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Violencia, religión y laicismo

¿Dónde estaba Dios? Esta era la pregunta que Benedicto XVI formulaba en Auschwitz, el mayor símbolo del mal y del terror que dejó el siglo XX. La misma cuestión podría plantearse en los trenes de Atocha o de Bombay; y la respuesta es obvia: Dios estaba allí mismo, en aquel terrible lugar, entre las víctimas, recluido en sus conciencias, pues a ese sitio le había confinado el nacional-socialismo. El laicismo de aquella ideología desterró a Dios de la sociedad alemana, y lo relegó al ámbito privado. Mató a Dios y lo sustituyó por el volckgeist, por la raza aria. Lo mismo había sucedido desde 1917 con la revolución soviética. Dios fue expulsado del ámbito público; y la religión, definida como el opio del pueblo, fue sustituida por el marxismo: «la única y auténtica verdad científica». Las ideologías políticas siempre han confundido la laicidad, que significa la necesaria separación entre lo espiritual y lo temporal, César y Dios, con el laicismo. Este exige que Dios desaparezca del ámbito público, para que sólo quede el César. El problema es que terminan suprimiendo la religión, matan a Dios, y se convierten en religiones laicas sustitutas, reemplazando a Dios por ideas tales como nación, raza o clase proletaria.

El Papa, en Valencia, ha vuelto a prevenir del nuevo laicismo ideológico que nos predican. «Prescindir de Dios, actuar como si no existiera, o relegar la fe al ámbito meramente privado, socava la verdad del hombre, e hipoteca el futuro de la cultura y de la sociedad». En esta coyuntura, el laicismo se presenta levantando la bandera de la paz, frente a la violencia y el terrorismo, que se persuade consecuencia del fanatismo religioso y el fundamentalismo. Esta nueva versión no se satisface con la omisión de Dios, propia del ateísmo tradicional. Postula un ateísmo positivo, una deconstrucción religiosa, que primero realice una crítica y destrucción definitiva de los tres monoteísmos principales, judaísmo, cristianismo e islamismo. Para que después de rechazar cualquier existencia de lo trascendente, entronice a «la vida terrena en único bien verdadero», como catequiza Michel Onfray. Así se conseguirá el pleno hedonismo; es decir, el bienestar y la emancipación de los cuerpos y las mentes de mujeres y hombres; que, como escribía el citado, «solamente puede producirse mediante una descristianización radical de la sociedad».

Esta es la idea que se quiere transmitir de Dios y la religión por el pensamiento hegemónico. Identificando al fundamentalismo con la religión, se presenta a esta como el primer factor determinante de la violencia en el mundo actual. Muestras de ello lo constituyen frases tales como la expresada por Pilar Manjón: «Las religiones monoteístas dan muertos». O análisis como el formulado por Slavoj Zizek, afirmando que hoy en día «la religión aparece como fuente de una violencia exterminadora de un extremo a otro del mundo», manifestada en «las acciones de los fundamentalistas cristianos, musulmanes o hindúes». O bien el realizado por Salman Rushdie, considerando que las religiones monoteístas se han convertido en el principal problema de las democracias occidentales. Al cabo, para acabar con estos conflictos, la solución que se nos propone es fácil: el ateísmo.

Escribía Zizek que «el ateísmo es un legado europeo por el que merece la pena luchar», pues genera un espacio público en donde los creyentes pueden sentirse a gusto. Si para encontrar esa herencia en Europa hay que hallarla en la Revolución Francesa, entonces sí estará en peligro la religión. Pero todos ellos olvidan que el espacio público democrático nació en las colonias americanas, precisamente para garantizar la libertad de cultos. Que representa la dimensión pública, propia del carácter comunitario que tienen todas las religiones positivas. Puesto que para creer basta con la conciencia individual, no es necesaria la democracia. Como así sufrieron los ciudadanos europeos que vivieron tras el telón de acero, incluida la devastada tierra del yugoslavo.

Esta oportunista concepción laicista puede tener su eco en el planteamiento pacifista de nuestro Gobierno. En esta dialéctica es fácil caer en la tentación de contraponer paz y religión, y deducir la necesidad de suprimir esta para poder culminar con éxito el proyecto demagógico de paz en el que están empeñados, que les permita continuar en el poder. Como siempre, existe una gran mentira ideológica: el fundamentalismo no es una cuestión religiosa, es una cuestión política.

Porque el fundamentalismo es la ideologización política de la religión; es convertir una determinada religión en una ideología política, que sirva de instrumento revolucionario para conquistar y mantener el poder. El problema es de la política, no de la religión; menos del cristianismo, en cuyo origen está el «dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César», y separar lo espiritual de lo temporal. El cristianismo no puede prometer el paraíso en la historia como si fuera una ideología política. «Pues mi reino no es de este mundo, si fuera...». Sí, definitivamente Dios estaba en los campos de concentración alemanes, en los hábitos carmelitas de las hermanas Stein; con su pueblo: el pueblo judío. Pues, como el propio Benedicto XVI dijo en otra ocasión: Dios no está entre los crucificadores, sino entre los crucificados.

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