conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período segundo.- Enfrentamiento de la Iglesia con el Paganismo y la Herejia. Estructura Interna

§11.- Las Causas del Conflicto con el Estado

1. Jesús había predicho que sus discípulos serían perseguidos por los judíos y por los paganos (Mt 10,17ss). Mas el paganismo romano era tolerante por principio. Dejaba incluso en paz al monoteísmo judío, que rechazaba todo culto idolátrico, así como la veneración de los dioses nacionales romanos. A la sombra de este monoteísmo, y considerado como una secta del judaísmo, creció el cristianismo[21]. ¿Cómo fue que el listado pasó de la tolerancia a la persecución de los cristianos?

2. Difícil es describir exactamente no sólo el desarrollo de las persecuciones de los cristianos, sino también su problemática interna. Primero, porque poseemos muy pocas declaraciones auténticas de las autoridades estatales a este respecto. Nos faltan casi en su totalidad los textos literales de los edictos imperiales contra los cristianos[22] el rescripto del emperador Adriano, del que luego hablaremos, es una rara excepción.

Segundo, porque la mayor parte de lo que podría orientarnos sobre el problema son manifestaciones cristianas de autodefensa y de acusación contra el Estado, esto es, manifestaciones de una sola parte en su propio favor.

Consiguientemente no podemos establecer con absoluta certeza los motivos legales del Estado romano para perseguir a los cristianos: ¿Fue una ley de excepción dictada ex profeso contra los cristianos? ¿O fue la aplicación de distintas leyes, que protegían el culto pagano de los dioses nacionales? ¿O fue solamente el sumo derecho de vigilancia de la policía estatal (derecho de coerción)? Hoy se tiende en general a no admitir una ley extraordinaria. Como única documentación legal tenemos en primer lugar el institutum neronianum que menciona Tertuliano, o sea, una consideración jurídica que había resultado de la praxis judicial de los procesos neronianos y llegado a imponerse, y en segundo lugar el rescripto del emperador Trajano a Plinio el Joven[23] (cf. § 12).

De hecho, el desarrollo de las persecuciones se corresponde con bastante exactitud al fundamento jurídico, de por sí inconsecuente, establecido por Trajano[24]. Pues aunque los cristianos a partir del rescripto de Trajano estaban indudablemente en la ilegalidad, las persecuciones de los cristianos, por lo menos hasta Decio (incluso hasta más tarde, durante la persecución de Diocleciano), se caracterizaron por una sorprendente desigualdad de procedimiento y por una incoherencia total entre los motivos aducidos.

Por consiguiente, en el contexto general de la antigua Roma las persecuciones de los cristianos constituyen una excepción. No perturban en absoluto la conciencia de los contemporáneos ni aun la de los cristianos, excepción hecha de las comunidades y círculos inmediatamente cercanos al lugar de la represión y durante el tiempo correspondiente. Pruebas: escritores cristianos como Tertuliano hacen especial hincapié en el hecho de que los cristianos en todas partes colaboran en las tareas de la vida cotidiana, siempre que lo puedan hacer sin idolatría ni inmoralidad (cf. § 12); la imagen que presenta la vida en el Estado romano, una vez terminado el conflicto, es, según muestran los escritos, por ejemplo, de Ambrosio y de Jerónimo, completamente la de un sistema de orden y derecho esencialmente tranquilo[25].

El carácter esporádico de las persecuciones -y consiguientemente la tan amplia como efectiva libertad de los cristianos durante los primeros siglos- explica también hechos como los que siguen: a partir del siglo II, las comunidades cristianas pudieron comprar tierras y erigir iglesias, y hasta promover (y ganar) un proceso al respecto (la comunidad de Roma en el 230 contra los posaderos romanos); a mediados del siglo II, Justino dirigía en Roma su propia escuela pública; pudo surgir, en fin, una vasta literatura cristiana. El llamado período de las catacumbas fue una excepción.

3. Como la causa general más importante de las persecuciones de los cristianos hay que mencionar la radical oposición interna entre la «extraña y nueva religión» (como se lee en la carta de las Iglesias de Vienne y de Lyón), esto es, la «liga de Cristo», y el paganismo encarnado en el Estado romano; pese a esa múltiple predisposición espiritual que facilitó la difusión del cristianismo entre los paganos, esta oposición no dejó de existir. Con toda probabilidad tenía que presentarse el choque. Y cuando se presentó, dado que el Estado romano poseía la fuerza, el choque se tornó un intento de reprimir violentamente al cristianismo: la persecución de los cristianos.

Por ser el Imperio romano eminentemente un Estado de derecho, no es lícito achacarle fácilmente ilegalidades y mucho menos crueldades ilegales. Ya nos previene de ello la circunstancia de que las peores persecuciones no fueron promovidas por monstruos como Nerón, sino por nobles emperadores del siglo II y por notables soberanos del siglo III[26]. El Estado tenía motivos que eran, desde su punto de vista, válidos.

4. Con esta rehabilitación parcial de los órganos del paganismo no disminuye la gloria de los mártires, sino que se acrecienta: su causa salió triunfante no sólo ante hombres vulgares, que no gozaban de las simpatías de nadie, sino también ante eminentes figuras de los siglos II y III; alcanzaron la victoria no sólo sobre fábulas inconsistentes, sino sobre los conceptos fundamentales que habían creado y sostenían el poderoso Imperio romano; convirtieron al cristianismo un mundo que no estaba marchito, sino que aún poseía energías propias.

a) Por otra parte, por las actas de los mártires y los escritos cristianos de los apologetas (§ 14) sabemos que también la plebe tomó algunas veces parte activa en las persecuciones. El motor principal no fue otro que el odio suscitado por las calumnias que circulaban. Mas este odio también se debe en parte a determinados emperadores y gobernadores (especialmente en cuanto que no se opusieron con suficiente energía a las difamaciones y a las acusaciones tumultuarias)[27].

Esta limitación, en la praxis, de las seguridades jurídicas básicas no debe ser tomada a la ligera. Hasta nosotros han llegado informes directos de acusaciones anónimas y presiones multitudinarias en el desarrollo de los procesos, así como de colaboración de las masas en la ejecución capital. Agitaciones como la de Lyon en el año 177 son expresión de la fuerte y realísima oposición a lo nuevo que anidaba en las más diferentes capas sociales, oposición que en algunos lugares se vio reforzada por una sistemática instigación popular o por polémicas literarias en contra de la religión cristiana (por ejemplo, la del maestro de Marco Aurelio; cf. Celso y Luciano de Samosata). Septimio Severo, al principio, protegió a la Iglesia contra tales agitaciones tumultuarias.

b) En este contexto hay que destacar el hecho de que precisamente la primera persecución fue efecto de un odio impulsivo, no fruto de una determinación jurídica estatal. Fue desencadenada por aquel hombre sin conciencia que fue Nerón. Este intentó, y con éxito, descargar en los cristianos la culpa del incendio de Roma (año 64); de ahí el furor del populacho contra ellos. Pero en el proceso judicial que entonces se entabló contra los cristianos la acusación no se basaba sino en el «odio al género humano», lo cual no constituye ningún motivo jurídico tangible. De esta persecución, nacida de un odio injustificado, quedó vigente para lo sucesivo la fórmula jurídica non licet vos esse (no tenéis derecho a existir); el cristianismo es así una religión ilícita, legalmente prohibida.

5. La hostilidad y el odio de la plebe contra los cristianos, de fatídicas consecuencias para la suerte de la nueva religión, tuvo diversas causas, de tenaz y duradera influencia:

a) La necesidad innata de los ignorantes y de la gente en general de tener un chivo expiatorio para cualquier adversidad. Los cristianos fueron considerados responsables de todas las calamidades públicas; contra estas ideas tuvo todavía que luchar san Agustín.

b) La necesidad, fuertemente arraigada entre los romanos, de crueles y desenfrenadas diversiones públicas en el circo, en el teatro y en la arena consideraba como un reproche por parte de los cristianos el que éstos se mantuvieran alejados de tales manifestaciones.

c) Pero lo que más alimentó el odio, o que el odio tomó como pretexto para enfurecerse, fueron las falsas interpretaciones, abonadas por la ignorancia y la calumnia, de las prácticas supuestamente antinaturales de los cristianos en sus reuniones secretas.

No faltan, además, acusaciones de tipo general como «necedad», «locura», «superstición desmedida», «tozudez» (frente a las invitaciones del juez para volver a las instituciones romanas) y «desobediencia».

Las consideraciones de base que indujeron al Estado romano, tolerante en materia religiosa, a perseguir a los cristianos están íntimamente relacionadas con la posición adoptada por los cristianos frente al Estado. Esta postura no estaba del todo clara: los cristianos reconocían al Estado como poder político superior, pero su dura crítica frente a las costumbres idolátricas estatales era también ilimitada; su fidelidad al Estado, en efecto, no siempre hubo de parecerle a éste fuera de toda duda. La idea que el Estado tenía al principio del cristianismo y de su postura política era, en efecto, bastante incompleta, y su actividad ante él, un tanto oscilante. No hay que perder de vista, además, que durante mucho tiempo la secta cristiana, por su pequeñez numérica, su insignificancia social y su impotencia política, apenas significaba nada en el vasto Imperio romano y sólo de cuando en cuando llegó a llamar la atención de los dueños del mundo, tan conscientes de sí mismos.

6. El Estado romano estaba esencialmente conectado con la religión nacional romana. Mas los cristianos reivindicaban para sí, en exclusiva, la verdadera religión; rechazaban los ídolos, la idolatría y el culto al emperador[28]. Esto daba pie bastante para atraer sobre ellos la acusación de ateísmo. Y el ateísmo, a su vez, significaba un atentado contra el Estado; por eso los cristianos fueron inculpados de ser enemigos del Estado.

a) Lo que en la práctica dio a ambas acusaciones una importancia decisiva fue el avance incontenible del cristianismo por todo el mundo (tendencia universalista), su irresistible impulso expansivo. El cristianismo albergaba dentro de sí vocación y fuerza bastante para conquistar el mundo. No se trataba de una pequeña secta nacional como el judaísmo ni de una de tantas agrupaciones filosófico-religiosas sin relevancia política; el Estado, una vez conocida la naturaleza de la nueva religión, pudo más bien ver en el cristianismo un intento de desligar a la totalidad del pueblo tanto de los dioses como de la forma, de Estado que con ellos parecía estar indisolublemente ligada. Tanto más cuanto que significados portavoces de los cristianos, como Justino y Tertuliano, hacían hincapié en que el cristiano es primeramente cristiano y luego romano.

Las autoridades romanas, en cambio, hubieron de comprobar que los cristianos eran súbditos leales; les faltaba todo lo que hubiera podido calificarse de revolucionario en el usual sentido de la palabra. Eran más bien amantes de la paz, ciudadanos honrados, que pagaban sus impuestos más puntualmente que los demás, que oraban por el bien del emperador y la estabilidad del Estado. Que esto lo hacían en serio estaba garantizado por su extraordinariamente alta moralidad, que todos reconocían pese a los rumores.

b) La relación de los cristianos con el Estado era en algunos aspectos completamente nueva. Es comprensible que Roma no encontrase inmediatamente una clara línea de conducta al respecto. Efectivamente, como ya se ha dicho, el curso de los acontecimientos no tuvo en un principio sino ligeras consecuencias: mientras que el dominador del mundo no se ocupó de los cristianos como tales, su postura, hasta la persecución de Decio, osciló entre dos extremos. O bien se partía de la teoría de que había delitos punibles (ateísmo, delito de lesa majestad) y, basándose en el decreto de Nerón, se procedía a la represión, o bien se actuaba según la impresión inmediata que causaba la conducta pacífica de los cristianos y, efectivamente, no se les molestaba. Las denuncias anónimas estaban prohibidas; Adriano llegó incluso a castigarlas. Muchas veces los gobernadores estaban a favor de los cristianos y en contra de la plebe; Pablo mismo llegó a experimentar una protección de este tipo. Esta actitud fluctuante ya había sido, desde muy pronto, expresamente formulada y reconocida en la mencionada ordenanza oficial del emperador Trajano al gobernador Plinio.

7. La condena comportó para los cristianos la cárcel, la flagelación y la pena capital con múltiples variantes (decapitación, condena a la arena [con torturas siempre nuevas y diversas como, por ejemplo, ser asados en la parrilla; cf. la carta de Lyón-Vienne]). A veces (como en Lyón) se les prohibía el enterramiento, los cadáveres eran expuestos, ultrajados e incluso arrojados a los perros, y los restos lanzados al río.

De algunos mártires, como, por ejemplo, del obispo Policarpo de Esmirna, se cuenta que iban a la muerte cantando un cántico de alabanza. Conducta semejante no debe engañarnos sobre la dureza de la prueba. La palabra martirio se dice muy pronto. Pero si queremos hablar ajustadamente del martirio de los primeros cristianos, hemos de tener presente que todo ello implicaba: a veces, brutales tormentos; siempre, dolores y tribulaciones. Poseemos algunos relatos auténticos que lo describen detalladamente, como, por ejemplo, la carta de las Iglesias de Vienne y de Lyón a los cristianos de Asia Menor sobre el martirio de sus hermanos bajo Marco Aurelio. Aparte de algunas expresiones exageradas, qué sobria firmeza en medio de los tormentos y seguridad del triunfo con el Señor crucificado, hasta el martirio medio humano medio inhumano de Potino y de Blandina[29]. Tampoco debemos dejarnos engañar por las palabras que de vez en vez eclipsan los sufrimientos.

El hecho de que en tiempos recientes se hayan ideado en Europa y Asia tormentos aún mucho más refinados, indecibles en el verdadero sentido de la palabra, no aminora los tormentos sufridos por los mártires cristianos de los primeros siglos. En ambos casos el único factor decisivo para una consideración cristiana es el sufrir por Cristo y basándose en su fuerza.

La reacción de los perseguidos, tan auténticamente humana como cristiana, que encontramos en la carta varias veces citada de las Iglesias de Lyón y de Vienne, forma parte de la verdadera imagen de las persecuciones de los cristianos: la sosegada certidumbre de victoria sobre el señor del paganismo, Satanás; la tristeza por los débiles que caen, y la gran humildad de aquellos que en el suplicio «habían dado testimonio de la verdad»; todos confesaban su propia debilidad mientras vivían y rechazaban el título honorífico de «mártires», título que querían que quedase reservado para los que, tras haber padecido y muerto, estaban unidos con el Señor.

Notas

[21] Durante los siglos siguientes, la relación externa entre judaísmo y cristianismo en el Imperio romano fue extraordinariamente compleja. La antipatía que el pueblo bajo, especialmente en el sector greco-oriental del imperio, sentía contra los judíos fue a menudo transferida también a los cristianos, pues eran considerados como una secta judaica. Por otra parte, los judíos, por lo menos según el testimonio de los escritores cristianos de los primeros cuatro siglos, fueron a menudo los instigadores de las persecuciones locales contra los cristianos. Esto fue posible porque eventualmente gozaron de gran estima en la corte imperial (por ejemplo, con Nerón, y durante algún tiempo con Domiciano).

[22] Las indicaciones que nos da Eusebio en su Historia eclesiástica (por ejemplo, en el libro IV) son de poca solvencia.

[23] Este describió la situación en los siguientes términos: «Hasta ahora he procedido así contra aquellos que me eran indicados como cristianos: les preguntaba si eran cristianos. Si lo confesaban, les hacía dos y tres veces la misma pregunta, amenazándoles con la muerte. Si continuaban obstinados, los mandaba ajusticiar. Pues no dudaba en absoluto que, cualesquiera que fuesen sus faltas, se debía castigarlos por su terquedad e inflexible obstinación. Cuando otros, afectados de la misma locura, eran ciudadanos romanos, hacía tomar nota de ellos para remitirlos a Roma... Aquellos, que negaban... y sacrificaban... creía que debía dejarlos libres».

[24] «Si se les acusa y se obstinan, los cristianos deben ser condenados; si se retractan, se marchan libres. No hay razón de estado para perseguirlos».

[25] Crasamente lo expresan en su valoración de los bárbaros que irrumpían en el imperio; se les hacía muy costoso considerar verdaderos hombres a estos representantes del desorden.

[26] Fueron precisamente emperadores débiles, incluso indignos, como Cómodo y Galiano, los que toleraron el cristianismo.

[27] El rescripto de Trajano transfería al gobernador una cierta autonomía; de modo que muchas cosas dependían de la postura personal del gobernador. En Lyón, por ejemplo, en contra de las disposiciones del emperador, el gobernador dictó la «orden de que se nos debía perseguir a todos nosotros» (Carta de la Iglesia de Lyón).

[28] Policarpo, por ejemplo, se negó a decir «Señor emperador» (Kyrios), a lo que la muchedumbre respondió con la acusación: «Es el aniquilador de nuestros dioses».

[29] Finalmente, su martirio se ilustra con estas palabras altamente significativas y particularmente hermosas: Ella, la pequeña y la débil cristiana despreciada, revestida del grande e invencible luchador Cristo, tenía que derribar al adversario en muchas batallas y en la lucha ser ceñida con la corona de la inmortalidad.

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