conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Periodo primero.- Florecimiento de la Iglesia en la Primera Edad Media en el Imperio Carolingio y Su Decadencia » §41.- Reflorecimiento y Decadencia de la Cultura de la Primera Edad Media. el Papado en el Siglo IX

III.- Los Sucesores de Nicolas I

1. Las pretensiones de Nicolás I significaron un cambio radical en las relaciones del papado con el imperio, tal como éste había sido constituido por Carlomagno sobre la base de la Iglesia territorial y regulado por la constitución del emperador Lotario I en el año 824: el que antes estaba sometido, el papa, debía ahora ser el superior.

a) Pero Nicolás y sus sucesores tuvieron que experimentar que su programa aún no estaba realizado, aunque los representantes del decadente imperio no fueron capaces de oponer ninguna resistencia a sus pretensiones de dirección. No era suficiente que el papa, como representante de Dios, dispusiera libremente de la dignidad imperial; él, el papa, necesitaba a su vez del rey como colaborador dispuesto a recibir y a usar, obediente a la curia, lo que él tenía que aportar como presupuesto natural, a saber: la fuerza del poder ejecutivo secular de la espada. Pero faltaban ambas cosas.

De ahí que el nivel de poder ansiado por Nicolás I fuera entonces imposible de alcanzar y más aún de mantener. A pesar del partido eclesiástico reformista, la única fuerza verdaderamente eficiente fue la personalidad de Nicolás I.

De ahí también que, después de sus dos inmediatos sucesores todavía competentes, Adriano II y Juan VIII, la tendencia general fuera descendente.

b) Ya durante el pontificado de Adriano II (867-872), que tanto tiempo se esforzó por conseguir la corona papal, se anunció un profundo e inquietante desorden. Las fuerzas disgregantes, que ya habían aparecido bajo Nicolás I en la persona y en la influencia de Anastasio Bibliotecario, se mostraron ahora mucho más groseras en su legado, el obispo Arsenio[27], hombre influyente y enriquecido en el cargo que ostentaba.

El hecho de que aquel Anastasio estuviera tan íntimamente ligado a la obra del papa Nicolás (por lo menos desde el 862) y que este Arsenio, en el difícil cargo de apocrisario pontificio ante el emperador franco, demostrara tanta capacidad de maniobra y mediación (al agudizarse los antagonismos al comienzo del pontificado de Adriano II) no quita al cuadro su carácter esencial de inestabilidad ni los peligrosos síntomas, que aquí ya se manifiestan, del ansia de un poder mayor, del poder supremo, por pura satisfacción personal[28].

2. Nicolás dejó a su sucesor una herencia enormemente pesada: el papado se vio obligado a defenderse a la vez por varios lados y a padecer una crítica agravación de todos aquellos problemas que Nicolás había resuelto autoritariamente, sí, pero de ninguna manera solucionado. La situación de Adriano fue tanto más difícil cuanto que intentó, y efectivamente logró, permanecer fiel a los principios de su predecesor. Es cierto que la revolución palaciega del emperador Basilio y la caída de Focio (tras intranquilos meses de espera, durante los cuales en Roma ni siquiera se tenía noticia de los acontecimientos) dio un giro inesperado a la discusión con el Oriente: Adriano tuvo la satisfacción de poder juzgar a Focio en un sínodo romano (869) y vengar la humillación sufrida por su antecesor. Más difícil fue mantener en pie las resoluciones de Nicolás frente al Occidente. Adriano fue presionado para que cancelara la sentencia emitida sobre Lotario y las consiguientes sanciones. De hecho, el papa permitió nuevamente a Ditgaudo, el depuesto arzobispo de Tréveris (supra, II, 1), el acceso a la comunión de los seglares; anuló la excomunión de Waldrada, e incluso recibió a Lotario II, cuya causa matrimonial dispuso que se revisara en un sínodo romano.

La muerte del rey, ciertamente, le preservó de nuevas complicaciones en tan espinosa cuestión, pero hizo que el problema sucesorio provocara una peligrosa crisis. Se manifestaron entonces las consecuencias políticas, ya previstas hacía mucho tiempo, de una decisión religiosa que como tal no podía ser de otro modo, pero que en sus efectos planteó al papa un problema que excedía sobradamente los límites del ámbito religioso. Las pretensiones hereditarias del emperador, quien por su lucha contra los sarracenos había merecido el apoyo unánime del Occidente, se vieron amenazadas (a pesar de estar por completo justificadas moralmente) por las ya conocidas intenciones de sus tíos, especialmente Carlos el Calvo. Todos los intentos de mediación y todas las exhortaciones de los papas, ahora sin duda menos resueltos que su proceder contra Lotario II, fracasaron. La amenaza de los más severos castigos llegó demasiado tarde. Cuando los legados llegaron a presencia de Carlos el Calvo, el pacto de Meerssen (870) ya había acarreado hechos consumados. Un sínodo de Reims y un escrito de Hincmaro rechazaron el proceder del papa como intromisión injustificada: Adriano no podía ser rey y obispo al mismo tiempo; la pertenencia al reino de Dios no depende de que se rechace al rey exigido por Roma. Los nobles francos manifestaron sin rodeos que la política se hace con la espada, no con pretensiones de poder religioso. Adriano tuvo la suficiente prudencia para plegarse a la realidad política. Ya en el año 872 se inclinó por la antigua línea y propuso a Carlos el Calvo, llegado el caso de la muerte de Ludovico II, la suprema dignidad del imperio, permaneciendo así del todo fiel a la concepción imperial de su antecesor.

3. La situación política en Italia estaba, desde hacía algún tiempo, seriamente amenazada por las incursiones sarracenas. Fue el emperador Ludovico II quien, a pesar de las continuas obstaculizaciones de sus tíos y del escaso apoyo de Nicolás I, había asumido la defensa según sus posibilidades. Con su muerte (875) la situación para el papa, ahora Juan VIII, se hizo mortalmente peligrosa[29].

Juan VIII (872-882) quiso, con firme voluntad, emular a Nicolás I. A la opresión causada por las continuas incursiones de los sarracenos (el papa tuvo que pagarles tributo) se sumó la de las escisiones internas en la misma Roma. Ya antes, en la lucha de los papas contra los longo-bardos y la Roma oriental, había habido en Roma, junto a aquellos que defendían los intereses del papa, un partido longobardo, otro griego (romano oriental), otro imperial y algunos otros partidos de la nobleza romana. «El veneno de la discordia no se alejaba de Roma» (Alcuino). En su política imperial Juan se mantuvo en la línea trazada por Nicolás y Adriano: contra la voluntad del difunto emperador, que había designado como sucesor suyo al carolingio franco oriental Carlomán, el papa se decidió por el franco occidental Carlos el Calvo, a quien corono en la Navidad del año 875.

Habían pasado los tiempos en que la corona imperial se transmitía por derecho de herencia. Ahora era el papa quien disponía, según su libre juicio, sobre la suprema dignidad de imperio. En un espacio de setenta y cinco años las circunstancias habían cambiado radicalmente. El nuevo emperador mostró su reconocimiento, no sólo aumentando considerablemente las donaciones de sus antepasados, sino también renunciando a sus más importantes derechos imperiales (presencia de enviados [missi] imperiales en Roma, confirmación de la elección del papa).

El papado queda por fin libre de la tutela imperial. Pero desgraciadamente también quedó sin protección, ya que el anciano emperador no estaba en condiciones de cumplir las obligaciones contraídas a título de honor. A la muerte de Carlos el Calvo (877), el perjudicado Carlomán pudo entrar pacíficamente en posesión de su herencia italiana. Juan, sin embargo, supo hábilmente rechazar sus pretensiones a la corona imperial. Y, naturalmente, volvió a quedar otra vez sin protección. Humillado de nuevo por los sarracenos, acosado por los príncipes italianos y más tarde apresado, se retiró al Imperio franco occidental: un paralelo lejano, anticipado, de la ulterior postura pro-francesa de los papas de la segunda mitad del siglo XIII, que les llevó a Aviñón. La desesperada situación en el imperio[30], la oposición del arzobispo de Milán, las mutuas hostilidades de los príncipes de la Italia meridional y otra vez el peligro de los sarracenos obligaron al papa a acercarse a la Roma oriental y aprobar las decisiones de aquel sínodo del año 879/80[31] que rehabilitó a Focio sin que se tuvieran siquiera mínimamente en cuenta las condiciones del papa.

Juan VIII murió, ya viejo, de muerte violenta: según los Anales de Fulda fue envenenado por sus parientes; luego le machacaron la cabeza con un martillo.

4. Con esta cruel visión podemos decir, con razón, que comienza el saeculum obscurum de la historia de la Iglesia. En este punto de la evolución, una somera ojeada general a la lista de papas ya nos descubre la inseguridad de la situación. Desde la muerte de Juan VIII en el año 882 hasta León IX en el año 1049 (§ 45) hubo cuarenta y cuatro papas y más de veinte durante los ochenta años que median hasta la intervención de Otón el Grande: como venían se iban.

El cuadro externo siguió caracterizándose por las incursiones de los normandos, los sarracenos, los húngaros y (en Inglaterra) los daneses, con sus consabidas y enormes devastaciones, y por grandes desórdenes, tanto en la administración como en el campo de la moral y del derecho. Ante todo predominaba la fuerza bruta, naturalmente, y no en último término, contra los bienes de las iglesias y los monasterios, especialmente en Italia y en la actual Francia. Los obispados dejaron de existir o fueron ocupados por seglares (así como las abadías). Era natural que también en el clero se dieran síntomas de disolución: incultura, simonía, inmoralidad, bajo nivel social.

La peligrosa situación política de los papas, que ya no tenían apoyo alguno en los carolingios, los empujó formalmente a ponerse del lado de sus enemigos inmediatos, los duques francos de Espoleto, contra los cuales nuevamente se alzó el afán de poder de los duques francos de Friaul.

De este modo el papado, a causa de sus posesiones temporales, se convirtió en manzana de la discordia de codiciosas y salvajes luchas partidistas. Las familias nobles victoriosas emplearon en beneficio propio, sin consideración alguna, los ingresos y las posibilidades políticas del disminuido estado de la Iglesia. Sin atender a sus aptitudes, colocaron en el trono de Pedro a sus favoritos, miembros de la propia familia; unos papas desalojaron a otros papas encarcelándolos, viniendo a su vez a parar, también ellos, en prisión.

Y llegó el tristemente célebre año 896/97: Bonifacio VI, poco antes depuesto de su ministerio de sacerdote romano por su indignidad, gobernó quince días; Esteban VI (896/97), presionado por Lamberto, duque de Espoleto (¡a quien Esteban V había coronado emperador!), celebró el «sínodo del cadáver», donde hizo condenar a Formoso (891-896) después de haberlo exhumado y mandado traer a su presencia; él mismo fue metido en prisión.

Sergio III (904-911), hechura de los duques de Espoleto, hizo estrangular en la cárcel a sus dos predecesores. Otros pontificados carecieron por completo de importancia. De una planificación eclesiástico-universal no volvió a hablarse más.

5. De las luchas partidistas de las nobles familias romanas hubo una que se mantuvo en cabeza durante mucho tiempo, la de Teofilacto con su mujer, Teodora, y las hijas de esta última, Marocia y Teodora.

Bajo el reinado de Teofilacto comenzó aquel gobierno de las mujeres (ginecocracia), que no se arredró ni aun ante las funciones espirituales del obispo de Roma. No obstante, la fuente principal, las escandalosas crónicas de Luitprando († hacia el año 970) no deben ser aceptadas sin más (¡y mucho menos generalizadas!). Hubo también personalidades intachables y figuras edificantes. Bajo Juan X (914-928) se formó la Liga de los príncipes italianos del centro y del sur, incluidos los bizantinos, y se obtuvo la victoria (916) sobre los sarracenos. Pero Marocia y su segundo marido se encargaron de que el papa muriera en la cárcel. En el año 931 Marocia proclamó como Juan XI (931-935) a su hijo natural (¿fruto de sus relaciones con Sergio III, asesino del papa precedente?).

El cambio llegó con Alberico de Espoleto († 954), hijo de un matrimonio anterior de Marocia, el cual todavía conservaba un sentido de responsabilidad cristiana. Expatrió al tercer marido de su madre, el rey Hugo, encarceló a Marocia y a su hijo Juan y gobernó autocráticamente durante veintidós años. También los cuatro sucesores de Juan XI dependieron totalmente de él, pero fueron sacerdotes dignos, que (junto con Alberico) dieron entrada en Roma a la reforma cluniacense, asentando allí algunos monjes reformados.

Desgraciadamente, también en Alberico acabaron prevaleciendo los intereses familiares. En su lecho de muerte (954) dispuso que su hijo Octaviano (de diecisiete años) ocupara la sede pontificia en la próxima vacante; éste llegó a ser papa con el nombre de Juan XII[32] y llevó una vida ostensiblemente escandalosa e inmoral y sus intereses fueron la caza, los festines y las mujeres. Llegó incluso a conferir órdenes blasfemas. Brindaba en honor de Venus y de Apolo.

6. Y, sin embargo, fue este indigno papa quien llevó a cabo la acción de mayor trascendencia histórica para la Iglesia de entonces: obligado por la necesidad política (amenazado por Berengario, soberano de la Italia septentrional), en el año 960 llamó de Alemania a Otón I[33] que se sentía heredero de los derechos de los carolingios y pudo entrar en Roma con su esposa Adelaida para ser coronado (962). No obstante, el propio Otón se vio obligado al año siguiente a deponer en un sínodo romano a este mismo papa por traición y vida inmoral. El ex papa Juan XII murió el año 964, «después de haber pasado toda su vida en la lascivia y en la vanidad», como se dice en el Liber Pontificalis, la crónica pontifica oficial.

a) Esta situación del papado se refleja hasta cierto punto en la leyenda de la papisa Juana (supuestamente hacia el año 855), no histórica, pero generalmente creída hasta finales de la Edad Media[34]. La leyenda tiene también otras raíces, pero muy bien pudo ser expresión de la auténtica tradición de las mujeres que dominaron el papado en el siglo X.

La susodicha decadencia del papado sólo fue posible en tal proporción gracias a la decadencia del imperio; ambas corrieron en paralelo con los fenómenos de disolución social y cultural en toda Europa. Los fraccionamientos resultantes de los pactos de Verdún (843), Meerssen (870: subdivisión del reino lotaringio) y Tribur (887: división del reino en cinco partes: reino oriental, reino occidental, alta Burgundia, baja Burgundia, Italia) significaron para el papado un aparente aligeramiento, pero en realidad supusieron un perjuicio; porque tanto para sus tareas eclesiásticas como para su independencia política el papado necesitaba el apoyo de una potencia superior. Al faltar dicha potencia, surgieron por todas partes, y también en Italia, como hemos visto, otras pequeñas potencias, que siempre que pudieron mutilaron la independencia política y eclesiástica del papado. Una evolución distinta, sin embargo, podemos constatar, ya desde el principio del siglo X y cada vez más a menudo en los siglos siguientes, en los obispos alemanes, quienes siempre tuvieron en claro la interdependencia de la unidad del imperio y la acción eficiente de la Iglesia[35].

La debilidad política del imperio dio nuevo estímulo y ocasión favorable a la intromisión de otros poderes ávidos de conquista, que muy pronto demostraron su carácter devastador, lo que naturalmente volvió a acarrear un grave perjuicio para lo cristiano-eclesiástico y, en consecuencia, también para el obispo supremo[36].

b) Dentro del desorden general sólo podía imponerse el derecho del más fuerte. Cada cual estaba, por así decir, abandonado a sí mismo. Se formaron muchos pequeños señoríos con un castillo fortificado en el centro. El robo y la rapiña y la autodefensa sangrienta negaron a ser moneda comente. La infausta costumbre del desafío, que por su naturaleza fue tan contraproducente para la educación cristiana de los pueblos, tiene aquí sus orígenes, aunque su verdadero desarrollo vino un poco más tarde, cuando a partir de Conrado II, al hacerse hereditarios los pequeños feudos, estos castillos pasaron a ser propiedad de los caballeros.

Las consecuencias para la vida religiosa son fáciles de imaginar. Los monasterios, principales focos de la actividad religiosa, hacia el año 900 habían desaparecido en su mayor parte en el imperio occidental, o bien resultaban estériles. También los libros eran entonces una rara mercancía.

En este cuadro tan deprimente, con tan variados síntomas de disolución, hay, sin embargo, algo consolador que no podemos pasar por alto: la única cohesión que demostró cierta estabilidad procedió de la Iglesia. Y es sorprendente que en aquellas circunstancias y bajo la dirección de tales papas la Iglesia fuera capaz de continuar y aprovechar su propia tradición. Una figura tan dudosa como Sergio III reconstruyó la basílica de Letrán, su propia iglesia episcopal, que se había derrumbado en tiempos de Esteban VI. Hasta las pomposas palabras y las ampulosas exigencias de estos indignos papas fueron por lo menos «palabras que mantuvieron vivas grandes ideas» (Hauck). Y siempre se ha de tener presente que la idea de la incomparable dignidad espiritual del obispo de Roma, aunque a veces fue poco clara y, en casos aislados, incluso negada, jamás desapareció de la conciencia de la cristiandad. Algo de capital importancia fue, especialmente para el pensamiento simbólico de entonces, que a partir del siglo VIII el papa llevase, además de la mitra (que representaba su dignidad espiritual) una «corona» como signo de soberanía, y precisamente una cofia o bonete puntiagudo, reservado a él en exclusiva, mediante el cual quedaba ensalzado sobre todos, eclesiásticos y seglares. Estos hábitos simbólicos creaban autoridad, tenían efectos parecidos a los de la corona imperial para la idea imperial única (Percy E. Schram)[37].

7. El hecho de realzar los valores positivos precisamente en estos tiempos de decadencia de la Iglesia no debe enturbiar nuestros ojos de modo que no veamos la problematicidad interna, apuntada ya tiempo atrás, de la idea que entonces se tenía del papa (una idea ya específicamente medieval). Por su importancia (tan decisiva como trágica) para la historia universal, y especialmente para la historia de la Iglesia, tendremos que volver una y otra vez sobre ella. El problema como tal y su tragedia radican en la fusión del primado espiritual y del primado terreno universal, simbolizada en aquella «corona-regnum» de Constantino, como ya hemos visto, sobre la cabeza de los sucesores de Pedro, el pescador de hombres. Las consecuencias positivas de la fusión, apuntadas antes, no quitan para que al mismo tiempo la labor espiritual y pastoral propiamente dicha retrocediera peligrosamente. Es realmente impresionante que Flodoardo de Reims († 966) critique el pontificado de Juan XI -la única honrosa excepción, ya mencionada antes- precisamente porque «sin poder, exento de todo esplendor, se ocupó únicamente de cosas espirituales». La inevitable e incluso deseada mezcla de ambas esferas conduciría irremisiblemente a la implicación de lo espiritual en lo terreno.

8. La oposición más fuerte a la disolución pontificia italiana se dio en Alemania, justamente con el florecimiento de los príncipes sajones (919- 1024).

Ya el rey Enrique (919-936) había pensado quizá en alcanzar la corona imperial; pero murió antes de poder realizar su plan. Su hijo Otón (936-973) habría de llevarlo a cabo. En su primer viaje a Italia, Otón recibió en Pavía, en el año 951, el homenaje de los grandes italianos como rey de los francos y de los longobardos, pero no pudo llegar a Roma, porque el papa Agapito y Alberico se opusieron. Todavía hubo de transcurrir un decenio hasta que el papa, heredero de Alberico, solicitara ayuda del mismo Otón.

Después de ser superada la situación de anarquía política en el imperio, mejoraron también las condiciones de la Iglesia. El episcopado se convirtió en un poderoso colaborador del nuevo reino. Y esta misma Alemania fue la salvadora del papado. Aparte de los obispos, también los nuevos centros y movimientos monásticos constituyeron un centro de renovación eclesiástica, del que luego hablaremos.

Con la intervención de Otón en Roma se preparó el gran cambio en la historia de la Iglesia, pero aún no se llevó a cabo. La evolución inmediatamente posterior del papado discurrió en medio de ininterrumpidas luchas contra la nobleza romana, luchas en las cuales nunca faltaron papas que murieron en la cárcel o incluso de muerte violenta. Hasta mediados del siglo XI, en los días de Sutri y Roma (1046), tres años antes de León IX (1049-1054), cuando Enrique III nombró y depuso papas (§ 45), no quedó el papado definitivamente ajeno a los indignos lazos de los intrigantes romanos[38]. Sólo con él quedó libre el camino para un papado reformado universal (§ 48).

9. Mientras en el Occidente cristiano rebrotaba la barbarie por todos lados, en la cercanísima España florecía una elevada cultura arábigo- musulmana, estimulada por el espíritu de los países islámicos: un hecho importantísimo en aquel momento, porque esta civilización comenzó a influir más allá de los límites del reino árabe, sembrando gérmenes extraños que habrían de dar frutos en parte provechosos y en parte subversivos (§ 59).

a) La situación de los cristianos en España bajo la dominación árabe no fue desfavorable; gozaron de libertad de religión, los obispos eran nombrados o confirmados por los árabes. Hasta hubo cristianos «arabizantes» y la superioridad de la cultura árabe hizo que muchos se pasasen al Islam.

En la España no árabe, ya desde principios del siglo IX, Santiago de Compostela se convirtió poco a poco en un centro de irradiación de piedad cristiana, de rasgos típicamente medievales.

b) Pero también en el mismo Occidente cristiano el siglo X presenta un aspecto muy diferente según los diversos países. En Inglaterra, ya antes del siglo X, hubo un período de florecimiento bajo el reinado de Alfredo el Grande (871-900); él mismo tradujo al inglés antiguo algunas partes de la Biblia y obras de filósofos latinos.

Cuando se restableció el orden en Alemania (bajo el reinado de Enrique I [919-936]), se emprendió celosamente la tarea de transcribir y recopilar libros, y no sólo allí, sino también en Francia, que comenzaba a abrirse a la reforma cluniacense (§ 47).

De fama especial gozó en aquel tiempo la escuela monástica de San Galo, donde sucesivamente enseñaron los tres Notkeros: Notkero Bálbulo († 912), Notkero Físico († 975) y Notkero Teutónico († 1022). Sobre todo el último es de suma importancia, como creador del lenguaje religioso alemán.

Además del mencionado Cluny (910), a finales del siglo X surgieron centros de auténtica piedad en el sur de Italia (renovación de los ermitaños con Nilo el Joven [† 1005] y Romualdo [† 1027] en la Val di Castro,en Grottaferrata), en Lorena (Gorze y Brogne) y en Inglaterra. Mediante la santificación personal, acciones concretas y escritos polémicos, estos monjes ofrecieron una resistencia eclesiástica contra toda actuación anticanónica y promovieron la vida apostólica de los pastores.

Notas

[27] Pertenecía al partido de Anastasio, su sobrino, y había contribuido a que éste fuese nombrado antipapa. Ayudó a su hijo Eleuterio a raptar a la hija del papa (que antes había estado casado), la cual fue luego asesinada por Eleuterio, junto con su madre.

[28] Los reproches contra Anastasio durante la sede vacante tras la muerte de Nicolás no son del todo explicables.

[29] La victoria conseguida por su pequeña flota, gobernada por él personalmente» cerca del cabo de Circe, no cambió para nada la persistente amenaza.

[30] El hijo de Carlos, Ludovico el Tartamudo, murió en el año 879; el franco-oriental Carlomán estaba paralítico e incapacitado para gobernar; finalmente, el papa hubo de arreglarse con el carolingio oriental Carlos de Suabia (hermano del paralítico Carlomán, sin conseguir de él una verdadera ayuda.

[31] El sínodo había equiparado el patriarcado de Constantinopla con el de Roma; al papa sólo lo había reconocido como patriarca de Occidente. Pero Juan había notificado su reserva definitiva: debían quedar excluidas eventuales derogaciones de las prescripciones apostólicas.

[32] Fue el primero que al ser nombrado papa cambió de nombre, lo que poco a poco se convirtió en costumbre.

[33] Su primera expedición a Italia en el año 951, a causa de la petición de ayuda de la reina viuda Adelaida, únicamente había podido reorganizar la Italia septentrional.

[34] Este hecho es, por lo demás, una prueba de la conciencia que el papado tenía de sí mismo: no se avergonzaba de confesar sus propias debilidades.

[35] Cf. el primer caso de todos: la solícita intervención de los obispos en favor del rey Conrado en el sínodo de Hohenaltheim (917) en el nombre «de toda la Iglesia católica», contra las miras egoístas de varios príncipes.

[36] Los normandos ya estaban en movimiento desde el siglo VIII; al comienzo del siglo X en Normandía; en el año 1016 en la Italia meridional, y en el año 1053 victoria sobre el papa León IX. Los sarracenos ocuparon (desde el año 827) la Sicilia perteneciente al Imperio romano de Oriente y realizaron ofensivas por toda Italia; en el año 846, saqueo de Roma; a finales del sigloIX, incursiones en Gaeta, en el Gran San Bernardo, en Coira y San Galo; las ciudades de Nápoles, Amalfi y Gaeta se vieron incluso obligadas a firmar una alianza con ellos. Los daneses irrumpieron en Schleswig (934), recién cristianizada, aunque no del todo libremente: temporal recaída en el paganismo.

[37] La «diadema» papal o phrygium también se llamó regnum. Su uso y significado están intimamente relacionados con la donación de Constantino. Sin embargo, parece ser que la terminología no se empleaba correctamente, porque el phrygium-regnum era llamado también «mitra». En el transcurso del tiempo, la «mitra» romana también fue concedida a otros prelados y hasta príncipes y se olvidó su relación con la donación de Constantino. Durante la reforma gregoriana, la mitra recibió un añadido de otras dos coronas superpuestas, formándose así el «trirregno», indumentaria que expresaba de modo inequívoco la posición única del papa.

[38] Es evidente que esta «liberación definitiva» no eliminó completamente la considerable influencia de los partidos de la nobleza romana en la elección del papa. Tal influencia no sólo siguió vigente hasta Bonifacio VIII (1294-1303), sino que volvió a aparecer con una nueva forma en el Renacimiento. Pero aquella servidumbre de la sede pontificia, que caracteriza la situación eclesiástica en Roma desde finales del siglo IX, fue definitivamente eliminada por Enrique III. Desde el siglo XII y en los siglos sucesivos, frente a los barones romanos había un papado de una potencia completamente distinta, íntimamente superior y autónoma.

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