conoZe.com » Historia de la Iglesia » Historia de la Iglesia » I.- Antigüedad: La Iglesia en el Mundo Greco-Romano » Primera época.- La Iglesia en el Imperio Romano Pagano » Período primero.- Preparacion, Fundacion y Primera Expansion de la Iglesia. De los Judíos a los Paganos

§6.- Jesus de Nazaret, Fundador de la Iglesia

1. La vida y la obra entera de Jesús es la base y el fundamento de la Iglesia. Dado que sus palabras fueron pronunciadas para todos los tiempos (Mt 24,35) y él mismo prometió estar con los suyos hasta el fin del mundo (Mt 28,20; Jn 15,1 y 8,12), todo lo que él es y lo que él dijo e hizo es esencial para lo que ha sido, ha vivido y es su Iglesia, que él mismo ha fundado en la historia. Todo lo que de él sabemos pertenece, por lo mismo, a la esencia de la historia de la Iglesia. Teniendo en cuenta el cometido especial de la historia de la Iglesia (no se trata de exégesis), conviene recordar algunas cosas.

a) Las fuentes de nuestro conocimiento de la vida de Jesús son los escritos recopilados en el Nuevo Testamento. Adicionalmente, pero a enorme distancia, tienen valor algunos -muy escasos-- testimonios no cristianos sobre el Señor.

La cuestión del origen de los evangelios se ha discutido acaloradamente desde hace muchos siglos. La Ilustración y el liberalismo se han esforzado en demostrar que en cuanto fuentes no tienen ningún valor crítico, en situar su aparición en el siglo II y en negarles la paternidad de los autores indicados por la tradición. Y lo mismo que con los evangelios se ha hecho con gran parte de las cartas de los apóstoles. Sin embargo, la crítica científica más reciente se ha pronunciado a favor de la autenticidad y antigüedad apostólica de los evangelios. En todos los sectores se entiende mucho mejor el confuso proceso histórico de la génesis de los escritos sagrados y de su recopilación en un «canon» preceptivo, así como la participación humana de los autores inspirados en su selección y formulación. Y este conocimiento más profundo de los elementos naturales de su redacción, precisamente, ha robustecido la idea de que el valor histórico del núcleo de los evangelios no puede en absoluto ser negado.

El reciente intento de fraccionar radicalmente el Nuevo Testamento por capas o niveles o de volatilizar el suceso objetivo en un personal sentirse afectado y hacerlo «suceso», está claramente condicionado, pese a la inmensa erudición que todo ello entraña, por determinados esquemas filosóficos de un determinado tiempo histórico. (Desde hace aproximadamente un siglo, la historia de la exégesis demuestra lo efímero de semejantes intentos).

Frente a todo esto, la primera lectura da la impresión, que la más cuidadosa y amplia crítica de fuentes confirma, de la esencial unidad interna del mensaje de Jesús de Nazaret, que fue crucificado, resucitó y envió a los apóstoles que él eligió a difundir el reino de Dios con la fuerza del Espíritu Santo.

b) El Evangelio de Mateo fue primitivamente redactado en arameo. Marcos escribió en griego y reprodujo en lo esencial las enseñanzas de Pedro. El Evangelio de Marcos fue utilizado posteriormente por el traductor griego del Evangelio de Mateo, tanto en sus expresiones como en la disposición de la materia. Ambas obras, junto con otras tradiciones orales y escritas, sirvieron de fuente a Lucas. Mateo y Marcos escribieron su obra antes de la destrucción de Jesuralén; Lucas, probablemente, poco después de la misma.

c) El más discutido de todos ha sido el Evangelio de Juan, del que no se quería reconocer como autor al «discípulo amado» (Jn 21,20). Sin embargo, la mayoría de los investigadores, incluso protestantes[8], afirma dicha paternidad, así como su redacción hacia el año 100. Ahora bien: mientras los Evangelios de Mateo, Marcos y Lucas presentan[9] un material muy parecido sobre la vida, doctrina y muerte de Jesús, el Evangelio de Juan ofrece muchas cosas nuevas en cuanto a forma y contenido. Y esto es comprensible. Puesto que él escribió unos veinte o treinta años más tarde que los otros evangelistas, ya conocidos y reconocidos desde hacía mucho tiempo, era natural que cubriera algunas lagunas, diera ciertas cosas por supuestas y con su narración tomara postura sobre las nuevas cuestiones planteadas. De este modo, el Evangelio de Juan se convierte en un importantísimo pilar de la tradición viva, que se adentra hasta los tiempos en que ya no vivía nadie de los que conocieron personalmente a Jesús. Mediante Policarpo (§ 11), la conexión queda asegurada hasta bien avanzado el siglo II.

El evangelista Juan parece haber recibido el don de un profundo y especial conocimiento del Señor y su doctrina, él, «a quien amaba el Señor». Su Evangelio muestra en muchos pasajes con qué fidelidad y reconocimiento había conservado él en su corazón ciertos íntimos momentos y coloquios con el Señor. La continuada y espontánea meditación sobre lo maravilloso de este encuentro se plasmó, como es natural, en una exposición que no solamente es un relato, sino también, y esencialmente, una esclarecedora predicación. El Evangelio de Juan da muestras de una notable elaboración teológica del mensaje de Jesús. En muchos casos no resulta nada fácil separar las palabras de Jesús de lo que es originario de Juan.

En Juan aparece ya una confrontación positiva con la cultura helenista. El mejor ejemplo de ello es el primer capítulo de su Evangelio, donde se emplea el concepto griego de logos, aunque profundizado por la revelación cristiana, para expresar, en tono de alabanza, el misterio de la divinidad del Hijo, su poder creador y su encarnación en una proclamación y profesión de fe de gran estilo.

d) Lucas dice expresamente que ya había una considerable literatura sobre la vida y la predicación de Jesús (Lc 1,1s). Junto a los relatos aceptados por la Iglesia, en efecto, existían muchos otros que la misma Iglesia rechazó como no históricos (apócrifos): el Evangelio de los Egipcios, de Judas, de Pedro, de Santiago, de Gamaliel, Apocalipsis... En general puede afirmarse científicamente que la Iglesia dio muestras de un instinto extraordinariamente acertado en la elección. La sobria discreción de los Libros Santos por ella reconocidos contrasta, con todas las ventajas a su favor, con el sinnúmero de exageraciones fantásticas, cuando no ingenuas, sobre la vida del Jesús niño, sobre su muerte o hasta sobre sus predicaciones de un reino de mil años de los apócrifos.

2. Jesucristo murió (probablemente) el 14 de Nisán[10] del año 783 de la fundación de Roma, o sea, el 7 de abril del año 30 de nuestra era.

El año del nacimiento de Jesús, debido a un error del monje Dionisio el Exiguo († 566) al hacer el cómputo de la era cristiana, debe fijarse unos tres o cinco años antes de su comienzo.

a) Jesucristo es Dios. Esto nos lo enseña la fe. Apoyos de esta fe son la conciencia mesiánica de Jesús, las profecías en él ostensiblemente cumplidas, los milagros por él realizados, particularmente su resurrección corporal de entre los muertos, la divina limpieza y santidad de su vida, la inagotable riqueza, sabiduría y avasalladora verdad de su doctrina y la majestad divina de su personalidad. Todos estos elementos forman un todo, y solamente así, tomados en conjunto, tienen fuerza expresiva, aprovechable incluso científicamente.

En cuanto al modo como Jesús habló, lo más notable es su plena, y para los hombres inalcanzable, seguridad en sí mismo, que ni en las afirmaciones más solemnes ni en las aparentemente menos elevadas pierde su propio centro o se muestra de algún modo desmesurada.

b) Jesucristo, cumpliendo la profecía, vino al mundo como hijo de David, de la estirpe de Judá, para hacerse hermano de los hombres y salvar a sus hermanos. Aunque cargó con los pecados de éstos, él permaneció como unigénito del Padre, plenamente al lado de Dios. Por eso, y en un sentido misterioso, es hondamente significativo que Jesús naciera de «María la Virgen», no por «voluntad de varón» (Mt 1,25; Lc l,35s).

En la Sagrada Escritura se habla a menudo de los «hermanos de Jesús» (Mc 6,3). Que no se trata de hermanos en sentido propio y estricto se deduce de lo siguiente: a) En Lc 1,34 María afirma, en un contexto que confiere enorme trascendencia a su aserción, que «no conoce varón». Ella adoptó esta actitud en medio de la creencia general de que todo judío y especialmente todo miembro de la familia de David podía o debía contribuir a la llegada del Mesías esperado con la procreación de los hijos; ¡sería sencillamente inexplicable y hasta contradictorio un posterior cambio de su actitud primera! b) En correspondencia con esto está el hecho de que nunca uno de los «hermanos de Jesús» recibe el apelativo de hijo de María; éste está reservado en exclusiva a Jesús. c) Con ello, en fin, también concuerda el hecho de que a cada uno de los cuatro «hermanos de Jesús» mencionados en el evangelio se les asigna una madre distinta de María, la madre de Jesús (cf. entre sí Mc 6,5; Mt 13,35; Jn 19,25; Gál 1,19)[11].

3. En Cristo se ha manifestado el amor gratuito de Dios, con el fin de atraerse a la humanidad para hacerla partícipe de su propia plenitud de vida divina. El individuo es llamado a la comunidad de los santos (= de la Iglesia).

Por consiguiente, obra y doctrina de nuestro Salvador se dirigen: a) al hombre individual, b) a la Iglesia.

a) Jesús quiere traer a los hombres la recta religión y la verdadera piedad, que culminan en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Mt 22,37ss), exigen la pureza de intención (la «justicia mejor» del Sermón de la Montaña). Con ello Jesús rechaza el mecanismo y la exteriorización de la piedad y convierte enteramente la religión en cosa de conciencia: Dios y el alma. Jesús, igualmente, elimina la política de la religión. El reino de Dios que él anuncia no está destinado sólo para la descendencia de Abrahán, sino para todos los hombres: trae el universalismo religioso, la religión de la humanidad.

La religión de Jesús está íntimamente capacitada para eso, porque es sencilla y libre de todo condicionamiento temporal e histórico; porque sólo busca y estimula lo más hondo del hombre, el hombre mismo, su alma; porque se dirige a necesidades y aptitudes que se dan en todas partes, sin distinción de lugar o de raza. No hay contradicción en que Jesús, continuando y cumpliendo el Antiguo Testamento (Mt 5,17), limitase su predicación esencialmente a Israel, como tampoco en que a los apóstoles y discípulos en su primera misión los enviara sólo a los judíos (Mt 10,5s; 15,24). Jesús, como es natural, está fuertemente adherido a la tradición. No ha venido «a abolir la ley, sino a cumplirla» (Mt 5,17). Pero dentro de esta sustancial conexión con la historia del pueblo elegido, y junto con ella, aparece el otro elemento, el poderoso y revolucionario «pero yo os digo» (Mt 5,22) del Señor, que lo es incluso del sábado (Mt 12,8). Por esto es por lo que Jesús predijo la reprobación del judaísmo (Mt 21,23ss; 22,1-14).

En esta reprobación radica la tragedia del judaísmo. Y ésta sobrevino porque los judíos querían un Mesías terreno, una grandeza política, y por eso repudiaron a Jesús en un procesamiento tumultuoso. Y precisamente en él dieron, sin quererlo, testimonio contra sí mismos y en favor de Jesús. Pues ya Isaías había anunciado al Mesías como doliente siervo de Dios (Is 53,1.12); pero este pensamiento se había ido perdiendo y ya era extraño en la época de Jesús.

b) Del mismo modo, la obra de Jesús está esencial e íntimamente ordenada a la fundación de una Iglesia. Jesús hace sin cesar hincapié en la idea comunitaria de su religión (¡Padre nuestro; perdónanos nuestras culpas!). Quiere reunir el «pueblo de Dios». Quiere que todos seamos hermanos, que formemos una familia que alabe en común al Padre que está en el cielo. Esta familia, sin embargo, no es una escuela, sino una comunidad de vida: la que se forma entre todos los pueblos, es decir, la Iglesia católica[12].

Jesús no sólo anunció el reino de Dios al pequeño círculo de los que reunió a su alrededor; también fundó su Iglesia expresamente como Iglesia misionera. Quería hacer de sus discípulos pescadores de hombres (Lc 5,10; Mt 4,19) y los envió hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). De ahí que a la Iglesia le sea inherente un elemental impulso de expansión, una fuerza ofensiva en el más noble sentido de la palabra. La fundación y la doctrina de Jesús son esencialmente amor y servicio, extrañas a toda mera pasividad y falsa interioridad.

Jesús fundó también esta Iglesia como sociedad visible y comunidad histórica: 1) por la solemne declaración en Mt 16,18; 2) por la institución de los sacramentos; 3) por la constitución de los apóstoles en sacerdotes de la nueva alianza (Lc 22,19), y 4) por su constitución en maestros de los pueblos (Mt 28,19).

Todo esto no obsta para que la Iglesia visible, fundada por Jesús, sea una realidad de fe y, en cuanto tal, esencialmente invisible.

c) Los acontecimientos más decisivos en la vida de los apóstoles fueron la resurrección del Señor y la venida del Espíritu Santo. Sólo ellos produjeron su (ya preparada) transformación interior y duradera de incultos y medrosos pescadores en apóstoles, confesores, enérgicos predicadores y mártires.

La gran transformación de su conciencia afectaba al núcleo del judaísmo: aquellos que poco antes esperaban al Mesías como señor guerrero-político comprendieron ahora el espíritu del Sermón de la Montaña, la interioridad, la pobreza, la mansedumbre, la renuncia y el sufrimiento[13]. También supieron ahora que sólo en este mensaje, sólo en el nombre de Jesús está la salvación (Hch 4,12).

Nunca se insistirá bastante en la sustancial diferencia que media entre aquellos apóstoles que huyeron de los judíos y se encerraron llenos de miedo y esos mismos hombres cincuenta días más tarde, el día de Pentecostés, cuando ante la asamblea de todos los representantes del judaísmo, de Oriente y de Occidente, anunciaron «que Jesús es el Señor», que aquel que pocas semanas antes los sumos sacerdotes habían ajusticiado como criminal en el infamante madero de la cruz había sido elevado a la derecha de Dios (Hch 2,14ss). ¡Una tribuna ante el mundo! ¡Y qué fuerza! Esta transformación, por obra de la gracia, infundió a los apóstoles el ánimo de saberse responsables de la valiosa causa que defendían.

Aquí se hizo efectivo el encargo que Jesús había encomendado a sus discípulos (cf. la misión de los setenta discípulos, Lc 10,1ss), y en especial a sus apóstoles y a su Iglesia, como obligación principal: id a todo el mundo y enseñad a todas las gentes. Aquí se cumple la esencia de la verdad, que no puede ser otra que comunicarse para el bien de todos aquellos a quienes alcanza.

4. La Iglesia es la continuación de la redención, en cuanto que la anuncia a los hombres y la transmite realizada (palabra y sacramentos). Todos los hombres están redimidos y deben tornarse redimidos. La misión de la Iglesia, por tanto, es la penetración, el sometimiento del «mundo». Con lo cual todo lo que en la doctrina de Jesús, aparte de lo inmediatamente religioso, determina la relación del cristianismo con el mundo, adquiere especial relevancia para la historia de la Iglesia. El principio fundamental es el siguiente: el hombre no tiene nada que pueda dar como rescate por su alma (Mt 16,26). Por esto se debe rechazar todo lo pecaminoso y exigir la abstención del mundo pecador (ascética, «huida del mundo»): «¡Quien quiera ser mi discípulo, tome su cruz y sígame!» (Mt 16,24). Mas, por otra parte, aunque la religión de Jesús es neutral ante las diversas formas de cultura, reconoce a su vez al Estado, como al mundo creado por Dios, y lo aprueba. Con la frase: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21), Jesús admite dos grandes esferas autónomas y, por lo mismo, la relación positiva del hombre con el Estado.

Ambas direcciones, la huida del mundo y la orientación hacia el mundo, han resultado esenciales para el curso de la historia de la Iglesia; son como dos grandes corrientes que en el transcurso de los tiempos han aparecido alternativamente en primer término, pero que una y otra se complementan. Son dos fuerzas básicas, una de las cuales, la visible y «mundana», ha tratado siempre de apartar al reino, que no es de este mundo (Jn 18,36), de su vocación. Mas la orientación hacia el mundo, por otra parte, no es sólo oposición a la cruz, aunque fácilmente se preste a ello.

Jesús dio a su Iglesia un programa que debe determinar toda su historia. Como se trata de una institución que opera la salvación o la perdición de todos los hombres, la descripción de la historia de dicha institución está asimismo obligada a no quedarse reducida a un mero informe de su desarrollo histórico; también debe medir ese desarrollo según su programa obligatorio, según sus medidas establecidas, inmutables.

5. La vida terrena de Jesús terminó externamente con un fracaso: la crucifixión, que se convierte en centro de la redención. Por fuerza tenía que suceder que la Iglesia, continuación de su vida, participase permanentemente de esta misma cruz (tal como el Señor les predijo expresamente a los apóstoles, Jn 15,20); sí, la cruz es el auténtico camino de la Iglesia para alcanzar su meta; incluso una de sus leyes fundamentales, como se proclama en el evangelio (Mt 10,39; Jn 12,24), dice: ganancia por renuncia. Visto desde fuera, en sentido histórico-pragmático, junto a éxitos no faltan fracasos; junto a la santidad, la irregularidad. La Iglesia fundada por Jesús es Iglesia de santos e Iglesia de pecadores. Incluso en sus más brillantes épocas y personalidades no ha dejado de participar de la cruz, debiendo constatar fracasos en su propio seno. No es científico (y sí señal de poca fe) negar estos fenómenos negativos y pretender dibujar un cuadro tan retocado como irreal, sólo lleno de virtud y de fe. Pero también lo contrario es anticientífico y antihistórico: la simple división de la única Iglesia visible-invisible en la llamada Iglesia del amor y la Iglesia del derecho sólo puede llevar, por ejemplo, a condenar globalmente la historia de la Iglesia posconstantiniana y, en especial, la «papista» del Medievo, cosa que científicamente es inviable.

6. Del material histórico hasta ahora aducido ya se desprende una característica esencial de la historia de la Iglesia, que es preciso explicar con mayor detalle si queremos lograr una visión más fructífera. Es una característica que luego aplicaremos en la exposición de la historia de la Iglesia, y podremos comprobar su validez. Se trata del concepto, ya varias veces apuntado, de la síntesis católica. La actitud formal, a la que siempre hay que volver para captar la realidad plena de cualquier ámbito del ser y del acontecer, es la observación desde todos los ángulos posibles y la consiguiente visión de conjunto de las diferentes opiniones, las unas y las otras. Esto cobra especial importancia ante la complejidad de la historia, en nuestro caso la historia eclesiástica. Si se quiere ir más allá de una descripción aditivo-positivista, más allá de una mera yuxtaposición de hechos, y llegar a captar lo esencial, es preciso ensayar una visión orgánica del conjunto, una síntesis. Esto es: considerar la totalidad partiendo, sí, del material concreto críticamente verificado, pero intentando al mismo tiempo

a) descubrir las raíces comunes de las que derivan esos datos concretos, y

b) comprender el profundo sentido de cada uno de ellos dentro del todo, partiendo de las leyes y conceptos teológicos fundamentales conocidos o del contenido esencial previamente intuido. Esta visión orgánica y sintética es la única satisfactoria cuando se trata de hacer la valoración última, esto es, cuando se trata de poner en claro la verdad, la riqueza y la supremacía fundamental de la Iglesia sobre todas las otras religiones y sistemas.

Síntesis, en este sentido, es también expresión de catolicidad y universalismo. No hay otra fórmula que pueda hacer espiritual e intelectualmente tan fructífero el estudio de la historia de la Iglesia. La Iglesia es un sistema de centro. Si no perdemos de vista los reproches hechos a la Iglesia sobre sus múltiples, siempre lamentables estancamientos respecto a los propios ideales, es científicamente legítimo decir: la Iglesia representa el resumen o síntesis de todos los valores de derecha y de izquierda. En una historia inmensamente rica ha sabido evitar, en lo que para ella es esencial, la unilateralidad y la exageración: deja al pueblo judío su posición privilegiada como pueblo elegido, pero con la nueva alianza hace que toda la humanidad sea el verdadero Israel; reconoce la fuerza del entendimiento humano aun dentro de la doctrina revelada, pero rechaza la equiparación de la religión con la filosofía; sabe que la doctrina de Jesús encierra un estricto misterio y da a este misterio toda su sublimidad, pero la razón, aunque no puede captar adecuadamente la esencia del misterio (1 Cor 13,2ss), sí puede ilustrarla de algún modo; enseña que lo salvífico es todo obra de la gracia, pero también sabe que Dios cuenta con el hombre, y confiere asimismo a la voluntad humana fuerza y Responsabilidad bastante para la colaboración que Dios le pide y con su gracia le facilita: toda la historia de la Iglesia con su manifiesta multiplicidad puede ser estudiada desde este punto de vista. Siempre que, por muy razonables que sean los motivos, algún elemento no sea valorado según su aportación a la obra total, la institución de Jesús no habrá sido valorada objetivamente y parecerá imperfecta.

Es obvio que no se debe confundir síntesis con indiscriminada mezcolanza. Tampoco la expresión católica «tanto esto como aquello» significa la suma de dos realidades del mismo rango y los mismos derechos. La primera condición para la síntesis es la absoluta primacía de la revelación y la redención, esto es, de la gracia. Y la segunda condición es el rigor sin compromisos. En el acontecer histórico, síntesis es tanto como construcción orgánica desde la base fundacional.

Este modo de estudiar la historia de la Iglesia está íntimamente relacionado con su esencia. Pues la total -y paradójica- plenitud de la historia de la Iglesia a que aludíamos está basada, ejemplificada y previamente vivida en la persona, obra y doctrina de Jesús: Dios y hombre; la máxima conciencia de sí mismo y la profundísima humildad del que se niega a sí mismo; firmeza en las exigencias y misericordia; no repudiar la ley, sino llenarla de un nuevo sentido; intención interna y obra exterior; reino de amor y constitución; individuo y comunidad; cada punto de la doctrina respecta al todo, pero el todo sólo se halla donde se guardan y verifican todas las «singularidades»...

El reconocimiento de los hechos, primero, y de la riqueza de esta síntesis, después, es lo que hace posible reconocer la unitariedad y la consecuencia lógica de la doctrina de Jesús y del cristianismo primitivo, sin tener que recurrir, como hace la crítica liberal, a una «evolución» paulatina de la conciencia y la doctrina de Jesús, hiriendo así de muerte a toda forma determinante, a todo el cristianismo objetivo en germen.

Notas

[8] Cf. a este respecto el importante papiro de Rylands Greek (475). La pequeña hoja contiene fragmentos de Jn 18. Procede del Egipto central (!) y fue escrita lo más tarde en el 130. De esto se puede deducir, y con razón, que el evangelio fue redactado algunos decenios antes. (Cf. ilustración 2).

[9] Con una simple mirada pueden abarcarse los textos ordenados uno al lado del otro = sinopsis, sinópticos.

[10] Primer mes del año hebreo.

[11] Hegesipo (siglo II) llama, por ejemplo, a Santiago hijo del hermano de José. Su madre era hermana de la Madre de Jesús (Jn 19,25).

[12] Del griego kat holon = universal, unitario, global.

[13] Especialmente Lc 24,7.26.46: «¿No tenía el Mesías que padecer todo esto para entrar en su gloria?». Toda la tensión de esta concepción, frente a la expectativa general de los judíos, se manifiesta además en la angustiosa pregunta de Juan el precursor, caracterizado por la predicación de la penitencia y por la ira del Dios del AT: «¿Eres tú el que tenía que venir o esperamos a otro?» (Mt 11,3).

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