conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » III.- Edad Moderna: La Iglesia frente a la Cultura Autónoma » Primera época.- Fidelidad a la Revelacion Desde 1450 Hasta la Ilustracion » Período segundo.- La Escision de la Fe. Reforma, Reforma Catolica, Contrarreforma » Capitulo primero.- La Reforma Protestante » §82.- Evolucion Interna de Lutero. Su Doctrina

II.- Evolucion Concreta

Hasta la época más reciente la mayoría de los investigadores ha estado más o menos de acuerdo en el modo de entender la transformación de Lutero y su primera evolución interior, si bien las interpretaciones individuales, como es lógico, distaban de la unanimidad.

Ultimamente, un método sutilísimo, que espera de Lutero una excesiva precisión teológica (cf. supra, p. 122), cree poder establecer unos puntos de partida enteramente nuevos (especialmente para la evolución doctrinal): en la raíz, esto es, en el origen de la Reforma, habría, según unos, una nueva comprensión de Cristo; según otros, una «concepción de la Palabra» sumamente moderna (E. Seeberg, Bultmann, Ebeling); según otros, en fin, un nuevo concepto de Iglesia. Mas todo ello son construcciones que no resisten al más simple control e interpretación de las fuentes.

1. Las ideas reformadoras de Lutero brotaron de dos raíces: sus experiencias religiosas personales y su formación teológica.

La formación teológica fue lo recibido (al principio aceptado en bloque). La experiencia religiosa interior fue lo nuevo (que se sumó a lo anterior). Pero no se olvide que desde muy pronto Lutero recogió y asimiló la doctrina propuesta por la tradición con febril actividad. Del choque de ambas realidades, por un proceso de fecundación mutua, de selección y reinterpretación, surgió la idea reformadora. Lo decisivo para esta nueva realidad fue la constitución anímico-espiritual de Lutero y su consiguiente proceso evolutivo.

2. De lo que ocurría en el interior de Lutero no tenemos noticia directa -exceptuadas algunas indicaciones tempranas- hasta su primer comentario sobre los Salmos (1513), esto es, hasta un tiempo relativamente tardío. Por aquel entonces, además de la impronta básica monástica que recibió en el convento (cf. apartado I, 4) y que en muchos aspectos procedía de la época anterior a la Escolástica, había recibido también la influencia de la Escolástica tardía, tanto en filosofía como (aunque de manera distinta) en teología. En las afirmaciones genuinas del joven Lutero encontramos una ostensible mezcla de lo monástico y lo escolástico tardío. Separar lo uno de lo otro es sumamente difícil, primero porque ambos elementos fueron creciendo durante la época de formación de Lutero en estrecha interacción recíproca, fecundándose y oponiéndose mutuamente y, segundo, porque hasta ahora la investigación ha descuidado más de lo debido el elemento monástico y, a la vez, aún carecemos de una orientación satisfactoria sobre la herencia de la teología escolástica.

A pesar de todo podemos decir (con la connivencia expresa de Lutero) que un elemento espiritual decisivo y fundamental -aunque también multivalente- de su evolución fue el ockhamismo.

a) El ockhamismo, que en Occidente se enseñó bajo diversas formas (§ 68) y que Lutero había asimilado en la universidad, era un sistema lleno de contradicciones (que en las lecciones de la universidad de Erfurt, siguiendo generalmente a Gabriel Biel, se transmitía de una forma ecléctica). Sus características esenciales se pueden resumir en las siguientes: el pensamiento ockhamista tiene un carácter lógico-formal, es un pensamiento «atomizado», que dista mucho del anuncio vivo y totalizante de la salvación en el evangelio; es, por tanto, radicalmente a-sacramental; la gratificación del hombre es una reputación externa, que se limita a cubrir la condición pecadora del hombre, sin transformarla intrínsecamente. El tratamiento de Dios es exageradamente unilateral, abstracto y filosófico, poniendo de relieve su incomprensibilidad, su inasequibilidad. Consiguientemente, Dios y hombre, fe y ciencia quedan radicalmente separados; se niega la demostrabilidad de los contenidos de la fe por medio de la razón natural[12]; por otra parte, la voluntad libre debe bastar para cumplir los mandamientos de Dios.

Pues Ockham y algunos ockhamistas, en abierta contradicción con el Nuevo Testamento, habían quitado a la gracia toda importancia; algunos de ellos habían enseñado expresamente que las fuerzas humanas bastaban para alcanzar la justificación. Todo ello a pesar de que, en su doctrina sobre Dios, éste aparece sobre todo como el Dios severo, cuya arbitrariedad hay que temer. Aquí radicaba una gran tensión interior y una tarea imposible, que en sí misma ya encerraba el peligro de la recaída unilateral en la predestinación, el quietismo, la resignación o el peligro del rigorismo: la voluntad natural ha de ser capaz de aplacar la terrible severidad del Dios caprichoso. El cambio radical parecía tanto más obligado cuanto que el ockhamismo representaba un pensamiento intrínsecamente extraño -como ya se ha hecho notar- al estilo religioso de la predicación neotestamentaria y a la disposición del propio Lutero.

b) Esta tarea imposible pasó para Lutero, debido a su seriedad de creyente y a sus experiencias religiosas, del ámbito de la teoría al de la realidad, resultando determinante para su propia existencia. Con admirable tenacidad, Lutero se puso a trabajar en su solución. Le hubiera sido posible encontrar la solución católica, que supera la unilateralidad del sistema mediante la conjunción unitaria de los dos elementos: Dios (la gracia) y la voluntad. Pero como esta solución no pudo llevarse a efecto tanto por los presupuestos ockhamistas indicados como por la tendencia de Lutero a mirarse y escucharse únicamente a sí mismo y por su inclinación a soluciones extremas, sólo quedó abierta esta disyuntiva: o desesperar plenamente de encontrar la solución, o dar una solución aparente[13] eliminando de hecho uno de los extremos de la contradicción: Dios o la voluntad. Bordeando resueltamente la desesperación, Lutero dio con una solución aparente de tonos espiritualistas, eliminando el elemento natural (el poder de la voluntad) sobre la base de una interpretación unilateral de la Biblia. Pues, en efecto, la justificación encontrada por Lutero no es la destrucción inequívoca de los pecados del hombre, sino más que nada su encubrimiento por la libre (arbitraria) bondad del Dios que otorga la redención (cf., sin embargo, apartado II, 8).

3. Llegados a este punto, es necesario hacer de una vez para siempre una importantísima observación: cuando hablamos de «la» doctrina de Lutero, por ejemplo, de su idea de la justificación, tal modo de hablar tiene únicamente un valor aproximativo. Lutero no sólo presentó muchísimas facetas, sino que fue también contradictorio. No existió un único Lutero. Simultáneamente se dio, por ejemplo, el Lutero católico y el Lutero reformador[14]. Y esto hemos de tenerlo en cuenta no sólo al estudiar la historia de su evolución, como si el Lutero joven de los primeros comentarios fuese todavía (o todavía de alguna manera) católico, a diferencia del Lutero «auténtico», el posterior, el de la Reforma. El Lutero católico se dio, más bien, durante toda su vida. Y, de la misma manera, ya en las primeras lecciones, junto a doctrinas católicas comunes, hallamos enseñanzas propiamente reformadoras. Así, desde el comentario a la carta a los Romanos hasta los últimos años de su vida ya encontramos la idea de la total corrupción del hombre por el pecado, que queda sólo encubierto con la justificación; pero junto a esta idea, y en una irresuelta tensión dialéctica con ella, también hallamos la doctrina de que en el hombre se da una bondad auténtica -sobrenatural-, que crece de día en día hasta la muerte (crecimiento que supone una transformación interna real -óntica- del hombre) y en la que naturalmente el amor -a una con la fe- participa de forma esencial, si bien es verdad que Lutero siempre rechazó la fórmula católica fides caritate formata por considerarla un aristotelismo[15].

Al preguntarnos por las causas de esta falta de unidad, es preciso tener presente lo siguiente: las formulaciones de Lutero dependen casi por entero de la situación; unas veces la situación es de diálogo, incluso de polémica, y otras de simple predicación. Cuando Lutero desempeña el papel del predicador, sin tener un oponente ante sí, es generalmente católico.

A esto hemos de añadir que los testimonios autobiográficos del joven Lutero no son suficientes para reproducir con exactitud su ruptura interior y que, por otra parte, las retrospectivas posteriores de Lutero no ofrecen una imagen unitaria sino contradictoria, incluso en puntos importantes. Finalmente, para dar con la explicación adecuada, es necesario tener en cuenta el modo de expresión de Lutero. Rechaza él la terminología precisa, pero abstracta, de la Escolástica y elabora un lenguaje religioso, vital, aunque también oscilante y poco unitario, que prefiere la paradoja (muchas veces hasta el exceso).

4. Con todas estas importantes reservas, el problema del marco espiritual de Lutero, que anteriormente (apartado 3) hemos centrado en el ockhamismo, y de su consiguiente y progresiva evolución puede quedar concretamente aclarado más o menos como sigue: aparte de la particular constitución de Lutero, a la que constantemente hay que referirse, se deben considerar como puntos de partida su educación y su instrucción en la casa paterna, en la escuela y a través de la predicación. Muy probablemente una y otra estuvieran en conjunto centradas (sin menoscabo de su ortodoxia dogmática) en una rígida exposición moral de la doctrina cristiana, en la que debió de desempeñar un papel importante la amenaza del castigo eterno y, en consecuencia, el motivo del temor.

a) Prescindiendo incluso de nuestras noticias sobre el catolicismo popular de la época, las constantes reacciones irritadas de Lutero en sus obras posteriores contra todo lo que huela a justificación por las obras o a ley, nos permiten suponer un trasfondo semejante. El decisivo año transcurrido en la escuela de los Hermanos de la Vida Común (1496-1497) podría haberle ayudado a conseguir una profundidad espiritual más depurada. En cualquier caso, debido a la concreta educación de su personalidad esencialmente religiosa y a las experiencias personales, que le indujeron a ingresar en el convento (y que posiblemente le habían predispuesto para ello), la «sensibilidad» religiosa de Lutero estuvo presidida por una fuerte conciencia de la gravedad del pecado, de la necesidad de asegurar su propia salvación y de un íntimo anhelo de verse libre de los pecados.

En el fondo de esta pretensión auténticamente cristiana alentaba, por desgracia (¿conscientemente?, ¿inconscientemente?), la falsa idea teológica (cf. § 78) de que el hombre debe realizar la transformación justificante primero con su propio esfuerzo, para luego experimentarla actualmente y estar personalmente seguro de ella.

b) Esto es lo que Lutero quiso alcanzar en el convento. Es cierto que durante su estancia en Erfurt su evolución parece haber discurrido sin especiales conmociones interiores[16]; pero en los primeros años de Wittenberg las crisis interiores le dieron mucho quehacer.

Con tanto mayor celo, pues, se entregó Lutero, el voluntarioso, a las prácticas ascéticas. No hay datos suficientes para afirmar que por entonces se mortificara casi hasta morir, como él asegurará más tarde en drásticas descripciones. Por lo demás, con esta práctica él mismo habría quebrantado la estricta observancia de la regla. No obstante, en lo que se refiere a la oración obligatoria, sí parece haberse entregado a ella con ardor excesivo e imprudente. (Advertimos la dificultad de describir exactamente los hechos en cuestión y fijarlos cronológicamente con suficiente precisión). Todo lo dicho, junto con el exceso de trabajo y una cierta tendencia a la melancolía[17] tenía que llevar forzosamente a un hombre como Lutero a una solución violenta. Lutero no se libró jamás de su sentimiento de pecado. Al contrario, la conciencia de la gravedad de toda culpa parece haberse hecho cada vez más fuerte. La idea ockhamista de la voluntad arbitraria de Dios hizo surgir en Lutero el venenoso pensamiento de que acaso él mismo pudiera pertenecer al número de los condenados. Lutero soportó terribles luchas espirituales con muchos síntomas de sobreexcitación nerviosa y de escrupulosa obstinación. El resultado fue al principio totalmente negativo: la voluntad no es capaz de alcanzar la justicia. La pecaminosidad es absolutamente inextirpable.

c) No debemos imaginar este estado de ánimo de Lutero como una especie de excitación psíquica permanente. Sabemos que le atormentó durante cierto tiempo, pero su duración, por desgracia, no la podemos precisar; probablemente, al comienzo de su actividad académica (1513) tal estado de ánimo se había disipado ya en gran parte, aunque no del todo.

La prueba se vio suavizada parcial y temporalmente por las razonables amonestaciones de sus padres espirituales, sobre todo Juan Staupitz[18], de quien Lutero tuvo siempre muy alta estimación, que le decían -con toda razón- que el fallo se encontraba en él mismo (en su obstinación), que le faltaba confianza en los méritos de la muerte de Cristo en la cruz[19]. La lectura de místicos como san Bernardo de Claraval, Taulero y el autor de la Teología alemana, el primero con su doctrina de la fuerza realmente transformadora del amor y los otros dos con la doctrina del «abandono de sí mismo» (§ 69), pudo haber ejercido sobre él una influencia tranquilizadora. Pero tal lectura parece que no tuvo lugar hasta que las luchas interiores más agudas ya habían pasado.

d) Pero hubo sobre todo un factor que, en vez de corregir aquel peligroso estado, lo empeoró esencialmente. Este factor fue la Sagrada Escritura. Lutero se había enfrascado en el estudio de la Sagrada Escritura con un entusiasmo extraordinario; pronto llegó a conocerla casi toda de memoria.

Pues bien, hay en la Biblia un concepto que en todo momento le ponía ante sus ojos la cólera de Dios y le producía un íntimo desasosiego: la expresión justicia de Dios. Lutero interpretaba esta justicia como justicia punitiva, afirmando que esta interpretación era la que él había recogido de todos los maestros de la Edad Media. En realidad ocurría lo contrario: la interpretación tradicional de toda la Edad Media (interpretación que procedía de san Agustín) era la de la justicia salvífica o curativa (iustitia sanans)[20]. Este concepto, y en concreto el pasaje de la epístola a los Romanos 1,17, provocó la brusca transformación reformadora (a una con los decisivos presupuestos ya indicados). Al final de su vida[21] Lutero habló de esta experiencia fundamental y de lo terrible que resultó para él el versículo: «En el evangelio se revela la justicia de Dios». Cuenta Lutero que pasó sus horas de descanso con una conciencia delirante y sobresaltada, porque Dios, con la revelación de Jesucristo, había añadido a nuestro viejo dolor (a nosotros, pobres pecadores, que ya estamos eternamente condenados por el pecado original y oprimidos con toda suerte de desgracias por las pesadas normas de los diez mandamientos) un nuevo dolor, al lanzar sobre nosotros, precisamente por medio de la Buena Nueva (si3ayysXlOD), la amenaza de su justicia, es decir, de su cólera. Lutero siguió día y noche profundizando incansable en el versículo citado, hasta que de golpe cayó en la cuenta de su sentido global gracias a estas palabras: «El justo vive de la fe». Entonces comenzó a entender este pasaje como referido a la justicia curativa, mediante la cual el Dios misericordioso nos justifica por medio de la fe. Y se sintió como nacido de nuevo. A la luz de este nuevo sentido toda la Escritura adquirió súbitamente para él un semblante completamente nuevo (es la llamada «experiencia de la torre», p. 111).

e) La última frase tiene especial importancia. En efecto, no se trataba solamente de entender la justicia de Dios como justicia curativa, sino de entender que esa justicia era la única de que siempre y en absoluto se trataba en todo el evangelio y en todo el proceso salvífico. Con su manera unilateral de ver las cosas, Lutero amplió ilimitadamente este descubrimiento particular a toda la Escritura. Este es, sin duda, el lugar de origen de la teología de la consolación de Lutero (que para él, ciertamente, está estrechamente unida a la teología de la cruz).

5. Para conocer la evolución interior de Lutero y su forma de presentarla es extraordinariamente instructivo contrastar detalladamente la narración de Lutero con el propio texto, esto es, con el capítulo primero de la epístola a los Romanos. Efectivamente, todo el primer capítulo de la carta a los Romanos está penetrado de la idea de la fe. Pero Lutero, a pesar de su continuo horadar en él, pasó constantemente por alto esta idea, es decir, insertó en el verso 17 su propia lectura, su propia concepción angustiosa de la justicia punitiva de Dios. Lutero estaba prisionero de sí mismo. Le resultaba enormemente difícil leer los textos con imparcialidad y sin trasposiciones, si parecía que tales textos se oponían a su idea subjetiva. En este caso particular, los elementos indicados (personal disposición, educación de «catolicismo popular» e ideas fundamentales del | nominalismo ockhamista) coincidieron fatalmente y se complementaron entre sí. Proporcionada a la forzada unilateralidad del punto de partida fue también la desmesurada exaltación de la nueva solución, durante tanto tiempo ignorada y, al fin, violentamente descubierta.

Esta nueva solución (la justificación salvífica por la fe, es decir, por la gracia) no se diferenciaba en sí misma de la antigua doctrina católica. Pero Lutero la descubrió de nuevo para sí y la estructuró de una forma unilateral. Sólo por esta razón llegó a ser una herejía, no por su núcleo doctrinal.

6. Lutero estuvo convencido hasta su muerte de que su idea de la justificación era lo esencial de su doctrina, el artículo con el que la Iglesia se mantiene y con el que cae. Confesó expresamente que si el papa les reconocía, a él y a sus partidarios, esta doctrina, estaba dispuesto a besar sus pies. Este modo de hablar de Lutero fue posible, primero, porque él tuvo en principio una falsa idea de la justificación católica y, segundo, porque con su doctrina de la justificación acabó elaborando un nuevo concepto de Iglesia.

La doctrina luterana de la justificación en su forma herética presupone y está estrechamente relacionada con las siguientes ideas no católicas: a) por el pecado original la naturaleza humana está corrompida en su raíz; b) por tanto, la voluntad nada puede en orden a la salvación; c) la concupiscencia es inextirpable; d) la justificación proviene de que Dios es no solamente la causa de todas las cosas, sino la única causa de todas las cosas; por supuesto que la fe sobrenatural puede, como el árbol bueno, producir buenas obras, pero éstas carecen de todo valor salvífico; e) la justificación coexiste con la corrupción radical del hombre, es decir, la justificación no supone una transformación interna, sino sólo una declaración de Dios, esto es, que Dios considera al hombre como justo (de manera imputada, nominalista, forense); los pecados quedan cubiertos, pero no borrados[22]; f) el proceso de la justificación está ligado únicamente a la fe. (Para Lutero esta fe consiste en la apropiación confiada de la muerte de Cristo en la cruz, basándose en la certeza de la salvación, es decir, en la firme creencia de cada uno de que él está redimido por la muerte en cruz de Cristo[23]). Al tratar de precisar en qué consiste esta certeza de la salvación se advierten en Lutero discordancias notables. Su doctrina está muy lejos de entender el proceso de la justificación de manera exclusivamente forense. Cuando la palabra de Dios, que es la que declara justo, se concibe como palabra creadora, la concepción nominalista queda arrumbada y se enseña una verdadera transformación interior, como ya hemos subrayado (p. 126). La esencia de la pecaminosidad del hombre, la incurvitas, el egoísmo, puede ser transformada hasta convertirse en auténtica nova creatura.

7. El nuevo concepto de Iglesia, basado en la omnicausalidad única de Dios, lo elaboró Lutero entre los años 1517 y 1519 y de él sacó consecuencias decisivas en los tres escritos programáticos de 1520 (§81).

a) Si Dios obra todo y la voluntad nada, y si las obras nada sirven para la salvación, entonces no se necesita ni sacerdocio especial, ni conventos, ni votos; es más, ni siquiera debe haberlos, pues todos ellos son instituciones en las que el hombre se coloca en el puesto de Dios, son un pecado contra el primer mandamiento, son, en suma, manifestaciones del anticristo. La consecuencia última (que no puede haber sacramentos[24]) Lutero no la sacó. En este punto se hace patente el peso de la tradición y, concretamente, de la palabra de la Sagrada Escritura, aun en medio de las soluciones revolucionarias de Lutero. Es verdad que Lutero vació el concepto católico de sacramento como objetivo opus operatum (§ 17), precisamente porque veía en él una humanización o, como él mismo prefería decir: idolatría, judaísmo y herejía; pero en esto tampoco llegó hasta el final. En efecto, según Lutero la fe del sujeto receptor es la que confiere su eficacia a los sacramentos; pero también según él, por ejemplo, en la celebración de la santa cena, la presencia del Señor es tan real que incluso el pecador en pecado mortal (o sea, según la concepción de Lutero, el no creyente) come y bebe el cuerpo y la sangre del Señor. En este punto, pues, Lutero quebró su actitud «subjetivista» y se mostró favorable a una concepción objetiva, sacramental. Y lo mismo se puede decir de su insistencia en el aspecto comunitario de la celebración eucarística.

b) Igualmente inconsecuente fue también su concepto de Iglesia. La tendencia fundamental (entiéndase la tendencia, no el concepto como tal) es espiritualista; pues todo lo que pertenece a la fe respecta a lo invisible (Heb 11,3.27). Al fin y al cabo, según la concepción de Lutero, en el sacerdocio sacramental, esto es, en la jerarquía católica y en el pontificado, el hombre se ha colocado en el lugar de Dios. En este sentido, todo lo institucional en la Iglesia es diabólico. Así, Lutero proclamará con odio tremendo y tintes injuriosos que el papado es fundación del demonio. Un primer paso hacia este concepto de Iglesia se dio en la Disputa de Leipzig de 1519, cuando Lutero se vio obligado por Eck, que veía las cosas con más profundidad, a sacar las últimas consecuencias de sus afirmaciones, a saber: que el pontificado no viene de Dios y que los concilios pueden equivocarse y de hecho se han equivocado.

De este modo la Disputa de Leipzig constituyó un momento decisivo para la evolución externa de la Reforma. En ella se puso por primera vez de manifiesto con cierta claridad la base no católica sobre la que Lutero se apoyaba. Tras el reformador, tan anhelado como apoteósicamente recibido, se descubrió el predicador de una nueva doctrina. Los católicos vieron las cosas con más claridad. Los dos campos comenzaron a deslindarse.

c) A pesar de todo, la Iglesia no era para Lutero algo exclusivamente interior e invisible. Su concepto de Iglesia no era puramente espiritualista. Lutero supo reconocer las notas visibles de la Iglesia, de las que las principales son la pureza de la doctrina y la recta administración de los sacramentos. Dondequiera que se predique íntegramente la palabra de Dios y se administren correctamente los sacramentos está la verdadera Iglesia. La Iglesia esencialmente invisible es al mismo tiempo tan esencialmente visible, que a la postre no deja de estar amenazada en todo aquello que es y hace; incluso en su propio núcleo: la verdad, el ministerio y la santidad de la Iglesia no están propiamente aseguradas, pueden caer en el pecado. Si es cierto que la palabra de Dios ha de ser predicada de forma visible en todas partes y en todos los tiempos, también es cierto que la Iglesia externa puede ser corregida en contraste con la misma palabra. La Iglesia, como cada cristiano, está sujeta a la justificación. En la Iglesia no se da un derecho divino ni una infalibilidad absoluta. Sin embargo, la Iglesia como un todo es infalible.

Este concepto de Iglesia de Lutero fue siempre confuso y oscilante. En todo caso, desde aquella confesión de Leipzig de 1519 el sacerdocio en el sentido tradicional, esto es, como organismo jerárquico y sacramental, quedó puesto en entredicho y con ello, naturalmente, también la tradición. Por otra parte, la Iglesia según Lutero también está firmemente enraizada en el Antiguo Testamento y en su Sinagoga.

d) Todo esto procede de una concepción que ya hemos encontrado en la baja Edad Media y que Lutero, conmovido por el sacrosanto poder de la «palabra», desarrolló ampliamente y llenó de contenido positivo. Dicha concepción se resume en el «principio de escritura» de Lutero: la única fuente de la fe es la Biblia. La interpretación de la Biblia, como la selección que de sus libros hizo Lutero (según él los libros deuterocanónicos, la carta de Santiago y el Apocalipsis de san Juan no son vinculantes, pero, inconsecuentemente, siguen apareciendo en su Biblia), se rige por el criterio de «lo que trae a Cristo», con lo cual es la misma unidad interna de la Biblia (la Biblia como su propio intérprete) la que garantiza su recta interpretación. Es un criterio claramente impreciso, cuya aplicación queda, a la postre, en manos del individuo según su visión de la fe. Es una actitud prácticamente individualista, ya que Lutero no reconoce un verdadero magisterio vivo. Sin embargo, Lutero se atiene al texto de la Escritura tal como él lo ve y lo entiende de una forma estrictamente dogmática.

El verdadero alcance del «principio de Escritura» propuesto por la Reforma se hace patente cuando se pregunta si la Escritura vincula o no al creyente con la Iglesia, a la que la Escritura ha sido confiada. La interpretación autorizada de ésta, transmitida mediante la sucesión apostólica, es lo que propiamente forma el contenido de la «tradición». También en este punto Lutero nos deja en la estacada, si buscamos en él una toma de postura unitaria y consecuente.

Igualmente variable es también su interpretación de la historia. Una vez predica que pelear contra los turcos significa pelear contra Dios, que quiere castigarnos por nuestros pecados; más tarde se pronuncia en favor de una cruzada contra ellos. Unas veces el éxito de la Reforma es una prueba de la ayuda de Dios; otras veces las persecuciones le parecen signos de la gracia.

8. La imagen de la personalidad espiritual y humana de Lutero tras su «salida» del convento (en el que conservó su vivienda) no es fácil de describir. La tesitura dominante e impetuosa de los años decisivos de la Reforma no la mantuvo siempre tan alta y plena. En cierto modo, Lutero también tuvo su «arribada». A partir del año 1530 la vida de Lutero, párroco evangélico y padre de familia, se caracterizó por su medianía burguesa. Pero esto no es todo ni lo principal.

a) A lo largo de toda su vida, Lutero siguió siendo un predicador extraordinariamente celoso e incansable. Incluso en el ámbito personal intentó continuamente leer de una manera nueva la palabra de Dios (por ejemplo, para comprender más profundamente el Padrenuestro).

Lo que no puede apreciarse en él es la aspiración a la santidad. Esta carencia es paralela a su menosprecio por las buenas obras y por la ascética, menosprecio que él exteriorizó con expresiones groseras e irrespetuosas, aun cuando se tratase de una ascesis esencialmente correcta.

En sus aspiraciones de vida, Lutero nunca dejó de ser un hombre modesto. Bebía de buena gana un vaso de vino o cerveza, pero nunca fue un bebedor.

b) Su aversión a los frailes, a la misa y sobre todo al papado adoptó unas formas (no siempre, pero sí a menudo) brutales y desenfrenadas, no exentas de odio. Este odio, expresado en los cuadros injuriosos de Cranach contra el papado, cuadros terriblemente groseros e incluso obscenos, cuyo tema y pie proponía Lutero, no tenía nada que ver con la cólera de los profetas (que se ha querido encontrar en ellos); más bien, tan enorme cantidad de groserías sobrecarga la imagen del reformador de una manera que debería hacer sonrojar a cualquier cristiano.

c) Lutero tuvo una extraordinaria conciencia de sí mismo y una fuerte conciencia de su misión. Seguramente, la gran mayoría de sus expresiones polémicas (como, por ejemplo, las groserías mencionadas) y muchas de sus irrespetuosas decisiones contra la tradición doctrinal y disciplinar, así como, en general, su reiterada referencia a sí mismo, no están exentas de orgullo. Pero el núcleo de la actitud de Lutero no fue el orgullo. La cosa se ve clara en su doctrina: ésta pone un énfasis exagerado y unilateral en aniquilar por completo el valor del hombre ante Dios. El mismo Lutero se reconoció personalmente en esta actitud del publicano. Las últimas palabras que de él poseemos, escritas la víspera de su muerte, lo que podríamos decir la rúbrica de su vida, tan sacudida en este mundo, encierran la frase siguiente: «Es verdad, somos unos pordioseros».

9. La pluralidad de facetas -y su escasa coherencia-, que aparece en las afirmaciones de Lutero, ha sido la causa de que su doctrina no haya sido juzgada históricamente con el debido equilibrio y, mucho menos, de acuerdo con su verdadera intención. La repercusión histórica suele ir ligada ante todo a las formulaciones más ruidosas, que se escuchan con mayor agrado y que por ello se graban más en la conciencia. Como Lutero realzó, alabó y -a veces furiosamente- condenó tantas cosas, bien exagerándolas, bien confundiéndolas, y todo ello, además, con un lenguaje extraordinariamente incisivo, cobró vida una imagen de Lutero muy determinanda: la del Lutero que hacía de las buenas obras casi un signo de actitud antievangélica, que sacrificaba el carácter óntico de la justificación en aras del mero recubrimiento de los pecados, que injustamente minimizaba el amor dentro de la fe, que hacía desaparecer enteramente la ley en el evangelio de la libertad, que apenas conocía el derecho de resistencia frente a una tiranía enemiga de la fe y que sólo sabía de obediencia sumisa. Todos estos rasgos son, sí, consecuencias que arrancan de Lutero, pero que están muy lejos de reflejar al Lutero total, al Lutero «auténtico». Lutero, purificado de lo inauténtico, está afortunadamente mucho más cerca del catolicismo de lo que le han reconocido los cuatro siglos precedentes.

Naturalmente, los estudiosos de Lutero se preguntan con razón en qué consiste eso de «inauténtico». Pero, a la inversa, también el problema de determinar en qué consiste lo propiamente «reformador» de Lutero es uno de los resultados más importantes de la investigación sobre él, si es que no queremos reducirlo todo a una drástica negativa contra Roma, que en todo caso sería contra el catolicismo de la baja Edad Media.

El hecho de que estas preguntas sean posibles y revistan tan nuclear importancia es uno de los aspectos más relevantes que deben tenerse en cuenta al hablar de ese acontecimiento tan crucial para todo el cristianismo que llamamos Reforma.

Como quiera que uno de los aspectos más esenciales de la Reforma es que aún no ha llegado a su término (simplemente porque no ha conseguido su objetivo: presentar una cristiandad purificada en una sola Iglesia), la misma Reforma puede muy bien remitirnos hoy a la tarea de retomar con sentido cristiano el quehacer de entonces y, dándole una solución limpia, cumplirlo de una vez entera y definitivamente.

Partiendo de esta disposición, la reflexión debería discurrir por encima del hecho de que la Reforma en general y Lutero en particular no tuvieron la fuerza para dar a sus pretensiones esencialmente religiosas una formulación teológica adecuada y ponderada.

Notas

[12] Aquí tiene una de sus raíces la posterior (y oscilante) lucha de Lutero contra el uso de la filosofía dentro de la teología; pero tal lucha, dado su fundamento religioso, se dirigió primordialmente contra la teología de Ockham, que se había convertido en lógica.

[13] Tomando esta denominación en el sentido de la lógica.

[14] Recordemos lo dicho anteriormente (p. 103): los términos «reformador» y «herético» no son sinónimos.

[15] La interpretación evangélica de Lutero, y dentro de ella la luterana, ofrece una prueba externa, pero decisiva, en favor de la tesis que sustentamos; en ella, bajo diferentes aspectos, sigue habiendo hasta el día de hoy dos Luteros, el uno frente al otro.

[16] Lo cual no excluye en absoluto la angustia del pecado.

[17] Que durante sus años de estudiante fuera un compañero «vivaz» no contradice en nada lo expuesto.

[18] En unos términos típicamente exagerados, dice Lutero refiriéndose a él: «Nos has conducido desde los hollejos de los cerdos o las praderas de la vida eterna» (cf. la carta de agradecimiento de Lutero a Staupitz del 17 de septiembre de 1523).

[19] Cf. anteriormente p. 111.

[20] Por lo que se refiere a los exegetas medievales, lo ha demostrado Denifle. Por lo que se refiere a la teología sistemática, es fácil advertir la concordancia casi total con este sentido, si atendemos a los puntos esenciales. El mejor testimonio es santo Tomás de Aquino, para quien la justicia vindicativa de Dios halla su cumplimiento definitivo en la misericordia de Dios, y eso prescindiendo de que la gracia constituye el centro de toda su obra.

[21] En el prólogo al primer volumen de sus obras completas latinas, en 1545.

[22] Para este punto, véase anteriormente, apdo. II, 3.

[23] Con esto y con la sobrevaloración de la apropiación confiada del individuo (fides qua), el asentimiento a las doctrinas de la fe (fides quae) queda relegado a un peligroso segundo plano, que no se corresponde con el contenido global de la Biblia. Pero también en este punto Lutero no fue siempre consecuente. Frente a la volatilización propuesta por la interpretación existencialista de Lutero, que pretende ser la única auténtica, hemos de decir que Lutero jamás dejó de lado el asentimiento a las doctrinas de la fe y la objetividad de los hechos salvíficos.

[24] Esto es, sacramentos en un sentido esencialmente diferente de otras expresiones y proclamaciones de la fe.

Ahora en...

About Us (Quienes somos) | Contacta con nosotros | Site Map | RSS | Buscar | Privacidad | Blogs | Access Keys
última actualización del documento http://www.conoze.com/doc.php?doc=5062 el 2006-07-21 11:59:24