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Objeción de conciencia

El Foro Español de la Familia ha defendido el ejercicio de la objeción de conciencia contra la asignatura de Educación para la ciudadanía establecida con carácter obligatorio por el Gobierno. Esta iniciativa ha obtenido el respaldo de la Iglesia Católica, a través de algunos miembros de la Conferencia Episcopal española. En principio, la asignatura es perfectamente prescindible. La propia denominación resulta defectuosa. Cabría preferir la más sencilla de Educación Cívica.

Pero si toda educación persigue la formación del hombre, sería preferible hablar de educación, sin más. Un hombre bueno será necesariamente un buen ciudadano. Así, la formación del ciudadano no sería sino consecuencia de la formación integral de la persona. Y no parece que para ese objetivo sea necesaria una asignatura especial. En cualquier caso, si se decide crearla, debería contar con la adhesión de la inmensa mayoría de la sociedad y, desde luego, con la participación y el acuerdo de los dos grandes partidos nacionales.

Está claro que no va a ser así, sino que se trata de una forma de adoctrinamiento sectario por parte del Gobierno y de la mayoría, por lo demás exigua, que lo sustenta. Pero la mayoría no puede imponer a la minoría una determinada concepción del mundo ni un particular sistema de valores.

La mayoría parlamentaria no puede convertirse legítimamente en dispensador del criterio pedagógico sin deslizarse por la pendiente de la tiranía de la mayoría. Además, una nueva mayoría podría legítimamente invertir el sentido y el contenido de esa asignatura, con lo que la educación quedaría sometida a los vaivenes de los cambios políticos. Entre las funciones del Estado no se encuentra la de educar a los ciudadanos, sino sólo la de garantizar el ejercicio del derecho a la educación. En este sentido, cabe entender el ejercicio de la objeción de conciencia por parte de los padres, titulares por delegación del derecho a la educación de sus hijos.

Cuando el cumplimiento de la ley entraña para un ciudadano el incumplimiento de un deber moral, debe optar por su conciencia e incumplir la ley. No se trata, en principio, de un derecho, sino de un deber, que, ciertamente, puede acarrear la imposición de las sanciones que el derecho prevea.

Los sistemas jurídicos liberales regulan, en su caso, el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia. Puede discutirse si este caso que plantea la nueva asignatura está previsto por el derecho español, pero la legitimidad de la objeción de conciencia no depende de su reconocimiento por el derecho. Es un deber, antes que un derecho. No existe un derecho a incumplir el derecho, pero sí puede existir, en ocasiones, un deber de incumplirlo. En este caso, el ejercicio de la objeción de conciencia puede resultar dificultado por la imposición de la escolarización obligatoria. Pero siempre quedaría el recurso a la desobediencia civil, institución que cabe distinguir conceptualmente de la objeción de conciencia.

La desobediencia civil consiste en el incumplimiento de una norma vigente para protestar contra la injusticia de ella misma o de otra, apelando a los principios fundamentales vigentes en el propio ordenamiento jurídico. Fue, por ejemplo, lo que llevó a cabo en Estados Unidos Martin Luther King contra las leyes de segregación racial. Así, los padres podrían incumplir una ley, por ejemplo, la escolarización de sus hijos en centros públicos o cualquiera otra como la ley fiscal, para protestar contra la vulneración de su legítimo derecho a decidir la educación que han de recibir sus hijos.

Pongamos un ejemplo. La legislación española actual, vulnerando probablemente la Constitución, admite y regula el matrimonio entre personas del mismo sexo. Admitamos, lo que es más que dudoso, que esté legitimada para hacerlo. En cualquier caso, no puede legítimamente imponer a los padres la obligación de que sus hijos sean educados en unos principios que vulneran sus convicciones básicas. No se puede imponer en la escuela la doctrina de que las uniones entre personas del mismo sexo sean equiparables al matrimonio.

A los padres que discrepen de esa concepción, por más que pueda ser legal, les asiste todo el derecho a que la educación de sus hijos resulte conforme a sus convicciones. Es más que dudoso que el Estado sea señor absoluto del derecho, pero es absolutamente seguro que no es el señor de la moral.

Un Estado que pretende decidir sobre el bien y el mal, y determinar la educación que han de recibir sus ciudadanos emprende el camino del totalitarismo. Entonces, contra su pretensión, cabe ejercer el deber (si no se admite como derecho) de la objeción de conciencia y de la desobediencia civil. El Gobierno está para gobernar conforme a derecho, pero no para dirimir cuestiones morales ni para decidir la formación moral que deben recibir los ciudadanos.

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