conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » Las Iglesias Orientales » §123.- Union entre la Ortodoxia y Roma

I.- Introduccion

1. Los actos en que se puso de manifiesto la separación existente entre las Iglesias de Oriente y Occidente en los siglos IX y XI eran expresión de una profunda diferencia en la manera de pensar y de actuar oriental y occidental. Ahora, tras este recorrido a través de la historia de las Iglesias orientales, comprendemos mucho mejor cuanto hemos indicado antes (cf. § 121, I, 1). No se pueden pasar por alto las deficiencias, tanto en el campo religioso como en el humano, de las personas que provocaron la división, la produjeron y la proclamaron. Pero la virulencia que adquirieron estos fallos se debió a que, por ambas partes, aparecían dentro de un amplio frente de peculiaridades propias, así culturales como sociales. Dentro de este marco se explica la tenacidad con que, a lo largo del transcurso del tiempo, ambas partes han seguido proclamando incesantemente su justo proceder en la separación, ahondando aún más trágicamente la escisión.

Por otra parte, no podemos perder de vista que estas Iglesias, que anuncian el evangelio, han reconocido que su escisión se opone a la voluntad del Fundador. Por eso, al poco tiempo de la separación, y después con diferentes ritmos y bajo impulsos de diversa intensidad, han ido emprendiendo constantemente -lo hemos ido viendo ya- intentos de superar la división.

En el momento actual, cuando una grandísima parte de la ortodoxia se ve condenada al silencio tras el «telón de acero», impuesto brutalmente por el bolchevismo o el comunismo, nos encontramos en un momento en que este intento ha llegado a una situación en la que cabe esperar auténticos resultados.

Tendríamos ahora que destacar básicamente un hecho, que hasta hace muy poco tiempo apenas se ha tenido en cuenta por ambas partes, y es que, a pesar de los rudos términos en que se manifestó la separación entre ambas Iglesias en el siglo XI, tanto por parte latina como por parte griega, y a pesar de las posteriores tensiones y mutuas condenas[66], la escisión nunca fue declarada definitivamente ni aceptada como tal por un concilio ecuménico. Otro factor importante es que la liturgia de la Iglesia oriental nunca dejó de incluir, y en forma destacada, la plegaria por la unidad de la Iglesia, más aún que la Iglesia de Occidente.

2. A pesar de todo podemos decir que los intentos de reconquista de la unidad fueron emprendidos sobre todo por iniciativa de Roma, cuyo universalismo llegó incomparablemente más lejos, y que, además, nunca se vio tan entorpecida por las vinculaciones nacionales. Como hemos expuesto al hablar de las Cruzadas, respondían éstas al deseo secular de los papas de reconquistar la unidad. Y en el origen de las dos grandes uniones mencionadas, los papas colaboraron de manera muy intensa, sobre todo en la Edad Moderna, cuando la disgregación política y la decadencia, y más tarde la ruina de las grandes potencias políticas católicas y el ascenso de las potencias protestantes y la Rusia ortodoxa parecían convertir la unión en una idea utópica.

3. Es verdad que todo lo que acabamos de decir, aun considerado en su conjunto, ha cambiado en muy escasa medida la separación. Numerosas iniciativas quedaban bloqueadas y aun anuladas en el contragolpe. Los orientales que se han mantenido en unión con Roma son muy escasos en número. Su existencia es, indudablemete, importante[67] aunque, por otra parte, constituyen justamente un fuerte obstáculo para llevar a cabo la reunificación en gran escala.

Sin duda, la separación ha estado unida estrechamente, a todo lo largo de la Edad Moderna, con el nacionalismo de las Iglesias orientales, que constantemente nos vemos obligados a mencionar, y que consiste en su vinculación a los poderes políticos, más o menos contrapuestos a la Europa occidental. Unido a ello, pero con un vigor aún más fuerte, está el efecto antilatino, insólitamente poderoso, que ha dominado completamente, por así decirlo, el cristianismo oriental hasta hace muy poco.

Hemos oído hablar con frecuencia de la animadversión general de los orientales contra los latinos desde la temprana Edad Media. Es importante no olvidar en este punto que dicha animadversión se basa en una amplia serie de razones. En el fenómeno de la separación el Oriente pensaba ser el injustamente perjudicado en sus derechos inmemoriales y concretamente en la dignidad imperial romana, que se había continuado en el basileus. La coronación imperial de Carlomagno en Roma el año 800, con todas sus consecuencias, y el trastorno del recto ordenamiento mediante la fundación del Imperio latino oriental desde la época de las cruzadas -trastorno que resultaba monstruoso para los griegos- entrañan unos motivos tan profundos de rechazo, odio, incomprensión y angustia que constantemente ha de ser incluida en nuestra exposición por ser decisiva para el desarrollo histórico. La profundidad de esta tensa animadversión explica que los diversos intentos de unión, que ya conocemos, se vieran irremediablemente abocados al fracaso. Detrás de las negociaciones para la unión nunca estuvo la totalidad de las Iglesias orientales; más aún, resultaba prácticamente imposible su preparación espiritual para la unión. En el fondo no hubo a lo largo de los siglos más que una serie de soberanos individuales de Bizancio que aspiraron a una reunificación con la Iglesia occidental; pero sus móviles eran consideraciones y objetivos exclusivamente políticos.

4. Pero ¿cómo se explica que esta antipatía afectiva, cargada de odio contra una posible unión con Roma perdurara y aun se robusteciera durante la Edad Moderna? ¿Cómo es que incluso en la época más reciente fueran rechazadas con tanta tozudez las propuestas unionistas de Pío IX, León XIII, Pío XI y Pío XII sin que al menos surgiera en Oriente un impulso interno comprobable hacia la reunificación? La respuesta no puede darse en una sola frase. Sabemos ya que en la Iglesia oriental es determinante su multiplicación en un amplísimo abanico de iglesias «locales» autónomas. Estas iglesias locales se agrupan, es cierto, bajo una serie de patriarcas. Pero un patriarca oriental no posee sobre la comunión de sus fieles esos derechos amplísimos que competen, dentro de su patriarcado, al patriarca occidental, al papa. A pesar de la primacía de honor del patriarca ecuménico de Constantinopla, los patriarcas orientales son esencialmente iguales entre sí. Si tenemos en cuenta su estructura interna, observamos que se trata de iglesias nacionales en las que la jerarquía, elemento sin duda constitutivo, no posee en modo alguno un poder dirigente tan marcado jurídicamente sobre el clero, los monjes y el pueblo fiel como el que tiene la jerarquía en Occidente.

Estas iglesias han recorrido una historia secular de felicidad y sufrimiento, de lucha y de martirio. Esta historia justifica la idea que la Iglesia oriental tiene de sí misma. Por otra parte, en determinadas acciones y métodos de la curia romana, como veremos, se expresa una de las fuerzas que les acarreó injusticias y sufrimientos, y ante la cual, por eso mismo, los orientales adoptaron una actitud de recelo.

Los problemas fundamentales de la unión deben plantearse a la luz de lo que acabamos de decir. Más adelante volveremos a ocuparnos de todo ello.

Notas

[66] En su obra The Council of Florence (Cambridge 1959) explica J. Gill que la asamblea de patriarcas orientales celebrada en Constantinopla en 1451, en la que se rechazó solemnemente la unión acordada en Ferrara-Florencia, constituye una falsificación histórica (cf. p. 376, nota 3, de dicha obra). El hecho se redujo únicamente a una carta que enviaron al papa los anti-unionistas, sin contar con los patriarcas orientales, en 1451, rechazando la unión y exigiendo nuevas negociaciones.

[67] A este respecto, cf. § 123, II, 3.

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