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§29.- La Santidad de la Iglesia. Gracia y Voluntad

Así en la teología oriental como en la occidental, el interés básico se centró naturalmente en el hecho capital del cristianismo, la redención. Sólo que en Occidente el problema se planteó desde un punto de vista más práctico, directamente religioso-moral (menos abstracto y especulativo).

Las luchas tuvieron lugar en el siglo IV y a comienzos del V, y precisamente en el norte de África, patria clásica de la teología moral del cristianismo antiguo. Aquí escribió Tertuliano sus tratados fundamentales sobre temas morales, chocando con la extraña doctrina del montanismo; también aquí (al lado de Roma) con la cuestión de la readmisión de los pecadores en la Iglesia (especialmente los lapsi, § 12, II, 3) no sólo se ocuparon intensamente los ánimos o se soliviantaron violentamente, sino que el mismo Cipriano declaró inválido el bautismo administrado por los herejes (§ 17,6).

Desde que terminaron las últimas persecuciones en el norte de África (303-305), en las cuales algunos cristianos demostraron nuevamente su debilidad, volvieron a plantearse todas las viejas cuestiones y hubo de nuevo obispos que se decidieron por un tratamiento más duro: los donatistas. Consiguieron rápidamente éxitos sorprendentes. En el primer momento no se llegó a una ruptura completa, pero sí hubo una división efectiva de la Iglesia norteafricana en dos partidos antagónicos. En seguida en algunas ciudades, y luego en la mayor parte, se encontraron dos obispos enfrentados. Esto dio origen a un verdadero cisma, que duró todo un siglo y pesó gravemente sobre la Iglesia. Los acontecimientos cobraron una importancia fundamental por el trabajo de clarificación teológica realizado entonces principalmente por Agustín: la esencia del ministerio eclesiástico, del cual apenas nadie se había ocupado hasta el momento, fue reconocida y descrita con mayor precisión.

1. El donatismo recibe su nombre del obispo Donato de Casae Nigrae († 355); es un movimiento rigorista y entusiástico, similar al de Novaciano (§ 17,4): radicalizando una postura de los primitivos cristianos («pasa la figura de este mundo», «ven, Señor, Jesús»), encuentran sospechoso todo lo mundano y estatal, y concretamente la Iglesia imperial sustentada por el Estado; por eso el obispo debe permanecer separado lo más posible del poder político. Ven el ideal en la Iglesia que sufre y en aquellos que permanecieron fieles en la persecución; veneran enormemente, y hasta exageradamente, a los mártires y sus reliquias. Desconfían de aquellos que de una u otra forma fracasaron en la persecución; «con su pecado, la Iglesia de Cristo quedó, por decirlo así, repentinamente destruida».

El obispo Donato y los obispos númidas, reunidos en un sínodo en Cartago (312), decretaron la destitución del obispo Casiliano, recientemente elegido y anterior archidiácono de Cartago, aduciendo como motivo que en su consagración había tomado parte un obispo indigno, un traidor o traditor (= que en la persecución había «entregado» los libros sagrados a los paganos), pretextando que con ello era inválida la consagración. El sínodo llegó a designar un antiobispo. El ejemplo hizo escuela, y así se llegó a la mencionada difusión del cisma.

2. No todos los «donatistas» defendían las mismas ideas. Pero, prescindiendo de las fluctuaciones, su postura fundamental puede describirse así: la santidad de la Iglesia y la validez de los sacramentos, en especial la del orden, dependen de la integridad (ausencia de pecado) de quienes los administran. La ordenación administrada por sacerdotes pecadores no es ordenación. Poco a poco, los obispos donatistas aplicaron también estos principios al bautismo e implantaron la reiteración del bautismo (también hubo donatistas que rechazaron dicha reiteración). Se recluyeron, pues, en el estrecho círculo de los considerados como piadosos, perfectos y enteramente puros, y con ellos solos pretendieron formar la Iglesia católica.

3. Tampoco esta lucha se llevó a cabo con puras armas espirituales. Fue también una lucha de poder con muchos elementos humanos, demasiado humanos, de por medio, con intrigas y envidias, rivalidad de los númidas contra Cartago, de los africanos contra Roma. También el Estado (con ese estilo incongruente que caracteriza la política religiosa de Constantino y de Constancio) aplicó medios violentos (exilio) contra los donatistas; éstos, en cambio, aceptaron (bastante ilógicamente) el apoyo que les brindó el emperador Juliano; hasta llegaron a emplear contra los católicos sus propias tropas de choque, social y religiosamente radicales, formadas por campesinos descontentos (circumceliones). Hubo ásperas discusiones; los escritores eclesiásticos de la época nos dan cuenta de amenazas de toda clase, incluso de homicidios y mutilaciones.

Pero ni la intervención del poder imperial, ni los esfuerzos de los obispos de Roma, ni la réplica teológica del obispo Optato de Mileve desde el año 365 († hacia el 399), ni toda una serie de sínodos pudieron superar el cisma. Únicamente las divisiones internas del grupo y la reacción teológica y pastoral de los católicos, más sistemática en tiempos de Agustín (desde el año 393; muchos sínodos de obispos católicos), fueron preparando la derrota. Tras una entrevista sobre religión celebrada en Cartago en el año 411 (286 obispos católicos, 279 donatistas), intervino enérgicamente el poder estatal. El fin lo puso la irrupción de los vándalos (429).

Un donatista de tendencia moderada, Ticonio, fue el primero que calificó a la Iglesia grande como obra del diablo = Babilonia.

4. En esta lucha con los donatistas sucedió que Agustín cambió de idea sobre el modo de combatir la herejía. El conocía bien las dificultades para llegar a la posesión de la verdad (cf. § 30) y durante largo tiempo quiso emplear únicamente la confrontación intelectual. Cuando llegó a ser obispo de Hipona, también él tuvo que enfrentarse con un pastor competidor; no pensó en utilizar su fuerza. Pero entonces vio claramente que lo que estaba en juego era un valor inalienable. Los donatistas amenazaban el bien supremo, la unidad de la Iglesia; traían el peor de los males, la escisión real de la Iglesia. Y esta escisión debía ser evitada. Agustín comenzó enviando una carta conciliadora, para llegar a un coloquio fraterno con su colega episcopal. Pero como la parte contraria se evadió hacia un relativismo erróneo, afirmando que, en definitiva, era indiferente en qué partido se era cristiano, cuando, además, amenazó con la violencia y puso en práctica sus palabras, entonces comprendió que tenía razón el amargo compelle intrare (Lc 14,23). No obstante, los obispos católicos, todavía durante la mencionada entrevista del año 411, se ofrecieron en una carta de Agustín a renunciar eventualmente a sus sedes episcopales para asegurar la paz: «la dignidad episcopal no debía obstaculizar la unidad de los miembros de Cristo». Aquí se advierte un grandioso impulso de espíritu pastoral, pronto a amar y servir, modelo de coloquio entre hermanos cristianos separados.

5. Otro movimiento de piedad excesiva (= entusiasta), que igualmente exigía una ascética rigurosa y la fomentaba sobre todo en asambleas privadas, se originó en España con Prisciliano, un seglar culto y rico (más tarde obispo de Avila).

Estos movimientos ascéticos que se tornan heréticos no deben ser considerados aisladamente, pues de lo contrario pueden resultar antinaturales para nuestra mentalidad. Son, a pesar de todo, el reflejo herético de grandiosas tentativas ascéticas dentro de la Iglesia ortodoxa, que además, al menos en parte, nos parecen bastante extraños: los estilitas (anacoretas), el ayuno continuo de los ermitaños, especialmente en el desierto egipcio. Sólo la vida cenobítica ordenada por una regla (§ 32) acrisoló estos impulsos violentos, haciendo accesible a muchos, no sólo a unos pocos, la imitación de Cristo en la cruz y en la penitencia.

Una sobrevaloración muy diferente de la ascética, pero que al principio fue completamente natural en la Iglesia, la encontraremos en el pelagianismo.

Los apologetas se habían servido de la filosofía estoica, entre otras, para explicar la doctrina de la acción moral del hombre, como antes para dilucidar el problema del conocimiento de Dios. Pero la formulación científica no les había impedido fundamentar la vida cristiana en la gracia. Habían evitado el peligro de fundar la vida cristiana sobre una base natural en vez de sobrenatural.

6. El monje Pelagio († hacia el 418), oriundo de Britania, sostuvo unas ideas que parecían favorecer una sobrevaloración de las fuerzas morales naturales en el proceso salvífico. Pero fueron sus discípulos, especialmente Juliano, obispo de Eclano, cerca de Benevento, quienes las desarrollaron hasta construir el pelagianismo propiamente dicho. Basta considerar las formulaciones abstractas de este sistema en sí mismas y en sus consecuencias prácticas, lógicamente deducibles, para ver que ya no se trata de religión cristiana, sino de naturalismo; sostiene, en efecto, que la naturaleza del hombre, tal cual es, es capaz por su propio conocimiento y especialmente por su libre voluntad de evitar el pecado y hacer méritos para el cielo.

Con semejante doctrina se ponía en tela de juicio tanto la necesidad de la gracia como la necesidad de la redención y, en consecuencia, la revelación cristiana en general[25].

Supuesto básico de esta doctrina era el concepto de que el pecado de nuestros primeros padres, incluidos sus efectos, fue asunto meramente personal, no quedando por ello debilitada en absoluto la naturaleza humana.

Pelagio, personalmente, fue un hombre lleno de fervor; Agustín lo llama vir sanctus. Desde Roma, huyendo de los devastadores visigodos, llegó con su discípulo Celestino a Cartago en el año 410. En el 416, la doctrina que llevaba su nombre fue condenada por dos sínodos africanos (Inocencio dio su aprobación desde Roma el año 417; Agustín: Roma locuta, causa finita) y luego otra vez en el sínodo general del año 418 en Cartago y del año 431 en Éfeso. Mas la lucha en el Oriente se prolongó hasta el año 450 aproximadamente. Allí Nestorio apoyó a Pelagio (que se había trasladado a Palestina) y su doctrina fue incluso reconocida por sínodos locales. También Juliano se trasladó a Oriente, cuando el emperador Honorio desterró a los pelagianos de Italia.

El pelagianismo fue reemplazado por el llamado semipelagianismo, que sostenía que la gracia sí es necesaria, pero no para el comienzo de la conversión, y que tampoco es menester una gracia particular para la perseverancia final. (Paladines de esta doctrina fueron ante todo los monjes de Marsella; de ahí la denominación de «controversia marsellesa»).

La lucha duró hasta finales del siglo VI (la condena tuvo lugar el año 529, en Orange). El gran oponente del pelagianismo fue el doctor gratiae, san Agustín.

Notas

[25] Cuando en Pelagio la gracia aparece como auxilio útil (no necesario) para el nombre, se entiende como algo sorprendentemente exterior, no interiormente transformante, más bien en el sentido que luego se denominará nominalista.

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