conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §39.- Alianza del Papado con los Francos. el Estado de la Iglesia. Ruptura con Bizancio » Periodo primero.- Florecimiento de la Iglesia en la Primera Edad Media en el Imperio Carolingio y Su Decadencia » §41.- Reflorecimiento y Decadencia de la Cultura de la Primera Edad Media. el Papado en el Siglo IX

I.- La Vida Cultural

1. Las más importantes obras culturales del vasto Imperio carolingio no fueron autóctonas en su mayor parte (§ 40). Esta cultura no tuvo el vigor de lo que crece en el propio país. Decayó en cuanto se quebró el marco protector de la organización creada por Carlos. Es importante comprender que este marco tenía que desmoronarse rápidamente, por cierta lógica interna. Su construcción fue más que nada una obra sobrehumana, personal del emperador, realizada además a marchas forzadas. En el fondo, lo exigido al mundo en torno, el mundo franco de entonces, fue demasiado; los conceptos de los francos sobre el Estado, la autoridad y la administración, por ejemplo, no estaban aún maduros para asimilar los conceptos universales heredados de Roma y de Bonifacio, que Carlos había plasmado en su obra. Con inesperada rapidez se demostró que la fuerza interna del nuevo imperio y su idea no era tanta como había parecido bajo el reinado de Carlomagno.

El mismo Carlos no tuvo sus ideas muy claras, porque de lo contrario no hubiera reconocido, como lo hizo con la «división del imperio» en el año 806, el derecho de sucesión de los francos. En cambio, su sucesor Ludovico Pío, con su «ordenación del imperio» (ordinatio imperii) del año 817, trató por su parte de asegurar en lo posible la unidad. Pero fue una medida insuficiente (Lotario como emperador y soberano de los reinos de sus hermanos); además, Ludovico la volvió a modificar poco después (824). Se llegó así a las desdichadas guerras de sucesión entre el padre y los hijos. El simple hecho de la deposición de Ludovico tras la traición de sus hijos y del ejército («campo de la mentira» de Colmar [833]), revela claramente la íntima vulnerabilidad del imperio (y la poca claridad de los conceptos básicos).

Hasta en la conciencia de sus contemporáneos significó una disminución de su prestigio. La concepción papal, en cambio, se atuvo firmemente (y por su propio interés) a la unidad del imperio. Pero el arbitraje del papa puso otra vez de manifiesto la desunión de las fuerzas francas, por ejemplo, en el episcopado: los obispos de mentalidad «imperial» se pusieron de parte del emperador; los de mentalidad «papal», a una con Gregorio IV (827-844), de parte de los hijos.

El imperio de Carlos, como su obra en general, no obstante su incalculable trascendencia histórica, fue sólo un episodio. También esta vez el grano de trigo tuvo que morir. Todo volvió a ser puesto en tela de juicio, hasta la vinculación de la Iglesia con el Occidente: Juan VIII se dirigió al emperador romano oriental en petición de ayuda y dio su aprobación al sínodo del 879-880, que confirmó a Focio, como veremos.

Sólo tras la confusión del saeculum obscurum pudo lograrse, esta vez bajo el reinado de los emperadores sajones y de una forma nueva, la definitiva conformación universal del Occidente (¡y nuevamente tras largas, peligrosas e interminables luchas!).

Pero antes volvió a producirse el caos de los tiempos merovingios. Esto acaeció cuando los sucesores de Carlos, epígonos sin suficiente poder político, se pelearon por la herencia en vez de conservar la unidad del imperio. El concepto jurídico-privado de la ley de sucesión franco-germana demostró ser más fuerte que el concepto jurídico-público del pensamiento del «imperio». Así, el Imperio franco oriental y el occidental se separaron abiertamente y, por último, el conjunto se fraccionó en toda una serie de minúsculos reinos independientes. Por otra parte, la egoísta lucha de las pequeñas potencias franco-italianas por el patrimonio de Pedro, a una con la invasión de normandos y sarracenos, se dirigió contra Roma, contra el papado y contra toda Italia.

Hay que tener presente que, desde este punto de vista, asistimos a una auténtica desintegración, no solamente a una transformación que pudiera dar pie al nacimiento de nuevas fuerzas organizadoras. Y puesto que la desintegración se expresa precisamente en el avance y la contraposición de múltiples fuerzas menores disidentes, falta el sello unitario de las grandes directrices. Por tanto, es imposible bosquejar su desarrollo en pocos trazos. El desorden y los trastornos que origina necesitan para su análisis de un examen mucho más prolijo[13].

2. En estas comprobaciones no olvidemos que los órganos establecidos y las fuerzas agrupadas bajo el reinado de Carlos fueron precisamente extraordinarios. Después, al principio, siguieron siendo efectivos. Así, bajo el reinado del débil Ludovico Pío y su hijo Carlos el Calvo (840-877) hubo un breve florecimiento. En el ámbito propiamente religioso se llegó incluso a una notable profundización, dependiente en buena parte de la reforma de los cenobios llevada a cabo por el principal colaborador de Ludovico Pío, el abad Benito (hacia el 750-821), del monasterio de Aniano en la Francia meridional. Pero en el fondo ya no alentaba una concepción cultural de la vida monástica, esto es, una concepción «formadora del mundo» (como con Carlomagno), sino una concepción religioso-ascética, esto es, de «huida del mundo»[14]. Encontramos, además -a diferencia de lo que sucedía con Carlos-, una acrecida tendencia a la fundación de nuevas abadías: por ejemplo, Corbeya (822), Herford (trasladado a Herford en el año 819, por haberse iniciado antes), ambos en la Sajonia recién convertida. El mismo impulso religioso llevó a implantar la vida comunitaria de los clérigos en las iglesias catedrales (según la Regla de san Crodegango [† 766], parecida a la de san Benito).

También la vida teológica de este tiempo, pese a su modesto nivel, cobró en los monasterios del continente[15] nuevos impulsos y orientaciones que acarrearon consecuencias históricas importantes. Encontramos un estudio, admirable para su tiempo, sobre los escritos de san Agustín (aunque también encontramos apuntes de doctrinas falsas).

En la Francia oriental los monasterios se mantuvieron firmes en las tradiciones de Bonifacio y Carlomagno. Fulda conoció su apogeo con un discípulo de Alcuino, Rabano Mauro († 856), arzobispo de Maguncia, eminente compilador exegético. En un mundo que durante muchos siglos no había conocido una instrucción organizada de los sacerdotes, adquirió gran importancia su libro sobre los deberes del estado sacerdotal. El título honorífico de Praeceptor Germaniae, que le concedió la historia, resume exactamente su gran labor pedagógica como iniciador de una educación espiritual del pueblo. Desde el punto de vista político-eclesiástico hay que destacar que él no colaboró con el papa en la oposición del episcopado franco occidental contra Ludovico Pío; caballerosamente pidió para el viejo y desposeído emperador el respeto y la obediencia debida al soberano.

El maestro más célebre de la abadía de Reichenau (fundada en el año 724) fue Walfrido Estrabón († 849). ¡Su Glossa ordinaria fue el manual exegético de la Edad Media durante más de cinco siglos! También tuvo gran importancia su intervención en las discusiones político-eclesiásticas: a diferencia de los concilios y obispos coetáneos, de tendencia más bien episcopalista, él estableció la jerarquía de los ministerios y sus atribuciones partiendo del Summus Pontifex (en analogía con el escalafón de los funcionarios seculares, que parte del emperador).

Entre los últimos representantes de la vida cultural de este período tenemos a Regino de Prüm († 915) por su Crónica, que alcanza desde el nacimiento de Cristo hasta el año 906.

La vida espiritual del Imperio franco occidental estuvo también ahora exclusivamente llevada por clérigos y monjes. La escuela palatina perdió prestigio; en su lugar aparecieron las escuelas monacales o conventuales (principalmente Tours y Corbeya). Notables intentos de un esfuerzo teológico propio (¡muchas veces fruto de san Agustín!) se advierten en Agobardo, arzobispo de Lyón († 840), espíritu adelantado a su tiempo en muchas cosas. Como a su insigne contemporáneo Jonás de Orleáns, también a él le preocupó la cuestión de cómo dentro de la Iglesia, del corpus christianum, es posible realizar la separación de ambos poderes (pero en el sentido de una subordinación del poder temporal al espiritual). Partiendo de aquí, hizo una crítica modelo del sistema de las iglesias privadas. Percibió claramente la contradicción implícita en una donación en la que se mantiene invariable el derecho de propiedad y fustigó los derechos de ella derivados como una intromisión sacrilega en el derecho de la jerarquía. La misión de los seglares es proteger las iglesias, pero no administrarlas, y mucho menos poseerlas. En consecuencia, Agobardo condenó también la posesión de iglesias privadas por parte de los obispos y abades. Su crítica se dirigió ante todo contra aquel abuso que dos siglos más tarde sería combatido como investidura de los laicos. Buena muestra de lo confuso de la situación es que al mismo tiempo un sínodo romano (826), por el contrario, autorizaba plenamente el sistema de las iglesias privadas.

Agobardo fue un hombre de iluminada espiritualidad. Exigió una fe razonable y trabajó con gran celo contra la superstición popular y la magia, aunque también contra los judíos (cf. § 72, II, 3).

Claudio, obispo de Turín († 827), combatió igualmente la superstición en la Iglesia, como también la exagerada veneración de santos, reliquias e imágenes. En su caso podemos muy bien hablar de espiritualismo, puesto que rechazó formalmente la veneración de las imágenes. Incluso mandó quitar las cruces de las iglesias. Por lo que tenemos entendido, fue el primero que en la Edad Media formuló el principio tantas veces aplicado más tarde contra la curia romana: sólo quien vive apostólicamente puede ser apostolicus (= papa).

De finales del siglo debemos mencionar una cabeza sobresaliente sobre todas las demás, que de manera significativa, a la par que funesta, anuncia la nueva especulación teológica que revivirá dos o tres siglos más tarde: Juan Escoto Eriúgena (Eriu = Irlanda [† 877]), director de la escuela palatina de Carlos el Calvo. Fue entonces y por mucho tiempo el mejor conocedor de la teología griega en Occidente. Tradujo el Pseudo-Dionisio (§ 34) al latín, transmitiendo así al Occidente una de sus principales fuentes teológicas. De este modo se introdujeron en la Edad Media ideas neoplatónicas de sabor panteísta (la autoevolución divina) con reminiscencias de Orígenes («a la postre todo retorna a Dios»). Su estudio de san Agustín, sin embargo, no le indujo a compartir las ideas del monje sajón Godescalco (§ 34), sino que combatió su doctrina de la predestinación.

3. Más allá de la teología y del monacato fueron de interés general algunos monumentos literarios, en los que se aprecia cómo los germanos, movidos por el mensaje cristiano, expresaron sus sentimientos religiosos. Retrocediendo un poco, lo primero que hallamos digno de mención es la «Oración de Wessobrunn» (Wessobrunner Gebet), del siglo VIII[16].

La obra más extraordinaria y sorprendente de la literatura germano-cristiana es el Heliand (hacia el 830), poema bíblico escrito en sajón antiguo, testimonio asombroso del rápido y dinámico arraigo del pensar cristiano en aquel mundo tan poco cristiano de los primeros tiempos. Se ha de añadir también la historia evangélica de Otfrido von Weissenburg (en Franconia [863/71]), escrita en «theótico». Otfrido utilizó el Poema Muspilli, que trata del fin del mundo y el juicio final (hacia el año 830).

Ludovico Pío también perfeccionó en su imperio la organización eclesiástica, erigiendo nuevas diócesis: Hamburgo, Hildesheim, Halberstadt. Este trabajo estuvo en parte relacionado con la ampliación de la misión de los paganos hacia Germania del Norte y los ostfalianos. La misión, no obstante, fracasó a consecuencia de la irrupción de los normandos (destrucción de Hamburgo [845]) y de los sarracenos, procedentes de diversos puntos, en el Imperio (y en el Estado de la Iglesia); excepción fueron los territorios atendidos desde Salzburgo y Passau.

Finalmente, sólo cuando consideremos en su conjunto los elementos de la piedad medieval podremos obtener una visión completa de la vigencia de las fuerzas religioso-eclesiásticas del tiempo siguiente a Carlomagno (y del alcance de su significado).

Pero lo que en el fondo de aquella constelación de fuerzas se estaba gestando para la futura Europa no se hace visible en este orden de acontecimientos. Donde se anuncia, no obstante, aquella disolución que hemos calificado de pura decadencia es más bien en la grandiosa reacción acaecida bajo Nicolás I, de la que hablaremos en el apartado siguiente. Nótese bien: en este período sólo se anuncia. La realización, la construcción de la societas christiana se llevó a efecto en virtud de múltiples fuerzas de carácter universal que operaban en el papado, en el imperio y en el episcopado y de esa enmarañada forma de conjunción y oposición inestable que tendremos la ocasión de conocer en especial hacia finales del siglo X.

Notas

[13] la mayor extensión y detalles de este párrafo trata de tener en cuenta todo eso

[14] Supresión de la escuela monástica externa, mayor endurecimiento de la ascética y del trabajo manual, prolongación de la liturgia. Para las relaciones entre esta reforma y la de Cluny, cf. § 47,3.

[15] Para las Islas Británicas (Beda el Venerable), cf. § 26.

[16] Fragmento de un poema sobre la creación del mundo, hallado en un códice de la abadía de Wessobrunn (alta Baviera), el más antiguo monumento literario cristiano en lengua alemana.

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