conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios

§37.- Vida y Actividad Social de la Iglesia en la Epoca Merovingia

1. El evangelio cuenta con un cierto orden espiritual, social y moral. En períodos de bajo nivel o de ocaso cultural, cuando llegan a faltar estos órdenes, el fruto de la palabra de Dios (en la medida en que la podemos conocer por sus frutos) ha de ser en general menos copioso. La formación del alma cristiana de los pueblos occidentales fue una tarea de gigantes, y su realización la Iglesia sólo podía lograrla poco a poco y con múltiples retrocesos, y aun así no del todo. Al considerar estos primeros siglos, debemos siempre pensar en las extraordinarias dificultades que obstaculizaban una auténtica cristianización. A pesar de todo, aun a pesar de los contactos preliminares con la Iglesia galo-romana, las dificultades fueron poco menos que insoslayables en aquella inestable fase de transición política y social, agravada con las conversiones colectivas de hombres que ansiosamente preguntaban por las ventajas y beneficios de la nueva religión[13]. Por Bonifacio y por muchas otras fuentes sabemos que la cristianización fue a menudo muy superficial y durante siglos arrastró consigo muchos elementos paganos. Esto es una constatación objetiva de los hechos, pero constatación que en aquel lejano siglo VI no implica la misma censura que cuando comprobamos más tarde, tras largos siglos de vida cristiana, un fracaso semejante en forma de decadencia moral y religiosa (cf. Renacimiento).

2. Algunas etapas importantes de esta evolución: hacia el año 556 en el Imperio franco se prohibió el culto pagano público; se prescribió por ley el descanso dominical y festivo. La vida cristiano-eclesiástica comenzó, incluso entre los germanos, a crearse una expresión propia, a imprimir su carácter a la vida diaria, al curso del año, a los usos y costumbres. En el ámbito estrictamente religioso se introdujo la confesión al principio de la cuaresma y la práctica de la comunión tres veces o, cuando menos, una vez al año. También se extendió la práctica de la comunión dominical (bajo las dos especies; el comulgante recibía la eucaristía en la mano derecha). La participación de los fieles en la misa (dominical) parece haber sido muy diversa según las circunstancias, el mayor o menor celo de los obispos, la efectividad de los sínodos y sus correspondientes prescripciones legales. En suma, se puede constatar una «buena» participación, sin que esto deba tomarse como una adecuada descripción del fervor religioso de los diversos estratos de la población. En general se puede afirmar con certeza que la fe cristiana se impuso en el Imperio de los francos con suficiente corrección o que tras un lamentable desmoronamiento se levantó de nuevo, aunque lentamente y con muchos residuos subcristianos (§ 38); pero tanto la piedad como la moralidad dejaron mucho que desear.

3. La piedad de aquel tiempo cobró un colorido especial por una muy acentuada veneración de los santos en forma de veneración de sus reliquias.

La veneración de los santos se practicó de forma puerilmente egoísta, con una confianza ilimitada (pero también exagerada hasta la superstición) en la virtud santificadora de los restos mortales de los santos. El santo, cuyas reliquias descansan en la iglesia, era el protector de la comunidad, el «santo patrón». Por ello era también el auténtico dueño de los bienes de la parroquia, por cuyo bienestar y malestar se preocupa. Se comprende así que con frecuencia no se vacilase en entrar en posesión de un auxilio tan poderoso, incluso por medio del robo. El estado de cosas en este sentido llegó a ser en los siglos VII y VIII verdaderamente ruinoso y deplorable. «En el siglo VIII el robo de reliquias fue algo usual en toda la cristiandad» (Schnürer).

Tanto en la veneración de los santos como de sus reliquias tuvo un papel muy importante el temor; por eso en la primera Edad Media no se dividieron las reliquias; bastaba con las reliquias de contacto (del sepulcro o del relicario). La veneración de las reliquias constituyó una característica particular de toda la Edad Media[14]. Y siempre se vio tarada por una excesiva exterioridad y, a veces, una cosificación casi mágica. Esto no ha dejado de ser un motivo muy serio de meditación para la Iglesia. ¿No traspasó esta acomodación los límites permitidos por el evangelio? ¿No se fomentó con ello una religiosidad legalista y moralista que, al derrumbarse objetivamente, tuvo efectos nocivos en la disolución de la piedad de la tardía Edad Media?

Por otra parte, la veneración de las reliquias, durante muchos siglos hasta la Reforma, atrajo a los grandes santuarios oleadas de creyentes de toda Europa: a Roma, donde descansa san Pedro, portero del cielo; a Conques de la Santa Fe (que se hizo famosa después de ser llevada allí tras el robo de Avranches); a Santiago de Compostela, a Cantorbery, a los santos «nacionales» de los francos (ya con Clodoveo I) y a san Martín de Tours (316/17-397) con su manto[15].

4. En la moralidad hubo más sombras que luces. Especialmente en el siglo VII la línea fue descendente. A principios del siglo VIII, «todo lo que había sido iniciado (por la Iglesia) estuvo en peligro de perecer de nuevo» (Hauck).

a) El mal comenzó en la cúspide. Muchos miembros de la casa real franca se mancharon con actos de increíble y asesina crueldad. Las noticias del historiador de esta época, Gregorio de Tours, nos demuestran lo terriblemente natural que resultaba todo esto en el siglo VI.

5. La causa inmediata de estas crueldades inhumanas de los soberanos francos y de sus mujeres fue la «desdichada mentalidad germánica», según la cual el imperio o una parte del imperio, tras la muerte de su señor, tenía que ser dividido en partes iguales, como una propiedad privada, entre todos sus hijos. La rivalidad, de forma indiscriminada, cura de almas a él inherente. En el culto se ofrecía y predicaba al pueblo la salvación día tras día (como en los monasterios) o cuando menos los domingos y días festivos a lo largo de todo el año eclesiástico. Esta continua asistencia dio rápidos frutos en algunas partes y, a la larga, cristianizó y eclesializó a todo el pueblo.

6. La fuerza específica que permitió a la Iglesia sacar provecho de su potencialidad religiosa y llevarla a muchos ininterrumpidamente fue su organización en diócesis y ligas metropolitanas, heredadas del tiempo de los romanos. Ella fue también la que la hizo muy superior al arrianismo germano (§ 26). Los obispos del Imperio franco -a fines del siglo VI había 125 bajo 11 metropolitanos- trabajaban bastante unidos. Otro medio, probado ya desde antiguo, fueron los sínodos, en buena parte los sínodos provinciales, pero sobre todo los concilios imperiales convocados por el rey (más de 30 en el siglo comprendido entre el 511 y el 614). En el siglo VI los sínodos demostraron una enorme efectividad interna. Se afrontaron cuestiones religiosas, morales y culturales en general (naturalmente, también seculares). La preocupación de los obispos se centró tanto en el clero como en el pueblo. El episcopado (a una con determinados misioneros) constituyó en este tiempo el factor moral más sobresaliente. Los mismos obispos (y sacerdotes casados no deben ser totalmente excluidos de esta alabanza, ya que la regulación romana del celibato aún no se había impuesto ni mucho menos en todas partes. En particular entre los germanos, el celibato todavía no era obligatorio. Y, en fin, incluso entre los obispos que se enriquecieron con los bienes de la Iglesia o los heredaron, no faltaron quienes sostuvieron iglesias y monasterios, fundando incluso otros nuevos. En última instancia, se trataba en todo caso de sus bienes (§ 34, IV: derecho de la iglesia privada).

7. La atención pastoral del campo se prestaba desde la ciudad (civitas) y era competencia del obispo, sus presbíteros y diáconos (§ 24). Y así se mantuvo en parte hasta el siglo VIII.

Mas los germanos eran un pueblo campesino. Cuando con su irrupción en el Imperio romano las ciudades y la cultura ciudadana decayeron (su disolución se debe también a otras causas), la vida volvió otra vez al campo. Este suceso rejuveneció a Europa. La moral cristiana, orientada de suyo a la comunidad natural-sobrenatural, pudo así conformar las comunidades familiares y rurales y, partiendo de estas raíces, efectuar luego la construcción de toda la vida europea. Hacia el 500 aproximadamente comenzaron a surgir en el campo parroquias independientes, las parroquias rurales. Estas parroquias, en comparación con la población residente en ellas, eran muy extensas y no siempre exactamente delimitadas. Las divisiones se hicieron más tarde. Su desarrollo fue muy distinto en Oriente, en Roma y entre los germanos.

En los países germanos, la gran parroquia rural constituyó el centro eclesial, siguiendo el modelo de las antiguas formaciones políticas de las centurias, los distritos y las marcas o también de las instituciones cultuales paganas. Así, primeramente aparecieron las iglesias parroquiales corporativas o gremiales. Con la organización del señorío territorial y la creciente feudalización, la iglesia privada pasó a ser más y más la base de la organización eclesiástica del campo. Por muy nociva que fuera la figura jurídica del sistema de la iglesia privada para la vida de la Iglesia en su conjunto, la creación y el desarrollo de la parroquia rural fue esencialmente fruto de tal sistema.

Se creaba una parroquia. Los obispos levantaban un templo a costa de sus propios bienes o de los bienes de la Iglesia. O bien los ricos terratenientes erigían junto a sus residencias (al principio para su uso privado) una capilla (iglesia privada, propia). O bien una corporación o gremio (marca) fundaba una iglesia para sí. La iglesia se dotaba con bienes raíces. En ella había un sacerdote permanente, o bien la cura de almas era atendida por clérigos itinerantes, en los primerísimos tiempos también por corepíscopos u obispos delegados (§ 24). De la misma iglesia parroquial se fundaban luego otras iglesias que solían depender por largo tiempo de la iglesia madre mediante los derechos parroquiales y los diezmos. Más tarde, el sacerdote de una iglesia rural recibió el título de parochus, párroco; él mismo debía elegir e instruir adecuadamente a sus sucesores. En la época merovingia, por lo demás, la actividad pastoral del bajo clero, al principio reclutado preferentemente entre los individuos no libres del propio feudo, no puede estimarse muy elevada. El señor feudal, si para herrero elegía al más forzudo, para el oficio eclesiástico elegía al más débil o al más ingenioso (cf. U. Stutz).

La erección de parroquias rurales fue, por tanto, la más importante hazaña espiritual y social de la Iglesia en la primera Edad Media: mediante la persona del «párroco» se logró poner en continuo contacto con los ignorantes del campo un hombre «instruido» espiritualmente, esto es, preparado para la predicación de la revelación cristiana. Junto con los monasterios, aunque en un plano inferior, tenemos aquí un vivo foco de luz y calor para la naciente cultura occidental.

8. La salud espiritual de una gran comunidad o de un conjunto de tales comunidades no puede medirse exclusivamente por resultados extraordinarios particulares. También éstos deben integrarse en un análisis exhaustivo. De hecho, el valor y la fuerza de la múltiple actividad de la Iglesia en el Imperio franco se evidenció en una serie de santos obispos de este período, que por lo demás, y significativamente, fueron en su mayoría galorromanos: Cesáreo de Arlás (503-542), Avito de Vienne († 518), Remigio de Reims († 533?). Célebre fue el obispo Nicecio de Tréveris († 566), nacido en Reims, hombre verdaderamente apostólico e intrépido (esto significaba entonces mucho más que hoy), quien, al igual que san Ambrosio, tuvo clara conciencia de que el poder moral de la Iglesia es muy superior al poder político externo y que dijo la verdad incluso a los reyes (excomulgó a Teodeperto y a Clotario). Junto a él tenemos a su coetáneo san Germán, obispo de París (555-576), que excomulgó al rey Chariberto por su matrimonio con una monja. Otros nombres: Ricario (en el año 625 fundó la abadía benedictina de Céntula en la Picardía), Audoin (Normandía, † 684), Didier (obispo de Vienne, † 607) y Eloy (Eligius, obispo de Noyon, 640-659).

El santo obispo Gregorio de Tours († 594) fue uno de los hombres más influyentes de la época merovingia. Su Historia de los francos es ciertamente demasiado crédula para aquellos primeros tiempos, en particular por sus relatos maravillosos, pero por lo demás constituye nuestra fuente más fidedigna para el siglo VI. En Venancio Fortunato (nacido en Treviso, educado en Rávena, muerto antes del año 610 como obispo de Poitiers) tuvo la Iglesia merovingia su último poeta romano relevante. Sus himnos eclesiásticos (por ejemplo, el Vexilla regis prodeunt) ayudaron a las celebraciones litúrgicas de numerosas iglesias nuevas[16] o se utilizaron (como el himno Pange lingua) para la veneración de una reliquia de la Cruz. La perfección formal de estas poesías nos da una impresión directa de la fuerte influencia que aún ejercía la cultura antigua, mientras el Norte se hundía ya en la barbarie.

9. Tampoco faltó en estos tiempos la ascesis heroica. Entre los monjes, monjas y ermitaños revistió a veces un carácter violento. No obstante, para los rudos hombres de la época supuso una especie de predicación sumamente efectiva[17].

a) Mencionemos sólo algunos nombres: Leonardo (siglo VI), Goario (hacia el 500), Huberto († 727), Lamberto († hacia el 705), Emerano († hacia el 730), Corbiniano († 725), Prayecto († 676), Ruperto (al parecer de la estirpe de los príncipes francos, † 732).

Numerosas fundaciones de monasterios fueron muestra de la fuerza de atracción del ideal monástico. El convento de Poitiers, fundado por Radegunda, contaba a su muerte con más de 200 monjas.

Junto a la crueldad y ruda indignidad de algunos soberanos, que encontraron compañeras de la misma condición, igualmente abominables (Chilperico, † 584, y Fredegunda), hubo luminosas figuras de santos, como santa Radegunda (de Turingia, 518-587), esposa del inmoral y violento Clotario I, cuya importancia espiritual se deduce del simple hecho de que un hombre como Venancio Fortunato recibiera inspiración del mero trato con ella. Aquí deben figurar también la reina Batilda (esclava anglosajona, † 680), Bililda (siglo VIII), Gertrudis de Ni-velles (pariente de Pipino de Heristal, † hacia el 653), Adelgunda († hacia el 695), Odilia (hija de un duque alamán, † hacia el 720) y Erentrudis (sobrina de Ruperto, † hacia el 718).

b) Algunos sínodos organizaron la asistencia a los pobres, la cual se convirtió en un deber moral y sirvió para combatir la miseria y eliminar la mendicidad. Desde el año 350 aproximadamente había también leproserías e inclusas, a las que favorecieron ahora piadosas instituciones.

Mejoró la suerte de los esclavos. Lo más importante a la larga fue el reconocimiento de la libertad interior, lo que condujo a una equiparación en el terreno religioso y facilitó su reconocimiento en el plano social: el esclavo se convirtió paulatinamente en siervo de la gleba. Pero contra la esclavitud no se procedió de forma revolucionaria. Allí donde los obispos y monasterios requerían la ayuda de siervos para trabajar sus tierras, estos fueron tratados por lo general humanamente. Los obispos nunca dejaron de esforzarse por su liberación. Sin embargo, en este punto hubo de todo: no sólo un sensible progreso, sino también significativas vacilaciones. En realidad, la liberación sólo fue efectiva en forma de una nueva relación de servidumbre respecto a la Iglesia.

Con la conversión de la población del imperio a la fe cristiana y a medida que el clero fue imponiéndose como guía espiritual, las cuestiones que nos ocupan pasaron cada vez más (directa o indirectamente) al ámbito de responsabilidad de los clérigos. Una solución plenamente válida debía satisfacer por igual a las exigencias espirituales y a las seculares. No debe sorprendernos que esto no se consiguiera del todo. Donde sí se logró mucho fue en el aspecto espiritual-caritativo, aunque no con total desinterés (pensión vitalicia para los ancianos o los que se encontraban en apuros económicos, los cuales legaban sus propiedades inmuebles a la Iglesia; créditos de los monasterios a cambio de pignoración de los bienes y a veces también de la libertad). Muy meritoria fue la lucha de la Iglesia contra la usura: no obstante, la prohibición radical del cobro de intereses y la consiguiente proscripción de las transacciones monetarias en general ocasionó después graves perjuicios.

c) Tampoco se dio una respuesta unitaria a la cuestión de si los no libres podían asumir cargos eclesiásticos. Los papas León I y Gelasio condicionaron la admisión de los no libres a su libertad. De hecho, muchos esclavos y colonos huidos de sus señores hallaron frecuentemente acogida y protección en el clero o en un monasterio[18]. Si el señor los reclamaba, los clérigos menores eran restituidos; mas los diáconos y sacerdotes podían compensar o resarcir a su señor. Los sacerdotes conservaban su dignidad, pero perdían sus ingresos. En el Imperio franco, el obispo que conscientemente ordenara de diácono o de sacerdote a un esclavo tenía que resarcir a su señor con el doble. De hecho, las más de las veces era entregado al señor en calidad de sacerdote propio. Con la difusión del sistema de la iglesia privada en el siglo VII se multiplicaron los casos en que los siervos eran ordenados para el servicio de las iglesias privadas. Sólo con la legislación carolingia quedó suprimida esta anomalía.

La Iglesia protegió también en esta época a las mujeres, especialmente a las viudas. La fábula de que el llamado concilio «enemigo de las mujeres», el Concilio de Mâcon (un sínodo general franco convocado en el año 585 por el rey Guntram bajo la presidencia del santo obispo Prisco de Lyón), negase el alma de las mujeres, se basa en la falsa interpretación del argumento presentado por uno de los participantes del concilio, a saber: que no se puede llamar a la mujer hominem, pues homo quiere decir varón, no hombre (= ser humano)[19].

10. A pesar de todo, esta época, como hemos dicho varias veces, no logró un progreso duradero.

Ya conocemos varias de las diferentes causas. Pero si deseamos una amplia explicación de esta diferencia, deberemos oír la respuesta contenida en la obra de aquel hombre que, descontento con el susodicho fracaso, buscó los medios para remediar la situación: según Bonifacio, la causa principal radica en el fracaso de los obispos francos, y principalmente en un defecto objetivo de su orientación fundamental. Entre ellos no hubo un pensamiento eclesiástico-universal y canónico, sino más bien un deseo de poder esencialmente egoísta. Faltó la vinculación considerada por Bonifacio como necesaria para las iglesias, la colaboración con la jefatura apostólica, con el centro de la Iglesia, con el papa. Como los papas de entonces, Bonifacio vio que las iglesias territoriales eran un presupuesto indispensable para la construcción de la Iglesia. Pero el aislamiento de Roma implicaba el peligro de una escisión o de una atrofia particularista en muchos sentidos.

Notas

[13] Según la concepción básica de la religiosidad germánica, en el sentido del

[14] La importancia del culto de las reliquias en la economía interna de la piedad cristiana puede ilustrarse comparándola con la piedad de la Iglesia oriental: lo que para el Occidente es la reliquia, para el Oriente es el icono, el cual ciertamente presupone una comprensión racional de la realidad venerada en la fe. Las primeras noticias del culto de los iconos proceden de finales del siglo V.

[15] Martín era hijo de un tribuno romano y discípulo de Hilario de Poitiers († 367); siendo catecúmeno repartió su capa, que luego se convirtió en una joya del imperio sobre la cual se prestaban los juramentos y que se solía llevar consigo a las batallas. Fue el más glorioso apóstol de la Galia, coronado con el éxito contra el arrianismo y contra los restos de paganismo.

[16] En la Alemania sudoccidental se han comprobado 844 construcciones de iglesias en el primitivo Medievo. El número total de iglesias en Alemania a mediados del siglo IX puede fijarse con toda probabilidad en las tres mil quinientas.

[17] También nos habla de esto Gregorio de Tours en innumerables capítulos de su Historia Francorum.

[18] Pero, según una disposición de Gregorio Magno, un esclavo, antes de ingresar en el monasterio, tenía que ser rescatado por el mismo monasterio, y si luego lo abandonaba, tenía que volver a la esclavitud.

[19] Por lo demás, esta noticia de la Historia Francorum no es indiscutible desde el punto de vista histórico.

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