conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período primero.- Preparacion, Fundacion y Primera Expansion de la Iglesia. De los Judíos a los Paganos » §8.- El Cristianismo entre los Paganos

I.- Pablo

1. Pablo fue el hombre cuyo ingente trabajo había de quebrantar esta oposición, cuya vida entera fue una lucha para liberar al cristianismo del lastre de la ley judía y ganar a todos los hombres para Cristo. Era de sangre judía; y él fue precisamente quien arrancó al cristianismo del suelo judío, cuya estrechez amenazaba con ahogarlo, lo llevó al escenario histórico universal de la cultura greco-romana y del Imperio romano y lo implantó allí, en el amplio suelo del mundo. El formidable cambio que experimenta la situación del cristianismo desde la muerte de Jesús hasta el año 67 (martirio de Pablo) es esencialmente obra suya; un trabajo gigantesco desde todos los puntos de vista; tanto más si se tiene en cuenta que hubo de ser realizado y afianzado por un cuerpo enfermo y contra un ejército de falsos hermanos, que por todas partes iban entorpeciendo su labor.

2. Pablo nació en la ciudad helénica de Tarso de Cilicia, en el Asia Menor, de padres judíos, que poseían el derecho de ciudadanía romana. Bajo la dirección del fariseo Gamaliel se formó como escriba fariseo, que ardía en celo por la ley de sus padres. Su sustento (de lo que luego, siendo apóstol, estaría orgulloso) se lo ganaba (como tejedor) con el trabajo de sus manos, como todos los miembros de las hermandades fariseas. En el camino de Damasco la gracia de Dios lo llamó de perseguidor de la Iglesia a siervo particular de Jesucristo, el Kyrios, el Señor (Hch 9,1ss). Una estancia de tres años en Arabia y en Damasco le capacitó interiormente para su nueva vocación de Apóstol de las gentes. Aunque el evangelio que él predicaba le fue revelado por Jesús (Gál 1,12), a los tres años de su conversión se dirigió a Jerusalén para ver a Pedro, donde, tras una estancia de catorce días, tuvo ocasión de ver también a Santiago, el «hermano» del Señor (Gál 1,18s). Catorce años más tarde volvió a Jerusalén para comparar su evangelio con el de los apóstoles, y allí Juan, Pedro y Santiago le ratificaron el encargo de la misión de los gentiles (Gál 2,1-9).

3. Pablo era, pues, judío, romano y (también) helenista. De este modo (aunque en diversa medida) era representante nato, por nacimiento, educación y estilo de vida, de las tres grandes culturas con las que el cristianismo tuvo que enfrentarse en la Antigüedad.

Y, por lo mismo, estaba capacitado para llevar al cristianismo a la victoria en todos los frentes o, cuando menos, para prepararla, labor que habría de ser decisiva para toda la historia de la Iglesia.

a) Pablo era doctor de la ley. Había aprendido los métodos de la teología judía farisaica. Por lo cual se hallaba en disposición de ser el primer teólogo cristiano y, sobre todo, de asentar las bases de toda la teología cristiana. Este hecho es extraordinariamente importante. Se refleja en muchos momentos decisivos de la historia eclesiástica. Y lo mismo hay que decir de las tensiones que precisamente las enseñanzas y formulaciones de Pablo han provocado a lo largo de los siglos en el seno de la teología cristiana.

En su casa paterna, además del hebreo y del arameo, Pablo había aprendido también el griego; en su ciudad natal se había familiarizado asimismo con la cultura helenista y de alguna manera conocía la filosofía estoica (tardía) de la época. Por eso llegó a convertirse, gracias a su discurso en el areópago (Hch 17,22), en precursor y modelo de aquellos nombres que luego hubieron de anunciar el cristianismo a los representantes de la cultura helenística con los medios propios de ésta (los apologetas del siglo II, § 14). No obstante todo esto, en Pablo nunca quedó en segundo plano la predicación de Jesucristo el Kyrios, de la cruz y su locura y de la justificación por la sola fe; tal predicación constituyó siempre el centro inamovible de su doctrina.

Pablo era ciudadano romano. Tenía conciencia de las ventajas que le daba la ciudadanía romana. Las aprovechó apelando al emperador (Hch 25,11); pero también reconocía expresamente el derecho del Estado, como el de toda autoridad (Rom 13,1).

b) Hay que tomarlo, pues, en sentido literal cuando Pablo dice que se ha hecho todo para todos para ganarlos a todos, gentil para los gentiles, griego para los griegos, judío para los judíos: el Apóstol de las gentes (cf. 1 Cor 9,20ss). Pablo era un hombre «católico». La ley fundamental del cristianismo, ser siervo (el mandamiento básico del amor, «en el que se cumple toda la ley» [Rom 13,8-10]. ¡Hágase tu voluntad! [Mt 6,10]), alcanza en él su forma plena. Su clarísima conciencia de sí mismo no es más que la conciencia de la misión encomendada por Dios, a la cual tiene que servir desinteresadamente, y de la fuerza que Dios le ha dado, con la cual tiene que trabajar. «¡Ay de mí si yo no predicase el evangelio!» (1 Cor 9,16). Por eso en él alentaba al mismo tiempo una gran humildad, que le hacía consciente de su propia debilidad personal, y una confianza sin límites en que la gracia habría de mostrarse fuerte en la debilidad (2 Cor 12,10): «Todas las cosas contribuyen al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28). Del tiempo anterior a su conversión le quedaba la conciencia de su profunda culpabilidad, que él confiesa con impresionante arrepentimiento (1 Cor 15,9).

4. Poseemos catorce cartas de san Pablo. (La crítica textual, sin embargo, no le reconoce la redacción directa de la carta a los Hebreos). Constituyen la más antigua literatura cristiana. Encierran algunas dificultades, como ya se observa en la segunda carta de san Pedro (3,15s); pero también una plenitud inagotable de excelsos pensamientos. Vivamente reflejan el fogoso temperamento del Apóstol de las gentes y su impresionante, casi titánico esfuerzo por conocer los inefables misterios de Dios. En ellas alienta una indomeñable fe en el irresistible poder de la verdad de la revelación cristiana. Esta verdad la anuncia Pablo, aprovechando la inagotable riqueza de sus revelaciones, con formulaciones vivas, siempre nuevas, en las que, obviamente, le importa menos la exacta terminología o el sentido literal que la fuerza y la plenitud de vida en Cristo Jesús: el concepto de la plenitud (^pcDµa) es central en Pablo y su predicación. Todo ese gran número de expresiones que hablan de «riqueza», de «edificación», de «conocimiento profundo», de «crecimiento en el amor» y de «alcanzar las indescriptibles riquezas de Dios» sirve a Pablo para ilustrar dicha plenitud de una forma igualmente variada e inagotable.

Las cartas de Pablo van dirigidas en su mayor parte a las comunidades que él mismo había fundado, o también, como la dirigida a los romanos, a aquellos de cuya fe tenía gozosa noticia y a los que ardía en deseos de conocer y evangelizar personalmente. Estas cartas se leían en las celebraciones litúrgicas y se intercambiaban entre las comunidades.

Pablo realizó tres grandes viajes misioneros. Aunque sabía que había sido enviado especialmente a los gentiles (Rom 11,13; Gál 2,9), él y sus compañeros, por ejemplo, Bernabé, siempre se dirigían primero a la sinagoga. Pablo, después de su primer viaje de misión (durante el cual, en Pafos de Chipre, convirtió a un alto empleado, el gobernador Sergio Paulo) subió a Jerusalén, donde (hacia el año 50) tomó parte en el concilio apostólico (Hch 15,6-29). El segundo viaje misionero le llevó otra vez a Europa. Su estancia en Atenas y Corinto reforzó su contacto con el helenismo.

Amenazado de muerte repetidas veces por los judíos de Jerusalén (como ya lo fuera al principio de su misión en Damasco y en Jerusalén, Hch 9,23ss) y acusado por ellos, fue llevado a Cesarea por las fuerzas romanas de ocupación; denunciado allí por los judíos al gobernador Félix como jefe de los nazarenos, encarcelado durante más de dos años y nuevamente acusado ante el gobernador Festo, apeló al César de Roma (Hch 25,11). Fue llevado allí y vivió, vigilado únicamente por un soldado, en prisión atenuada. Después llegó posiblemente hasta España (cf. Rom 15,24.28).

Pablo fue decapitado hacia el año 67 en Roma, probablemente en la Vía Ostiense.

5. Para Pablo, el objeto principal de la fe y la predicación fue Cristo crucificado y resucitado, el Señor exaltado, el Kyrios. Por medio del Señor, nosotros, que experimentamos en nuestros miembros la poderosa ley del pecado (Rom 7), somos justificados por la fe (Rom 5,1). Pablo fue ante todo, predicador de la gracia, mejor dicho, de la gracia de la redención merecida por la muerte de Jesús en la cruz, con la cual se cumple la ley.

Pablo, no obstante, sabía muy bien de la necesidad que tiene el hombre de colaborar con la gracia inmerecida, gratis data. Su lucha incansable por calar más hondo en los misterios de Dios y de la gracia redentora que en ellos libremente se regala se integra plenamente en la lucha por el premio de la victoria (1 Cor 9,24). Pablo se castigó a sí mismo para no ser repudiado (1 Cor 9,27). Quiso, incluso, completar (Col 1,24) lo que aún faltaba a la pasión de Cristo. Esperaba para sí la recompensa del cielo (2 Tim 4,8), tal como el mismo Jesús, casi de la misma forma que en su contestación a la pregunta de Pedro (Mt 19,27), le había prometido. Pablo, que tanto sabía de la ley del pecado en el cuerpo de los hombres, confiesa al mismo tiempo que él ya no vive, sino que es Cristo quien vive en él (Gál 2,20). Pese a su tremendo grito: «¡quién me librará de este cuerpo de muerte!» (Rom 7,24), no vive en absoluto con conciencia desesperada, sino que confiesa de sí mismo con sorprendente naturalidad: «Siempre hasta hoy me he conducido delante de Dios con toda rectitud de conciencia» (Hch 23,1).

En el curso de la historia, la doctrina de Pablo ha venido a ser muchas veces punto de partida de herejías. La causa ha sido siempre el mismo equívoco: que no se han tenido en cuenta todas sus formulaciones, tan extremadas a veces, sino que algunas de ellas han sido, unilateralmente, absolutizadas.

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