenas costumbres, a la enmienda de las malas, a la paz, unidad y concordia de los cristianos entre sí, tanto de los Príncipes, como de los pueblos, así como a rechazar los ímpetus con que maquinan los Bárbaros e infieles oprimir toda la cristiandad; siendo Dios quien guíe nuestras deliberaciones, y quien lleve delante de nuestras almas la luz de su sabiduría y verdad. Y para que lleguen estas nuevas letras, y cuanto en ellas se contiene, a noticia de todos los que deben tenerla, y ninguno de ellos pueda alegar ignorancia, principalmente por no ser acaso libre el camino para que lleguen a todas las personas a quienes determinadamente se deberían intimar; queremos, y mandamos que cuando acostumbra juntarse el pueblo en la basílica Vaticana del Príncipe de los Apóstoles, y en la iglesia de Letran a oír la misa, se lean públicamente, y con voz clara por los cursores de nuestra Curia, o por algunos notarios públicos; y leidas se fijen en las puertas de dichas iglesias, y además de estas, en las de la Cancelaría Apostólica, y en el lugar acostumbrado del campo de Flora, en donde han de estar expuestas algún tiempo para que las lean y lleguen a noticia de todos; y cuando las quitaren de allí, queden no obstante colocadas sus copias en los mismos lugares. En efecto nuestra determinada voluntad es, que todas y cualesquiera personas de las mencionadas en esta nuestra Bula, queden tan obligadas y comprendidas por la lectura, publicación y fijación de ella, a los dos meses después de fijada, contados desde el día de su publicación y fijación, como si se hubiese leído e intimado a sus propias personas. Mandamos también y decretamos, que se dé cierta e indubitable fe a los ejemplares de ella, que estén escritos o firmados por mano de algún notario público, y refrendados con el sello de alguna persona eclesiástica constituida en dignidad. No sea, pues, lícito a persona alguna quebrantar, o contradecir temerariamente a esta nuestra Bula de indicción, aviso, convocación, estatuto, decreto, mandamiento, precepto y ruego. Y si alguno presumiere atentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente, y en la de sus bienaventurados Apóstoles san Pedro y san Pablo. Dado en Roma, en san Pedro, en 22 de mayo del año de la Encarnación del Señor 1542, y octava de nuestro Pontificado. Blosio. Hier. Dan.

Apertura del Concilio de Trento

"En el nombre de la santísima Trinidad. Siguen las ordenanzas, constituciones, actas, y decretos hechos en el sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, presidido a nombre de nuestro santísimo en Cristo Padre y Señor Paulo, por divina providencia Papa III de este nombre, por los Reverendísimos e Ilustrísimos señores los Cardenales de la santa Romana Iglesia, Legados a latere de la Sede Apostólica, Juan María de Monte, Obispo de Palestina; Marcelo Cervini, Presbítero de santa Cruz en Jerusalén; y Reginaldo Polo, Inglés, Diácono de santa María in Cosmedin".

"En el nombre de Dios, Amen. En el año del nacimiento del mismo Señor nuestro de M. D. XLV, en la Indicción tercera, domingo tercero del Adviento del Señor, en que cayó la festividad de santa Lucía, día trece del mes de diciembre, año duodécimo del Pontificado de nuestro Santísimo Padre y Señor nuestro en Jesucristo, Paulo por divina providencia Papa III de este nombre, se celebró una procesión general en la ciudad de Trento desde la Iglesia de la santísima e individua Trinidad hasta la iglesia catedral, para dar feliz principio al sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento; y asistieron en ella los tres Legados de la Sede Apostólica, y el Reverendísimo e Ilustrísimo señor Cristóbal Madruci, Presbítero Cardenal de la santa Iglesia Romana, del título de san Cesario, y también los Reverendos Padres y señores los Arzobispos, Obispos, Abades, doctores, e ilustres y nobles señores que después se mencionan, con otros muchos doctores así teólogos, como canonistas y legistas, y gran número de Barones y Condes, y juntamente el clero y pueblo de dicha ciudad. Finalizada la procesión, el referido primer Legado, Reverendísimo e Ilustrísimo señor Cardenal de Monte, celebró la misa de Espíritu Santo en la santa iglesia catedral, y predicó el Reverendo Padre y señor Obispo de Bitonto. Después de acabada la misa dio la bendición al pueblo el expresado Reverendísimo señor Cardenal de Monte; y compareciendo después ante los mismos Legados y Prelados la distinguida persona del maestro Zorrilla, secretario del Ilustrísimo señor don Diego de Mendoza, Embajador del Emperador y Rey de España, presentó las cartas en que dicho Embajador excusaba su ausencia, y fueron leídas en alta voz. Después de esto se leyeron las Bulas de la convocación del Concilio, e inmediatamente el expresado Reverendísimo Legado de Monte, volviéndose a los Padres del Concilio, dijo:"

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