conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Cuarta época.- La Baja Edad Media Disolucion de los Factores Especificamente Medievales y Aparicion de Una Nueva Edad

§63.- Fin del Dominio Universal del Papado. Bonifacio VIII y Felipe IV de Francia

1. Desde los tiempos de Gregorio VII la evolución del papado medieval se había centrado en la idea de poder, hasta el punto de constituir una amenaza religiosa. Tal idea fue desarrollándose unilateralmente hasta sintetizarse en la fórmula, aparecida entre los canonistas del siglo XIII, de poder absoluto del papa sobre lo terreno. Este poder anhelaba o pretendía un doble fin: 1) la supremacía del papa sobre los poderes políticos de Occidente (en una u otra forma); 2) el derecho de disponer legalmente sobre los cargos y prebendas de todas las iglesias.

La segunda línea de desarrollo marchó en paralelo con la formación de la economía monetaria, es decir, de aquello que en los siglos XII, XIII y XIV podríamos llamar capitalismo (especialmente en el sur de Francia y en Italia; su más aguda evolución la podemos seguir en la organización de la curia pontificia en Aviñón).

a) El simple hecho de que nos veamos obligados a reconocer que la evolución normativa de la Iglesia corrió paralela a la de la economía monetaria indica una situación gravemente peligrosa desde el punto de vista cristiano. El principal peligro, obviamente, estaba en la línea de desarrollo mencionada en primer lugar (porque derivaba de lo fundamental). El peligro existió, de hecho, desde el momento en que el poder absoluto del papa fue expresado por Graciano de una manera puramente formal, sin delimitarla con toda exactitud sobre las bases del evangelio: para toda decisión canónica se debe presuponer la reserva papal; el papa puede establecer el derecho común y los privilegios, así como retirarlos. En todo caso, los canonistas posteriores incluyeron explícitamente la supremacía política de los papas en la plenitud de poder, con distintas argumentaciones.

b) El concepto del poder absoluto político-eclesiástico del papa se había elaborado de acuerdo con la idea de que el Imperio occidental era un feudo pontificio, y el juramento de fidelidad y de seguridad, un juramento de vasallaje (§ 52). La fundamentación bíblica se había establecido con gran libertad y en sentido alegórico: 1) refiriendo las imágenes del sol y la luna, el alma y el cuerpo, el oro y el plomo a la Iglesia y al Estado respectivamente; 2) haciendo interpretación de Mt 26,52: «vuelve tu espada a su sitio» = entrégala al Estado; Lc 22,38: «aquí hay dos espadas»; Jr 1,10: «yo te coloco sobre pueblos y reinos», y 1 Cor 2,15: «el hombre espiritual todo lo juzga, pero no es juzgado por nadie»; 3) aduciendo al Pseudo-Cirilo (a quien Tomás de Aquino utilizó de buena fe; de Tomás procede la frase: para salvarse es necesario estar sometido al papa).

Este poder absoluto había salido victorioso de la lucha contra los Hohenstaufen; ahora, pues, tenía que ser combatido por diversos lados con mayor virulencia que nunca, más aún: tenía que ser radicalmente puesto en tela de juicio.

2. La oposición entre los partidos cardenalicios de Roma había culminado en la rivalidad y hostilidad de las familias Orsini y Colonna. La misma oposición dominó también el cónclave tras la muerte de Nicolás IV (1288-92), que precisamente por eso se prolongó dos años. Por fin concluyó con la elección de Pedro de Murrone, un eremita de rigurosa vida ascética y totalmente inexperto; se llamó Celestino V (1294). Pero esto no solucionó el problema. El aparato eclesiástico necesitaba una mano segura, las aspiraciones políticas y político-eclesiásticas rivales debían ser domeñadas. El poder absoluto del papa era una realidad, pero había infinitas ocasiones de abusar de él, o de conceder excesivos privilegios (por ejemplo, a la nueva congregación de eremitas fundada por el papa). Muy pronto la situación fue insostenible. A los cinco meses se produjo el caso, único en toda la historia de los papas, en que el papa renunciase, más o menos voluntariamente, a su dignidad.

a) El elegido fue el cardenal Benedetto Gaetani, de Anagni, que tomó el nombre de Bonifacio VIII (1294-1303).

El manifiesto contraste entre ambas figuras ilustra la trágica tensión de la situación general de la Iglesia: de un lado, el anhelo de un «papa angelicus»; de otro, las necesidades y las claras tendencias de un papado dominador del mundo; la renuncia del ermitaño, personalmente santo, y la elección de un jefe que pensaba en términos canónicos y políticos para una Iglesia dominadora universal.

La impresión causada por la renuncia de Celestino fue muy fuerte y sus efectos, en parte, muy perjudiciales. ¿Era compatible semejante paso con los fundamentos teocráticos de la plenitudo potestatis? De no serlo, el papa recién elegido, Bonifacio VIII, no ocupaba legalmente la sede pontificia. Y justamente este punto de vista fue sistemáticamente aplicado en las luchas que se siguieron durante este pontificado y que tuvieron lugar principalmente entre Bonifacio VIII y Felipe IV el Hermoso (1285-1314), rey de Francia.

b) Felipe IV representó el apogeo de la monarquía francesa en la Edad Media, gracias a que aumentó su zona de influencia en el exterior y logró la concentración en el interior; por el influjo de los legistas y por la constitución del tercer estado (las ciudades) la monarquía alcanzó tal grado de desarrollo, que bien se puede hablar, en el sentido posible en aquellos tiempos, del inicio del «absolutismo». Lo conseguido, sin embargo, se vio inmediatamente amenazado por una grave crisis, provocada por el ataque y la victoria inicial de los ingleses. Cien años más tarde (1439) los Estados aprobarán un ejército mercenario y, con este fin, autorizarán unos impuestos directos: el centralismo político estará en marcha. Al mismo tiempo (1438) se dictará la sanción pragmática de Bourges, que significará la independencia político-eclesiástica del papa en el sentido del Concilio de Basilea (§ 66).

3. Bonifacio VIII fue el último gran representante de la soberanía pontificia específicamente medieval. Pretendió quebrantar de nuevo la estrecha circunscripción del poder pontificio (debida al auge de las fuerzas nacionales), esto es, quiso llevar hasta sus últimas consecuencias el universalismo pontificio medieval. No se enteró de que las condiciones de su tiempo eran totalmente distintas de las del pontificado de Inocencio III; era sencillamente imposible hacer retroceder el desarrollo político que entre tanto se había efectuado; su intento era antihistórico, tenía que fracasar. Su derrota en el choque con la Francia «nacional» conducida por Felipe IV fue, por eso, mucho más que un fracaso personal; fue la derrota de la tesis por él defendida del dominio universal del papado.

Bonifacio VIII -en el momento de su elección tenía sesenta años de edad- fue un dominador nato; en el, junto con brillantes dotes, se manifestó también una cierta grandeza. Sus esfuerzos por elevar el papado, reunir a los príncipes bajo su dirección para una cruzada, no se puede decir que no estuvieran justificados[5]. Pero en él había un punto de desenfreno y hasta de fantasía[6]. Y esto tanto en su radical desmesura como (ante todo) en su actuación práctica. Le falta la visión de lo posible en concreto; estuvo plenamente convencido, hasta extremos hirientes y odiosos, de su superioridad (real en la dirección de la administración y en el conocimiento y empleo del derecho canónico). Su craso nepotismo le fue echado en cara como simonía, entre otros, por Dante, quien por eso le colocó en el Infierno. Fracasó por su irrefrenado carácter sanguíneo, por su exagerado parcialismo, pero en especial por su miopía, que ni vio ni quiso ver el cambio de los tiempos (¡el esencial fortalecimiento de los poderes nacionales, políticos y laicales!).

La celebración del primer Año jubilar 1300 fue una espléndida e impresionante demostración de su plenitud de poder sobre el mundo. Pero Bonifacio no vio que este cuadro sólo reflejaba una pequeña parte de los poderes efectivos. Esta colosal manifestación sólo le sirvió para una exaltación todavía más absurda de su propia conciencia, mas no para ganar la profundidad religiosa que le faltaba, lo más imprescindible para un papa.

4. En el colegio cardenalicio, cuya importancia tanto había aumentado, Bonifacio se enfrentó con una fuerte hostilidad. Especialmente en los dos cardenales Colonna[7] (tío y sobrino) tuvo dos peligrosos enemigos, que participarían victoriosamente en la lucha. Bajo la dirección de los Colonna, una minoría de cardenales quiso anular la elección del papa. Bonifacio logró vencer su resistencia. Pero entonces salieron a la luz peligrosos puntos de vista por ambas partes. El enfrentamiento interno pasó a formar parte de la gran lucha política exterior: los miembros de la familia Colonna pidieron un Concilio general. Bonifacio los excomulgó, declaró proscrita la casa Colonna, mandó predicar la cruzada contra ella y destruir sus fortificaciones, especialmente la de Palestrina. Los Colonna se refugiaron en la corte de Felipe de Francia.

a) En la inmediata gran lucha eclesiástica, emprendida preferentemente por razones de política exterior, lo más significativo desde el punto de vista específico de la historia de la Iglesia, o sea, desde el punto de vista religioso-cristiano, fue: 1) El punto de partida de la lucha. En términos modernos puede decirse que fue una lucha por dinero. Porque de lo que se trataba era de si junto al papado también los poderes nacionales podían por propia iniciativa gravar con impuestos los bienes eclesiásticos o al clero de sus respectivos países. 2) El hecho de que tanto el papa como los representantes de la monarquía nacional consideraron esta cuestión una cuestión de vida o muerte, decisiva para toda su autoridad.

Entonces estaba en curso la guerra entre Inglaterra y Francia por la Guyenne inglesa (sudoeste de Francia). Contra los altos impuestos sobre los bienes eclesiásticos exigidos por ambas partes, el clero apeló al papa. Mas tanto el rey de Inglaterra como el de Francia pudieron invocar derechos consuetudinarios, que a su vez se apoyaban en costumbres muy antiguas (cuyo desarrollo en parte hemos dado a conocer). Bonifacio VIII vio en ello una lesión de los derechos del papado, que sólo permitía semejantes gravámenes con carácter voluntario y en casos aislados. La cuestión calaba muy hondo; pero no era menester o, más bien, no era permisible en demasía su alcance, pues la eventual derrota suponía un lastre enorme, que habría de tener efectos catastróficos. Fueron las desmesuradas pretensiones de Bonifacio las que propiamente dieron importancia a la lucha y tragedia a la derrota.

Bonifacio, en la bula Clericis laicos del año 1296, escrita en términos muy rudos, prohibió a ambos reyes la imposición de tributos, reservada exclusivamente al papa. Inglaterra cedió al menos formalmente. Pero el choque con el soberano francés, el «moderno» representante de la idea del Estado nacional, fue fatal.

b) Felipe IV fue un hombre sin escrúpulos, frío y calculador, déspota, en el fondo irreligioso, conocedor de una sola cosa: el poder nacional. Con gran realismo político respondió a la prohibición pontificia prohibiendo a su vez toda salida de oro y plata de Francia. Esta medida 1) afectó a la curia pontificia en un punto vital, pues hasta entonces le llegaban de Francia sumas muy considerables; 2) halló el aplauso de toda la nación, que se quejaba de las onerosas entregas a Roma: Felipe, pues, tenía al país de su parte en su lucha con el papado. Más aún: disponía de toda una serie de expertos políticos o «legistas»[8].

Estos legistas eran hombres de letras, entusiastas del ideal cesaro-papista de Justiniano, para quienes el poder estatal estaba por encima de todo. Redactaron el programa de la nueva autoridad estatal (autónoma), independiente de la Iglesia, y proporcionaron al rey las razones con que debía justificar su proceder y refutar las contrapruebas de la curia pontificia. Estos legistas entraron así en la historia de la Iglesia con sus indiscriminados métodos de calumnia, de falsificación de cartas y bulas y hasta de libelos populares y fueron en buena parte los auténticos agentes de la oposición de las diferentes naciones contra el papado en las luchas de los siglos posteriores. Naturalmente, se ampararon en la exigencia de la pobreza apostólica: la jerarquía debía ser puramente espiritual, la donación de Constantino había corrompido su esencia. Ellos fueron los que llevaron la lucha cada vez más al terreno de los principios y, en unión con algunos teólogos, llegaron a negar el primado ático.

5. La fuerza del partido hostil al papa residía principalmente en el hecho de ser el defensor de la creciente conciencia nacional, esto es, el representante de unas tendencias no sólo vivas y resistentes, sino enteramente legítimas en el marco del nuevo despertar de los pueblos, tendencias que desgraciadamente pasaron inadvertidas al curialismo exagerado. Esto quedó patente cuando Bonifacio VIII, en la primavera de 1297, impuso al rey francés, bajo pena de excomunión, un armisticio con Inglaterra y con el imperio. Felipe rechazó esta imposición argumentando que el gobierno de su reino en los asuntos temporales era exclusivamente de su incumbencia y que en ello no reconocía a nadie como superior suyo. Precisamente éste era el punto flaco de la postura papal: el papa fundamentaba en su poder espiritual el derecho de injerencia en cuestiones puramente temporales. Es evidente que la justa recusación de estas intromisiones fácilmente podía tener efectos perjudiciales para el poder espiritual del papa.

La repercusión de los puntos de vista franceses, eminentemente polémico-nacionalistas, aumentó considerablemente por el simple hecho de que al mismo tiempo también la reflexión científica desembocaba en la idea de la soberanía popular[9].

Era una fuerte resistencia para la que Bonifacio no estaba preparado. Y tuvo que ceder (1297). La paz se festejó con la canonización del rey Luis IX y se expresó externamente en el grandioso primer jubileo del año 1300, que concedía indulgencia plenaria a todos los que peregrinasen a Roma.

Pero la paz no podía ser duradera, porque las concepciones básicas nunca, ni antes ni después, dejaron de estar contrapuestas.

6. La misma desmedida reivindicación de los derechos del papa se repitió muy pronto por segunda y tercera vez. Cuando la lucha se reavivó y el papa invitó al rey a presentarse a un concilio en Roma, el rey supo parar el golpe falsificando la bula papal (Ausculta fili, 1301)[10]. La auténtica bula fue quemada por orden del rey. Dos asambleas, una de los «estados» y otra de los notables franceses (1302 y 1303), apoyaron al rey. En estas reuniones se levantaron furiosas e infundadas calumnias contra el papa (que no creía en la inmortalidad del alma; que no consideraba pecado la lascivia; que tenía un demonio doméstico), con tanta insistencia, que el papa no tuvo más remedio que purificarse de la acusación mediante juramento.

Fue entonces cuando Bonifacio pasó a la ofensiva: contestó con la bula Unam sanctam, en la que toda la lucha se situaba expresamente en el terreno de los principios. Como actuación del derecho de dominio universal del papa allí establecido, el rey debía ser excomulgado en Anagni el día de la Natividad de María (1303) y sus súbditos declarados exentos del juramento de fidelidad (en la misma iglesia en que se proclamó la excomunión de Alejandro III contra Federico Barbarroja y de Gregorio IX contra Federico II). Pero un día antes irrumpieron en Anagni mercenarios franceses, a quienes se adhirió la milicia de la ciudad; el papa, en una escena vergonzosa, fue hecho prisionero por el canciller francés Nogaret y por Sciarra Colonna. Debía ser llevado a Francia y juzgado allí.

Fue un hecho inaudito que demostró a las claras cuánto había crecido la arrogancia del Estado «nacional moderno» y cuánto había decrecido el prestigio general y, en concreto, el poder político del papado, cuánto, en fin, se había debilitado el respeto religioso de gran parte de la cristiandad hacia el padre común de la Iglesia. El papado quedó profundamente humillado y la Iglesia salió perjudicada.

Bonifacio, liberado por los italianos, pudo todavía entrar solemnemente en Roma, pero murió apenas cinco semanas más tarde (seguramente a consecuencia de las emociones y de una antigua litiasis o mal de piedra). Sobre su muerte circularon numerosos rumores, presumiblemente infundados.

7. La bula Unam sanctam (1302) es la formulación clásica, la síntesis de las pretensiones específicamente medievales del papado al supremo dominio del mundo[11]. Dios ha dado a la Iglesia dos espadas (el pensamiento había sido formulado por vez primera por san Bernardo, remitiéndose a Lc 22,38 y Mt 25,52): una espiritual, que lleva ella misma, y otra terrena, que entrega al poder estatal, el cual solamente puede usarla al servicio y por orden de la jerarquía. El poder estatal rebelde es juzgado por el depositario del poder espiritual. Y éste, a su vez, sólo por Dios. El párrafo final de la bula, en la medida en que le corresponde una importancia dogmática, expresa la idea, evidente sólo para los católicos, de que la Iglesia católica es la «única que salva»[12].

A pesar de su desmesurada conciencia del poder pontificio, incluso en el orden terreno, Bonifacio VIII negó enérgicamente haber querido arrogarse la soberanía terrena por motivos mundanos. Afirmó que se había atenido a la tesis fundamental del Medievo, según la cual el papa podía (y debía) solamente ratione peccati, o como lo expresaba santo Tomás de Aquino, por el cuidado de las almas, intervenir como juez en los asuntos políticos, temporales.

Pero, basado en este razonamiento, el papa intervino de hecho en todos los asuntos de Europa, y fracasando estrepitosamente en todas partes, en Alemania[13] en Sicilia, en Escocia, en Bohemia y en Venecia.

Hay que destacar además la confusión objetiva y terminológica que gravaba en general la tesis hierocrática. En la práctica, ¿pueden distinguirse exactamente separadas la potestas directa y la indirecta? Los planes en cuestión caen en el campo de la política: por consiguiente, la mentalidad y los métodos políticos debían penetrar necesariamente, por decirlo así, en el papado y la curia.

Los tratados de derecho eclesiástico y sus correspondientes publicaciones desde fines del siglo XIII y durante todo el XIV fueron, en todo caso, una buena muestra de la desmesurada extralimitación de que venimos hablando; según todos ellos, el poder de atar y desatar de Pedro y sus sucesores incluye también la plena jurisdicción sobre lo temporal[14]. Si se quiere enjuiciar correcta y objetivamente la atmósfera explosiva y revolucionaria de finales del siglo XV y comienzos del siglo XVI, no se puede olvidar todo esto.

Notas

[5] Aunque el tiempo de su realización ya había pasado y Bonifacio más bien había degradado este gran pensamiento con sus llamadas «cruzadas» contra Federico III de Aragón-Sicilia y los Colonna, debemos considerar lo que toda actitud verdaderamente universal significaba para el Occidente y para la Iglesia de entonces. Lo trágico es que el mismo Bonifacio hizo históricamente infecundo cuanto de bueno había en sus aspiraciones.

[6] ¡Cf. la oferta hecha a Federico III, que por su renuncia a Sicilia debería ser indemnizado con el Imperio romano de Oriente!

[7] Los Colonna eran una familia gibelina, esto es, partidaria del emperador.

[8] Por ejemplo, Pierre Dubois († después de 1321), que reclamaba para Francia el imperio (monarchia mundi).

[9] El dominico Jean Quidort († 1306). También Ockham y el Defensor Pacis §§ 65 y 68.

[10] Y además, entre otras cosas, un libelo con una grosera expresión dirigida al papa: Sciat maxima tua fatuitas: «Sepa tu suprema necedad» (¡dos siglos antes de Lutero!).

[11] En realidad no contiene ninguna idea nueva después de Bernardo de Claraval, Inocencio III, Hugo de San Víctor, Tomás de Aquino y Gil Colonna (cuyo De ecclesiae potestate se corresponde casi literalmente).

[12] Una explicación correcta de esta fórmula sólo es posible valiéndose de la doctrina del Logos spermatikós (§ 14), de la voluntad salvífica universal de Dios, de las viae extraordinariae gratiae y de la conciencia. Cf. Agustín, Multi intra qui extra videntur (muchos hay dentro de la Iglesia que parecen estar fuera).

[13] Doble elección de Adolfo de Nassau frente a Alberto de Austria, donde el contraste de la postura del papa respecto a la cuestión francesa es sumamente significativo para la situación y su valoración.

[14] Aquellas y las posteriores pretensiones curialistas, tan exaltadas, son muy poco representativas de la doctrina pura de la Iglesia; igualmente, la bula Unam sanctam, en su conjunto, no es una declaración dogmáticamente vinculante. Esto cuando menos ha demostrado Pío XI al renunciar al poder temporal de la Iglesia; pero, por lo demás, también lo ha demostrado el Codex Iuris Canonici, que no contiene nada de estas reivindicaciones, pero que al mismo tiempo establece explícitamente (c. 5) que los conceptos jurídicos anteriores de los que no se habla en el código han de considerarse abolidos. También Pío XII define aquellos conceptos como condicionados por la época medieval.

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