conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Segunda época.- Hostilidad a la Revelacion de la Ilustracion al Mundo Actual » Período segundo.- El Siglo XIX: la Iglesia Centralizada en Lucha con la Cultura Moderna » §109.- Situacion Historica de la Iglesia y Su Actividad a lo Largo de los Siglos XIX y Xx

II.- La Iglesia

1. ¿Qué repercusión tuvieron todos estos fenómenos en la acción de la Iglesia en pro de los hombres? ¿Cómo se puede valorar aquí en su incidencia positiva o negativa el entorno humano? En términos generales, la respuesta es muy clara: una coyuntura desfavorable para la Iglesia en todos los frentes. Por una parte, las tendencias descritas no constituyen únicamente puntos aislados de la existencia, sino que la caracterizan en su totalidad y la dominan. Es muy poco el tiempos y muy pocas las energías que quedan para dedicarlas a la religión y a la Iglesia. Por otra, estas mismas tendencias manifiestan una hostilidad expresa contra la Iglesia, contra el cristianismo y hasta contra la religión.

2. Encontramos, en primer lugar, la existencia de una cultura decididamente profana y secularizada, en discrepancia total con la Iglesia y el cristianismo. La separación de Iglesia y Estado durante la Revolución francesa sólo era expresión del alejamiento existente entre la Iglesia y la cultura, entre la Iglesia y la «vida»; era un medio para hacer más profunda todavía esa separación. La Iglesia y la religión habían creado siglos atrás la sociedad y su papel dirigente había sido decisivo. Ahora quedaban convertidas en factores puramente «sociales» (el bautismo, la confirmación, el matrimonio por la Iglesia y las exequias no eran más que acontecimientos familiares cuya realización había de responder a la consideración social).

Más aún: muchos elementos de esta cultura son directamente hostiles a la Iglesia porque sus tendencias más profundas van en contra de lo estable, lo objetivo, lo autoritario, lo intocable, lo sobrenatural y revelado, es decir, contra todo lo que en ella es esencial. Pero también a menudo es hostil a la Iglesia por cierto odio directo contra ella. En el socialismo, enemigo de toda autoridad que no sea la del proletariado, esta contraposición resalta de manera violenta. Son análogos los contrastes en el terreno intelectual entre doctrina y teología católica o del dogma cristiano en general con el principio relativista de la evolución, con las exigencias del nacionalismo exagerado, con las intromisiones del moderno Estado en la cultura (la lucha por la enseñanza, que se da en todas partes; cf. la lucha actual de los Estados bolcheviques contra las Iglesias cristianas, y concretamente contra sus dogmas).

El rasgo que mejor manifiesta y caracteriza el amplio y absoluto predominio de estas actitudes apartadas de la Iglesia o contrarias a ella es el hecho de que también inciden en la formación espiritual y en la vida práctica de los católicos, al principio en los círculos cultos y preferentemente en las ciudades, y más tarde en las capas inferiores y en el campo.

3. De lo dicho podemos deducir qué es lo peculiar de la acción de la Iglesia durante el siglo XIX. No se trata de resolver aislados problemas, aunque sean importantes, sino de crear nuevas bases para su tarea misionera, que debe abarcarlo todo: la reconquista de la vida, la reconciliación de la cultura con la Iglesia, de una cultura cuyo nuevo Dios era la «ciencia» y el placer[5].

¿Cómo intentó la Iglesia, despojada de todo poder político[6] y con sus únicas fuerzas religioso-morales, llevar a cabo esos propósitos?

4. El fundamento de la vida interna de la Iglesia estriba en la unidad de su fe; el de su vida externa se apoya en su relación con el Estado. En el siglo XIX se concentró en tres grandes problemas: fe y ciencia, Iglesia y Estado, unidad de la Iglesia (centralización en Roma y en torno a Roma).

El problema «fe y ciencia», es decir, el problema relativo a los fundamentos de la teología (en el sentido de construirla nuevamente) estaba planteado como consecuencia de la obra destructora de la Ilustración. Efectivamente, la Ilustración, en el campo de la ciencia teológica, había llevado a la más completa bancarrota[7].

El problema «Iglesia y Estado» (también en el sentido de una reestructuración total de sus relaciones) estaba planteado por la destrucción del sistema de relaciones políticas, sociales y eclesiásticas: Revolución francesa, secularización, guerras napoleónicas.

Esta labor de reconstrucción teórico-teológica por una parte, y práctico-político-eclesiástica por otra, labor que había de realizarse necesariamente en medio de un enfrentamiento general contra ella, requería una concentración lo más completa posible de la Iglesia, que constituía en este momento más que nunca una necesidad vital. Por eso la unidad de la Iglesia fue reforzada cada vez más fuertemente hasta llegar a la definición dogmática de la infalibilidad y primado del Romano Pontífice.

Es sumamente importante tener en cuenta este punto con el fin de no acentuar demasiado unilateralmente los perjuicios que más tarde supuso la centralización eclesiástica.

5. Así, pues, en los tres casos la tarea que se imponía, a diferencia de los pasados siglos, era una tarea de fundamentación.

a) Para resolver el viejo y fundamental problema de «fe y ciencia» faltaban en gran parte los presupuestos. Después de la Ilustración ya no existían problemas teológicos aislados. La teología como ciencia de la religión revelada de la redención, como potencia espiritual, puede decirse que ya no existía. Lo único que realmente quedaba era un moralismo estoico, que ya en el siglo II había planteado a los apologetas el problema de una teología cristiana. La Iglesia no se encontraba ante una herejía particular o ante un falso concepto de ella misma, sino ante la incredulidad. En el interior de la Iglesia, la gran Escolástica estaba muerta y la situación cultural había ido cambiando poco a poco, de tal manera que ese tradicional sistema filosófico carecía de posibilidad alguna para volver a afirmarse en el terreno teológico. Dominaban, por una parte, la filosofía idealista y, por otra, la diletante, pero actual, pseudofilosofía de la ciencia natural moderna, propicia a sacar conclusiones de un craso materialismo de los resultados científicos de sus observaciones.

Apareció al mismo tiempo la formidable ciencia moderna de la historia, que, mediante el redescubrimiento de mundos enteros de religiones no cristianas y mediante la exposición detallada del proceso histórico de todas esas realidades, incluso de la evolución histórica de la Iglesia y del dogma, hizo que el relativismo escéptico apareciese como la única solución razonable.

b) El problema «Iglesia y Estado» no se reduce ya únicamente al problema de mayores o menores derechos y obligaciones de las partes. Se trataba -y se trata- más bien de luchas para que el concepto de la esfera religiosa y eclesiástica, con su correspondiente autonomía, vuelva a entrar en la conciencia de la época, corrigiendo así las falsas y superficiales concepciones del Estado omnipotente, aunque esta vez sin dejar de reconocer sus derechos a la plena regulación del orden civil y político, que se considera perfectamente justificado. Esta última parte de la tarea fue penetrando poco a poco en la conciencia de la Iglesia. Pero su realidad constituye uno de los mayores logros alcanzados por la moderna historia de la Iglesia. Esta labor fue favorecida en gran manera por múltiples concordatos, tan característicos del siglo XIX. Pero en gran parte fue labor desarrollada, aunque sin llegar a concluirla, 1) por la teología (defensa del pontificado, oposición a la Iglesia estatal); 2) por las declaraciones de Pío IX, y -en un sentido más positivo- por las de León XIII, Pío XI y Pío XII; 3) por cierto florecimiento de la vida religiosa. La religión, el cristianismo, la Iglesia llegan a ser en determinadas esferas sociales una realidad con valor autónomo y prerrogativas que no pueden ser ignoradas a la larga por la «parte contraria». Esto vale también para el cristianismo protestante, que durante el siglo XX vuelve a ser con frecuencia una realidad eclesial positiva con su propio ámbito de influencia, una realidad que no podemos, por tanto, pasar por alto.

c) Por otra parte, nunca habían existido tantas posibilidades como ahora para llegar a organizar la unidad interna de la Iglesia. El adversario más duro de esa unidad había sido desde siempre el Estado, con sus diversas formas de iglesia estatal. Pero el Estado se encontraba ahora por vez primera, con escasas excepciones, sin ningún tipo de ayuda procedente de la Iglesia misma. El poder político de los obispos había sido aniquilado. Por otra parte, las nuevas iglesias estatales del siglo XIX se cuidarán de que, en una medida creciente, los clérigos consideren al Estado como su opresor y a Roma como protectora de la libertad. Era además urgente realizar esta tarea. En los dos últimos siglos el dominio efectivo del papa sobre las Iglesias particulares había quedado extraordinariamente reducido. La Revolución francesa, Napoleón, su exaltado galicanismo y los destrozos causados por sus guerras habían acabado también con las condiciones de una dirección firme para reorganizar las diócesis. El peligro de una descomposición de la Iglesia era extraordinariamente grande. La reacción estuvo, una vez más, a la altura del peligro.

6. La actividad de la Iglesia durante el siglo XIX fue preponderantemente defensiva, hasta el punto de que las propias creaciones positivas se resienten de este carácter. El hecho en sí está tan fundamentado y es tan comprensible como lo fue en los siglos II y XVI, encerrando también las mismas deficiencias.

a) El creciente robustecimiento del pontificado constituyó la reacción más adecuada ante el peligro del subjetivismo y del particularismo, que todo lo invadían. Pero este robustecimiento dificultó también la solución del problema de fondo ya mencionado, es decir, la «reconquista de la vida», de la cultura alejada de la Iglesia. Es evidente que, después de Vaticano I, el pensamiento católico goza en un primer momento de una menor libertad de movimientos. Todo dogma estatuye una solución de un problema teológico como única solución verdadera, aun cuando no constituya un acto mecánico, que ponga trabas al espíritu. Toda definición abre también nuevos horizontes y obliga a hacer un esfuerzo por comprenderla y fundamentarla. A pesar de todo, ciertas opciones posibles de sentido opuesto, que podían discutirse antes de la definición, quedan cortadas. Eso pertenece a la propia naturaleza del dogma.

Ahora bien, en el siglo XIX la fijación de los dogmas alcanza una extensión desusada. No puede negarse que en ello yacía una pesada carga para los elementos progresivos del catolicismo en el campo espiritual y científico, es decir, para aquellas fuerzas que más agudamente sentían la necesidad de que la Iglesia reconquistara la vida y más activamente perseguían este objetivo. La situación resultaba tanto más peligrosa cuanto que la revolución había suscitado en los estamentos jerárquicos, y especialmente en la curia romana, un terrible temor al retorno a las circunstancias caóticas del pasado.

b) Y así ocurre que este siglo está surcado por una larga serie de trágicas caídas, en las cuales inteligencias brillantes y con la más firme voluntad de reconquistar el mundo para la Iglesia fracasaron y tuvieron que ser rechazadas por la jerarquía. La serie se inicia ya con Lammenais (§ 112, I, 6), a principios de siglo, y llega hasta bien entrado el siglo XX. Posteriormente se reconoció que bastantes de las censuras carecían de importancia, y buen número de figuras desautorizadas y perseguidas se han visto honradas no mucho después como auténticas glorias del catolicismo.

Por eso es necesario y de enorme importancia a la hora de hacer una interpretación teológica de la historia de la Iglesia tener en cuenta: 1) la verdadera situación en que, caso por caso, se encontraron esos católicos y, sobre todo, 2) comprender la necesidad interna que liga los casos de ese género con el derecho y la verdad en la Iglesia. El cristianismo, que exige lógicamente la aceptación personal de la revelación, significa, por otro lado, el predominio de lo objetivo, del orden y de la comunidad frente a lo subjetivo, la disparidad de tendencias y el individuo. Esto no quiere decir destrucción de estas últimas realidades, sino una llamada a que acepten las obligaciones impuestas. Es cierto que en la teología misma el progreso sólo se consigue, como lo demuestra la historia de la Iglesia, a través de la discusión, pero en ella debe darse el sacrificio si no se quiere desembocar en el caos. La natural tensión entre las opiniones personales y los principios universales indiscutibles, así como sus repercusiones, pertenecen a la esencia misma del catolicismo. Es inútil discutir con quien otorga más valor a la búsqueda subjetiva y personal que a la posesión de la verdad o que en este orden de cosas la juzga inasequible. Su punto de vista representa la negación de una actitud católica. Por nuestra parte pensamos que la elaboración paulatina del contenido de la verdad revelada es algo que pertenece al doloroso alumbramiento de esta creación, que hasta nuestros días suspira por alcanzar la redención (Rom 8,22). En el momento del sufrimiento no se ve a menudo su sentido, y el dolor y la dureza pueden llegar a parecer absurdos.

Si somos capaces de advertir la extraordinaria complejidad que presenta la evolución de la historia de la Iglesia precisamente en este momento y la interpretamos con la debida cautela, podremos decir con razón que muchas veces el rigor de la Iglesia tenía un gran sentido.

Por otra parte, ya se comprende que al mostrar este sentido no estamos aprobando una condena simplista e injustificada. Tampoco queremos restar importancia a la obligación de los dirigentes de la Iglesia de cumplir su misión con toda caridad. En su conciencia debió de mantenerse siempre la exigencia evangélica: «Dejad que crezca la cizaña. hasta la siega» (Mt 13,30), magníficamente expresada por la conocida frase de León XIII a monseñor D'Hulst: «Los científicos han de tener tiempo para investigar y hasta para equivocarse...». Si en el seno de la Iglesia se hubiera reconocido valientemente su pleno derecho al elemento carismático, y si dentro de la realidad estática se hubiera reconocido al elemento dinámico y emprendedor el ámbito que el evangelio les reconoce, la tensión habría sido mucho más fecunda y sin asperezas.

7. Durante el siglo XIX la Iglesia tuvo que realizar toda su gigantesca labor valiéndose únicamente de medios religiosos y espirituales. Esto representa una situación completamente nueva frente al pasado y planteó tareas completamente distintas. La necesaria consecuencia del cambio mencionado fue que la Iglesia tuvo que levantar su ámbito visible únicamente sobre la base de la espontánea adhesión interna de los hombres. Esto significa nada menos que el siglo XIX intentó dar solución a aquella tarea propia del destino del Occidente que no se había conseguido en la alta Edad Media: la armonía entre Iglesia y Estado, entre Iglesia y cultura, con el reconocimiento del valor superior de la Iglesia en su propio campo, pero sin que una parte «dominase» sobre la otra, sino a base de un libre acuerdo. La política concordataria de los papas significó un paso importante en esta dirección.

a) Pero mucho más importantes fueron los ataques desarrollados en estos últimos cien años contra la Iglesia. Con su resistencia victoriosa y con la vida católica que tan espléndida e inesperadamente floreció en esta resistencia, el pontificado, cada vez más desamparado por el brazo secular y a veces incluso acosado por él, introdujo de nuevo en la conciencia de todo el mundo la convicción de la superioridad, indestructibilidad e imprescindibilidad de la Iglesia y de los derechos y energías religiosos y morales y con los cuales es necesario y conveniente contar.

Aquí se consuma en gran parte la reacción contra el desplazamiento, a menudo funesto, de la idea religiosa del ministerio de Pedro hacia lo político. Este desplazamiento había sido en realidad la causa de múltiples fenómenos de decadencia en el gobierno de la Iglesia a partir de la alta Edad Media, momento en el que la actitud demasiado terrena y política del pontificado había acostumbrado al mundo a considerar al papa únicamente como un soberano entre otros soberanos y a tratarle como tal. La inestimable aureola religiosa que en otros tiempos había protegido al pontificado era ya para muchos algo imperceptible. La idea de su inviolabilidad había desaparecido, lo que propició la posibilidad de la Reforma, con su carácter antipontificio. Dos o tres siglos después el equilibrio entre el poder temporal del papa y las grandes potencias, en la evolución espiritual de todos los pueblos, aparecía ese poder más como un obstáculo que como una ayuda. Ahora el pontificado, despojado de todos sus medios políticos, con el prestigio de su heroica fidelidad a los propios principios y purificado por sufrimientos de todo género, despierta de nuevo e introduce otra vez en la conciencia general, al menos en cierta medida, la idea del pontificado como una institución dotada de una sublimidad religiosa única.

b) Problemas parecidos y de análoga envergadura plantea a la Iglesia el desarrollo del Estado democrático y cultural moderno, de la economía moderna, de las comunicaciones y la prensa moderna, de la divulgación científica, de la plena libertad de resistencia y del enorme crecimiento de la población, que se va emancipando política y espiritualmente a partir del siglo XIX. Este desarrollo trae como consecuencia que ahora una herejía o un nuevo género de incredulidad o la teoría de la libertad sexual no sólo llegan a círculos pequeños o limitados. La publicidad del pensamiento se ha extendido tanto y el número de sus destinatarios ha crecido tan considerablemente, que todo movimiento se convierte en un movimiento de masas. Es cierto que, en teoría, esto mismo vale también para la verdad y el bien. Pero la configuración moderna de los medios de propaganda está íntimamente relacionada con la evolución de la cultura secularizada, especialmente vinculada al capitalismo egoísta. Esta cultura domina y posee estos medios en una medida totalmente diversa de los círculos eclesiásticos y puede utilizarlos con menos escrúpulos que la Iglesia en su terreno religioso.

Y, sobre todo, estos medios, dirigidos por el espíritu individualista de la libertad de prensa, de palabra y de asociación, colocan, tanto al individuo como a la comunidad, en un absoluto relativismo práctico. Cualquier opinión, cualquier corriente de carácter político, moral, religioso y cultural, llega a cada hombre a través de la prensa, la radio, la televisión y el cine; le acosa de forma incesante en casa, en la calle y en los viajes. La importante consecuencia que de ello se deriva es que hoy sólo en mínima medida es posible sustraerse de manera puramente negativa al error y al mal.

Por eso el objetivo a conseguir sería el siguiente: educar a los católicos en la autonomía religiosa. Hoy es ya imposible proteger del error y de la tentación del vicio. Lo que hace falta ahora es educar para la defensa. Este objetivo tiende por sí mismo a dejar en libertad las fuerzas más profundas del cristianismo mientras esto se haga mirando a la libertad interna del creyente. Únicamente la fidelidad a la Iglesia que se base en una íntima convicción personal ha podido y puede contribuir aquí de forma honda y duradera a la reconstrucción.

Debemos hacer algunas advertencias concretas en este breve examen de conciencia retrospectivo. Pensemos, al menos, en un fenómeno cuya importancia se acrecienta de día en día: las fuerzas conservadoras del sistema tuvieron escasa valentía para afrontar la crítica del periodismo y apenas supieron aprovechar las magníficas posibilidades que éste le brindaba. No es ajeno a este hecho la inexistencia casi total de una gran prensa católica y su mínima significación en el terreno cultural.

En el coro pluralista de la opinión pública del siglo XIX faltó, pues, una suficiente representación de los sectores católicos del pueblo. En este proceso interviene también un elemento de suma importancia. Se comienza a caer en la cuenta de que «la Iglesia» no es el clero, sino la totalidad del pueblo cristiano. Un nuevo objetivo del gobierno de la Iglesia será entonces desplegar al máximo las energías eclesiásticas y religiosas autónomas existentes en el pueblo, superando así fuertes desconfianzas (cf. León XIII y Pío XI, § 125, II). Una vez más se pone de manifiesto la posibilidad de que los seglares creyentes lleven al mundo moderno el mensaje, desde dentro del mundo y con sus particulares peculiaridades.

c) Desde fines del siglo XIX, y a lo largo del XX, al ir aumentando la «libertad», se advierte cada vez más claramente una deficiencia general en las fuerzas culturales, que intervienen, por ejemplo, cada vez con menor energía en la política social y afrontan cada vez con menor éxito los cambios producidos en los principios fundamentales de la vida (la economía como fin y no como medio; concepción materialista de la vida; sometimiento casi servil de los medios de comunicación social a los abusos de la «opinión pública» en los reportajes y en la desmesurada atención a los deportes y al cine; la tiranía de la máquina). Todo ello reduce considerablemente la capacidad de reacción a la labor de la Iglesia y a sus exhortaciones.

d) Debemos hacer una advertencia con el fin de evitar un malen tendido como sería confundir los éxitos exteriores con la vida interior; más aún, de creer que el programa constituye ya la solución de los problemas. La brillante organización de la Iglesia a partir del siglo XIX ha dado excelentes frutos en muchos países. Pero no deben confundirse esos frutos con las grandes reuniones católicas y los congresos eucarísticos, ni menos pueden considerarse asegurados por ellos. Tales actos son también expresión de la vida interior existente, pero deben constituir ante todo un estímulo para empresas de mayor envergadura. Si no consiguen esto, su brillante fachada puede encerrar grandes peligros. La frecuencia y la claridad con que nos han tenido que prevenir el papa y los obispos contra el amenazador espíritu del tiempo es signo evidente de que la vida católica no ha alcanzado ni mucho menos la altura que correspondería al magnífico programa expuesto por la jerarquía. Surge entonces con enorme evidencia el gran problema: hasta qué punto la pertenencia exterior a la vida organizada, al vivir político-eclesiástico del catolicismo, se identifica con la convicción interior, con la vida de fe, especialmente entre las clases cultas. La unidad del credo y de la acción trajo en otro tiempo el triunfo del cristianismo. Realizar hoy esa misma unidad vuelve a constituir nuestro destino. El peligro del subjetivismo, que se presenta en forma de conciencia soberana, no vinculada a la fe ni integrada en la Iglesia, es inmensamente grande aun en nuestras propias filas.

8. Paralela a la evolución general y con su creciente aceleración, el cuadro histórico que hemos trazado de la Iglesia no aparece claramente hasta mediado el siglo XIX y luego en el XX, y su diafanidad es mayor o menor según el momento. Como ambos procesos -el de la Iglesia y el del espíritu general de la época- discurren en direcciones expresamente opuestas, la contraposición interna existente entre la Iglesia y el espíritu del tiempo se va haciendo cada vez más honda y más aguda. La antítesis evidente aparece en el Concilio Vaticano I al proclamar la Iglesia como principio fundamental de su doctrina la autoridad infalible del papa. Con ella exterioriza su máximo grado de firmeza.

a) El escenario de la historia de la Iglesia va ampliándose de manera creciente hasta convertirse en un escenario universal. Naturalmente, la situación de la Iglesia, así en el aspecto religioso como en las relaciones con el Estado y la cultura, es muy diferente en cada una de las partes de este escenario. En este sentido, la situación de la Iglesia se resiste a una caracterización excesivamente general.

b) Por otra parte, esa situación ofrece notables semejanzas. Este hecho se manifiesta claramente desde el momento en que evitemos el grave defecto de pensar que lo esencial en la vida de la Iglesia es la situación político-eclesiástica. No puede negarse -y esto es muy significativo- que la desvinculación de la Iglesia y de la fe se halla lógicamente más avanzada en Francia, país de origen de la moderna disolución. Pero también en Italia y en la misma Alemania, a pesar de que aquí la situación político-eclesiástica es más favorable, encontramos las mismas tendencias hostiles a la Iglesia. La evolución de los católicos alemanes cultos y también ya la de las masas se aproxima peligrosamente a la situación deprimente de Francia a comienzos de siglo. Durante el siglo XX el proceso se detuvo algo con la opresión brutal del nacionalsocialismo (1933-1945) y la iniciación de la Segunda Guerra Mundial.

c) Un hecho de enorme significación es el impulso decisivo dado por un partido «cristiano-demócrata» a la reconstrucción de la parte libre de Alemania, la República Federal. Es la primera vez que un partido cristiano interconfesional logra acreditarse de una manera tan acusada. Ya se comprende que esto no significa ni mucho menos una victoria de la fe religiosa cristiana.

Alemania, al igual que Holanda, Bélgica y Francia, vuelve a tener algo de lo que carecía desde hace algunos siglos, incluso en el campo político: una élite creyente, aunque no excesivamente numerosa. La teología católica ha alcanzado en estos países un nivel elevado, aunque todavía se mantengan en importantes posiciones los partidarios desesperados del pasado. Los impulsos más valientes parten de Francia, que ha superado el complejo de inferioridad con respecto a la Alemania anterior a la Primera Guerra Mundial.

d) Una excepción radical a todo lo dicho la constituyen a finales de este período aquellos países en los que la situación general difiere de la de todos los demás: Rusia y sus países satélites, y pasajeramente México, a los que habría que añadir China. En estos países comunistas y bolcheviques ya no nos encontramos ante un desarrollo religioso, sino ante una bárbara antítesis de la religión: ante el intento de aniquilar toda realidad católica, cristiana y religiosa, usando para ello los métodos violentos de la represión cruenta e incruenta, y utilizando también, con una lógica increíblemente férrea (y a la vez con absoluta indiferencia hacia el carácter de los medios), la influencia pseudorreligiosa avasalladora y violenta sobre las masas.

Notas

[5] En el fondo existe la misma problemática en las Iglesias protestantes; pero fue comprendida con mucha más dificultad en el seno del «protestantismo cultural», que en buena parte la negó directamente o la proclamó como un valor positivo.

[6] La iglesia estatal constituye todavía una excepción (§ 108).

[7] No olvidemos el hecho de que la debilidad científica de la Escolástica fue también culpable de esta situación, al igual que la falta de valentía de la Iglesia para apoyar las novedades que se iban introduciendo.

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