conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período segundo.- Enfrentamiento de la Iglesia con el Paganismo y la Herejia. Estructura Interna » §15.- Teologia y Herejia

II.- El Problema de la Herejia

1. Toda la tradición cristiana está firmemente convencida de que sólo «la Iglesia» tiene el poder y el deber de enseñar las verdades de fe. La desviación de la verdad eclesiástica común es herejía.

a) Hay herejías que conciernen directamente a la vida religiosa, esto es, a la vida ético-religiosa (por ejemplo, los montanistas, § 17), aunque también implican (necesariamente) equivocadas concepciones doctrinales. Aquí, en este contexto, nos ocupamos de aquellos tipos de herejía que directamente se relacionan con la doctrina y, consiguientemente, con la teología, en cuanto son un intento de «comprender» el contenido de la revelación por medio de la razón natural.

b) El Señor había anunciado que en el reino de Dios la cizaña habría de crecer junto con el trigo hasta el último día de la siega; y, según palabras de Pablo (1 Cor 11,19), tendría que haber escisiones (herejías). De hecho, la historia entera de la Iglesia de Dios está surcada de herejías, siempre nuevas y condenadas por la Iglesia.

c) Para comprender la historia eclesiástica y extraer de ella una valoración científica de la Iglesia y su doctrina es absolutamente necesario poner en claro primero la esencia y el origen de la herejía. Lo que se ventila es el problema central de la unidad o no unidad de la Iglesia bajo la forma particular de la formulación teológica. Si esto no está claro desde el principio, la exposición de la historia de la Iglesia corre el peligro de diluirse en un revoltijo inconexo de las más variadas y hasta contradictorias proclamaciones y explicaciones de la doctrina de Jesús. La historia de la Iglesia se desintegraría en la historia de los fenómenos cristianos. El concepto de la única verdad cristiana se vería básicamente amenazado. Y con ello la idea y la realidad de la Iglesia. Así las cosas, debemos detenernos un poco más en unas consideraciones previas imprescindibles.

2. Herejía, según su etimología griega, es una elección unilateral. La teología ortodoxa bajo la dirección de la Iglesia a) pone de relieve en primer lugar el artículo de fe revelado, esto es, la norma entera de la fe, está dispuesta a acoger la plenitud de la revelación y mide todos los resultados del propio conocimiento según su conciencia de fe (es ante todo «oyente» y «confesor» de la fe, antes de explicarla); y b) se cuida intensamente de dar razón proporcionada de todas las verdades de fe. En la herejía, por el contrario, esta postura queda desplazada de dos modos: a) el afán de explicación, esto es, el propio juicio humano prevalece sobre la fe objetiva predicada por la Iglesia y sobre la postura de oyente; uno se pregunta primero (a veces inconscientemente) qué posibilidades hay antes de escuchar la revelación: actitud subjetiva en lugar de objetiva; b) de todo el conjunto de la revelación se hace una selección: en lugar de síntesis católica, unilateralidad herética. La esencia de la herejía es el subjetivismo y la unilateralidad. (La selección y el desplazamiento no siempre tienen lugar por la vía de la reflexión; a menudo también concurren influencias falseadas de antiguos conceptos religiosos o morales transmitidos o recibidos. Este fue en parte el caso, por ejemplo, de las herejías religiosas de los siglos I y II [judaísmo, gnosis judaizante, milenaristas], lo que apareció como un peligro para la pureza del cristianismo entre los germanos [cf. § 34]).

Un rápido recorrido a través de las herejías de todos los siglos prueba elocuentemente cuanto se ha dicho. Siempre, hasta en nuestros tiempos, la investigación filosófica subjetiva de la «esencia del cristianismo» ha llevado a la unilateralidad herética, es decir, hasta un punto donde no existía la conciencia viva de que esta esencia no consiste precisamente en la una o en la otra parte del mensaje, sino en la una y en la otra, en el tanto-como, o sea, en la plenitud; o también no alentaba la idea de que sólo el organismo vivo de la «Iglesia» puede conservar íntegramente y exponer rectamente esa plenitud, que, a su vez, también es algo vivo en sí misma. Tal recorrido a través de la historia muestra a la Iglesia, también en este asunto, como sistema del centro, de la síntesis, guardiana de todo el tesoro de la revelación.

3. La síntesis, no obstante, implica también tensión y oposición, y por eso muchas veces resulta difícil la verificación científica en abstracto de la íntima armonía de los diversos elementos doctrinales; con todo, la dificultad de unir dos polos opuestos jamás ha autorizado a negar la existencia del uno o del otro. Tensión y oposición no significan contradicción, sino que forman parte de la plenitud, es decir, de una fecunda armonía. De hecho, la refutación contra los herejes se ha llevado de tal modo que les ha demostrado que ellos no creían lo que la mayoría, lo que la tradición, sino que más bien anunciaban algo nuevo, que estaban solos.

Por otra parte, el hombre no debe excluir del servicio divino la razón creada por Dios. Por lo mismo, a su vez, la condena de una herejía no comporta la condena de la crítica, como tampoco de la teología científica. Con ambas exigencias, la de la plenitud y la de la crítica, ha de ir ligada la verdadera exposición de la historia de la Iglesia. El mismo Concilio de Trento reconoce la legitimidad de la crítica cuando advierte, entre otras cosas, que una cosa no es falsa sólo porque la diga Lutero.

Por eso, identificar -como tantas veces se ha hecho- por principio la herejía con la maldad (y en especial con el orgullo) no es más que un prejuicio. La unilateralidad de las herejías radica no pocas veces en la ardiente voluntad de buscar personalmente la verdad salvífica correcta. Y las más de las veces también depende de las ideas básicas filosóficas o teológicas recibidas. Herejías surgidas de este modo recorren la historia entera de la Iglesia en tal número que no es posible explicarse satisfactoriamente su función en la historia de no recurrir, también en este caso, al concepto de la felix culpa. En la realidad de las herejías se evidencia asimismo la limitación del poder cognoscitivo del hombre. Agustín y Jerónimo lo han declarado de diversos modos: «Nadie puede construir una herejía a no ser que esté dotado de ardiente celo y dones naturales. De esta especie fueron tanto Valentino como Marción, de cuya gran erudición nos hablan las fuentes» (Jerónimo). Para la postura de Agustín frente a los donatistas, véase § 29.

Una realidad tan oprimente como ilustrativa de la complejidad de las fuerzas en juego es el hecho de que los esfuerzos científicos en torno a la doctrina de la Iglesia (sea para defenderla, sea para exponerla positivamente) nunca han acertado con la doctrina íntegra y pura en un tanto por ciento más o menos elevado.

Esto es especialmente llamativo en los primeros tiempos, antes de Constantino y del primer concilio. No hubo entonces ningún teólogo que de una u otra forma no se imaginara a Cristo como esencialmente subordinado al Padre (Justino, Hipólito, Novaciano, Tertuliano). Incluso la idea de Dios se expresaba de ordinario muy confusamente, dada la gran influencia (Justino) de las ideas estoicas (y neoplatónicas). También había representantes del quilismo e ideas equivocadas sobre el Espíritu Santo (Hipólito) o sobre el bautismo de los herejes.

Todas estas cosas, sin embargo, no llevaron a la Iglesia de entonces a expulsar sencillamente a estos escritores; a algunos de ellos los venera incluso como santos. Esto responde al hecho de que defensores de doctrinas no ortodoxas o antipapas, como Hipólito y Novaciano, soportaron valientemente por Cristo las persecuciones y el destierro. Todo ello nos ayuda a explicar con la necesaria amplitud de espíritu el fenómeno de la «herejía». La Iglesia, por así decir, ha dejado crecer la cizaña hasta llegar el tiempo de la claridad total y, con ello, también de la sanción; tenía tiempo y se lo tomó, mientras no cabía duda alguna del fervor religioso de una genuina postura de fe. Así, con hechos y no con palabras, ha llamado expresamente la atención sobre la diferencia entre fe y fórmula de fe, es decir, entre la fe y su formulación teológica o teoría de la fe. Ya entonces algunos se dieron cuenta del problema y a menudo añadían a sus explicaciones, como Tertuliano, por ejemplo, la observación de que debían ser interpretadas únicamente en el sentido de la fe general de la Iglesia.

4. No obstante la importancia de estos puntos de vista, el problema teológico de la historia de la Iglesia a este respecto no está resuelto. La base para una valoración definitiva de las escisiones es más bien ésta: por voluntad del único Señor no debe haber más que una Iglesia y una doctrina. Conforme a sus palabras sobre un único pastor y un solo rebaño y de acuerdo con la oración sacerdotal (Jn 17,21ss: ut omnes unum sint), las escisiones están en radical contradicción con su voluntad. Así, aun en aquellos que se han separado, se ha mantenido siempre vivo hasta tiempos recientes, por lo menos en teoría, el pensamiento de una doctrina y una Iglesia. De hecho, en visión de conjunto, hasta el siglo XI no ha existido más que una Iglesia católica. El problema de una separación duradera se da a partir del cisma entre la Iglesia oriental y occidental en el año 1054 (§ 54) y el de una escisión de la fe a partir del siglo XVI.

La cuestión fundamental, que permite adoptar una postura científica, es la de la continuidad y sucesión apostólica. Que hasta el siglo XI estaba resuelta claramente a favor de la Iglesia católica[45] era también opinión de los reformadores. El hecho de que esta unidad en la Antigüedad y en la Edad Media estuviese a menudo asegurada por la intervención del poder estatal cristiano no es una objeción legítima más que desde un punto de vista moderno-espiritualista, mas no desde el punto de vista del evangelio.

5. Antes del siglo XI, sin embargo, también hubo hechos que de tal modo afectaron a la unidad de la Iglesia en su apariencia concreta, que tendremos que estudiarla más detenidamente. Aparte de la ya mencionada falta de claridad doctrinal de los maestros católicos del período preniceno y épocas posteriores, no hay que subestimar ni la fuerza ni la duración de los cismas y de las Iglesias cismáticas que enseñaban doctrinas heréticas.

En los tiempos primitivos, o sea, hasta el fin de los tiempos apostólicos, la evolución está clara: pese a divergencias doctrinales y ciertos partidismos (yo soy de Pablo, yo de Apolo, 1 Cor 3,4), no sólo prevalece la conciencia de la unidad de todas las comunidades en una Iglesia, sino que los cristianos verdaderamente vivían esa unidad. Esta unidad se hizo problemática cuando una comunidad aislada o más amplias circunscripciones eclesiásticas con sus obispos se creyeron, en virtud de ciertos méritos espirituales y religiosos, o también económicos y políticos, en el deber de reclamar una posición especial con derechos propios. El obispo particular, ante su conciencia y la conciencia de su fieles, era ante todo el obispo de esta única Iglesia, estaba en su propio derecho frente a las otras Iglesias. También era natural que se formasen grupos. En las disputas trinitarias y cristológicas y en los correspondientes concilios encontramos a estos grupos como fuerzas que toman parte decisiva en las definiciones doctrinales. Hubo auténticas competiciones. Alejandría y Antioquía se convierten por su talante espiritual en centros de poder. Desde el punto de vista político, éste se acusa de la forma más evidente en Constantinopla (cf. a este respecto las diversas consecuencias de las controversias trinitarias y en especial las cristológicas).

El mismo problema se advierte, aunque en otra forma, en las luchas de las herejías occidentales del norte de África: la cuestión del bautismo de los herejes, el pelagianismo, el donatismo y, anteriormente, la fiesta de la Pascua. También el mismo problema se presenta, aunque con distinta orientación, en la general desconexión de las Iglesias particulares que provocó la migración de los pueblos, lo que más claramente se verá en el posterior proceso de cristalización del reino de los francos hacia la unidad del Occidente cristiano de la Iglesia latina.

6. Muchas de aquellas corrientes no ortodoxas o no completamente ortodoxas sucumbieron relativamente pronto, aunque durante cierto tiempo y en determinadas regiones causasen gran confusión y acarreasen graves pérdidas, como, por ejemplo, los donatistas (§ 29).

También al lado de todo esto hay otra serie de hechos no menos serios e inquietantes. En la Antigüedad, junto a la «gran Iglesia» católica, hubo rupturas de Iglesias heréticas autónomas tan importantes y duraderas que hubieron de condicionar profundamente el cuadro de la expansión de la Iglesia. La difusión de los partidarios de Marción y de Mani fue tan grande que bien se puede hablar de movimientos universales.

El fenómeno llegó a constituir un gravísimo problema, en el sentido propiamente teológico y teológico-eclesiástico, no donde se trató de una formación más o menos pagana (sincretista), sino donde se trató de Iglesias cristianas heréticas, fuera de la ortodoxia, de gran extensión y duración. En este sentido es impresionante la historia del nestorianismo y su condena en Éfeso. Y sobre todo en lo que respecta a la Iglesia nestoriana de Persia. Prescindiendo de su irradiación en el norte de África, muy importante para la evolución de Mahoma, es decir, para los elementos cristianos que recogió, el nestorianismo tuvo una profunda infiltración en todas las provincias de China[46]; tuvo, además, gran influencia sobre los árabes, que conquistaron Persia, y sobre los mongoles, que se apoderaron de Persia después de los árabes, en el año 1258. A veces pareció como si todo el Oriente pagano se hubiera convertido en Iglesia nestoriana. Lo mismo puede decirse del poderoso y persistente monofisismo (§ 27).

Si incluyésemos en nuestro examen toda la serie de herejías y cismas menores de los primeros tiempos del cristianismo, tal como se nos cuenta en los Hechos de los Apóstoles, en Ireneo, Tertuliano, Orígenes, Eusebio, etc., resultaría una plétora increíble de sectas de los más diferentes tipos, aunque en sí formalmente unitarias, y de tal vitalidad (como demuestra su difusión) que no se podría por menos que ver en ellas una seria amenaza para la vida del cristianismo, apenas nacido.

Estas sectas no eran más que una deformación de la verdad cristiana. Pero el veredicto del Señor (Mt 12,25)[47] no las afectó ilimitadamente. Este reino no cayó; a través de aquellas deformaciones no estaba esencialmente dividido. A la vista de los mártires que produjeron algunas de las Iglesias separadas, a la vista de su celo religioso y ante la amplia difusión y larga duración de algunos cismas, no es legítimo hablar de ramas secas, desgajadas del tronco.

El misterio de este fenómeno religioso-eclesiástico puede aclararse así: la unidad del cristianismo depende de la unidad de su verdad. Pero esta verdad no es solamente una doctrina. Tampoco los nestorianos y los monofisitas, unánimemente condenados por la Iglesia ortodoxa tanto oriental como occidental, se habían separado absolutamente de la verdad cristiana. Siguieron siendo cristianos, profesando a Jesucristo, Señor y Redentor, Dios y hombre. La evolución moderna nos demuestra cuán profunda es la unidad. En los puntos en que los monofisitas y los nestorianos permanecieron fieles a sus doctrinas primitivas, las diferencias con la doctrina verdadera han quedado reducidas hoy a meras diferencias de palabra. La unidad de la Iglesia es algo muy distinto de la uniformidad «que solamente es exterior y superficial y por lo mismo hace impotentes» (Pío XII). Mas, por otra parte, esa unidad subsiste mientras no haya ninguna contradicción interna. Este era el convencimiento de todas las Iglesias hasta la confusión espiritual de la Edad Moderna.

Notas

[45] Desde el siglo II el nombre de católicos (la expresión «Iglesia católica» aparece por vez primera en Ignacio de Antioquía) está difundido por todas partes para designar a los miembros de la Iglesia «grande» y diferenciarlos de las comunidades menores de los herejes.

[46] E incluso más al norte; también fue nestoriano el primer monasterio cristiano de China; igualmente fue nestoriana la primera Biblia china.

[47] «Todo reino dividido queda asolado».

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