conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » II.- Edad Media: El Periodo Romano-Germánico » §34.- Caracteristicas Generales

III.- Tareas y Posibilidades

1. Al comienzo de la Edad Media la Iglesia y las tribus germánicas, con todas sus posibilidades y patrimonio, estaban destinadas a vivir en mutua relación; pues la Iglesia fundada por Cristo con toda su vocación misionera y aquellos pueblos jóvenes con su indigencia cultural y religiosa llegaron a encontrarse en un mismo ámbito cultural. Si bien los germanos al principio sólo fueron los educandos de los obispos y monjes, rápidamente ocuparon su lugar y en seguida pudieron llevar a sus propios congéneres a la fe. En este proceso de fusión se basa la Edad Media.

Las características que en esta época determinan el ámbito espiritual de Occidente son múltiples, unas favorables, otras desfavorables para la obra de la Iglesia.

Tales características aparecen con toda claridad si las comparamos con las de la época antigua, y ofrecen diferencias sustanciales. Entonces la Iglesia era una semilla, que cayó sobre tres civilizaciones o culturas superiores, fundamentalmente distintas y plenamente desarrolladas. En cambio, a principios de la Edad Media la semilla ya ha crecido y se ha convertido en un gran organismo (aunque desde luego no del todo desarrollado y, además, nuevamente debilitado); tal organismo no tiene frente a él una cultura superior con la que de alguna manera pueda medir sus fuerzas, planteándole cuestiones de índole espiritual, y mucho menos varias culturas similares. En tal ambiente se daba una singular disposición y una posibilidad de formación, pero faltaban los supuestos específicos para la creación autónoma de una cultura superior. Es hacia los germanos, pobres de cultura pero capacitados para la instrucción, que inundan toda la zona del Imperio romano occidental, hacia quienes se orientó la acción misionera y educadora de la Iglesia. Con ello se plantean diversos problemas, problemas que se acusan claramente incluso al norte del limes y, aunque en formas menos agudas, hasta entre los grupos étnicos románico-celtas y eslavos.

2. En general, predominaron tanto las ventajas, la Iglesia era una potencia tan superior en el orden religioso y cultural que necesariamente hubo de imponerse. Pudo poner en práctica su programa esencial, esto es, llevar Europa a la fe de Jesucristo, el divino redentor hecho hombre. Mas no hay que olvidar que las ideas germánicas siempre ofuscaron, de forma permanente o transitoria, la predicación bíblica cristiana. Cierto que las desventajas ya mencionadas, una vez soslayado el primer peligro, no tendrían consecuencias verdaderamente peligrosas hasta más tarde, cuando estos jóvenes pueblos se convirtieron en naciones cultas, con una fe y un pensamiento particular e independiente: en las postrimerías de la Edad Media y en los tiempos modernos. Pero esto plantea serios interrogantes: los elementos peligrosos del carácter germánico, esto es, sus deformaciones en la fase de inmadurez, ¿no fueron tal vez simplemente aderezados o retocados, pero no eliminados sistemáticamente desde la raíz? (Partiendo de aquí, un análisis más profundo de la piedad medieval explica por qué tantas veces andan en ella indisolublemente unidas la fuerza y la debilidad).

Muy de otro modo fueron las cosas en el ámbito de la vida exterior y en el de las instituciones anejas a ella, donde el poder material temporal, el poder político y el potencial bélico era lo que decidía. Aquí, de entrada, la Iglesia medieval (en especial el papado) estaba en desventaja; en la forma de las Iglesias territoriales, por su propia estructura eclesial, en la teocracia imperial o en la idea de imperio, el factor eclesiástico dependió durante mucho tiempo en lo esencial de la benevolencia del soberano temporal. Esto, sin duda, no modifica en nada el hecho de que la Iglesia tuviese necesidad precisamente de estas «desventajas» (de forma más clara en la misión) y de que durante mucho tiempo, tal vez excesivo, incluso las aceptase y utilizase (especialmente el derecho eclesiástico propio). Pero la fuerza espiritual de la Iglesia fue tan predominante, que en la misma alta Edad Media llegó a ejercer la dirección también en este campo (con lo cual, naturalmente, surgieron otros peligros, o sea, que la Iglesia en su propia victoria sucumbió a los mismos inconvenientes); en la última Edad Media, como es natural, tuvo que renunciar a esta dirección.

3. Las ventajas:

a) Cuando estos pueblos jóvenes, espiritualmente inmaduros, pasaron al cristianismo, reconocieron sin más la superioridad espiritual de la nueva religión y de la Iglesia. Como ya se ha dicho, aceptaron el cristianismo con toda objetividad y fidelidad, casi podríamos decir pasivamente, tal como la predicación de la Iglesia se lo presentaba; al principio ni siquiera intentaron por sí mismos penetrar intelectualmente las doctrinas de fe. Las posturas espirituales básicas, características de toda la Edad Media, tienen aquí su origen: el espíritu de fe fiel a la Iglesia (tradicionalismo y objetivismo), la uniformidad de toda la vida religiosa espiritual (universalismo[8]) y la superioridad cultural del clero, de base sacramental (clericalismo medieval[9]).

Conviene recordar aquí que frases programáticas o lemas como los antes mencionados son fórmulas abreviadas, y por eso no pueden expresar todas las diferenciaciones que serían necesarias. La excepción del curso histórico nos ofrecerá abundantes ocasiones para completarlas. El universalismo espiritual y religioso, por ejemplo, obliga también sin duda a una unión política bajo una sola autoridad en un solo imperio. Dentro de una mutua libertad y una equilibrada coordinación de ambas autoridades supremas, el sacerdocio y el imperio, esto podría ser incluso lo ideal. Sin embargo, el curso real de la historia demuestra que el universalismo espiritual se compagina perfectamente con un cierto particularismo en el campo político. Y esto vale tanto para el Imperio de Carlomagno como para las formas políticas de la alta Edad Media.

b) Ya hemos dicho que en la religiosidad germánica no se daban los supuestos inmediatos, espirituales y teológicos para la comprensión del mensaje cristiano. Pero es innegable que algunos pueblos germánicos poseían una profunda receptividad para la sublime y al mismo tiempo atractiva majestad de lo divino; por lo menos en los tiempos de Tácito, los germanos todavía la conservaban, a pesar del politeísmo. En su sentimiento panteizante afloraba un cierto presentimiento de un único Dios, que encuentra su mejor expresión en la fórmula vigente entre los semnones, y que también nos refiere Tácito, de un Dios que todo lo gobierna[10]. Con esto iba ligada la idea de la sumisión a la voluntad de Dios, fundamental para toda religión auténtica, cosa que también reconocían los semnones, quienes no penetraban en el bosque sagrado más que encadenados, o bien llegaban a ofrecer sacrificios aberrantes, hasta el punto de sacrificar hombres y niños de la propia tribu. Naturalmente, no todas las tribus eran tan profundamente religiosas como los semnones; sabemos también que la religión de los germanos sólo duró hasta el tiempo de las migraciones, que precisamente en él se disolvió. No obstante, el desarrollo de la conversión de los germanos nos autoriza a creer que tales actitudes religiosas fundamentales no habían desaparecido del todo.

Por otra parte, no se trata de definir ciertas ideas germánicas como atisbos y modelos de algunas ideas cristianas. Los presuntos «paralelos»[11] no resisten a una investigación desapasionada. Viven sólo gracias a un método peligrosísimo que, aplicado al revés, conduce necesariamente a una devaluación sincretista del cristianismo. Más bien hay que confesar que el proceso interno de la conversión de los germanos no puede explicarse racionalmente con claridad, que, por tanto, los factores concretos que los condujeron a la conversión son aún menos inteligibles que los que influyeron en los pueblos del mundo antiguo. Esto depende también de la escasez de nuestras fuentes, que apenas nos dan información exacta de la situación espiritual de aquellos germanos y de la evolución interna de su conversión. Ciertamente se echa de ver una cierta nostalgia de redención; las doctrinas del buen Dios, de su reino venidero y de la comunión de los santos, esto es, de la victoria del bien, liberaron a los germanos de su oprimente y trágica visión de un destino ciego, aniquilador de dioses y hombres[12]; la fe en la inmortalidad del alma les ofrecía una solución al atormentador enigma de la muerte (H. Rückert). Con razón se ha hecho hincapié en ciertos aspectos que podían facilitar la aceptación de la fe en un Dios creador.

c) Más importante que estos detalles parece ser el hecho de que los pueblos germánicos o romano-germánicos brindaron a la nueva religión una fuerza étnica todavía virgen y (a medida que avanzaba su cristianización) una extraña y profunda sensibilidad.

La escasez de cultura en el sentido indicado facilitó también que la lengua de la Iglesia romana unificase (más aún, configurase) la liturgia de la mayor parte de Europa y, en general, y durante siglos, toda la vida espiritual de Europa. La lengua latina, lengua de la liturgia, de todas las frases doctas y de buena parte de las comunicaciones públicas, fue, junto con la única fe cristiana, el más potente factor de cohesión de las múltiples tribus y fuerzas germánicas disidentes hasta llegar a la cultura unitaria eclesiástica del Medievo.

No debemos aquí, naturalmente, pasar por alto el reverso de esta unificación; tal reverso se hace sobremanera patente en la maduración del cisma de Oriente. Sus contornos se hacen palpables en la identificación de la christianitas con la romanitas o latinitas a una con el repudio de los graeci (o barbari). De este modo, los valores propios, del todo legítimos, fueron malamente comprendidos.

4. Las desventajas:

a) Ya hemos mencionado un primer peligro: consistió en que el elemento natural-instintivo de los germanos pudo sofocar la espiritualidad del cristianismo y su elevada pureza. En efecto, la piedad cristiana perdió en un principio valores espirituales. Las ideas religiosas, como las formas de vida religiosa, fueron menos refinadas, se tornaron más groseras. Esto dependió en gran parte del hecho de que en los primeros siglos no hubo una lengua para la predicación cristiana: los dialectos germánicos carecían de terminología adecuada para poder expresar los «abstractos» dogmas cristianos. Muchos conceptos sólo pudieron traducirse superficialmente. Los germanos no tenían, por ejemplo, el concepto de un dominus (señor absoluto), sino el de un drochtin, jefe de partida a quien los adeptos seguían libremente. Entre los conceptos germanos tampoco había una palabra del todo equivalente al concepto de «gracia» del Nuevo Testamento. «Gracia» vino a ser «favor», el favor del rey del cielo con quien uno contrae una determinada relación de fidelidad para que se muestre propicio en las vicisitudes del destino terreno. Surgió así la idea de mutua ayuda o prestación recíproca. También para el pensamiento y el idioma germanos resultó difícil captar y expresar genuinamente lo sacramental. Se quedó en la exterioridad o se redujo al estaticismo. La unión mística sacramental del hombre-Dios Jesucristo con su comunidad, expresada y operada en su sacrificio, quedó reducida a su presencia (misa como presencialización). Y aún se tomó menor conciencia de la sacramentalidad de la penitencia, porque aquí la idea de reparación (basada en el principio de prestación según tarifas, cada vez más extendido) cubrió por entero la idea de remisión sacramental, esto es, remisión ganada por Cristo y regalada en él al penitente. Tenemos aquí una de las raíces del «moralismo» germánico, que pudo desarrollarse de múltiples formas gracias a la excesiva rapidez con que se produjo la conversión de las masas y que posteriormente resultaría funesto para la esencia de la religión. Otra de las raíces es que la mentalidad germana consideraba tanto el pecado como la virtud más desde el punto de vista del hecho que de la interioridad. Es cierto que con ello no quedaba excluida ni la reflexión ni la preocupación por la interioridad, pero ambas perdían importancia. Semejante realismo tiene sus ventajas, porque abarca al hombre y su realidad. El pecado como perturbación del orden exige una reparación que no se puede operar con el simple cambio de sentimientos. Pero, por otra parte, esta actitud fundamental tiende a la exteriorización de la acción, cosa que fácilmente hubo de entrar en conflicto con la ley fundamental de la «justicia mejor» cristiana, la justicia interior.

b) Lo que propia y decisivamente abrió la posibilidad de una con versión interior no fue que los germanos poseyesen una preparación o alguno de los conceptos fundamentales de la doctrina cristiana, con el cual hubiera podido conectar la evangelización; fue más bien la superioridad del cristianismo. Decisivo para la aceptación del cristianismo, pues, no fue ni en general ni en primer lugar su «verdad», sino el mayor poder del Dios de los cristianos. En el Heliand (hacia el año 830) es ensalzado Jesús como el «más fuerte de los nacidos, el más poderoso de todos los reyes, el héroe más valeroso», muy de acuerdo con el Muspilli de la época y sorprendentemente (por influjo veterotestamentario) incluso con «el héroe que lucha y sufre» de Susón (§ 69). La cuestión de la legitimidad de la vieja o de la nueva religión no se toma entre los germanos, poco dados a la filosofía, como un problema de verdad; la cuestión no se plantea desde la doctrina, sino desde la realidad, que se entiende como poder (el poder del nuevo Dios ellos lo experimentaron, por ejemplo, en la guerra y en el «juicio de Dios»). Dentro de la religión cristiana esto encajaba perfectamente con la doctrina del Dios todopoderoso.

El hecho de que la plegaria de los pueblos de la primera Edad Media no se dirigiera tan preferentemente a la majestad de Dios como a sus santos, cuyas reliquias conservaban y podían ver y tocar, implicaba para ellos un peligro especial, que con harta frecuencia se manifestó en formas groseras y supersticiones de todo tipo, agudizadas aún más hacia fines de la Edad Media. Por otra parte, también aquí se puso de manifiesto la riqueza del cristianismo y la sabia pedagogía de la Iglesia, que conscientemente (Gregorio I, § 35) supo dar incluso a estos pueblos inmaduros medios adecuados a su capacidad de comprensión con los que pudieran encumbrarse a una piedad superior.

c) Los ideales de los nuevos pueblos se basan en buena parte en el concepto de un poder externo, que somete al adversario y se apropia de sus bienes. La historia de la Iglesia de los francos hasta Pipino, con las reiteradas confiscaciones de bienes eclesiásticos de toda clase, compensadas por otro lado con un sinnúmero de donaciones a iglesias y conventos[13], así como con la usurpación de derechos eclesiásticos por parte de los príncipes, puso de manifiesto este peligro, que tuvo hondas repercusiones en la constitución eclesiástica (deformaciones del concepto de Iglesia tanto local como territorial) y en el que podemos ver anunciado el gran problema de la lucha ulterior por la libertas de la Iglesia.

Otro tanto debe añadirse aquí, y es que la importancia de una personalidad se medía haciendo excesivo hincapié en su potencia militar y en sus posesiones. Así es como el obispo germánico se convirtió casi por necesidad en un terrateniente mundano y, posteriormente, en dueño de un señorío y en guerrero, lo que no pocas veces hubo de estar en contradicción con su ministerio sacerdotal.

d) De acuerdo con las concepciones antiguas y las ideas germánicas, la religión y el orden político, especialmente en la primera Edad Media, apenas se mantuvieron separados, salvo en casos en que los príncipes intentaban utilizar a la Iglesia en su provecho o, a la inversa, los obispos trataban de acrecentar su poder económico y político. Esto acarreó una ventaja muy peculiar, que dejó su impronta en toda la Edad Media: la íntima unión de vida civil (esto es, de todo lo profano) y vida eclesial en orden a una unidad cultural, la unidad cultural específica de la Edad Media[14]. Mas también aquí acechó un grave peligro. Los pueblos germánicos trataron por todos los medios de encadenar el cristianismo a su propia forma nacional. El peligro se agravó notablemente por el carácter particularista de los germanos (por ejemplo, la tribu o la familia antes que el imperio). El peligro de las Iglesias nacionales[15] (muy enraizado en los reinos arríanos) y de las Iglesias territoriales fue demasiado evidente incluso en los reinos católicos (anglosajones, francos, burgundios, bávaros), con lo cual no sólo se vio amenazada la unidad de la Iglesia, sino que también se abrió una fuente perenne de secularización (politización); el peligro se hizo realidad a principios del siglo VIII en la Iglesia franca, enriquecida por el Estado, o más bien en sus obispos terratenientes. Aquí prenden también las raíces del funesto principio «pagano» (Engelbert Krebs): cuius regio, eius religio. Hemos de tener en cuenta que semejante politización del cristianismo y de la organización eclesiástica, en las primeras fases de su desarrollo, en parte fue irrealizable y en parte estuvo exenta de verdadero peligro, pero que con la progresiva maduración espiritual y religiosa el peligro se hizo efectivo, llegando al grado de perversión. Pues entonces la independencia intrínseca de ambas esferas llegó a exigir, junto con su coordinación, la necesaria separación. También hay que tener presente, en fin, que desde un principio la Iglesia, utilizando el poder real por ella consagrado, trató por su parte de conquistar el ámbito de lo secular, sin darse cuenta, ni suficientemente ni a tiempo, de la necesaria independencia de lo mundano.

Notas

[8] Universalismo significa que el pensar y el obrar están guiados por puntos de vista generales, pero unitariamente orientados, en contraposición al particularismo, que es el fraccionamiento en elementos individuales.

[9] El clero, como representante de la Iglesia, era el único que, al comienzo de la Edad Media, se hallaba en posesión de las fuerzas superiores religiosas, morales, intelectuales y culturales en general (administración, técnica), de las que surge la vida medieval.

[10] Regnator omnium Deus. Esto significa para los semnones (galos) cierta limitación de que posteriormente afirmamos (el concepto de un señor absoluto era desconocido entre los germanos), pero no lo suprime.

[11] Tres seres divinos de la misma grandeza = trinidad; Odín en el patíbulo de la Weltesche (fresno del mundo) = Jesús en la cruz.

[12] Por lo menos eso nos dice la tradición de los anglosajones (Beda).

[13] Acerca de los problemas intrínsecos de tales «donaciones», cf. apartado IV: «El sistema de la iglesia privada».

[14] Esta compenetración no fue igualmente estrecha en todas las partes de Europa. En ninguna otra parte fue tan sólida como en la Alemania del sistema de la iglesia privada y de los obispos investidos con feudos imperiales; especialmente en Francia la unión fue mucho más débil. Pero la forma agraria continuó siendo esencial para toda la Iglesia medieval, tanto más cuanto que sólo de allí extrajo los medios de subsistencia.

[15] El término «nacional» en sentido riguroso sólo es aplicable a circunstancias posteriores. Aquí se emplea para distinguir las Iglesias arrianas «separatistas» de las Iglesias territoriales católicas dentro del imperio.

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