conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo primero.- La Reforma Protestante » §84.- Frutos y Valoración de la Reforma

II.- Resultados

1. Lutero, estudiando el evangelio, descubrió que lo importante en él son unas pocas cosas. E intentó ser consecuente haciendo la «selección» de que hemos hablado. De esta manera su doctrina resultó de una simplicidad seductora. Esto, junto con la intransigencia con que en general Lutero sostuvo sus puntos de vista, dio a su predicación la fuerza típica del radicalismo, tendiendo a utilizar términos de extraordinaria eficacia: «Palabra», «doctrina pura», «obligado en conciencia», «libertad del cristiano», «el evangelio» contra la «ley» y los «hipócritas» y la «justicia de las obras». Lutero tomó un punto central -la confianza religiosa en el Padre por medio del Crucificado (teológicamente: la justificación)- y lo consideró como el todo. Una «simplificación liberadora», pero también una tremenda amputación, un drástico empobrecimiento.

No obstante, no se puede decir que esta «simplificación» fuera mantenida siempre de forma consecuente. La misma investigación protestante sobre Lutero, especialmente la del siglo XIX, habla frecuentemente de falta de unidad en la doctrina del reformador.

2. La relación entre la doctrina católica y la de los reformadores se puede expresar correctamente mediante esta fórmula: frente al «y» católico está el «sólo» protestante. Pero es preciso salvaguardar esta fórmula de la mala interpretación de que es objeto desde hace tiempo. Esta formulación católica es más «evangélica» de lo que podría suponerse. Las fórmulas protestantes exclusivas («sólo» y «únicamente») no pueden entenderse en sentido absoluto, como se prueba en la escritura. Tienen, no cabe duda, un gran valor en cuanto que destacan con especial fuerza algo central. La «sola escritura» señala un hecho decisivo: que toda verdad cristiana se asienta en ella. Pero esto, bien entendido, también es doctrina católica. Por eso santo Tomás de Aquino, por ejemplo, no tiene ningún reparo en emplear la expresión sola scriptura.

En cambio, el «y» católico no indica sólo una diferencia cuantitativa, un más o un menos en las doctrinas de fe; no debe entenderse aditivamente en el sentido propio de la palabra, como si según la doctrina católica hubiera dos magnitudes en la revelación, distintas en sí mismas y que, unidas, darían como resultado la totalidad de la revelación.. Escritura y tradición, por ejemplo, no son realidades extrañas o completamente distintas la una de la otra. La tradición no es una fuente de fe independiente de la escritura. La tradición en la Iglesia es la «transmisión total y viva de la verdad en la Iglesia jerárquica, cuyo órgano central es la escritura inspirada». La escritura necesita ser explicada. Sólo guarda su sentido pleno y auténtico cuando permanece «inmersa en esta tradición viva de la Iglesia» (Bouyer). El «y» católico ha de entenderse como el desarrollo dinámico de muchos elementos que arrancan de una raíz.

3. La interpretación funcional del «y» católico lleva a afirmar el sacerdocio sacramental especial católico con el magisterio eclesiástico, además del sacerdocio general de todos los creyentes, y, con ello, a establecer la diferencia decisiva entre lo «reformador» y lo «católico»; se trata de un concepto diferente de Iglesia. En efecto, el catolicismo realiza plenamente la exigencia bíblica de escuchar la palabra predicada por los apóstoles y por sus sucesores los obispos, mientras que las Iglesias de la Reforma reivindicaron (y reivindican) para sí el determinar de nuevo, partiendo de la Escritura como norma, cuál sea el contenido y el alcance de lo que se ha de escuchar. Al mismo tiempo se manifiesta una insuficiente comprensión de la Iglesia como realidad sacramental (y que da testimonio sacramentalmente) y del pensamiento sacramental.

El rechazo del magisterio vivo (que no es una realidad intelectualista y juridicista, sino profética y sacramental) hubo de conducir necesariamente a una progresiva inseguridad y a la escisión dentro del protestantismo. Se puso de manifiesto la peligrosa fuerza explosiva de la unilateralidad de lo personal e interior. Lo subjetivo no sólo tiene valores; sin una suficiente conexión con lo objetivo, cae fácilmente en el caos de la exaltación desmedida de lo espiritual e interior (racionalismo, esplritualismo). Así, la unilateralidad de Lutero sucumbió al peligro de la contradicción interna, que con el correr de los siglos resultó a veces una recaída en la posición contraria.

Contradicciones:

a) La primera fue la siguiente: partiendo de una experiencia única y personalísima de determinadas dificultades teológicas y religiosas, partiendo también de la certeza de salvación obtenida de tal experiencia, Lutero hizo una presentación objetiva de algo vinculante para toda la Iglesia en general. Un hecho único, históricamente casual y subjetivo, fue elevado a la categoría de universalmente válido.

b) Aquí es donde radica el más grave error filosófico e histórico de la doctrina de Lutero. Con su ejemplo y con su doctrina negó el magisterio establecido y su tradición y erigió la conciencia del individuo en juez del contenido de la Biblia y de la predicación de la fe cristiana. Pero según la intención de Lutero, como ya hemos dicho, esto no puede interpretarse en el sentido de los siglos XVIII al XX, es decir, como proclamación de la conciencia autónoma. Lutero, en efecto, no sólo se vio personalmente prisionero de la Palabra objetiva de Dios, sino que a su vez obligó también a sus seguidores a aceptar eso mismo mediante una profesión de fe obligatoria. Lutero negó radicalmente a todos los demás (no sólo a los católicos, sino también a las otras confesiones protestantes, a Zuinglio, a los «sacramentarios», a los anabaptistas, etc.) la libertad de interpretar la Escritura que él mismo practicó. Quiere esto decir que la base del luteranismo es un dogmatismo subjetivista o un subjetivismo dogmático. Por una feliz inconsecuencia, y sobre todo por la fuerza irresistible que emana de la persona del Señor, pudo este absurdo lógico convertirse en una unidad viva, como ha ocurrido desde los tiempos de Lutero durante siglos, aunque no por ello haya desaparecido la contradicción interna. Aquí radica el motivo de la constante fragmentación del protestantismo en múltiples movimientos. Contra su voluntad, pero siguiendo una evolución lógica, Lu-tero llegó a ser el padre de la conciencia autónoma y, por lo mismo, del protestantismo liberal (Von Loewenich).

c) Prescindiendo ahora de su contenido, en la doctrina luterana hay una laguna importante: la falta de unión entre la fe y la moralidad. La frase «peca decididamente, pero cree más decididamente» (pecca fortiter, sed crede fortius) procede del propio Lutero. Pero quien de aquí deduzca que Lutero no concedía valor ninguno a la vida práctica religiosa y moral y a las buenas obras comete una profunda injusticia, tanto contra Lutero como contra el protestantismo. La frase de Lutero resume, ciertamente de manera exagerada y peligrosa, el convencimiento de que la fe es lo único que sirve para la salvación y vence también al pecado (de modo similar a la frase de Agustín: «ama y haz lo que quieras» [ama et fac quod vis]). La recta fe debe conducir y conducirá por sí misma a una vida cristiana.

Pero aquí también radica la dificultad fundamental. Es un hecho que el solo principio de la justificación por la fe ha motivado que lo moral en el negocio de la salvación haya quedado, cuando menos, desatendido y, en la práctica, incluso reducido a algo secundario. Este hecho, unido a la lucha sin cuartel contra las «obras», ha permitido muy a menudo que lo instintivo en el hombre saliese a la luz. Las quejas de Lutero de que su doctrina muchas veces era interpretada «carnalmente», como si fuera una liberación de los vínculos morales, y sus conocidos lamentos de que ahora, bajo el evangelio, la moralidad marchaba aún peor que bajo el papado, nos eximen de aducir más pruebas. La convicción de que «mi voluntad no es libre y no puede hacer en absoluto nada provechoso para la salvación, y la concupiscencia es invencible», ha hecho surgir con harta frecuencia, y con toda consecuencia lógica, la pregunta siguiente: ¿Para qué, pues, esforzarse; por qué no dejarse llevar? Quiérase o no, esta doctrina encierra en sí misma el peligro objetivo del quietismo y del libertinaje. Hay que añadir que el luteranismo, allí donde ha permanecido fiel a su seriedad religiosa (por ejemplo, en la casa parroquial de Lutero y en su contorno), siempre ha sabido muy bien conjurar positivamente esa peligrosa consecuencia llevando una vida cristiana verdaderamente ejemplar. Recaídas en la posición contraria: El protestantismo fue casi puramente fideísta y, sin embargo, desembocó en el racionalismo; quiso conceder valor tan sólo a lo sobrenatural y, sin embargo, debilitó y aun destruyó el concepto de revelación; quiso santificar la vida civil y natural y, sin embargo, provocó la secularización de la cultura.

a) Los reformadores no fueron los primeros en sacar la Biblia a la luz del sol, como afirmaron Lutero y, tras él, miles de seguidores. Pero no puede negarse que todos ellos aprovecharon el poderoso impulso y el gran ejemplo dado por Lutero: leyeron la Biblia con todo entusiasmo, entendieron la Palabra como fuerza de Dios que obra en nosotros y predicaron sus textos infatigablemente.

Hasta nuestros días, el protestantismo ha conseguido que aun entre los más liberales de sus seguidores el libro sagrado recibiese en la práctica (al menos personalmente) la máxima veneración. También es verdad que su ejemplo (y la necesidad de defenderse en la polémica) ha llevado a los católicos a un estudio y a una lectura más profunda de la Biblia, si bien no en satisfactoria medida hasta época reciente. Pero también aquí se ha puesto de manifiesto el peligro mortal del parcialismo herético. El protestantismo quiso expulsar radicalmente la filosofía (la «ramera razón») de la religión (fideísmo); quiso ser tan sólo religioso, en contacto inmediato con la Biblia. Es enormemente meritorio todo lo que el protestantismo ha aportado en este aspecto, descubriendo un sinnúmero de categorías bíblicas. Pero también es un hecho, realzado una y otra vez como título de honor por los estudiosos protestantes, que el protestantismo, sus Iglesias y especialmente su teología han estado desde el siglo XVI no sólo en estrecho contacto, sino también en posición de dependencia respecto de la filosofía moderna.

El protestantismo entendió, además, la realidad religiosa proclamada en la Biblia de una manera peligrosamente unilateral: a Lutero (y al protestantismo en general) le faltó comprender la central significación de lo sacramental en el evangelio y en la Iglesia, como ya hemos observado. Lutero reconoció e insistió en el bautismo y en la eucaristía, pero en realidad sólo concedió valor a la «Palabra» de la Escritura.

Por lo demás, la veneración unilateral de la Biblia como única autoridad religiosa llevó a algunos fatales retrocesos: desde la concreta valoración religiosa (no científica) que hizo Lutero de las partes del canon bíblico, hasta la inabarcable complejidad de la actual crítica protestante de la Biblia, el protestantismo ha sucumbido, de modo paradójico pero consecuente, al peligro racionalista, llegando a tergiversar radicalmente tanto la figura del Señor como su doctrina y como el bautismo, acabando por destruir científicamente el valor histórico y la unidad de la Biblia.

b) La razón de esta recaída estriba en que contradice al concepto mismo de revelación el rebelarse contra ella. En el reino de lo natural, el rechazo de lo existente es a veces la justificación de la protesta misma. Pero en el ámbito de la revelación, que es radicalmente independiente del hombre -¡cuántas veces lo han subrayado los innovadores religiosos!-, no puede darse jamás el derecho de un rechazo semejante. En el ámbito natural, los fenómenos patológicos pueden descomponer el organismo. Pero esto no puede ocurrir en el ámbito de la revelación cristiana, que es sobrenatural. Pues a ella se le promete que las puertas del infierno no prevalecerán contra ella, y ella es, en la figura de la Iglesia, el Cristo que sigue viviendo. Por eso la Iglesia en su esencia nunca se apartará de su verdad y su santidad. La Iglesia santa es también la Iglesia de los pecadores. Muchos de sus elementos, muchos de sus ministros están expuestos al pecado; pero en su núcleo íntimo, protegido por el Espíritu Santo, la Iglesia no puede pecar ni apostatar de la verdad.

Las anomalías dentro de la Iglesia y el mismo oscurecimiento de su doctrina imponen el deber de la crítica y la exigencia de la reforma, pero siempre dentro de la unidad; mas las anomalías no pueden justificar jamás un rechazo de la Iglesia misma, aunque sean tantas y tan graves como al final de la Edad Media. Paradójicamente, y a pesar de perseguir expresamente el objetivo contrario, ningún fenómeno en la historia de la Iglesia ha contribuido tanto a oscurecer el concepto y el orden de la revelación como el protestantismo, que precisamente se alzó contra la Iglesia en nombre de esa revelación[45].

c) Secularización de la cultura. El protestantismo subrayó fuertemente la dignidad de la profesión civil como servicio prestado a Dios. Frente a las afirmaciones protestantes hemos de afirmar que esta posición se identifica con la concepción católica. Puede decirse, ciertamente, que en la baja Edad Media esta concepción estuvo muy oscurecida. Puede decirse también que el protestantismo se esforzó por conseguir, y en su campo consiguió, lo que la Edad Media descuidó tantas veces: desclericalizar la piedad cristiana. Formar un laicado cristiano adulto según el evangelio constituyó un mérito inestimable. Pero también aquí la actitud unilateral del protestantismo provocó a menudo la reconversión en lo contrario. Se suscitaron, es cierto, grandes movimientos: el calvinismo, el metodismo y el pietismo, los cuales consiguieron en sus seguidores una profunda cristianización de toda la vida pública y privada. Pero esto no fue la regla general. Al contrario: en lugar de la integración de lo secular y lo laico en la piedad, el resultado ha sido, siglos después, la mundanización de la piedad. La prueba de esto la tenemos en el desarrollo ulterior de la cultura moderna, cuya paternidad el mismo protestantismo ha reclamado tan frecuente y explícitamente, que no cabe poner en duda la corrección metodológica de nuestras conclusiones.

Cuanto llevamos dicho nos autoriza históricamente a eximir al catolicismo de su responsabilidad directa en la grave secularización de la cultura moderna. Pero ello no modifica lo afirmado sobre su debilidad, pues por causa de su poca intrepidez y valentía no consiguió integrar la cultura en el mensaje cristiano, y a veces ni siquiera lo intentó.

La gran tragedia de estos retrocesos, todos ellos íntimamente ligados entre sí, se echó de ver ya en la actitud fundamental de Lutero respecto a la religión. Como en su evolución personal, también lo prevalente en su sistema fue la vivencia y la aspiración del hombre, no la explicación teórica. Se echa mano de Dios; se subraya a Dios y su causalidad única; el hombre queda aniquilado. Pero inevitablemente es la aspiración del hombre la que ocupa el punto central. Lo objetivo -la gloria de Dios- deja de ser el fundamento. De esta manera, en contra de lo que claramente se pretende, el punto de vista se torna -cayendo en un fatal enredo implícito en la misma confesión- moralista y antropocéntrico, no teocéntrico. El resultado es mera religiosidad, no religión esencial. Y entonces surge la grotesca situación, que ha sido tan lamentada por los mismos cristianos protestantes: la religión de la «sola fe» desemboca en la idea de que todo hombre que viva rectamente es un buen cristiano.

4. En Lutero se manifiesta el peligro del subjetivismo, que yace de modo especial en la tendencia particularista del alemán. Otro defecto alemán se echa de ver también en el hecho de que Lutero careciese del sentido de la forma política. Lutero no advirtió la imposibilidad de levantar una comunidad universal con una doctrina invariable sobre una base tan reducida e imprecisa como la que representa su concepto de Iglesia, de tendencia en alguna manera «espiritualista» (a pesar de todo)[46].

A esto hay que añadir el hecho de que Lutero, sobrevalorando unilateralmente las exigencias de su conciencia y la Escritura, tuvo poca sensibilidad para la legitimidad de lo histórico. Lutero rompió la cadena de lo desarrollado progresivamente durante siglos. Es cierto que el joven Lutero tuvo una capacidad notable para percibir los distintos tipos de pensamiento teológico y eclesiástico de las distintas épocas. Pero le faltó comprender el proceso orgánico de desarrollo que ahí se revela; no vislumbró su legitimidad por voluntad de Dios. Basándose en conocimientos históricos, que por entonces eran necesariamente escasos, Lutero atribuyó a su propio saber la primacía sobre la vida: doce o catorce siglos fueron borrados de la historia de la Iglesia, como fundamentalmente opuestos a la esencia de la Iglesia fundada por Cristo.

Visto desde la perspectiva de la historia del espíritu, lo que aquí se destaca es el intento de un solo hombre, Lutero, de retroceder en el tiempo cerca de mil cuatrocientos años, intentando encontrar los puntos de partida vivos que determinaron el contenido y el ritmo vital de la Iglesia durante los primeros siglos: un intento que de antemano debía estar condenado al fracaso, pues teológicamente daba por supuesto que el Señor, propiamente desde un principio, hizo que la Iglesia cayera en el error.

5. El resultado de la obra de Lutero no fue, como él creyó, una restauración de lo genuinamente cristiano, sino una revolución (en el sentido indicado). Esto, con diversas interpretaciones, lo conceden no pocos protestantes. Con ello desaparecen las razones con que Lutero pretendía justificarse siempre. Y con ello también se llega a la refutación más radical de las pretensiones de Lutero, aunque se siga manteniendo su clara comprensión dogmática de la unidad doctrinal del cristianismo. Cuando este fundamento existencial del cristianismo se abandona, de una u otra manera también está perdida la Reforma como doctrina. Pues queda reducida a un punto de partida, sí, de extraordinaria importancia, que debe progresivamente desarrollarse y llenarse de nuevo contenido, pero que no pasa de ser un punto de partida histórico y contingente. Fácil es demostrar todo esto como una consecuencia lógica de las posiciones fundamentales de la Reforma; pero ello no significa el cumplimiento de la Reforma, sino su supresión.

6. En la obra de Lutero -lo diremos una vez más- hay un sinnúmero de grandes y valiosos elementos desde el punto de vista cristiano; así, por ejemplo, el carácter genuinamente cristiano de la base de su doctrina, esto es, la fe sobrenatural en Jesucristo crucificado, que nos redime de la corrupción del pecado; su alta estima de la Biblia; su exégesis, tan rica y variada; su seriedad religiosa, siempre a la sombra de la cruz. Atendiendo a sus repercusiones en la Iglesia católica, podemos mencionar como frutos positivos: el llamamiento práctico a los católicos y a sus pastores a despertarse; luego, el continuo control de la vida de la Iglesia (obligado por la competencia), que ha contribuido a eliminar poco a poco las anomalías anteriores.

Pero la Reforma causó también muchos resultados funestos para la Iglesia. El vigor religioso quedó debilitado a causa de la confusión de las soluciones y la mutua hostigación de las confesiones. Y el daño más profundo: el cristianismo quedó dividido y, con ello, lesionada la voluntad manifiesta del Señor. La Iglesia vio frenado su poder de conquista (en las misiones y en la lucha creciente dentro del mundo civilizado). Este debilitamiento contribuyó esencialmente a que la incredulidad avanzara sin dificultades. La Ilustración lo demostró en la teoría y el siglo XIX en la práctica. El hecho más terrible que caracteriza toda la historia de la cristiandad desde entonces, sobre todo en Alemania, patria de la Reforma, es la división en dos frente cristianos hostiles.

Hemos de decir, no obstante, que la fuerza del testamento de Jesucristo (Jn 17,21ss) sigue vigente y que Dios puede efectuar la unidad contra toda la obstinación del hombre. Y hoy aumentan los síntomas del cumplimiento del mandato cristiano del amor entre los hermanos separados.

7. Anteriormente hemos hablado de «espiritualismo». Mas ahora hemos de salvaguardar esta palabra de posibles malentendidos. Lutero no fue un espiritualista, naturalmente. He utilizado la palabra -en el mismo texto se advierte- con un valor aproximativo. En su sentido propio puede aplicarse justamente a los fanáticos (en época moderna hay más ejemplos). Por lo que concierne a Lutero y a las grandes Iglesias de la Reforma, cuando hablamos de su «espiritualismo» nos referimos a su fuerte inclinación a limitar lo religioso-eclesial al ámbito interno, subestimando, en cambio, lo concreto y corpóreo, lo visible, el acto concreto de piedad, considerándolo perjudicial o de escaso valor. No cabe duda de que todo esto no se corresponde con el contenido global de la Escritura.

De todas formas, el catolicismo no dejó de tener gran parte de culpa en este espiritualismo mitigado. El aspecto «espiritualista» de la Reforma fue una comprensible reacción frente a la masiva cosificación imperante en la piedad de la baja Edad Media y frente a ciertas concepciones teológicas objetivistas, que llegaban hasta la codificación legal, exteriorizante, del opus operatum de los sacramentos, del gran aparato eclesiástico, de las peregrinaciones, de las indulgencias, de la pretendida influencia en el más allá, en los muertos del reino de Dios.

8. Al hacer todas estas consideraciones no hemos afrontado directamente el tema del «Lutero católico», que tocamos al principio. Pero este tema no puede ser eludido. Ya hemos dicho que es importantísimo distinguir entre las intenciones religiosas fundamentales de Lutero y sus formulaciones teológicas, dado que estas últimas no siempre describen adecuadamente aquéllas. Por otra parte, dichas formulaciones ofrecen una acusada diversidad. No hay -ya lo hemos dicho- una única doctrina de Lutero. Las enormes contradicciones de que ha adolecido la investigación sobre Lutero durante cuatro siglos confirma fehacientemente esta tesis y da idea, a la vez, de su trascendencia. Hemos de señalar, además, un hecho de capital importancia: el camino recorrido por Lutero desde su punto de partida, la justificación por la sola fe, a su negación de la Iglesia jerárquica y sacramental no es un camino obligatorio teológicamente.

En este contexto hay dos cuestiones de especial interés: 1) la conciliación de las formulaciones más o menos forenses sobre la justificación con las formulaciones que acentúan más bien la transformación interior; 2) la determinación del carácter excepcional de las tesis radicales sobre la completa incapacidad de la voluntad humana, expuestas en el libro de Lutero De servo arbitrio, frente a otras expresiones -de obras anteriores y posteriores a ésta- en que se revela la convicción profunda de una cooperación del hombre creyente, cooperación concedida y exigida por Dios. La doctrina de Lutero, según la cual nada aprovecha ni puede aprovechar en el proceso de la salvación si no es por Dios, por su gracia, esto es, en la fe; esta doctrina, calificada expresamente por Lutero como artículo fundamental e irrenunciable, es una doctrina sencillamente católica. Pero otras formulaciones sobre el «pecado que permanece» en el justificado, que Lutero emplea refiriéndose a la carta de Pablo a los Romanos, así como el famoso iustus simul et peccator (pecador y justo a la vez), permiten perfectamente una interpretación católica, como se puede confirmar con textos paralelos, por ejemplo, de san Bernardo o del cardenal Pole, como ya hemos visto.

A la vista de todo este conjunto de cuestiones, nos vemos obligados a volver al problema que planteábamos en su momento: el de entresacar de la ingente obra de Lutero el auténtico reformador y controlar sus doctrinas dentro del conjunto de la Escritura y eventualmente corregirlas. Para conseguirlo se necesita una colaboración amplia de las dos confesiones. Y actualmente ya no parece en absoluto utópico afirmar que la idea del Lutero católico tiene una consistencia mucho mayor de lo que comúnmente se ha creído. Por lo que se refiere al problema de la justificación, se ha avanzado mucho más. E incluso en las cuestiones de la autoridad de la Escritura frente a la tradición, de los sacramentos en relación con la Palabra, del tipo del ministerio eclesiástico y de la autoridad eclesiástica, el luteranismo y el catolicismo ya no se encuentran en una relación de exclusión mutua. El hecho de que la investigación católica se sienta hoy auténticamente cuestionada por la Reforma es un hecho de primer orden dentro de la historia de la Iglesia (del que propiamente hablaremos al final de nuestro recorrido histórico). La investigación católica, al repensar de nuevo sus propias posiciones y al aquilatar y profundizar sus propios elementos católicos, descubre que muchas de las expresiones de Lutero no son heréticas en absoluto. Cuanto más separamos de lo genuinamente católico y originariamente cristiano las defectuosas soluciones teóricas y las realizaciones eclesiales prácticas de la baja Edad Media, más frecuentemente descubrimos la posibilidad de una comprensión de Lutero mucho más fecunda que antes. El propio Lutero y sus seguidores hasta nuestros días han dado la impresión de considerarse en muchos aspectos - innecesaria e injustificadamente- más no católicos, es decir, más antipapistas y antirromanos de lo que en realidad fueron. Lutero es más católico de lo que sabíamos.

9. Tal vez ahora no podamos dejar de preguntarnos quién tuvo la «culpa» de todo esto. Mas la cuestión de la «culpa», en todo caso, debe ser reducida a las verdaderas proporciones de su importancia y desintoxicada de su tradicional veneno, para lo cual debe ser planteada en una perspectiva histórica más amplia. Hemos de tener presente la fatalidad con que la escisión de la fe sobrevino en el siglo XVI y afectó a todo el Occidente. La escisión sobrevino fatalmente, puesto que surgió y se robusteció por causas múltiples y profundas, manifiestas o encubiertas, que penetraban de una u otra forma la vida entera, por causas seculares y causas inmediatas, por actitudes heredadas y malas costumbres adquiridas, por una buena voluntad desorientada y por estricta maldad, por una tibieza enervante y un egoísmo rígido, por la falta de fe y la languidez de amor. ¡Veamos los hechos! ¡Veamos los hechos con toda su profundidad! Habría que estar ciego para negar sin más los valores espirituales y culturales de estos cuatrocientos años de división confesional. Únicamente quien quiera vaciar de contenido el concepto de «providencia» se atreverá a negar a este período todo sentido dentro del plan salvífico de Dios.

Con todo esto, no obstante, no desaparece la desunión. Y lo más terrible y perjudicial es siempre la propia separación, la enorme desgracia, la división y el debilitamiento que ella trajo a la cristiandad. ¡Es menester conllevar la tragedia de esta situación! Ello nos proporcionará un fuerte sentimiento de responsabilidad, que no nos dejará tratar estos temas con actitud altanera, sino nos hará tratarlos con toda delicadeza. La paz confesional adquirirá entonces un valor interno y autónomo, que la sacará de la atmósfera de las valoraciones y las negociaciones, del ámbito de la mera tolerancia externa, y la convertirá en asunto de conciencia; más aún, en asunto del corazón, en el sentido de la resumida fórmula cristiana: «decir la verdad en el amor» (Ef 4,15). Este decir la verdad en el amor es la única garantía que salvaguarda la paz confesional y prepara el camino para la reunificación de los cristianos Sólo desde esta perspectiva puede el problema situarse en la luz reclamada por el fundador y expresada en Jn 17,20ss: «que todos sean uno».

Notas

[45] La verdad histórica exige que lo afirmemos así. El hecho de que grandes sectores del protestantismo hayan conseguido una y otra vez, y hoy precisamente una vez más, soslayar la consecuencia anticristiana, constituye una prueba magnífica de la fuerza inmanente de la revelación de Cristo, que todo cristiano puede constatar con gozosa gratitud. Pero la amenaza fundamental permanece; y se puede advertir aún hoy, en estremecedora abundancia, en la actual interpretación reformadora.

[46] De todas formas, para muchos teólogos protestantes, esta «inseguridad» constituye hasta ahora una ventaja especial de impronta claramente bíblica.

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