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§94.- Las Misiones Fuera de Europa

1. En el siglo XV, la labor misionera había cesado casi por completo. Pero el trascendental descubrimiento del «Nuevo Mundo» supuso para la cristiandad occidental la exigencia inmediata de anunciar el evangelio a los pueblos y tribus de los nuevos países. Esta exigencia fue formulada en seguida programáticamente (por Alejandro VI en 1493, con su famoso reparto entre portugueses y españoles de los territorios descubiertos) y realizada prácticamente.

Los primeros misioneros fueron los franciscanos y los dominicos. Sin menospreciar su obra, cabe decir que también en este terreno las realizaciones de mayor envergadura y relieve histórico se consiguieron cuando la Iglesia, gracias al choque con las nuevas doctrinas y comunidades de la Reforma, se reestructuró a sí misma y produjo en su seno nuevas formaciones. A pesar de la enorme necesidad interna de la Iglesia occidental y a pesar de la grave amenaza que para su fe y estructura suponía la innovación, la Iglesia no desatendió esta llamada misionera. Una vez más tuvo fuerzas suficientes para tomar la ofensiva espiritual precisamente en el momento de la debilidad y el peligro. La autoconciencia eclesiástica, iniciada ya en la década de los cuarenta e incrementada notablemente en los últimos años del siglo XVI, dio a esta voluntad de conquista un impulso extraordinario.

2. La tarea misionera fue asumida principalmente por los jesuitas (y también por los capuchinos). La aprobación de la Compañía por Paulo III (§ 88) tuvo que ver directamente con las necesidades de cristianización de los territorios recién conquistados por los europeos. La primera conquista política de los portugueses, las Filipinas (ocupadas por los españoles en 1521, denominadas así en 1543 en honor del joven rey Felipe II, conquistadas sistemáticamente desde 1569), fueron también el primer territorio de misión. Religiosos de diversas órdenes bautizaron allí, hasta fines del siglo XVI, a un número de indígenas no inferior a los 700.000.

a) En 1541 el rey Juan III de Portugal pidió misioneros para la colonia de Goa, en la costa occidental de la India. El jesuita Francisco Javier (1506-1552), noble navarro y una de las grandes figuras de la humanidad, fue el abanderado de las misiones en el este de Asia.

Francisco Javier fue uno de los primeros compañeros de Ignacio de Loyola, y en París compartió la habitación con él y con Pedro Faber. También con ellos trabajó en el ministerio pastoral y en el ejercicio de la caridad en París y en el norte de Italia (cuando las complicaciones bélicas impidieron el viaje de los nuevos compañeros a Palestina). Desde 1542 trabajó como legado pontificio primero en Goa (lo que supuso una travesía marítima de unos 20.000 km., para la que necesitó alrededor de cuatrocientos días), después en el sur de la India, más tarde en las Molucas y finalmente dos años en el Japón (donde sólo consiguió 2.000 conversiones). Falleció en 1552, a los diez años de haber comenzado su labor misionera, cuando se disponía a emprender la conversión de China. Francisco Javier murió en soledad casi total en la isla de Sancian, con la única compañía de dos neoconversos.

El esfuerzo verdaderamente ingente, incansable a la par que realista, de este gran hombre y gran santo, constantemente probado por las decepciones más tremendas, sólo puede comprenderse por aquel elemental resurgimiento del espíritu religioso y eclesiástico dentro de un ambiente de santidad y suma actividad, que fueron las dos virtudes características de la persona y del sistema del fundador de la Compañía de Jesús. Esta santidad y esta actividad son los únicos motivos que pueden explicar (la explicación meramente racional resulta insuficiente) la eficacia de la predicación de Francisco Javier, que apenas sabía idiomas. Lo mismo en el norte de Italia que en el Lejano Oriente se sirvió de los rudimentarios conocimientos que poseía de algunas lenguas, consiguiendo llenar a sus intérpretes de su propio espíritu. No se puede sino pensar en el misterioso fuego que el Señor vino a traer del cielo. Este fuego fue el que inflamó a Francisco Javier.

A pesar de todo, el éxito -o, mejor dicho, la permanencia del éxito- hubo de tropezar necesariamente con un gran inconveniente, el provocado por la enorme extensión de los territorios evangelizados y el poco tiempo que un solo hombre podía emplear en la misión propiamente dicha. No se podía siquiera pensar en crear una mínima organización eclesiástica. San Francisco Javier tuvo conciencia de esta deficiencia. Pero también se supo un precursor.

En la piedad de Francisco Javier, que él fue capaz de expresar con acertado lenguaje[14] podemos aprender una actitud sumamente prudente a la hora de hacer valoraciones generales: en el ardiente amor de Francisco Javier el moralismo, la idea de la recompensa, el temor y el castigo no sólo se sumergen, sino que son trascendidos conscientemente. Que él recurriese a los poderes seculares para apoyar la obra de la propagación de la fe constituye una contradicción que no puede resolverse a la ligera. La alianza con los poderes seculares no fue perjudicial hasta más tarde, cuando fue realizada por sus epígonos, que ya no poseían el ardoroso e irresistible fervor del maestro.

b) En un primer momento, la cristianización de la India occidental se presentó muy prometedora. Incluso se llegó a establecer allí una organización eclesiástica. En 1534, es decir, antes de la llegada de Francisco Javier, ya existía una diócesis en Goa (de cuya extensión se tenían ideas imprecisas y fantásticas, pues se incluían todos los territorios existentes desde el Cabo de Buena Esperanza hasta el Japón) y desde 1541 un seminario para el clero indígena. Pero el impulso decisivo tuvo lugar únicamente tras la llegada de los jesuitas.

c) También en el Japón los sucesores de Francisco Javier obtuvieron un éxito grande. Entre los neoconversos los había pertenecientes a la aristocracia. En 1579 se contaban unos 150.000 cristianos, poco después unos 200.000 neófitos y 300 iglesias. En 1585 visitó a Gregorio XIII una delegación presidida por dos príncipes japoneses. Pero poco después (en 1587, y después nuevamente en 1597 y 1612), la influencia del ejército y de los bonzos del país desencadenaron persecuciones contra los cristianos, en las que hubo crueles martirios (crucifixiones) y fueron destruidas las iglesias. Todo ello afectó gravemente a la evangelización del Japón. No hay que olvidar, por otra parte, que también contribuyó a la catástrofe la rivalidad entre las diversas confesiones cristianas y la torpeza de las congregaciones católicas, concretamente su hostilidad hacia los comerciantes holandeses, que eran los dueños del comercio.

A pesar de la represión, el número de conversos volvió a crecer en seguida. Un escrito de 1625 habla de 600.000 cristianos. Pero en 1637, tras un levantamiento de los cristianos perseguidos, fue definitivamente prohibida la doctrina, como proveniente de Occidente. Al mismo tiempo se prohibió terminantemente la entrada de todos los europeos en suelo japonés (se hizo una excepción con algunos comerciantes, pero con la condición de que antes hicieran burla pública del crucifijo y de las imágenes de la Virgen). A pesar de todo esto, cuando en el siglo XIX los misioneros volvieron al Japón, encontraron todavía cristianos viejos; en el seno de sus familias se había seguido transmitiendo el cristianismo.

3. La labor misionera más importante fue la desplegada en la América Central y Meridional por españoles y portugueses. En estos territorios la propagación del cristianismo y la organización en diócesis avanzó rápidamente. Fue una obra gigantesca de alcance universal, una obra de conquista espiritual, de cuya fecundidad nos da buena muestra el número de conventos existentes en Sudamérica hacia el 1610: ¡cerca de 400! Desde 1549 trabajaron en Centroamérica los dominicos. En Brasil lo hicieron los jesuitas y en Perú igualmente los dominicos. En Nueva Granada (Colombia), san Luis Beltrán, dominico, convirtió a 150.000 indios (1562-1569) y el jesuita Sandoval a 30.000 negros. La Guayana fue misionada por los capuchinos y los jesuitas; la conquista del país por los protestantes holandeses detuvo el avance de la misión católica.

Canadá, Florida y California fueron cristianizadas a lo largo del siglo XVII por misioneros franceses. En el Canadá las empresas bélicas de los ingleses causaron perjuicio a la misión comenzada en 1611, pues los ingleses lograron intencionadamente implicar a los indios en su guerra con los franceses. Tras la toma de posesión de los franceses, a mediados del siglo XVII comenzó la cristianización regular de los territorios, que exigió el martirio de muchos misioneros jesuitas. En 1674 fue erigida la diócesis autónoma de Quebec. El catolicismo se fue consolidando en Canadá incluso tras la conquista de la colonia por los ingleses (en 1774 se decretó para el Canadá la libertad de religión, es decir, cincuenta y cinco años antes del decreto de emancipación de los católicos en Inglaterra). En California, el apasionado impulso de independencia imposibilitó durante largo tiempo la misión de sus habitantes, que dio comienzo en 1697 por obra de los jesuitas.

4. La gigantesca obra de las misiones americanas lleva sobre sí, desgraciadamente, un grave lastre: el brutal egoísmo de los conquistadores, que redujeron a los indígenas a la condición de esclavos y, aparte de la explotación sin escrúpulos, les acarrearon enfermedades y otras calamidades espirituales. La Bula de Paulo III de 1537 arroja una tristísima luz sobre las ideas de estos explotadores cristianos: junto con la prohibición de la esclavitud, suficientemente explícita en la bula, aparece también la doctrina de que tanto los indios como los blancos poseen un alma inmortal y son capaces de recibir la doctrina cristiana y los sacramentos. Cuán poco éxito obtuvo tal exhortación frente a la anticristiana codicia de los conquistadores nos lo demuestra la lucha mantenida durante casi cincuenta años por el dominico Bartolomé de las Casas († 1566). Y otra prueba, esta vez referida a los negros, es la que nos ofrece más tarde el santo jesuita Pedro Claver (1616-1654) en Cartagena de Indias.

5. Gran importancia tuvo la realización de la idea del general de los jesuitas Acquaviva († 1615), aprobada por España, de concentrar a los indígenas de las misiones jesuíticas del Paraguay en reducciones. Estaban integradas por unos 150.000 colonos, que bajo la dirección de los jesuitas llevaban una vida estrictamente reglamentada de trabajo y descanso. Prestaban acatamiento a las autoridades españolas exclusivamente por medio de tributos, pero en las demás cosas gozaban de libertad. La retribución del trabajo iba a parar a una caja común. La religión marcaba el ritmo de la vida diaria, lo cual permitió llevar a cabo una labor misionera muy profunda y una promoción cultural muy estimable. La federación impedía la explotación. Las reducciones se mantuvieron desde 1631 hasta 1767. A pesar de las innegables deficiencias (por ejemplo, las ventajas financieras que de las reducciones obtuvo la Compañía), el formidable experimento merece en conjunto una valoración positiva. La miopía humana, que permitió su decadencia o provocó positivamente su supresión, ocasionó, como tantas veces en la historia, un grave perjuicio para la propia Iglesia (unido a la lucha contra la Compañía, § 104, II).

6. Ya las primeras misiones de Oriente entre pueblos de antiquísima cultura, como las de América entre pueblos primitivos (incluidos también los incas), tropezaron con profundas dificultades internas. Hasta hoy la misión no ha dejado de luchar con ellas.

a) La cultura cristiana fue llevada a los paganos de la mano de los conquistadores europeos. Con frecuencia el cristianismo les fue impuesto por la fuerza. La falta de sinceridad interna de la misión llegó a ser insoportable, pues los nativos se tornaban más inaccesibles y las deficiencias de su conversión se hacían mayores, en cuanto los conquistadores «cristianos» se volvían a un tiempo sus explotadores, opresores y exterminadores y, además, llevaban una vida inmoral. En su obra colonizadora fuera de Europa, la cultura cristiana ha cometido múltiples faltas (§ 119).

b) Para ganarse a los atenienses, san Pablo se había acomodado a su mentalidad y lenguaje. De la misma manera, Gregorio I y los misioneros de la primera Edad Media también se habían acomodado en lo posible a la mentalidad germánica. Pero en la alta y baja Edad Media, en todo el Occidente, con harta frecuencia se había confundido la forma histórica de la predicación con el contenido inmutable de la misma. Durante toda la Edad Media fueron raras las figuras como Raimundo Lulio, resueltamente dispuesto al acercamiento espiritual (§ 72).

Ahora, a principios de la Edad Moderna, el cristianismo tenía tras de sí un largo camino en el que había ido logrando una complicada elaboración de su doctrina y constitución. Su conciencia y su carácter estaban impregnados por completo de la cultura y el espíritu de Occidente. Este cristianismo occidental chocó con los hombres del Lejano Oriente, de muy distinta índole espiritual y religiosa, que por su antiquísima cultura y religión poseían desde tiempos inmemoriales una elevada sabiduría. En el intento de llevar la verdad cristiana a estas culturas tan alejadas, los misioneros, y en primer lugar los jesuitas, puede decirse que ensayaron todas las posibilidades de acercamiento, amoldándose hasta el máximo a su manera de pensar, expresar y vivir.

Pero a pesar de las innumerables vidas humanas dedicadas generosamente al servicio de la misión, llegando incluso hasta el martirio (todo ello a lo largo de cuatro siglos), y a pesar de algunos éxitos brillantes, aún sigue hoy en pie, pendiente de solución, la gigantesca tarea entonces apuntada: en ella se encierra el problema fundamental del futuro, tanto para la Iglesia como para el mundo (el problema Oriente y Occidente). En el Lejano Oriente el cristianismo consiguió echar algunas raíces. Pero, vistas las cosas en conjunto, la semilla de la palabra divina no llegó a arraigar en la nueva tierra tan profundamente que fuera capaz de desplegar todas sus posibilidades creadoras en el auténtico sentido de la palabra, siguiendo las leyes del desarrollo espiritual (§ 5).

Se trata de un problema fundamental en la historia de la Iglesia: el problema de la moderada acomodación.

c) Los jesuitas intentaron resolver este problema especialmente en la India y la China.

El jesuita Mateo Ricci (1552-1610) fue el gran pionero, el primero que adoptó una actitud abierta y tolerante hacia los chinos conversos. Es importante tener en cuenta que el padre Ricci hizo sus estudios primeramente en Goa y desde 1601 permanentemente en Pekín. Con el fin de poder actuar con eficacia, y considerando del mismo rango la ciencia china y la ciencia europea, intentó científicamente conseguir el mayor acercamiento y la mayor acomodación posible en lo humano y en lo religioso al mundo chino. Su horizonte religioso era extraordinariamente amplio. Ricci comprendió que el culto de los chinos a los antepasados, e incluso las ofrendas a Confucio, podían separarse perfectamente de su significación politeísta originaria y orientarse al culto del Dios único y verdadero. E intentó también demostrarlo, adoptando las denominaciones chinas de la divinidad para designar al Dios cristiano.

Tras la muerte de Ricci, su herencia quedó al principio a salvo y aun se mantuvo firme en contra de las directrices de la Compañía. En el año 1606, el general de la Compañía ya había prohibido la ordenación sacerdotal de los chinos. Esta determinación se remitía a informes y experiencias negativas que antes se habían hecho en el Japón. Pero a su vez se oponía diametralmente a las recomendaciones de los primeros misioneros jesuitas, quienes ya en 1580 se habían pronunciado decididamente a favor de la formación de un clero nativo. Es cierto, en efecto, que las experiencias realizadas en el Japón con algunos sacerdotes nativos habían sido negativas, por causa sobre todo de la deficiente selección y formación de los candidatos y también por las dificultades que entrañaba el celibato.

Pero en 1613 el sucesor de Ricci en China intercedió ante la Santa Sede en favor de esta cuestión. En primer lugar, los sacerdotes en China debían mantener cubierta la cabeza durante la santa misa (pues precisamente lo contrario se consideraba en China como falta de respeto). En segundo lugar, debía permitirse la ordenación de sacerdotes chinos, disponiendo que pudieran recitar la misa y el breviario en lengua china («chino literario»). Esta ofensiva tuvo enorme éxito. Por intercesión de Belarmino, sobre todo, y gracias al apoyo del mismo papa Paulo V, fue levantada la prohibición del general de la Compañía sobre la ordenación sacerdotal de los chinos. Al mismo tiempo (1615) se autorizó a los sacerdotes chinos a decir misa y a rezar el breviario en su propia lengua[15].

d) Por desgracia, el privilegio concedido no pudo llevarse a la práctica. Cuando de él se tuvo noticia en China se había levantado ya una persecución contra los cristianos. Además, hubo que esperar todavía sesenta años a que concluyera la necesaria traducción de los textos sagrados al chino.

Entre tanto, la disposición de las fuerzas misioneras se había modificado desfavorablemente por la rivalidad existente entre dominicos, franciscanos, lazaristas y sacerdotes del seminario de misiones de París. En las discusiones siguientes, la acomodación de los jesuitas fue objeto de frecuentes condenas. Hacia finales del siglo, en 1671, los jesuitas de China pretendieron obtener la renovación del privilegio. Pero recibieron una contestación negativa nada menos que cinco veces (la última en 1726). La desautorización definitiva fue obra de Benedicto XIV en 1742.

e) También entonces fueron definitivamente prohibidos los «ritos malabares». Este intento de acomodación tuvo su centro en la misión de Madaura (al sudsudoeste de la India). La difusión del cristianismo en la India sufrió gravemente bajo la acusación de ser una «religión de los parias». Por eso los brahmanes no quisieron saber nada de ella. El jesuita italiano Roberto de Nobili (1577-1656) se introdujo en el mundo de las castas, adoptando su traje y modo de vida, e intentó suprimir en la predicación cristiana todo lo que en cuanto a culto y terminología pudiera resultar chocante para las clases superiores de los brahmanes.

De Nobili tuvo un talento extraordinario para los idiomas. Aprendió toda una serie de lenguas habladas en la India y en ellas compuso gran cantidad de obras de religión y teología destinadas a la instrucción de los conversos.

Los reparos de otros jesuitas y de los capuchinos contra los métodos de De Nobili, manifestados primero ante el arzobispo de Goa y después en Roma, fueron zanjados en 1623 con una Bula, que daba la razón a De Nobili (cf. también la decisión de Alejandro VII: § 95).

Más tarde intentó De Nobili lograr también el acceso a los parias utilizando métodos parecidos. Incluso hizo la propuesta de instituir misioneros propios para los parias y para los brahmanes.

A comienzos del siglo XVIII la oposición a los «ritos malabares» fue haciéndose cada vez más fuerte en los círculos misioneros y políticos. En 1704 Roma desautorizó dieciséis de aquellos ritos. A pesar de la enérgica defensa literaria de los jesuitas, Benedicto XIV los desautorizó definitivamente en la ya mencionada condena de 1742. Esta decisión fue un paso funesto. Los misioneros cayeron en una situación de confusión interna y, coincidiendo con la decadencia de la soberanía colonial portuguesa (católica), los protestantes holandeses e ingleses penetraron en territorios que habían pertenecido hasta entonces a las misiones católicas. La disolución de la Compañía consumó la liquidación total. Resultado: un catastrófico retroceso de las misiones a lo largo del siglo XVIII.

f) Otro obstáculo de primer orden para el arraigo de la buena nueva -hay que insistir en ello una y otra vez- fue el deficiente comportamiento religioso y moral de los europeos inmigrantes y residentes en ultramar. Los cristianos europeos fueron muchas veces el enemigo más peligroso del mensaje de Cristo. Ya Francisco Javier tuvo que intentar el retorno a la vida cristiana de los europeos residentes en la India antes de pasar a misionar directamente entre los paganos. Sólo después se podía lograr que los indígenas bautizados, pero internamente alejados todavía del cristianismo, llegaran a ser auténticos cristianos.

7. A pesar de todas estas dificultades y retrocesos, nunca cesaron de partir nuevos misioneros, deseosos de profundizar la cristianización y convertir nuevos territorios.

Ya en el siglo XVII se creó un organismo central para las misiones. La fundación de la Congregación pontificia para la Propagación de la Fe, por la obra de Gregorio XV (1622), tuvo gran importancia (competencia de esta Congregación eran también los territorios europeos que habían caído en el protestantismo)[16].

Tal organización nos permite constatar la conciencia que la Iglesia tiene del alcance universal de sus deberes misioneros. Esta conciencia no se nutre de los éxitos, sino del mandato divino; él es el que asegura a la Iglesia el triunfo final, aunque sólo en la parusía. Hasta entonces el mandato misionero debe ser cumplido sencillamente como un servicio. Y hasta entonces la tarea misionera debe someterse, como es lógico, a la ley cristiana fundamental a que tantas veces nos remite la historia de la Iglesia: es necesario que el grano de trigo muera (Jn 12,24). El proceso efectivo y concreto de la historia de las misiones nos demuestra que, en resumidas cuentas, la labor fundamental de la predicación en Ultramar siempre ha estado dirigida por este espíritu de obediencia a la fe. Hemos visto que el movimiento misionero de América, como también poco después el de Extremo Oriente, acusan graves deficiencias. En el Oriente -esto es, entre culturas antiquísimas- la misión produjo pocos frutos duraderos. En América, el cristianismo, impuesto muchas veces por la fuerza, no pasó de ser a veces un fino barniz de cobertura del antiguo paganismo. A pesar de todo ello, el trabajo realizado y las metas conseguidas brindan material suficiente para entonar un himno de alabanza a la fe cristiana y a la fuerza creadora de la Iglesia. En la historia de las misiones puede muy bien estudiarse la plenitud vital del evangelio y su fuerza renovadora. (La muy distinta situación de las misiones en el siglo XIX y XX será objeto de nuestro estudio en el § 119).

Notas

[14] Cf. su oración favorita: «En ese amor enciendo yo mi amor», quizá no original de Javier, pero de todas formas traducida por él del español al latín.

[15] En contra de las afirmaciones de numerosos historiadores, parece ser que el Breve en cuestión fue efectivamente redactado y enviado a China (George H. Dunne).

[16] Con la fundación de un Seminario de Misiones en Roma bajo el pontificado de Urbano VIII en 1627 y la ya mencionada del Seminario de Misiones de París en 1663, debía quedar asegurado el necesario fomento de vocaciones y una cierta unidad metódica en la labor misionera.

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