conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Segunda época.- La Iglesia en el Imperio Romano «Cristiano» Desde Constantino a la Caida del Imperio Romano de Occidente

§31.- Los Pobres y el Culto Liturgico

1. La libertad de la Iglesia, su creciente influencia en el Estado y en la vida pública y el rápido crecimiento de la importancia social de los obispos hacían ahora posible la ampliación de los cuidados caritativos (§ 19) y su práctica regular. Los bienes de la Iglesia eran en parte bienes de los pobres. Tanto los seglares como el clero debían entregar para los pobres lo que no necesitasen para vivir. También ahora el centro de la caritas era el obispo, el cual, como nos informa, por ejemplo, Basilio de Cesarea[36] dirigía múltiples actividades asistenciales. La desigualdad económica seguía considerándose cosa obvia, pero con un significado más hondo: se veía como consecuencia del pecado (¡Agustín!), y de diversos modos se trataba de suavizar sus asperezas.

Partiendo de esta postura, la Iglesia no suprimió de golpe, por ejemplo, la esclavitud. La predicación de Jesús no se había dirigido en absoluto hacia un comunismo económico. Ahora bien: los esclavos dejaron de ser considerados como cosas. Su alma inmortal, redimida por Jesús, tenía el mismo valor que la de su señor, y la ley del amor, de la justicia y de la mansedumbre también imponía al señor deberes para con sus subordinados. El trabajo y el oficio o profesión fueron generalmente ennoblecidos y apoyados por la fe de que también eran un medio para conseguir la perfección cristiana.

Así como la caridad de la Iglesia de Roma ya había sido célebre en los primeros tiempos del cristianismo, también allí se organizó muy pronto y sistemáticamente la ayuda a los menesterosos (listas de pobres). En la época de san Juan Crisóstomo, la Iglesia de Antioquía tenía que cuidar de unos 10.000 pobres y la de Constantinopla de 7.700. A esto se añadía el cuidado de los expósitos, de los que se hallaban en peligro moral, de los perseguidos (derecho de asilo en las iglesias), de los prisioneros (también rescate, especialmente durante la invasión de los bárbaros). Se fundaron (primeramente en Oriente) albergues de forasteros y hospitales (por lo que los paganos envidiaban a los cristianos: el emperador Juliano). Así fue apareciendo poco a poco (junto con la construcción de iglesias) el verdadero rostro de la ciudad cristiana.

El estado floreciente de la vida religiosa se manifestó plenamente en los grandes santos teólogos del siglo IV, en los mártires bajo el reinado de Juliano, en Persia (donde en el año 342 Shahpur II emprendió una sangrienta persecución en la que, al parecer, perecieron 16.000 cristianos, entre ellos casi todos los obispos) y en el florecimiento del monacato (§ 32).

2. Estas breves indicaciones hacen necesaria una reflexión general. Como suele suceder entre los hombres, tampoco entonces se alcanzó plenamente ni en todas partes el ideal cristiano (del que en tantas cosas quedó deudor incluso el cristianismo primitivo). Con el rápido crecimiento del número de los cristianos tampoco se podía evitar que la cristianización resultase excesivamente superficial, sin llegar a ser una sincera conversión. Frecuentemente encontramos quejas (muy insistentes en Orígenes, muy ásperas en Jerónimo) contra este cristianismo aparente. Pero la figura y la vida de Jesús y los modelos de vida cristiana heroica de los tiempos antiguos (mártires, confesores), así como las nuevas formas de vida recoleta (ermitaños, monjes), hicieron que el ideal siguiera manteniéndose presente y efectivo en las conciencias. Es éste un fenómeno que encontraremos en todos los siglos de la historia de la Iglesia: la miseria moral del hombre reaparece una y otra vez, pero también lo decisivamente nuevo; la ley del amor y de la perfección establecida por la revelación (esto es, por Dios) constituye una fuerza indestructible e inagotable de edificación.

3. Una vez que la Iglesia quedó en libertad y como Iglesia del imperio, como Iglesia del augusto emperador, salió a la luz pública, también pudo desarrollarse el culto divino cristiano, cada vez con mayor grandiosidad. Aumentó la solemnidad exterior, sirviendo de modelo el ceremonial de la corte. Esto se hizo notar principalmente en la celebración de la misa. A la gran plegaria eucarística de los primeros cristianos se añadieron progresivamente nuevas lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento y nuevas ceremonias sagradas, hasta el punto de resultar una liturgia impresionante. Entre las lecturas de la Escritura se cantaban salmos. Ambrosio fue el que introdujo este canto en Occidente, componiendo él mismo varios himnos, doce de los cuales han llegado hasta nosotros (cf. § 30). El texto de la misa aún no estaba del todo establecido; todavía el obispo (o el sacerdote) celebrante lo formulaba libremente, dentro de un cierto esquema. Este fue uno de los motivos de que las oraciones (especialmente el orden de las mismas) cambiasen de una iglesia a otra. De ahí que su configuración no se haya de entender en el sentido de una norma central, sino como conservación de una tradición cristiana asombrosamente unitaria en el Occidente o como expresión de un crecimiento unitario.

El crecimiento de las comunidades y de los locales de reunión hizo poco a poco necesaria la fijación tanto del orden como de los textos. Naturalmente, en los lugares de mayor importancia eclesial, en las sedes patriarcales, fue donde se tomaron las correspondientes disposiciones. En el ámbito de la liturgia griega, con sus múltiples diferencias (Alejandría, Antioquía, Bizancio), se desarrollaron liturgias particulares en Egipto y en Siria, usando la propia lengua nacional (y en parte con infiltraciones heréticas). Cuando el latín se impuso en Roma y en el norte de África, se constituyó en estos lugares un campo litúrgico propio, dentro del cual surgieron a su vez distintas peculiaridades (rito romano -de Roma ciudad-, galo, español antiguo, después el iro-céltico, galicano, milanés). Más tarde aún se impuso como norma para el Occidente la forma romano-africana (fuertemente influida por elementos germánicos a partir de los siglos VIII y IX).

Durante mucho tiempo se mantuvo la antigua costumbre judía según la cual los que oraban estaban de pie, tal como atestigua todavía hoy el canon de la misa, en el cual se pide por todos aquellos «que están de pie en torno» (circum-stantes).

Además de la liturgia dominical, a partir del año 350 aproximadamente, comienza a haber culto divino también en los días feriales[37]. Surge con ocasión de los días estacionales y las fiestas de los mártires, pero al principio no es celebrado por toda la comunidad. Por lo que parece, esta costumbre se originó primeramente en el norte de África: Agustín, por ejemplo, la recomienda para los tiempos de peligro. Sin embargo, la regla de los benedictinos, por ejemplo, demuestra (cap. 35) que en el siglo VI no existía todavía la costumbre de celebrar misa diariamente ni aun en los monasterios.

4. Al principio sólo había un altar en cada iglesia (como entre los griegos, que aún no conocen la misa privada). Hasta el siglo VI no hubo vestiduras litúrgicas especiales. A partir del siglo V aparece la tonsura. Entonces se hizo cada vez más urgente el problema de una regulación de las nuevas vocaciones, así como de todo el estilo de vida de los sacerdotes. Algunas veces se hacía el máximo hincapié en el trabajo manual para el propio mantenimiento, cosa que, con diverso significado, habría de desempeñar tan gran papel en el monacato benedictino. Pero también había, como en la Iglesia primitiva (1 Cor 9,13: «Quien sirve al altar, debe vivir del altar») ofrendas libres y limosnas en dinero (tanto en la liturgia como fuera de ella), que servían para la manutención del clero. En aquellas iglesias particulares (numerosas ya en el siglo IV; véase Agustín) en que había escuelas de catequistas también había una posibilidad, más o menos regular, de formación para los futuros sacerdotes.

La ordenación de obispos y sacerdotes estaba rodeada de una solemnidad especial; de esto dan testimonio las constituciones apostólicas (hacia el año 380) y los decretos de un Concilio de Cartago (398).

Se concedió mayor valor a la forma externa de la predicación. Maestros de predicación cristiana son los tres «capadocios», lo mismo que Crisóstomo, Ambrosio, Agustín y León I. En sus sermones se hace patente la herencia de la antigua cultura. Lo cual capacitó a estos hombres para extraer de la revelación un inagotable tesoro de pensamientos cristianos, de sentimientos, oraciones y consejos de diverso género, y darles una formulación válida. Aun cuando hoy algunas cosas referentes al método y a la exposición ya no nos interesan ni atraen, con todo aquellas lumbreras de la Iglesia, vistas en su conjunto, no han sido ni mucho menos superadas como anunciadores de la buena nueva.

Es importante observar este crecimiento y, con ello, la gran diferencia existente entre el culto cristiano primitivo (siglos I, II y aun el III) y el de la época posconstantiniana y preguntarse por sus causas. En el primer período urgía la necesidad de distanciarse del mundo pagano. Si en el trabajo eclesiástico de entonces, aparte del impulso de difundir la buena nueva, se puede admitir la existencia de una planificación, podemos afirmar que precisamente porque la Iglesia se centró sobre todo en su íntimo núcleo, por eso pudo vencer al paganismo, por su fuerza de irradiación. En el imperio pagano pudo a lo sumo cristianizar en parte algunas ideas centrales de validez universal, como vimos en la doctrina del logos spermatikós. A finales del siglo III, en el largo período de paz, los cristianos se hicieron más abiertos al mundo.

Cuando se alcanzó libertad externa para profesar la fe y reunirse y la afluencia a la Iglesia creció enormemente, se hizo posible y pedagógicamente aconsejable tomar en consideración conceptos y costumbres populares y símbolos religiosos muy difundidos y apropiárselos dándoles una interpretación cristiana: para tal adaptación (§ 5) se abrieron nuevas posibilidades y nuevas tareas. Por cierto que con ello también surgían nuevos peligros de cosificación religiosa, especialmente de superstición, que no siempre se pudieron evitar.

5. Aumentaron las fiestas del Señor con la de la Ascensión (mencionada por vez primera en el año 325) y principalmente con la Natividad del Redentor (la celebración de esta fiesta el 25 de diciembre está atestiguada en Roma hacia el año 330).

a) El culto de los mártires pudo también ahora desarrollarse libremente, llegando a su máximo esplendor. Ya en tiempo de las persecuciones los obispos habían confeccionado listas de mártires y confesores; hacia fines del siglo IV comienza a aparecer el santoral cristiano. Posteriormente se añadió el culto a otras personas consideradas como santas, especialmente obispos. En Occidente, el primer día conocido es el de san Martín, obispo de Tours, muerto en el año 397.

b) Gran incremento experimentó el culto de la Virgen María, Madre de Dios. A esto contribuyó el progresivo movimiento ascético, que exaltaba la gloria de la virginidad, y el solemne decreto de Éfeso (contra Nestorio). La Madre de Dios es ensalzada en escritos, predicaciones y cantos. Como primera iglesia mariana se considera la de Éfeso, donde se celebró el Concilio del año 431; poco después fue consagrada en Roma la actual basílica de Santa María la Mayor, y a éstas siguieron en seguida muchas otras iglesias marianas, especialmente en Oriente.

c) Una manifestación especial de piedad fueron las peregrinaciones a las tumbas de los mártires (especialmente en Roma y también en Egipto) y a Palestina (la emperatriz Elena fue la primera peregrina; una célebre descripción de esta peregrinatio procede de Eteria [Egeria] de Aquitania en el año 383).

El motivo de las peregrinaciones piadosas desempeña en la historia del cristianismo un papel muy determinante, difícil de valorar. Jesús y sus apóstoles dieron ejemplo de esta forma de predicación ambulante; llevaban la buena nueva y buscaban a los hombres. Después de la liberación y ya en la Edad Media, al lado de este deambular ascético y misionero (misión iroescocesa y anglosajona; misión de ultramar), surgió algo completamente nuevo, que ya se puede atisbar en los viajes mencionados (Elena, Eteria): se buscaba lo santo en determinados lugares; así se configura la peregrinación en sentido medieval (§ 58).

6. Con la liberación de la Iglesia también se abrió libre camino para el arte figurativo cristiano. Se necesitaba iglesias grandes. Rápidamente se construyeron en gran número (mecenazgo de los emperadores; templos dedicados a los mártires, iglesias de peregrinación, más tarde fundación de monasterios). En ellas pudo desarrollarse la fuerza creadora del cristianismo en los más variados campos artísticos: arquitectura (construcciones en forma de cruz griega, especialmente en Oriente, y basílicas en forma de cruz latina), arte del mosaico, tallas en marfil y en madera. Los temas principales de la ornamentación interior de las iglesias eran: el paraíso con los cuatro ríos (de la vida), el Buen Pastor y el cordero, la resurrección de Lázaro. También las tumbas (sarcófagos) presentaron fecundos trabajos.

El desarrollo del arte cristiano va estrechamente unido a la postura de la Iglesia frente a la cultura en general. Ahora se rechazan las tendencias rigoristas, predomina la afirmación de los conceptos antiguos, pero exentos del elemento sensual pecaminoso. Qué valor tenga el elemento puramente artístico de estos fenómenos en una perspectiva genuinamente eclesial (referente a la expansión del reino de Dios) es un problema complicado que no puede resolverse en pocas líneas. En todo caso, prescindiendo de representaciones particulares, es importante decir que la Iglesia anunciadora del evangelio dio al orden iluminado por la belleza una impronta nueva, constituyéndolo a la vez en marco de la buena nueva.

En la basílica cristiana, el lugar destinado al clero está separado del de los fieles por unas cancelas, que, sin embargo, no dividen el espacio y, evidentemente, hacen posible a todos la concelebración del único sacrificio. Para la lectura de la epístola y del evangelio hay pulpitos a propósito: los ambones.

Notas

[36] A las puertas de su ciudad episcopal construyó un hospital, donde él mismo practicó el cuidado de los enfermos.

[37] Una práctica que se impuso antes en Occidente que en Oriente.

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