conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Segunda época.- La Iglesia en el Imperio Romano «Cristiano» Desde Constantino a la Caida del Imperio Romano de Occidente » §30.- Los Grandes Padres de la Iglesia Latina

I.- Ambrosio

1. Ambrosio (n. el año 339 en Tréveris) pervive en la tradición casi exclusivamente como uno de los cuatro grandes Padres de la Iglesia latina. Su carácter espiritual es, efectivamente, la base de toda su obra. Pero su importancia traspasa los límites de la esfera teológica, descollando también en la concreta estructuración eclesiástica y político-eclesiástica de su tiempo. Para esta tarea estaba él preparado tanto por su ascendencia (hijo del prefecto galo de Tréveris) como por su educación (en Roma) y por su carrera como alto funcionario del Estado. Aún joven, siendo gobernador de las provincias septentrionales de Italia, sin estar todavía bautizado, fue elegido inopinadamente obispo de Milán, la ciudad de su residencia (374).

Fue una de las figuras clave de su tiempo, una personalidad eminentemente occidental en aquellos decenios del despertar general de la teología en Occidente, donde también sus contemporáneos más jóvenes, Jerónimo y Agustín, con sus personales interpretaciones y refundiciones de la teología oriental, estaban tratando de superar el retraso intelectual y asegurar definitivamente el patrimonio de fe ya definido. Fueron también los decisivos años en que bajo el emperador Teodosio, en el Concilio de Constantinopla (381), se determinó que el imperio fuera exclusivamente cristiano (sin paganismo) y que la Iglesia imperial fuera unitariamente «ortodoxa» por la aceptación general del símbolo niceno.

2. A pesar de los decretos sinodales, los obispos arrianos y arrianizantes conservaron sus sedes episcopales bajo el emperador Valentiniano y Graciano. También Augencio, predecesor de Ambrosio, había sido arriano, y el clero estaba de su parte. Ambrosio logró vencer el arrianismo y hacer que el clero se le uniera de por vida.

El Occidente, bastante aislado del Oriente, apenas tenía conocimiento de los supuestos teológicos del Niceno o, respectivamente, del arrianismo (y sus intrincadas ramificaciones). Fue primero Hilario de Poitiers, después de haber pagado su fidelidad al Niceno con el exilio a Oriente y haber podido allí penetrar en los controvertidos problemas teológicos, quien al regresar a su sede episcopal (360-361) trató de que el Occidente se ocupase de aquellos problemas. Lo iniciado por Hilario lo completó en pocos años Ambrosio con su propio esfuerzo, asombrosamente fecundo, pues no había estado previamente instruido en teología. Y lo consiguió sobre la base de la teología griega de un modo si no genial y creador, sí al menos original y adaptado a las características del Occidente, que no buscaba precisamente la especulación, sino ante todo la claridad y la firmeza: «Más vale temer que conocer los abismos de la divinidad».

Logró vencer la tenaz confusión teológico-dogmática vigente en Iliria e Italia, sostenida y fomentada en parte por la corte imperial de Occidente (¡la emperatriz-madre Justina!; véase más adelante), en parte por los obispos semiarrianos y en parte también por el arrianismo de los godos. Desde un principio comprendió la relación esencial entre doctrina o predicación de la doctrina e Iglesia. Vio que es en la rectitud de la profesión de fe -que la Iglesia anuncia- donde está el fundamento y la garantía de su autonomía. Y por eso siguió luchando a favor del Niceno (con su predicación y sus escritos), tanto en el campo teológico, por la pureza de la fe, como en el político-eclesiástico, por la independencia de la Iglesia de las intromisiones del poder estatal. Y así consiguió nada menos que la «reorganización de la Iglesia estatal sobre la base nicena» (Von Campenhausen, Padres latinos).

3. El centro de su trabajo episcopal fue la cura de almas por medio de la predicación. Sus sermones trataban preferentemente de explicar las Escrituras, en especial el Antiguo Testamento, al cual Ambrosio, sirviéndose del método alegórico, entonces nuevo en Occidente, le quitó por una parte su carácter escandaloso y por otra le hizo ganar nuevas profundidades.

Mas en los escritos de Ambrosio nos sorprende -¡poco antes de Agustín!- un profundo conocimiento de Pablo. Junto al rigor de la ley encontramos la misericordia del evangelio. Descubrimos una actitud religiosa global, arraigada en la conciencia y que exige una renuncia al pecado como penitencia interna. El interés, sin menoscabo de la elaboración teológica, está siempre orientado hacia los valores religiosos y prácticos. La expresión es clara y sobria. Y está avalada por una intensa actividad pastoral, admirada por el mismo Agustín, en los diversos ámbitos ministeriales (especialmente en la instrucción de los catecúmenos), apoyada además en una vida de oración y ascesis.

4. Para el historiador interesado en la investigación de las causas de los acontecimientos, a una con los fenómenos de la crisis política por la supervivencia del Imperio romano occidental, que decididamente se agudizó con la migración de los pueblos, aflora el problema del todavía lejano nacimiento de la civilización occidental. Toda su historia, desde sus inicios, estará ensombrecida por la decisiva cuestión de cómo la Iglesia y el poder político habrán de «compartir» su dirección: con un claro distanciamiento del sistema oriental, en el que el emperador fue y sigue siendo el señor de los dos poderes.

a) Mucho antes de que los papas Gelasio y León I proclamasen, en el siglo siguiente, la separación de ambos poderes, ya fue Ambrosio, el defensor de la independencia de la Iglesia, quien anunció la autonomía de cada uno de los dos poderes en el campo respectivo. En todo lo que atañe a la religión, en asuntos de fe y de constitución eclesiástica es el obispo, con su confianza puesta en Dios, el único que tiene competencia directa y, llegado el caso, debe «ofrecer resistencia», esto es, negar al emperador los medios de la gracia, separándolo de la Iglesia. La Iglesia debe ser independiente. «El emperador está en la Iglesia, no sobre ella». Pero lo más importante es que en estas expresiones y decisiones (¡tan numerosas!) quien habla, en el fondo, es siempre el sacerdote. Cuando Ambrosio tiene que plantear ciertas exigencias que por su naturaleza tocan directamente la esfera política, éstas nunca están motivadas por el ansia de poder; Ambrosio, que en el fondo es sensible a la idea del Estado o Imperio romano, jamás piensa en humillar a quienes ostentan el poder estatal o en someterlos a su propia esfera del poder eclesiástico, y muchísimo menos en querer triunfar sobre ellos. Muy al contrario, Ambrosio es tal vez la representación más pura y fiel que conocemos de una relación equilibrada y efectiva entre ambos poderes; es plenamente sensible a la independencia del poder estatal, que para él es no sólo evidente, sino una necesidad para el justo orden del mundo. Pero este poder tiene un límite: la revelación, la verdad de la fe cristiana y la Iglesia.

b) En los múltiples e importantes conflictos con la corte, la emperatriz-madre, el consejo imperial y el mismo emperador fue un táctico extremadamente hábil y refinado, decidido a todo, pero pensando y obrando siempre como sacerdote y pastor. En este sentido, negó al paganismo el reconocimiento oficial por parte del Estado cristiano (la reconstrucción del altar de la diosa Roma en el Senado, los sacrificios correspondientes, el mantenimiento del apoyo financiero público para los colegios de sacerdotes paganos), escamoteando la solicitud magistralmente sopesada, pero profundamente escéptica[26], del retórico Símaco; se opuso a la entrega de su iglesia al obispo antiniceno propuesto por la corte, y eso aunque un edicto imperial hubiera salido en defensa de los semiarrianos (homoiousiani) y hubiera amenazado de muerte a sus adversarios por delito de lesa majestad; organizó formalmente la oposición (que se estaba convirtiendo en motín) de los fieles reunidos en la iglesia; mediante una alocución pública en el templo ante la comunidad reunida obligó al emperador Teodosio a revocar el decreto de reconstrucción de la sinagoga, incendiada por unos monjes fanáticos. En el mismo sentido, después de la cruel matanza de Tesalónica (390), sin viso ninguno de pronunciamiento despiadado, escribió a Teodosio comunicándole claramente la amenaza de excomunión, lo que el mismo Teodosio interpretó como una seria advertencia del sacerdote y pastor; así, Teodosio vino a la Iglesia sin ornamentos imperiales y confesó su culpa ante la asamblea, distinguiendo luego a Ambrosio con su amistad, hasta la muerte.

5. Como ya hemos indicado, Ambrosio piensa teológicamente, siendo su punto de partida específico la Iglesia y, en ella, su carácter sacramental. Su concepto de la misa como sacrificio místico es profundísimo y orientador. Y él fue además quien descubrió la fuerza inherente a la oración cantada por toda la comunidad en la iglesia. También aquí recogió la herencia del Oriente, enriqueciendo el patrimonio y regalando a sus creyentes con nuevos himnos, que no solamente conmovieron a Agustín[27]sino que aún hoy nos edifican a nosotros.

Finalmente, ese obispo figura también entre los grandes modelos de la Iglesia por haber sido un padre de los pobres, como habrían de serlo después, y cada vez más, los obispos durante la época de la invasión de los bárbaros: los pobres son el tesoro de la Iglesia, la cual, a su vez, puede ser totalmente pobre.

Notas

[26] «¡Qué más dan las razones con las que tratamos de investigar la verdad! ¡Puede que no sólo exista un camino para alcanzar el gran misterio!».

[27] Agustín en sus Confesiones: «No hacía mucho tiempo que la Iglesia milanesa había comenzado a celebrar los oficios divinos de esta forma consoladora y edificante, de modo que las voces unidas en el canto en santo fervor unían también los corazones de los hermanos... Por entonces estaba ordenado que los himnos y los salmos se cantasen al modo oriental...» (9,7). En 9,12 cita dos estrofas «que cantó tu Ambrosio» y que le proporcionaron consuelo en la tumba de su madre.

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