conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Las Iglesias Orientales » §123.- Union entre la Ortodoxia y Roma

III.- Valoracion

1. Al exponer el problema de la unión hemos de distinguir bien dos cosas: la posición dogmática fundamental y el tratamiento psicológico del caso.

En principio todo depende del conflicto existente entre la doctrina católico-romana del primado del papa y la autonomía de principio de las Iglesias ortodoxas.

La idea de un cabeza común superior, que vive muy lejos y que constituye una instancia jurídica superior, es algo completamente extraño a las Iglesias orientales. Se ha indicado, además, a este respecto, que en la actualidad el primado del papa constituye un obstáculo incomparablemente más duro para la unión que durante la época en que se formó y llevó a cabo el cisma. En los siglos IX y XI no actuaba el papa dentro de los países orientales de la misma forma que tiene ahora «de actuar en las Iglesias orientales católicas» (De Vries).

La cuestión fundamental que hay que resolver es la siguiente: ¿cómo se pueden compaginar la independencia y libertad tradicionales de los orientales con la unidad de la constitución de la Iglesia?

La realidad eclesial del Oriente tiene unas peculiaridades que nos ofrecen diversos elementos para una posible respuesta (cf. § 124, I, 3). Puede ayudarnos, además, la simple consideración de que existen situaciones complejas que no admiten definición posible o, si la admiten, difícilmente pueden sintetizarse en una fórmula más o menos abstracta, pero de las que cabe hacer una descripción relativamente fácil y, probablemente, una exposición adecuada. Entre estas situaciones se encuentra, desde los mismos apóstoles, el problema básico: las relaciones entre el primado y el colegio apostólico.

Desde el punto de vista psicológico, el problema se plantea así: ¿cómo han de hacer los católicos creíble su respuesta a los orientales de que esta comunidad es perfectamente posible, después de exigir Roma durante siglos la sumisión en sentido riguroso como la única forma católica de entender la unidad? La unión propuesta por los católicos, ¿no lleva anejo el reconocimiento de una idea de autoridad mucho más rígida que la que está dispuesto a admitir el conjunto de los orientales, idea que supone un recorte de la libertad cristiana y eclesial?

Todo esto, ¿no lleva consigo cierta occidentalización, a menudo una occidentalización esencial y, por tanto, también una auto-enajenación?

2. Tendríamos que decir que en la enorme labor misionera desarrollada por la Iglesia católica romana entre los orientales no se afrontó con la adecuada objetividad ni con la suficiente ponderación el problema fundamental. Los católicos romanos se atenían excesivamente a esa concepción cerrada según la cual el mundo se termina en Occidente, en la Iglesia latina, con su liturgia latina y su derecho canónico. La idea fundamental de la potestas, que conocemos ya desde la Edad Media en sus múltiples aspectos (no siempre favorables), es la idea dominante, aun después del Concilio de Florencia, a pesar de la fecunda labor desarrollada por los sabios teólogos griegos y demás transmisores de la cultura oriental a partir de 1453. Por otra parte, conocemos mucho mejor el anquilosamiento del derecho canónico y de la escolástica del Barroco bajo el pontificado de Paulo IV y después de él, así como el abandono en el trabajo misionero de los siglos XVI y XVII en la línea de prudente acomodación a los habitantes de cada país (cf., sobre los ritos malabares, § 94, 6).

En resumen: podemos decir que en Occidente no se tenía un conocimiento suficiente y vivo de las características peculiares de los orientales. Pero su recuperación fructífera dependía de ese conocimiento, único capaz de infundir valentía para llevar a cabo la necesaria acomodación (§ 5, 1) y todo su sentido, indicando la vía correcta para su consecución.

3. No podemos negar que el temor de los orientales de que una unión con Roma condujera a un recortamiento excesivamente doloroso de su autonomía se ve confirmado por las uniones realizadas en tiempos pasados. Hemos conocido la latinización, que puede resultarnos casi completamente incomprensible aun en épocas tan carentes de pensamiento histórico como lo es la alta Edad Media. Pienso en la conquista de Constantinopla por los cruzados y en el modo como se realizó esa conquista, en la erección de un patriarcado latino, al que hubieron de someterse los obispos bizantinos, y también en la fundación de un monasterio latino en la misma capital de la ortodoxia. Se trataba de una latinización forzada. Podemos incluir aquí también la acción de Nicolás I al enviar misioneros a Bulgaria, país que, según el canon 28 de Calcedonia, pertenecía a la jurisdicción suprema de Constantinopla. Estos misioneros introdujeron los usos latinos sin ningún reparo, declararon que el sacramento de la confirmación dispensado por los sacerdotes griegos era inválido y empezaron a repetirlo. Durante mucho tiempo se mantuvo la exigencia de latinización, que era una exigencia muy elemental y poco ilustrada. Sólo se podía ser buen católico siendo cristiano de rito latino. Los mismos misioneros del siglo XIX situaban demasiado ligeramente a la ortodoxia al mismo nivel que a los protestantes herejes. Se exigió con excesivo empeño la asimilación de los ritos y modos de vida de los eclesiásticos de Occidente. Se hizo una excesiva importación de espiritualidad y teología prefabricadas en Occidente y hasta del estilo dulzón y sensiblero de las imágenes y símbolos religiosos.

Faltó realmente amor comprensivo. La verdad, al ser predicada y realizada sin el amor necesario y que a veces ha de llegar al heroísmo, no ha conseguido concentrar y estructurar la tarea unionista en el sentido de misión, sino que muchas veces incluso la ha destruido y debilitado.

4. El patriarca grego-católico Máximos IV, patriarca «de Antioquía y de todo el Oriente, de Alejandría y Jerusalén», resumía así la problemática en una conferencia pública[71]: podría decirse, casi sin exagerar, que las relaciones entre la Iglesia romana y las diferentes Iglesias orientales sólo quedaron interrumpidas por completo el día en que Roma, por impaciencia o por dudar de la posibilidad de una reunificación global de la Iglesia, se decidió a integrar en su unidad a cada uno de los grupos orientales por separado, reconociéndoles su organización y propia jerarquía.

5. Afortunadamente nos encontramos hoy en un momento en el que la latinización parece cada vez más un fenómeno del pasado (P. Clément)[72]. Siguiendo las valientes instrucciones de Pío XI (1931), numerosos sectores de la Iglesia han comprendido que una acomodación bien pensada a las peculiaridades culturales de los pueblos es condición indispensable para la predicación fructífera de la única verdad. A partir de León XIII los papas han elogiado el carácter peculiar oriental y sus valores, tanto en la piedad -sobre todo en la liturgia y en el monacato- como en su teología, y aun en su forma de educar al clero, que plantea ciertos problemas especiales, como la espinosa cuestión del clero no celibatario, que merecen una discusión sumamente cuidadosa.

No se trata de olvidar el lado oscuro que también tienen los orientales. Lo característico de la historia de las Iglesias orientales, que sale continuamente al paso, es la vinculación, enormemente fuerte y hasta esencial, a un pueblo y a su forma política. Es verdad que también en Occidente la historia del cristianismo nos presenta algo similar. Pero en Oriente las vinculaciones y la maraña de relaciones son mucho más espesas y tienen raíces más profundas. Tanto los griegos como los eslavos poseen un sentimiento nacional mucho más explosivo que los países occidentales. Una consideración cristiana de la historia de la Iglesia no debe considerar que este hecho es algo natural, ya que el cristianismo tiene una aspiración esencial a la supranacionalidad, y en esta aspiración se inserta también su unidad.

Y, sin embargo, se ha comprobado mil veces un hecho, que no puede por menos de conmover al observador cristiano: la disposición de determinados sectores de esta o aquella Iglesia ortodoxa a restablecer la unidad externa con la Iglesia madre de Roma ha sido convertida constantemente, por parte de los sectores opuestos a la unión dentro de esa misma Iglesia, en una cuestión de lealtad nacional; los unionistas han sido tachados de deslealtad a la patria y tratados como traidores y espías. Este complejo se manifiesta con especial sensibilidad cuando dentro del territorio de una Iglesia ortodoxa los católicos latinos son tolerados con mayor agrado que los orientales uniatas.

6. No sería cristiano ni correspondería a un análisis teológico de la historia de la Iglesia el que, a la vista de esta deficiencia, cargáramos en la cuenta de los bizantinos la helenización que con grandes presiones han ido ejerciendo a lo largo de los siglos y que, en tiempo de las cruzadas, dio a los armenios y jacobitas motivos para adherirse a los latinos.

De igual manera tampoco constituye ningún descargo del problema el hecho de que las Iglesias orientales hayan manifestado tan a menudo las mismas reacciones de hostilidad contra la actividad misionera de las iglesias libres protestantes de origen norteamericano e inglés afincadas en Grecia, en el Próximo Oriente y en Egipto.

Los numerosos y tenaces intentos de los ortodoxos por irrumpir en las filas de los uniatas (incluso a base de medios externos)[73] resultan en todo caso algo más favorables para la ortodoxia, si prescindimos de la coacción, que, naturalmente, no está justificada. Últimamente los ortodoxos han intentado reconstituir la situación heredada, con el fin de impedir una accidentalización (es decir, una hungarización), que traería consigo un debilitamiento de la comunidad étnica. No obstante, es necesario y tiene su justificación afirmar que en el fenómeno unionista hay también elementos positivos.

En primer lugar, la cuestión hay que plantearla en su totalidad sin mirar a su éxito o fracaso. Según la oración sacerdotal del Señor (Jn 17), la unión de los cristianos es simplemente un deber. Al intentar ponerlo en práctica, el problema de la acomodación choca con la dura barrera de la creencia y con la necesidad de la intolerancia dogmática en todo aquello que se juzga fundamental.

Hay algo que siempre ha faltado, en alguna medida, en las uniones mencionadas; eso mismo significa un esperanzador testimonio del intento de esa unidad a través de los tiempos.

Hemos de recordar finalmente que en la tarea unionista han aparecido no pocos protagonistas dotados de un espíritu prudente y moderado. Figuras como la del jesuita D'Aultry, que trabajó durante el siglo XVII en las islas del Dodecán en colaboración y armonía con la jerarquía local y que, al oír confesiones, se contentaba con la declaración de los penitentes de que profesaban la misma fe de san Basilio, san Juan Crisóstomo y de los padres del concilio.

De todas formas, la supresión de la Compañía de Jesús y la Revolución francesa provocaron aquí, como en todas partes, un retroceso y una limitación en la actividad.

Es también de justicia recordar que las misiones católicas se hicieron merecedoras del reconocimiento de Oriente Próximo por sus aportaciones culturales. Fueron ellas las que trajeron en buena medida escuelas y formación para todos. El hecho de que el Líbano sea el país más culto de Oriente se debe a los maestros y a las escuelas católicas. Aun hoy los cristianos árabes son los pioneros de la renovación cultural del país, precisamente por medio de sus instituciones docentes recibidas de Occidente.

En esta labor hay que anotar otro hecho: las Iglesias uniatas poseen hoy, en conjunto, un clero culto y digno. Por ello puede ser válido el juicio de un religioso bien orientado, aunque muy crítico: las comunidades orientales unidas a Roma «son portadoras de una misión profética: preparar el lugar que legítimamente corresponda a la totalidad del Oriente dentro de la futura unión de la cristiandad..., ocupar un lugar del que se retirarán felizmente cuando haya llegado la hora» (P. Clément).

Notas

[71] Celebrada en Düsseldorf el 9 de agosto de 1960.

[72] Un ejemplo de superación del proselitismo por parte no católica fue la fundación de la diócesis anglo-prusiana de Jerusalén en 1841. La unión de todos los cristianos no católicos bajo un solo obispo de rito anglicano se llevó a cabo con reconocimiento expreso de los derechos tradicionales de la antigua sede episcopal ortodoxa y renunciando a actividades misioneras entre los ortodoxos.

[73] En Checoslovaquia, Letonia y la «rusificación» forzada de Estonia.

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