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§98.- El Jansenismo

1. Si no nos paramos a contemplar el colorido general del cuadro, sino que atendemos a lo fundamental y a la fuente de la que surgió la mayor parte de sus elementos, y de seguro el elemento decisivo, podemos afirmar lo siguiente: en el aspecto teológico-religioso hubo un problema que, como al siglo XVI, también imprimió carácter al siglo XVII; no fue otro que el problema teológico por excelencia de Occidente, el problema del camino de la salvación o, más en concreto, el problema de la gracia y la voluntad. Este problema, que en su doctrina de la justificación por la sola fe Lutero había convertido con irresistible empuje en centro de la predicación, adquirió en Francia una gravedad especial por causa del calvinismo, esto es, por causa del rigorismo y el fanatismo de su doctrina sobre la predestinación, que con toda lógica incluía en su sistema la idea de una predestinación positiva para la condenación. En Francia, donde el calvinismo y el catolicismo pugnaban entre sí por alcanzar la supremacía, este tremendo problema interesó a amplios sectores sociales. No es posible entender, por una parte, la actualidad de que entonces gozó esta discusión en amplias capas de la población, ni el origen, ni la razón, ni el contenido de las discusiones sobre la gracia (apartado 2), y tampoco, por otra parte, el agustinismo y el rigorismo jansenista, ni el quietismo, ni a san Francisco de Sales, si no se reconoce previamente la posición central que en aquella época ocupó el problema de la gracia y la voluntad. El revulsivo protestante, bien como estímulo, bien como repulsa, influyó poderosamente en la vida católica y sus planteamientos teológicos dentro de los círculos tendentes al robustecimiento y a la renovación de la piedad, bien fuesen círculos estrictamente eclesiásticos (jesuitas, dominicos, san Francisco de Sales), bien fuesen círculos marginales (jansenismo, quietismo).

2. El Concilio de Trento había establecido que en las obras buenas, provechosas para la salvación, la voluntad del hombre debe colaborar con la gracia y que, por tanto, la gracia, si bien es la única que decide, no es acogida o -por decirlo así- soportada por el hombre de manera puramente pasiva. Aunque la orientación general de las decisiones conciliares había colocado en primer plano a Dios y la gracia divina, el concilio no había determinado cómo colaboran ambos factores, Dios y la voluntad humana, y tampoco había expresado su opinión concreta sobre el problema de si la gracia opera infaliblemente (y en qué medida) y, de ser así, cómo puede explicarse la libertad humana.

a) En el intento de explicar estos puntos no aclarados surgieron múltiples teorías teológicas contrapuestas (los sistemas de la gracia y los sistemas moralistas). Esta contraposición motivó largas y ásperas polémicas, sobre todo entre los dominicos y los jesuitas. La discusión, en la cual se trataba de misterios profundísimos y nunca explicables del todo, pudo tener en sí misma una justificación científica. Pero su desarrollo redundó doblemente en perjuicio de la Iglesia. Rara vez se ha hecho en la práctica un desprecio tan ostensible de los límites impuestos a los planteamientos especulativos de la teología como en aquellas disputas. Rara vez las teorías sobre la fe se han equiparado al contenido de la fe (cierto que no del todo pero, ¡con cuánto aparato de erudición!) tanto como entonces. Esta crítica no deja de estar justificada, por mucho que insistentemente, pero en teoría, se subrayase el carácter misterioso de la cooperación de Dios y el hombre en la justificación. Especial hincapié hizo en este aspecto una de las figuras más destacadas de la polémica, el dominico Báñez. Pero sus sutiles distinciones especulativas abrieron el camino a la petulancia teológica y condujeron a una serie de cuestiones irresolubles y estériles desde el punto de vista cristiano y religioso, como veremos en el próximo apartado.

Aparte esto, tal disputa intrateológica, envenenada a su vez por las recíprocas acusaciones de herejía, llegó a ser tema de discusión del gran mundo espiritual de la época. Se comprende que esta pugna contribuyera a difundir una gran intranquilidad e inseguridad en la fe. El jansenismo (también Pascal) se aprovechó de la situación. Frente a aquellas especulaciones teológicas estériles, el jansenismo, al tratar el problema, subrayaba con especial énfasis su carácter misterioso como elemento constitutivo aunque, por su parte, desgraciadamente, sucumbió al peligro del rigorismo religioso.

b) De acuerdo con su postura activista y contrarreformadora, y en correspondencia con una tendencia fundamental del siglo XVI, también en esta cuestión los jesuitas subrayaron fuertemente el papel de la voluntad humana y la libertad del individuo. Desde esta postura inicial redactaron sus libros de moral. La cuestión que pasó a primer plano fue la de cómo el individuo ha de cumplir la ley en el caso concreto, mientras la idea de la comunidad y su ordenación quedó relegada a segundo plano. Ahora bien, no siempre se puede establecer con seguridad lo que en cada caso concreto es o no es obligatorio para el cristiano. En tales casos -así enseñaban los jesuitas- se puede considerar como permitido aquello que tenga a su favor un motivo razonable, aun cuando uno no pueda en su conciencia eliminar todos los reparos en contra (incluso reparos de importancia). Es el motivo de probabilidad: el probabilismo.

También los dominicos defendieron, con ciertas matizaciones, el sistema probabilista. Como ejemplo podemos citar al conocido dominico español Bartolomé de Medina († 1580). Hubo, por otra parte, jesuitas que lo rechazaron. Pero, luego, la mayor parte de los jesuitas se adhirió a él, con lo que el probabilismo acabó siendo nota característica de la moral jesuítica. Con el método probabilista los jesuitas trataban de demostrar su concepción sobre la medianía moral de los hombres; lo que con ello intentaban era abrir el camino del cielo al mayor número posible de personas. También con ello lograron, gracias a la segura decisión que su método posibilitaba, eliminar muchas cavilaciones inútiles que entorpecían una actuación moral sana (Herman Hefele). Mas, por otra parte, el sistema probabilista encerraba en sí el peligro de atenuar la seriedad moral (laxismo). Fue la aplicación práctica del probabilismo, más que su defensa teórica, lo que acarreó a los jesuitas la acusación de morale relachée. De hecho, no sólo la praxis de los confesores jesuitas en las cortes europeas, sino también la literatura espiritual elaborada por ellos, adoleció de cierto activismo moralista y superficial. Visto desde esta perspectiva, el jansenismo (como también el movimiento místico de san Francisco de Sales, Le Camus y Fénelon) supuso una muy significativa reacción de la conciencia cristiana contra las exageraciones del probabilismo.

3. La insistencia en el papel de las fuerzas del hombre en el proceso salvífico y la acentuación de la libertad humana en la decisión moral chocó con la desconfianza y, después, con la resistencia de aquellos teólogos que en los planteamientos de la Reforma habían descubierto elementos y aspiraciones católicas y que, por otra parte, no estaban dispuestos a seguir haciendo teología por los caminos de la Escolástica barroca[1] ni aceptaban el tomismo supuestamente puro, sino que más bien pretendían reformar la teología eclesiástica mediante una vuelta a la Sagrada Escritura y a los Padres (sobre todo a san Agustín) como únicas autoridades.

a) Estas tendencias influyeron también en la formación del jansenismo. Este movimiento, muy diferenciado según los países (Bélgica, Holanda[2] y, finalmente, Italia) y según su evolución interna, lleva el nombre del obispo de Yprés, ]ansenio († 1638). El jansenismo fue un movimiento de reforma religiosa y teológica, pero con carácter rigorista (§ 29, I). Diversas condenas pontificias lo colocaron (en parte) al lado del galicanismo (y también del josefinismo y febronianismo) y le dieron también una proyección política (intervención a favor del placet regio). Por su origen y sus tendencias, el jansenismo fue enemigo nato y declarado de las ideas y aspiraciones religioso-pastorales de los jesuitas, que acabamos de mencionar, y, por lo mismo, enemigo natural de la Compañía. La confrontación, pues, discurrió fundamentalmente entre estos dos frentes, y en ella el jansenismo tomó postura en contra del centralismo eclesiástico (contra la Compañía) y a favor de la autoridad episcopal (y parroquial).

b) El jansenismo tuvo señalados antecedentes. Como preparación remota podemos mencionar las disputas sobre la gracia sostenidas en España en el siglo XVI. Nos referimos a la controversia entre el dominico Domingo Báñez (1528-1604) y el jesuita Luis de Molina (1535-1600; de ahí el molinismo) sobre el problema de la cooperación de la libre voluntad y la gracia.

Según la doctrina del dominico Báñez (a quien Molina acusaba de solapado luteranismo o calvinismo), la actuación divina se realiza previniendo la acción de la voluntad humana (concursus praevius, prae-motio, prae-determinatio). Esta acción previniente se funda en la omnicausalidad divina, que rige tanto en el campo de la gracia como en el de la sobrenaturaleza. A este respecto explica Báñez que la gracia concedida por Dios es suficiente para que con ella el hombre realice una acción salvífica (sobrenatural), pero que esa gracia suficiente necesita, para ser eficaz, un nuevo apoyo de la gracia. La acción de Dios se hace así irresistible y actúa de manera infalible. Ahora bien, Dios mueve a cada criatura de acuerdo con su naturaleza, es decir, a la criatura no-libre, de modo que obre necesariamente; a la libre, de modo que obre en libertad.

En la teoría de Báñez, la acción salvífica del hombre y de su voluntad libre se concibe en total dependencia de Dios y de la majestad y libertad soberanas con que Dios actúa en la obra de la creación y de la redención. Molina, en cambio, razona partiendo de la voluntad libre del hombre, cuya libertad está salvaguardada incluso bajo la gracia. Según Molina, no se da ninguna clase de premoción ni predeterminación por parte de Dios. La acción de Dios acompaña la decisión del hombre. La gracia que Dios ofrece al hombre es siempre suficiente; su eficacia o ineficacia depende de la aceptación por parte del hombre.

A pesar de la insistencia expresa en la omnicausalidad de Dios, en esta teoría queda gravemente amenazada su absoluta libertad y soberanía. Por eso dicha teoría pudo ser acusada de semipelagianismo.

El molinismo devino un sistema verdaderamente complicado (y extraño a la concepción bíblica) debido a su peculiar y novísima explicación del modo como Dios omnisciente puede conocer previamente la libre decisión del hombre, es decir, la aceptación o rechazo de la gracia que se le ofrece. Como, según su teoría, no se da esa intervención divina determinante de la voluntad (que sostiene el sistema bañeciano-tomista, Molina introduce la famosa teoría de la scientia media, un conocimiento «medio» de Dios. Molina distingue entre los futuros reales y los futuros condicionados, estableciendo una zona intermedia entre lo simplemente posible y lo que ha de ser realidad. Dios conoce no solamente lo que cada hombre hará realmente, sino también lo que cada hombre haría libremente en cada situación posible; sabe cómo el hombre, en cada caso, cooperaría libremente con la gracia en tal caso concedida. Dios determina su oferta de gracia al hombre a raíz de ese conocimiento.

c) La intervención de la Inquisición y las investigaciones llevadas a cabo por la Santa Sede durante los pontificados de Clemente VIII y Paulo V, mediante una «comisión de la gracia» instituida al efecto (1597-1607) no obtuvieron resultados claros, pues ambos pontífices se negaron a aprobar la condena de Molina. Paulo V estableció en 1607 que la doctrina de Báñez no era calvinismo y prohibió las recíprocas acusaciones de herejía (esta prohibición fue reiterada por Urbano VIII).

d) El jansenismo tuvo su antecedente inmediato en la doctrina del profesor de Lovaina Miguel Bayo († 1589), quien, en su acerba crítica contra la Escolástica, se había remitido a san Agustín, al que a su vez interpretó unilateralmente, en clave antipelagiana. Después de que Pío IV impusiera silencio a los partidos en disputa, la doctrina de Bayo fue condenada, primero por las universidades de Alcalá y Salamanca (en contra de Lovaina) y después por Roma (Pío V en 1567 y Gregorio XIII en 1580), pero reconociendo que contenía ciertos puntos de verdad.

Bayo se sometió (con ciertas reservas). Pero el obispo Jansenio, también antiguo profesor en Lovaina, brindó una nueva versión de sus opiniones. Sus doctrinas estaban contenidas en su erudita obra póstuma, Augustinus, en torno a la cual había de girar la controversia jansenista durante todo un siglo.

Los puntos de partida de la doctrina expuesta en el libro eran las opiniones tardías y rigoristas de san Agustín sobre la gracia y la predestinación, que Jansenio exageró todavía más. Jansenio sostenía no solamente la lesión de las fuerzas naturales del hombre por el pecado original, sino que, con un pesimismo teológico radical, afirmaba que la concupiscencia es irresistible. La humanidad es -dice Jansenio siguiendo a san Agustín- una massa damnata; Jesús murió exclusivamente para los elegidos; sólo ellos reciben la gracia. De todas formas, también la gracia es irresistible. Como consecuencia, al hombre se le exige que esté por entero ante Dios en actitud de pleno amor. El hombre ha de realizar su salvación en temor y temblor; no basta la contrición imperfecta; el probabilismo supone una grave y peligrosísima incomprensión de la tarea que se le impone al cristiano; no se puede ir a comulgar a la ligera.

Fueron los jesuitas quienes hicieron la crítica decisiva del jansenismo. En 1642 hubo una primera condena, de manos del papa Urbano VII; más tarde, el jansenismo fue condenado por Inocencio X (en 1653, condena de las cinco «Propositiones»).

La primera Bula de Urbano VIII hubo de limitarse a repetir la condena de Bayo; sin embargo, instancias curiales subordinadas agravaron las prescripciones.

Con el paso del tiempo, sobre todo en Francia, muchos se tomaron la crítica muy a la ligera. En el siglo XVIII se consideraba sospechoso de (herejía) jansenista todo aquel que defendiera la doctrina de la gracia contenida en el Augustinus y se pronunciara a favor de exigencias rigurosas en la religión.

e) Lo importante desde el punto de vista histórico-eclesiástico fue que estas eruditas y sabias discusiones profesorales en Lovaina (y París) provocaron un amplio y profundo movimiento en el campo de la teología y de la piedad. En este último aspecto fue muy importante el contacto entre el jansenismo y la reforma católica en Francia, representada por el cardenal De Bérulle.

4. El impulsor de este movimiento en Francia fue el abad comandatario del monasterio de Sí. Cyran (Jean Duvergier de Hauranne, † 1643), amigo de Jansenio desde los tiempos de Lovaina, y el Dr. Antonio Arnauld († 1619), así como su hijo Roberto, que introdujo a Duvergier -denominado «St. Cyran»- en la corte. Duvergier no fue un teólogo sistemático a la manera de Jansenio. Su interés se centraba preferentemente en una reforma religiosa mediante el retorno al rigor de la Iglesia antigua, que enseña a los hombres a humillarse ante Dios no por medio de la ciencia, sino por el arrepentimiento del corazón. El viejo Arnauld todavía estuvo más lejos del sistema de Jansenio, llegando más tarde incluso a utilizar nuevamente a santo Tomás para su argumentación. Famoso centro de jansenismo en Francia fue el monasterio de monjas cistercienses de Port-Royal, en París, y, luego, a la muerte de Duvergier, el monasterio del mismo nombre cerca de Ver-salles (cuya abadesa era la severísima «Mère Angélique», hermana de Arnauld). Las monjas de este monasterio (en el que entraron seis hijas del Arnauld «junior»), así como una especie de congregación libre de hombres principales y doctos que vivían en las cercanías (los «solitarios»), defendían una rigurosa concepción de la gracia, de la que derivaban una concepción igualmente rigurosa de la vida religiosa. A Dios, que ha predestinado libremente la vida futura de los hombres y sólo a un pequeño número concede la elección por medio de su gracia irresistible, únicamente se le puede mirar con temblor; a comulgar se debe uno acercar muy raramente, y esto después de un rigurosísimo examen; se debe revitalizar la antigua disciplina penitencial cristiana (en oposición, de una parte, a la comunión frecuente y al probabilismo de los jesuitas y, de otra, a la inmoralidad y mundanidad imperante). 4. Los jansenistas intentaron neutralizar la condenación hecha por el papa Inocencio X en 1653 de las cinco proposiciones del Augustinus mediante una serie de ingeniosas distinciones. Según los jansenistas, las proposiciones habían sido condenadas justamente como heréticas, pero en tales términos nos aparecerían en el libro de Jansenio. Y además, ni sobre este hecho ni sobre otro hecho semejante (no revelado) podía la Iglesia pronunciarse infaliblemente.

a) Para evitar la aceptación expresa de la condena, algunos obispos propusieron después la idea de que bastaba con un «silencio obediente» (silentium obsequiosum). El papa Alejandro VII rechazó ambos subterfugios (1656). Siguieron nuevas disputas y condenaciones. La obstinación de Port-Royal se robusteció con las ideas conciliaristas defendidas por la Asamblea General del clero francés (§ 100). Ni la lucha emprendida por Luis XIV contra el jansenismo por razones políticas desde 1660 (destierro de Arnauld y Quesnel), ni el entredicho lanzado contra Port-Royal (en 1664 y 1707), ni la ambigua política de reconciliación del papa Clemente IX y algunos obispos franceses (1669), ni siquiera la supresión de Port-Royal (por decisión del gobierno, con aprobación del papa) y su destrucción (1710-1712) pudieron terminar con el conflicto.

b) Al contrario; la lucha, entre tanto, se había enconado aún con mayor fuerza por los libros del oratoriano[3] Pascasio Quesnel (1634-1719), hombre profundamente sabio y piadoso, jefe principal del jansenismo desde la muerte de Arnauld. Quesnel (sobre todo en sus Réflexions morales, también defendidas por algunos obispos, y en otros escritos posteriores llevó al extremo las tesis teológicas de Jansenio: la Iglesia es invisible y se compone exclusivamente del reducido número de los elegidos, pues la voluntad salvífica de Dios no es universal.

A pesar de la doble condenación del jansenismo por parte de Clemente XI, especialmente (por deseos de Luis XIV) en la famosa bula Unigenitus (1713), la controversia (con distinciones y reservas similares a las anteriores) revistió las formas más peligrosas y funestas. El espíritu galicano de la idea conciliarista se introdujo cada vez más en las discusiones, de tal modo que un gran partido llegó a apelar varias veces a un concilio general. La católica Francia se encontró dividida en dos frentes eclesiásticos. Se produjeron sorprendidas y sorprendentes reacciones contra las condenas pontificias. En tierra holandesa (adonde habían emigrado muchos jansenistas) sobrevino un verdadero cisma, el mencionado cisma de Utrecht, que no revistió gran importancia, pero se ha mantenido hasta hoy.

5. El jansenismo, no obstante la fuerte exigencia de amor perfecto a Dios que aparecía en las exposiciones de Duvergier y Arnauld, causó graves daños a la unidad de la Iglesia y a la vida eclesiástica de Francia por sus concepciones rigoristas radicales y por su desobediencia. Toda la vida de la nación francesa se vio penetrada por la división entre los partidarios y adversarios de Roma. Además, las disputas provocaron la burla de los contemporáneos y fomentaron el escepticismo. La diversidad de soluciones y las distinciones bizantinas con las que tan seriamente se vinculaba la salvación y la condenación eternas dieron pie a algunos espíritus irreligiosos a preguntarse qué grandeza y qué valor podía tener semejante religión.

Por otra parte, el rigorismo, tanto el de tipo moral como el de tipo religioso, sirvió a muchos de fácil pretexto para abandonar todo a la gracia victoriosa de Dios y no intentar siquiera con sus débiles fuerzas humanas prepararse dignamente a la recepción de los sacramentos, cosa -según ellos- imposible. El rigorismo echó también por tierra la auténtica confianza, que nace del amor y busca el amor del Señor. Como tantas veces en la historia, la tendencia a la interiorización unilateral constituida en ley y la tendencia al rigor exagerado, no obstante su seriedad y vistas en conjunto, no suscitaron una vida de fe potente y fecunda, sino que la debilitaron. También se cumplió aquí la ley histórica según la cual el rigorismo unilateral conduce al extremo contrario: el rigorismo generó tibieza y laxismo[4].

Hemos de tener en cuenta asimismo que esta pugna entre jesuitas y jansenistas discurrió durante las guerras religiosas entre católicos y hugonotes, que todavía perduraban. A lo largo de todo un siglo, el jansenismo conmovió la en otro tiempo floreciente Iglesia galicana y no dio fin hasta que ésta llegó al agotamiento.

6. La reacción eclesiástica acusó varias deficiencias: se produjo con una innecesaria dureza; lo religioso se mezcló sospechosamente con lo político; el papa Clemente IX adoptó una postura poco clara. Pero, en general, la Iglesia se mostró una vez más como sistema del centro, como sistema de la realidad cristiana plena. Y esto, precisamente en el caso del jansenismo, no resultaba nada evidente o connatural. Frente a la mundanización aún no del todo superada del Renacimiento, frente a su resurgimiento (o pervivencia) en la secularización de la vida de la nobleza y del alto clero (secularización que otra vez ejercía su capacidad de seducción) y frente a la postura cada vez menos rigurosa de los jesuitas tanto en la práctica como en la teología moral, frente a todo esto, digo, era muy fácil sucumbir a la tentación de adoptar el jansenismo como base para la lucha, de dejarse imbuir por su espíritu serio y riguroso, pues sólo el jansenismo parecía salvaguardar el carácter radicalmente espiritual de la Iglesia y, en contra del galicanismo, tomaba partido por sus derechos político-eclesiásticos. Pues bien, a pesar de todos estos valiosos elementos, la Iglesia advirtió en el jansenismo su carácter no plenamente católico y lo rechazó.

El ergotismo sectario y el carácter separatista del jansenismo, su implacable lucha contra los jesuitas y, más tarde, contra Roma (para alegría de Voltaire) pusieron de manifiesto en el siglo XVIII su fuerza destructora y dieron la razón a la Iglesia. La Iglesia siguió siendo la Iglesia del mundo, en que todos pueden alcanzar la redención; volvió a rechazar (§ 17, I, 1) todo lo que tenía visos de conventículo. Con ello demostró comprender mejor que nadie las condiciones medias de la vida anímica del hombre, y condenó el rigorismo.

Pero también de otra manera defendió la Iglesia la universalidad del plan divino de salvación: condenó la proposición jansenista según la cual fuera de la Iglesia no se concede gracia alguna (Unigenitus, proposición 29). Una idea semejante defendió también frente a la reducción de la voluntad salvífica de Dios (reducción que rechazó reiteradas veces y con distintas formulaciones) y frente a la afirmación de la total inutilidad de las fuerzas naturales del hombre y de la plena imposibilidad de salvación de los hombres del Antiguo Testamento. La Iglesia defendió, por tanto, un concepto de suma importancia para la comprensión del mundo moderno, el concepto de los «caminos extraordinarios de la gracia».

Con todo esto, por supuesto, no queremos decir que los adversarios del jansenismo reconocieran los valores que acabamos de mencionar ni que, a pesar de su rechazo, se esforzaran suficientemente para hacerlos fructificar.

7. En la controversia jansenista se puso de manifiesto, una vez más, la extraordinaria fuerza destructora del particularismo eclesial, es decir, de la desobediencia a la Iglesia. Energías magníficas, que actuaban en el jansenismo y que habrían podido prestar un gran servicio a la Iglesia, sucumbieron (en la concreta situación de entonces) al peligro de servir justamente para lo contrario. La prueba más impresionante de lo que decimos fue Blas Pascal († 1662), expositor implacable de la miseria del hombre, matemático e inventor genial, gran creyente, brillante escritor, profundo y agudo apologeta, que, sin embargo, causó -en contra de su voluntad- graves daños a la vida de la Iglesia. Pascal, que en sus Pensamientos escribió cosas geniales sobre la verdad de la fe y plasmó la dolorosa búsqueda de la verdad del hombre, que como científico constituyó una apología viviente de la fe católica, que con su lenguaje clasicista demostró que la fe católica constituye la coronación de una elevada cultura espiritual y que vivió penetrado de una fervorosa y admirable piedad por su exaltado celo, sin embargo, contribuyó a abrir camino a la frialdad religiosa y la falta de espíritu eclesiástico del siglo de la Ilustración, por más que un pensador de la Ilustración fuese el menos indicado para remitirse al primer pensador cristiano que formuló la «theologia crucis». Sus Cartas Provinciales, chispeantes e insuperables en el género polémico, escritas en plena controversia (1656-1657), y que ya entonces alcanzaron más de sesenta ediciones, asestaron -con sus frases sacadas de contexto- el primer golpe serio contra los jesuitas. Las cartas, sin duda, expresaban la protesta justificada de la conciencia cristiana contra los abusos del probabilismo. Su seriedad cristiana se puso de manifiesto también en el hecho de que fustigaron duramente la amoralidad reinante en la alta sociedad francesa.

Para ser justos con la figura de Pascal, como con otras grandes figuras de la historia, es necesario distinguir entre sus ideas personales y su repercusión histórica efectiva. En ningún caso podemos olvidar que, por encima de su crítica corrosiva y funesta, Pascal renunció a la edad de treinta años a una carrera brillantísima, para vivir solamente dedicado a la religión de la cruz hasta su muerte, que le sobrevino por su amorosa atención a un niño enfermo. También hay que tener esto presente cuando se trata de enjuiciar sus opiniones geniales, aunque también peligrosas, sobre las limitaciones de la razón para alcanzar a Dios y a lo divino. La frase «El corazón tiene razones que la razón no comprende» es una expresión contra la que nada se puede objetar. Pero es peligroso decir, excluyendo por completo la razón, que «es el corazón', no la razón, quien sigue el rastro de Dios».

La significación histórico-eclesiástica de Pascal va aún más allá: con el desarrollo de la vida espiritual y religiosa han podido superarse en época reciente los condicionamientos históricos que influyeron en la figura y la obra de este gran hombre. En este sentido, la pujanza de su religiosidad resplandece hoy mucho más que en el siglo XVII. Las profundidades últimas de su pensamiento dejan muy atrás los unilaterales puntos de vista del jansenismo, tal vez porque, entre otras razones, Pascal, a diferencia de Jansenio y de Quesnel, jamás intentó comprender dentro de un sistema teológico el misterio de la cooperación del Dios severo con la miseria del hombre. Sus Pensamientos son ante todo un balbuceo cristiano, perfectamente legítimo, en presencia del «Tremendum».

Por otra parte, Pascal nos reserva continuas sorpresas. El, tan rigorista de ordinario, llega a escribir una confesión como la siguiente: «El secreto de vivir alegre y contento consiste en no estar en guerra ni con Dios ni con la naturaleza». ¡Y cuán inagotable es el contenido de esta frase, que Pascal pone en boca de Dios, dirigida al hombre, frase digna de un san Agustín: «No me buscarías si ya no me hubieras encontrado»!

Notas

[1] Esta escolástica no era, ni mucho menos, una simple evolución legítima de la alta Escolástica, sino que -desde el punto de vista filosófico- caminaba por los derroteros de una peligrosa racionalización (que, naturalmente, no era todavía ningún racionalismo).

[2] En Holanda, el jansenismo fue desarrollándose hasta la creación de la Iglesia cismática de Utrecht (1723). En Italia, el jansenismo fue defendido en 1786 por el Sínodo de Pistoia; cf. § 105.

[3] Quesnel dejó la congregación cuando los oratorianos le exigieron retractarse de su jansenismo.

[4] Esto no quiere decir, naturalmente, que este proceso tuviera lugar también entre los dirigentes -de suyo notablemente religiosos- y los círculos más selectos del jansenismo. Lo que sí es cierto es que las consecuencias del sistema jansenista echaron por este camino, contribuyendo así a fomentar la moralidad ya imperante en todos los aspectos de la vida.

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