conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » Primera época.- Fundamentos de la Edad Media Epoca de los Merovingios » §35.- Los Dos Poderes del Futuro: los Francos y el Papado. Gregorio Magno

I.- La Iglesia de los Francos

1. De todas las tribus germánicas establecidas en el territorio del Imperio romano hubo una que se colocó a la cabeza y dominó el futuro gracias al Estado por ella creado: los francos. Dos circunstancias fueron decisivas: a) los francos fueron (junto con los frisones y los bávaros) los únicos germanos que, por no proceder de tierras lejanas, sino por ser más bien vecinos inmediatos, recogieron la herencia del Imperio romano, en parte internándose pacíficamente, en parte combatiendo; no llegaron, por así decir, a abandonar su patria; b) mientras la mayoría de los otros germanos recibieron el cristianismo primeramente como arrianismo, ellos lo recibieron de inmediato en su forma católica. Esto les permitió integrarse en una unidad con la población romana nativa, que era católica. La falta de esta indispensable unidad cristiana fue una de las causas de la caída de los Estados germánicos arríanos.

2. El fundador del reino de los francos fue el merovingio Clodoveo (481/82-511), un príncipe de los francos sálicos, en la actual Bélgica. Él y sus hijos extendieron tanto sus conquistas, que casi llegaron a ocupar toda la Galia, o sea, un país que ya era cristiano[1].

El bautismo de Clodoveo (498 o 499) estuvo preparado por su experiencia del poder del Dios de los cristianos en la guerra de los alamanes y por su mujer, católica, Crotequilda (Clotilde); también contribuyó la convivencia por algunas décadas de los victoriosos francos con los católicos galos. Clodoveo reconoció la superioridad religiosa y cultural del cristianismo y las ventajas políticas que éste podía aportar a su imperio (unidad; apoyo interno gracias al poder y autoridad de los obispos). El pueblo franco secundó la conversión del rey sin mayores reparos: el cristianismo había ya producido su efecto; el paganismo como profesión de fe ya no tenía firmes raíces. Con todo esto, sin embargo, aún no se ha dicho casi nada de la profundidad religiosa de la nueva profesión de fe.

No fue tan obvio, desde luego, que Clodoveo y sus francos aceptasen el cristianismo en la forma católica. Los germanos que irrumpieron en el imperio formaban ya, precisamente por su arrianismo, una cierta unidad. Desde este punto de vista, el Imperio romano católico no dejaba de ser, y de una forma especial, el enemigo común, o sea, justamente por eso el enemigo número uno de los francos. Además, Chilperico, rey de los burgundios y suegro de Clodoveo, era arriano. Que su mujer, Clotilde, fuese católica se debía a que había sido educada en Ginebra en la corte de su tío (donde había burgundios que permanecieron católicos desde el tiempo de la primera conversión). Dos hermanas de Clodoveo se hicieron arrianas; por una de ellas, Audofleda, el rey arriano de los ostrogodos, Teodorico, se convirtió en cuñado de Clodoveo. El arrianismo era la fuerza religiosa predominante en el centro de Europa. La decisión de Clodoveo, pues, fue contraria al curso natural de las fuerzas de la constelación política; debe atribuirse, subrayémoslo, exclusivamente a él. Por otra parte, las consideraciones políticas también jugaron un papel en el sentido de que la aceptación de la fe católica aseguraba a los francos la simpatía de los galorromanos católicos.

El bautismo de Clodoveo tuvo incalculables repercusiones en la historia de la Iglesia; la primera consecuencia fue nada menos que la cristianización y catolicización de las otras tribus germánicas anexionadas a su imperio por los francos; surgió una Iglesia nacional franca; desde ella fueron cristianizados los nuevos territorios del imperio franco a la derecha del Rin (hesienses, turingios, bávaros, alamanes), todavía paganos o semipaganos. Más tarde, con Dagoberto († 639), cayeron también los frisones bajo la influencia de la, misión católica.

Con el crecimiento del Imperio franco hacia el este, dentro de la actual Alemania, fue apareciendo poco a poco, y cada vez más clara, una cierta diferencia cultural entre la parte oriental, Austrasia, casi puramente germánica, y la occidental, Neustria. Aquí (aproximadamente la actual Francia) los germanos se fundieron con la población nativa galorromana, formando un único pueblo románico, y la lengua materna germánica, al mezclarse con el latín, se convertiría en una lengua románica: el francés. (No hay que perder de vista que la aristocracia, sobre la que se basó la Francia posterior, era en gran parte de ascendencia germánica; pero también aquí se mezcló muy pronto la sangre a causa de los matrimonios entre francos y mujeres románicas).

3. En este Imperio de los merovingios francos, el curso de los acontecimientos histórico-eclesiásticos, su florecimiento y decadencia dependió esencialmente de la constitución de la Iglesia nacional o territorial.

a) Una primera característica de la Iglesia territorial fue su clausura hacia el exterior; los límites eclesiásticos se correspondían con los políticos (incluso dentro de las partes del reino), o sea, ninguna zona del imperio podía estar sometida a un obispado o una diócesis metropolitana exterior. Siempre que las conquistas merovingias avanzaban hasta una zona eclesiástica extraña había que modificar la antigua división de las diócesis.

Aunque la Iglesia territorial también estuvo radicalmente aislada bajo el aspecto jurisdiccional, no por eso quebrantó la unidad moral de la cristiandad: precisamente las últimas investigaciones sobre el patrocinio han constatado la enorme difusión del culto a san Pedro y a los apóstoles en la Galia antigua y en la Galia franca. La Iglesia territorial sabía que también se hallaba ligada a la unidad de la doctrina.

A la clausura hacia el exterior correspondía una rigurosa organización de la Iglesia en el interior, y ello bajo la autoritaria dirección de los mismos reyes, que en esto imitaban en parte la postura de los emperadores romanos antiguos y orientales y en parte seguían las viejas tradiciones germánicas (culto de la estirpe y sacerdocio de los reyes). Así, pues, el rey era quien convocaba los concilios merovingios imperiales o nacionales, decidía los temas a tratar y promulgaba los cánones que le placían como leyes obligatorias del imperio. A diferencia de lo que acontecía en los reinos visigodos, el episcopado franco sólo consiguió en mínima parte que se le encomendase la supervisión del orden jurídico y de otros quehaceres públicos. No obstante, la Iglesia influyó poderosamente en la vida pública por su acción caritativa y social, por el derecho de asilo (los criminales que buscaban amparo en el templo no podían ser castigados ni en su cuerpo ni en su vida) y por su contribución a la liberación de los siervos o esclavos.

El ingreso en el estado clerical sólo era posible con permiso del rey o del conde, lo que, naturalmente, se basaba en consideraciones fiscales o militares. Más decisiva fue la provisión de los obispados por los reyes francos, circunstancia que podemos rastrear hasta los tiempos de Clodoveo. La elección de los obispos por parte del clero y del pueblo, que los concilios siempre habían exigido, no quedaba del todo excluida, pero sólo significaba una propuesta que el rey podía aceptar o rechazar. Como ya denunció Gregorio de Tours, esto no era sino un principio de simonía, porque tanto el elegido como los electores, por lo general, corrían a obtener el favor real mediante valiosos obsequios. El rey podía, no obstante, nombrar obispos directamente, con lo cual su elección recayó a menudo sobre seglares, como también la concesión de beneficios eclesiásticos se debió muchas veces a motivos políticos. Del rey Chilperico se dice que bajo su reinado fueron pocos los clérigos que . alcanzaron la dignidad episcopal.

b) Dada esta profunda dependencia, la reacción del episcopado contra el gobierno de la Iglesia por parte del rey nunca llegó a ser unitaria.

La resistencia de los obispos, que nunca dejó de hacerse sentir, no acabó por concretarse en una oposición radical, lo cual también se debió, entre otras razones, a que los reyes francos -excepción hecha de un intento de Chilperico I- nunca se entrometieron en el campo de la doctrina de fe.

En general, nadie pensó en discutir la posición de los reyes en la Iglesia, pues se entendía que sus funciones eran un modo de protegerla; protección que no era sólo un derecho de los reyes, sino también un deber. Los obispos, no obstante, fueron aún más allá, llegando a alabar el «espíritu sacerdotal» de Clodoveo, como hicieron los padres conciliares reunidos en Orleáns en el año 511, o llegando a apelar a las instrucciones del rey, como hizo Remigio de Reims, porque al rey se le debía obediencia como predicador y defensor de la fe. Venancio Fortunato llamó al rey Childeberto «nuestro rey y sacerdote Melquisedec», porque «llevó a su cumplimiento como seglar la obra de la religión».

Por otra parte, el episcopado nunca estuvo incondicionalmente sometido al rey. Los sínodos echaban en cara a los reyes sus pecados y el obispo Germano de París llegó incluso a excomulgar al rey Chariberto por su matrimonio con una virgen consagrada a Dios.

Pero, naturalmente, la crítica al poder y a la majestad del rey pronto halló un límite, como testifica el mismo Gregorio de Tours: «Si uno de nosotros quisiera abandonar el camino de la justicia, podría ser reprendido por ti. Pero si tú caes en el error, ¿quién podrá entonces censurarte? Nosotros, sí, te hablamos, pero tú solamente nos escuchas cuando quieres...».

Hasta el mismo papa Gregorio Magno se adaptó a las circunstancias cuando en escritos elogiosos y ponderados se dirigió a la reina Brunequilda, cruel y sin escrúpulos, para inducirla a la reforma de la Iglesia franca.

4. En tiempos de Clodoveo, de sus hijas y sus nietos, las condiciones de la Iglesia territorial franca evolucionaron favorablemente en lo esencial. Pero sus sucesores, desde Dagoberto († 639), no fueron capaces de mantener la obra a la misma altura.

a) Las desavenencias y la incapacidad (por ejemplo, las formas primitivas de administración) causaron grave perjuicio al Imperio franco y a su Iglesia. Es cierto que aún se mantenía en buena parte la misma organización de las diócesis de los tiempos romanos. Pero las susodichas tendencias obraron efectos nocivos: en vez del sentimiento comunitario y del servicio sin discriminaciones, lo que se manifestó fue un insano egoísmo. El robo en conventos, obispados y parroquias fue intensamente practicado desde el rey hasta el último arrendatario de bienes eclesiásticos (para más detalles, cf. § 39).

En el período de formación del Estado franco, la Iglesia representó una gran fuerza moral, que se manifestó especialmente en la influencia de los obispos (carácter sagrado; representante de las antiguas tradiciones; conocedor de la administración; cáritas) sobre la población nativa. Los soberanos merovingios quisieron utilizar esta fuerza en servicio del Estado, esto es, de sí mismos. Y aquí, sin duda, hubo evidente peligro para la vida sacramental y la predicación de la palabra. Pero, por encima de todo, lo decisivo era si el ministerio episcopal se ejercitaba o no con la necesaria libertad religiosa y misionera.

b) El hecho de que tal peligro no llegase a constituir una amenaza vital se debe a que aún estaba vigente la concepción del ministerio episcopal de los tiempos romanos. A comienzos del siglo VII, el fortalecimiento del Imperio merovingio trajo consigo, por poco tiempo, una mejora de la situación de la Iglesia franca. Hubo sínodos en Neustria, Austria, Burgundia. El más importante fue, sin duda, el sínodo imperial del año 614, que aprobó importantes cánones reformistas, como, por ejemplo, sobre la elección canónica del obispo, que al parecer estuvieron vigentes durante algún tiempo, por supuesto sin necesidad de derogar la aprobación real. Sorprendentemente hubo por entonces muchos santos, cuya fuerza de edificación espiritual no debe en absoluto atribuirse sólo a la Iglesia franca (cf. § 39).

La decadencia de la Iglesia franca, iniciada con la disolución del reino tras la muerte de Dagoberto, duró todo un siglo. En el Imperio de Oriente, el proceso de cristianización (cf. § 37) y la evangelización se detuvieron; los frisones, al recuperar la libertad política, retornaron completamente al paganismo.

c) El nuevo reforzamiento político fue obra de los mayordomos francos, principalmente de Pipino de Heristal († 714) y su hijo Carlos Martel († 741). Pero la situación de la Iglesia bajo Carlos Martel, de vida precisamente no muy cristiana, se tornó bastante insegura por los peligros antes mencionados (hubo robos de bienes eclesiásticos a favor de los nobles, sus partidarios políticos; un pariente de Carlos Martel recibió, junto con el arzobispado de Ruán, los obispados de París y Bayeux, así como las abadías de San Wandrille y de Jumièges, como consecuencia de la secularización de obispos y abades). Restablecer el orden e instar a la reforma interna de la Iglesia fue tarea reservada, aparte la iniciativa de sus hijos (primeramente el piadoso Carlomán, que luego entró en un convento, y más tarde Pipino), a los misioneros de la Iglesia anglosajona.

Notas

[1] Semejante juicio sobre los siglos V y VI no lo podemos acentuar en exceso, ni aun para un país como la Galia, en el cual penetró muy pronto el mensaje cristiano y la organización eclesiástica se había conservado relativamente intacta desde la época romana. Cf. a este propósito los datos relativos a la densidad de la cristianización, § 34.

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