conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo segundo.- La Reforma Catolica » §89.- El Concilio de Trento

I.- Convocatoria y Desarrollo

1. La exigencia de un concilio universal no se había acallado desde la época de Constanza y Basilea (escritos de reforma, dietas imperiales, gravamina, apelaciones particulares, los husitas). La razón de esta exigencia estribaba en que el problema de la reforma seguía sin resolver. En lo fundamental, las cosas habían empeorado aún más. Había abundantes conatos de reforma interna, mas no disponían de suficiente energía creadora y transformadora. El Concilio Lateranense de 1512 a 1517 tampoco había conseguido realizar nada trascendental, lo cual no es de extrañar teniendo en cuenta los dos papas que lo presidieron (Julio II y luego León X). Este concilio ni siquiera tuvo importancia en Italia; en Alemania no se le prestó atención, y en Francia se apeló contra él. La innovación reformadora protestante había puesto sobre el tapete, como nuevo tema de discusión, el problema de la fe. La apelación de Lutero a un concilio en el verano de 1518 y la división protestante plantearon nuevamente el problema de la unidad de la Iglesia, sólo que de una manera mucho más radical y apremiante. La literatura de la época, las dietas imperiales y el programa de todos los partidarios de la reforma urgían la celebración de un concilio, que, una vez más, aparecía como el único medio de salvación.

Por fin llegó el Concilio Tridentino, y la misma bula de convocatoria encarecía la gran utilidad salvífica de un concilio ecuménico, a la par que confesaba literalmente que la cristiandad estaba ya en gravísimo peligro inmediato.

Como ya hemos visto en los concilios reformadores de principios del siglo XV, la exigencia de celebración de un concilio apuntaba -y ahora con mayor razón aún- más allá de la simple discusión teorética sobre la causa unionis y reformationis. Ya no se trataba simplemente de formular unas precisiones doctrinales o reformadoras. Se trataba de la misma vida de la Iglesia, de su fuerza genuina, de su curación. En aquella situación, un concilio debía ser expresión de la vitalidad de la Iglesia, infundir nuevas energías al pueblo cristiano, fortalecer la debilitada conciencia eclesial y fomentar la voluntad reformadora en su más amplio sentido. Desde este punto de vista, todo el Concilio de Trento supuso, efectivamente, no sólo una declaración de voluntad, sino una nueva y viva fundamentación. El hecho mismo de su celebración, después de tantas amargas decepciones, constituyó ya un auténtico estímulo. De todas formas, el concilio sólo muy a duras penas consiguió transformar la conciencia católica general y, en cierto modo, no antes de su tercer período. Los toques oficiales de victoria, aislados, demasiado clamorosos, no pueden ya ofuscarnos a nosotros, que miramos retrospectivamente; en todo caso, menos que a los contemporáneos. Aún en 1559 (!) pudo Pedro Canisio decir que el concilio era «el único medio que nos quedaba para evitar la corrupción total».

2. Desde el principio hubo graves obstáculos para la realización del plan conciliar. La confusión teológica era tan grande, que por fuerza había de originar agudas crisis (como se demostró en las fuertes polémicas que en el concilio se desataron). Por desgracia, el hecho del desconcierto teológico solamente era reconocido por unos pocos. Pero de efecto aún más paralizante fueron los temores -sobre todo de Clemente VII y Paulo III y después, de manera radical, de Paulo IV- de que se reavivase la teoría conciliarista, y el miedo de la curia, de muchos de sus cardenales y funcionarios, ante la posible limitación de sus derechos (e incluso ante la supresión de su base material de existencia). Además, en consonancia con la situación general de la Iglesia, el problema del concilio estaba fuertemente ligado y gravado por las aspiraciones políticas nacionalistas. Las diversas y complicadas tendencias del gran juego político entre el emperador, España, Francia, los protestantes (con todas las tensiones políticas internas de Alemania) y la «política pontificia» obstaculizaron de múltiples formas la celebración del concilio. En los años cuarenta se sumó a estos inconvenientes a actuación independiente del emperador, con sus «conversaciones religiosas», bien intencionadas, importantes, pero muy poco clarificadoras. La elección de la ciudad en que había de celebrarse el concilio se convirtió en una cuestión capital y sirvió frecuentemente de excusa para retrasar el concilio y, posteriormente, para interrumpirlo. Otro elemento obstaculizador fue también la desidia y resistencia de los obispos. La fuerza más potente que urgió la celebración del concilio fue Carlos V. Pero por esta misma razón, Francia, por su parte, se convirtió en el principal adversario del plan, tanto que, de hecho, Francisco I fue para el Concilio de Trento la fatalidad en persona.

3. Sin tener en cuenta esta contraposición efectiva de intereses, tal como imperaba en aquella época -pero que era una herencia directa e ineludible de la Iglesia y la curia medievales-, no puede comprenderse el Concilio Tridentino. Este concilio -subrayémoslo una vez más- no fue, ni mucho menos, un asunto exclusivamente teológico. Pero incluso su núcleo teológico-dogmático hubo de ser clarificado frente a fuertes resistencias, que fueron todavía mayores a la hora de su realización (enormemente lenta y fatigosa tras la terminación del sínodo). 3. Sea como fuere, el hecho es que, tras las peligrosísimas vacilaciones de Clemente VII, Paulo III, en contra de la opresiva resistencia de la curia y a pesar de las dudas o del violento rechazo de los príncipes católicos y protestantes, convocó un concilio general en Mantua (1537). Pero el concilio, después de diversos aplazamientos, quedó finalmente suspendido a causa de la resistencia de los príncipes protestantes (Negativa de Esmalcalda de 1537) y de Francisco I y, en fin, por el cambio de opinión del emperador. Más tarde, como las conversaciones religiosas promovidas por el emperador no lograron ningún entendimiento con los protestantes, se convocó el concilio en Trento para el año 1541, pero nuevamente hubo de ser suspendido, principalmente por el rechazo de Francisco I. Por último, después de infinitas vacilaciones y resistencias de todo tipo por parte de la curia y de la corte de Francia, el mismo rey de Francia y el emperador convinieron (tras la paz de Crépy en 1544) en convocar el concilio, cuya sesión de apertura tuvo lugar en Trento el 13 de diciembre de 1545 (con un retraso de nueve meses sobre la fecha prevista).

4. El curso del concilio tuvo tres períodos: bajo el pontificado de Paulo III (de 1545 a 1547; en Bolonia hasta 1548); bajo el de Julio III (de 1551 a 1552) y bajo el de Pío IV (de 1562 a 1563).

El final del primer período vino marcado por el traslado del concilio a Bolonia[33]. El segundo período (otra vez en Trento) tuvo que terminar ante la amenaza del avance de Mauricio de Sajonia contra el emperador. La interrupción del concilio durante diez años después de su segundo período es buena muestra de la profunda decepción sufrida aun por los partidarios más entusiastas de la reforma ante el resultado insatisfactorio del concilio hasta entonces, tanto en el campo dogmático como en el de la política eclesiástica, y ante las aparentemente insuperables tensiones políticas profanas, existentes dentro de la cristiandad católica. Pero tan larga interrupción también fue consecuencia de las tendencias separatistas de la Iglesia nacional francesa. El papa Paulo IV se aprovechó de esta situación a su manera (1555-1559); abandonó la idea del concilio y, en su lugar, se arriesgó a convocar un sínodo pontificio para la reforma (1556), que afortunadamente no llegó a celebrarse. Fue su sucesor, Pío IV (1559-1565), quien convocó nuevamente el concilio y lo llevó a término.

5. El número de padres conciliares con derecho a voto fue al prin cipio extraordinariamente escaso (en la apertura sólo 31; al final del primer período el número había ascendido aproximadamente a 70). El núcleo principal de los miembros del concilio lo formaron siempre (excepto al comienzo, en que dominaron los italianos) los padres españoles, cuya seriedad, espíritu eclesial y sabiduría tuvieron una influencia muy considerable. (Cf. la labor preparatoria realizada por la reforma de Cisneros, § 76, IV). Españoles fueron también los más destacados teólogos conciliares, sin cuya labor no hubiesen llegado a fraguar las brillantes realizaciones de los decretos de la fe (por ejemplo, Jacobo Laínez, † 1565; Domingo de Soto, † 1560; Alfonso Salmerón, † 1585, y Melchor Cano, † 1560), si bien las aportaciones teológicas del general de los agustinos, Jerónimo Seripando († 1563), en el primer período, fueron de altísimo valor, como veremos, aun cuando él no pudo, ni mucho menos, imponerlas del todo. Por desgracia, los participantes alemanes fueron muy pocos y por breve tiempo. Ya dijimos anteriormente que muchos prelados no se atrevían a abandonar su sedes por el peligro que suponía para sus territorios el posible ataque de los príncipes protestantes durante su ausencia. Francia fue, hasta bien entrado el tercer período, el gran enemigo del concilio. El amenazador avance del calvinismo provocó finalmente un cambio. Cuando en noviembre de 1562 apareció en Trento el influyente y hábil cardenal Guisa con trece padres conciliares franceses con derecho a voto, los padres españoles, imperiales y franceses formaron la oposición necesaria frente a la mayoría italiana y pontificia.

6. La posibilidad de una participación de los protestantes sólo llegó a plantearse en la medida y por el tiempo en que ellos mismos creyeron que sus doctrinas acaso fueran aceptadas (así ocurrió en 1535, cuando se lo prometió Pedro Pablo Vergerio, legado pontificio en Wittenberg, que luego apostataría). En consecuencia, rechazaron la participación en 1537 (Artículos de Esmalcalda: brusca oposición a la doctrina católica) y en 1545 (Dieta de Worms: panfleto de Lutero «Contra el papado de Roma, fundado por el diablo»). En 1548 el emperador, a raíz de su victoria, los obligó a participar; y así, durante el segundo período (1551-1552) aparecieron representantes de Kurbrandenburg, de Würtemberg, del príncipe Mauricio de Sajonia y de seis ciudades del norte de Alemania. Pero plantearon exigencias inaceptables:

1) supresión y reconsideración de todos los decretos;

2) renovación de los decretos de Constanza y Basilea;

3) dispensa de los obispos de su obediencia al papa.

En esta ocasión la delegación de Würtemberg presentó la Confessio Wirtembergica, compuesta por su presidente, Johannes Brenz († 1570), por encargo del duque de Würtemberg. Este escrito confesional luterano era más drástico en su rechazo de las doctrinas católicas que la Confesión de Augsburgo, pero tenía también acentos anticalvinistas.

7. Decisivo para el transcurso del concilio y sus resultados fue el hecho de que su dirección estuvo a cargo de los papas, esto es, que la determinación del reglamento, la fijación del orden del día y la formulación oficial de las mociones decisivas fueron funciones reservadas a los legados nombrados por el papa. Mediante estos legados suyos, los papas pudieron hacer frente a todos los intentos de los diversos partidos, sobre todo de los españoles, de imponer alguna modificación.

Los teólogos ya no tuvieron derecho de voto, como en los concilios reformadores de Constanza y Basilea; derecho de voto sólo tuvieron los prelados con jurisdicción propia (obispos, cardenales legados, abades y superiores generales de las grandes órdenes).

Tampoco se votó por naciones, sino por cabezas, como en la época anterior a los «concilios reformadores».

Los protocolos no fueron introducidos hasta 1546 (el primero de abril), por obra de Angelo Masarelli[34].

Aparte de los «padres» conciliares con derecho a voto, colaboraron también: 1) Los «oratores» políticos o portavoces de los príncipes y los Estados. (Hubo una minuciosa y regulada distribución de los escaños, para fijar los cuales no faltaron en el tercer período importantes discusiones sobre precedencias). 2) Junto a los legados, oradores y demás padres conciliares se sentaron expertos teólogos en calidad de consejeros y asesores; los legados pontificios tuvieron a su disposición a los jesuitas Lainez, Salmerón, Canisio y al dominico Ambrosio Catarino Polito; por la parte del emperador destacaron los dominicos españoles Melchor Cano y Domingo de Soto. Hubo representantes de las escuelas tomista, escotista y agustiniana (Seripando, sobre todo). Naturalmente, estos teólogos fueron los que realizaron el trabajo principal.

8. La profunda repercusión de la política en el concilio y sus perjudiciales efectos para la causa católica, es decir, para su representación unitaria, se puso claramente de manifiesto (aparte su deprimente prehistoria) cuando en 1547 el concilio fue trasladado de la ciudad imperial alemana de Trento a la ciudad de Bolonia, perteneciente a los Estados de la Iglesia. En aquel momento el emperador, en la cima de su poder, podía por fin tener plena representación en el concilio mediante sus representantes innovadores. Fue una acción que reveló una sorprendente falta de visión eclesiástica y político-eclesiástica. «Sin el traslado del concilio a Bolonia, la Reforma podría haber tomado otro rumbo» (Jedin). Este traslado («¡Dios sabe por qué razones!») irritó sobremanera al emperador. Su acción mediadora, destinada a tender un puente entre los antagonismos eclesiásticos y teológicos (conversaciones religiosas; intentos de llevar a los protestantes al concilio) sufrió serios descalabros o quedó herida de muerte. Catorce padres «imperiales» se quedaron en Trento. El emperador promulgó el «ínterin de Augsburgo»[35] que a su vez acrecentó la desconfianza del papa y provocó la alianza de la católica Baviera con los estamentos protestantes. La situación se complicó más todavía en 1549 a causa del ínterin de Leipzig (protestante), representado por Mauricio de Sajonia.

9. El período de Bolonia, en sus tres sesiones públicas, no llegó a elaborar decretos aptos para su promulgación. Pero las deliberaciones de cada una de las congregaciones de teólogos sobre la doctrina de los sacramentos fueron de enorme importancia. Los resultados de las discusiones sobre el sacrificio de la misa y las indulgencias sirvieron de base para decretos posteriores. Importancia general tuvieron las decisiones sobre la invalidez de los llamados matrimonios clandestinos (que se celebraban mediante simple promesa recíproca de los cónyuges, sin testigos). Estas decisiones no se promulgaron hasta el tercer período del concilio, pero luego vinieron a ser la base del derecho matrimonial canónico.

10. A instancias del emperador, Julio III volvió a convocar el concilio en 1551, pero de nuevo en Trento. Este papa, antes cardenal Del Monte, había sido legado pontificio en el primer período. Esta vez acudieron representantes de los protestantes alemanes, además de los tres príncipes de Renania (entre sus teólogos hubo una figura tan relevante como Kaspar Gropper). La esperanza de que las negociaciones directas con los seguidores de la Reforma podría facilitar la reunificación fracasó debido a las exigencias de los protestantes. El comienzo de la conjuración de los príncipes contra Carlos V obligó a la repentina ruptura de las deliberaciones (28 de abril de 1552).

El resultado de este período del concilio fue un decreto sobre la eucaristía (presencia real y transustanciación, contra las doctrinas luteranas de la consustanciación y la ubicuidad), los cánones sobre la confesión auricular (carácter judicial y no sólo intercesor de la absolución) y sobre la extremaunción, así como un decreto de reforma sobre los derechos y deberes de los obispos.

En la discusión de este último decreto los padres españoles pretendían que se estableciera el deber de residencia de los obispos como de derecho divino, para impedir así el cumulus, la acumulación de varios obispados en una sola mano, y garantizar una buena administración pastoral. Por otra parte, también propugnaban que se definiese que el poder de jurisdicción de los obispos procede directamente de Dios (el origen divino del poder de consagrar nunca fue discutido). Pero contra este impulso descentralizador se alzó la más enconada oposición de los curialistas.

La solución (que no habría de obtenerse hasta el período siguiente) fue, al fin, más «política»: de acuerdo con los gobiernos, la oposición pudo ser silenciada y, por su parte, la redacción definitiva del decreto eludió la cuestión, pero también admitió la interpretación española.

Para la Iglesia, hasta hoy como para el futuro, fue de gran importancia que fracasase el proyecto contrario, el de la curia, que intentaba asentar dogmáticamente el sistema papal estricto.

11. En el tercer período (bajo el pontificado de Pío IV, de 1562 a 1563, es decir, mucho después de la Paz de Aubsburgo y de la abdicación de Carlos V) apenas hubo representantes alemanes. En esta ocasión los príncipes alemanes rechazaron de plano el concilio. Las negociaciones conciliares se vieron aún más obstaculizadas a causa de las irreductibles posturas de los católicos en su controversia sobre el mencionado problema de la jurisdicción y residencia de los obispos. También fueron un obstáculo las presiones políticas, unas veces por parte de Francia (el cardenal Guisa) y otras por parte de la corona de España («la más peligrosa de todas las intervenciones de fuera», dice Jedin). El concilio entró en una crisis de vida o muerte, pero la extraordinaria habilidad diplomática de Morone y el prudente tratamiento del cardenal Guisa por el papa Pío IV en Roma impidieron la disolución del concilio y consiguieron llevarlo a un final feliz.

En 1562, el libelo de reforma del emperador Fernando había concedido la comunión de los laicos con el cáliz, el matrimonio de los sacerdotes, el empleo de la lengua alemana en el culto y la reforma de los conventos. Las negociaciones sobre estos temas en el concilio fueron improductivas; pero hubo conversaciones directas entre el cardenal legado Morone (junto con Canisio) y el emperador Fernando.

Completa la rica cosecha de este período una serie de prescripciones reformadoras sobre el matrimonio, nombramiento y deberes de los obispos, nombramiento y deberes de los párrocos, reformas en las órdenes religiosas, como también algunos decretos sobre el purgatorio, las indulgencias, la veneración de santos, reliquias e imágenes.

Las últimas prescripciones del concilio fueron firmadas por 232 padres con derecho a voto (199 obispos, 7 abades, 7 generales de órdenes religiosas, 19 procuradores) en su sesión de clausura (la vigésimo quinta), celebrada durante los días 3 y 4 de diciembre de 1563. No obstante la resistencia de la curia, Pío IV otorgó la confirmación de todos los decretos, unánimemente aprobados por el concilio, e instituyó una congregación especial, encargada de interpretar auténticamente los decretos conciliares y de velar por su puesta en práctica. Cuando el mismo papa autorizó a un grupo de diócesis alemanas la comunión bajo las dos especies, se comprobó que este uso no constituía una verdadera diferencia. El uso se fue suprimiendo poco a poco a partir del año 1571.

Notas

[33] Disputa entre el papa y el emperador. En una solemne protesta hecha en Bolonia, el emperador insistió en la prosecución del concilio.

[34] De los concilios anteriores tampoco poseemos más que los cánones o la descripción de alguna solemnidad o algún sermón en su versión auténtica.

[35] En el Interin imperial de 1548 intervino finalmente Melanchton. El papa concedió permiso para el matrimonio de los sacerdotes y para la comunión de los laicos bajo las dos especies.

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