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El mito de la conspiración y la historia escrita por los vencedores

«Parece que la única cosa más poderosa que una conspiración mundial es nuestro deseo de creer en una conspiración mundial».

Laura Miller. The New York Times, 22 de febrero de 2004

Casi desde el principio, y durante la mayor parte de sus 2.000 años de historia, la Iglesia se ha visto acompañada por tentaciones gnósticas de distinto cuño. A primera vista, las fantasiosas explicaciones de la realidad que ofrecen estas doctrinas (por ejemplo, una diosa primordial para los ecofeministas; o dos dioses eternamente irreconciliables, uno bueno y otro malo, para Marción[1] o para Mani[2]) no merecen demasiado crédito y parecen difíciles de tomar en serio. Pero, entonces, ¿por qué las variadas gnosis que en el mundo han sido resultaron tan atractivas para tanta gente? Basta con preguntarse por qué a nosotros mismos, o a alguien próximo a nosotros, la lectura de El Código da Vinci nos ha dejado un sugestivo y vago regusto que evoca un mundo lejano en el que la vida es más fácil y agradable, sin normas que nos incomoden o nos lleven la contraria, y la sensación de superioridad sin responsabilidad de participar en un secreto que lo explica todo. Probablemente estos vapores no nos hayan convencido del todo, pero después de esta lectura «neognóstica» muchos ven con un poco de antipatía a la Iglesia, que impone disciplina y restringe la «espontaneidad»... y enseña una doctrina «vulgar», accesible a todos.

Ahí radica el atractivo permanente de todas las gnosis: dan seguridad y sensación de poder, y simplifican la vida a cambio de nada. O mejor, sólo a cambio de sacrificar la razón. Por ese motivo, las gnosis rebrotan con nueva energía cada vez que se vive una época de crisis, de incertidumbre. La crisis actual no es económica, obviamente, sino de extenuación, de falta de sentido. En situaciones así es tentador comprar la tranquilidad de «entenderlo todo» entrando en posesión de una clave oculta que todo lo explica y no nos exige nada. Es tentador entregar el precio de nuestra razón, nuestra inteligencia, que ha «demostrado» ser muy poco útil para sacarnos del atolladero.

Entre los ingredientes más sugestivos de ese cóctel de esperanza asequible a cualquier bolsillo, las gnosis siempre han ofrecido un mito explicativo de todos los males. Marción se inventó al dios malvado, creador de todo el mundo material. El culto a la feminidad nos explica que la Iglesia es la culpable del eclipse de la diosa, la responsable de un mundo oscuro, cruel, chato y represivo. El resultado es el mismo: la tranquilidad de saber que todo lo malo está explicado y, sobre todo, que no tiene parte ninguna conmigo. Yo soy inocente, soy «buena gente», y los malos siempre son otros: un dios maligno, la Iglesia católica, o el capital, por poner algún ejemplo socorrido.

El gran Hilaire Belloc pensaba que había que ser un iluso para negar ciertos elementos conspiratorios en la historia, «pero son mucho más ilusos los que... atribuyen todo movimiento revolucionario a los judíos y a las sociedades secretas». «El mundo es mucho más complejo que todo eso»[3], concluía.

El problema es, como siempre, la parte en la que estas teorías tienen razón. Por ejemplo, en el caso de Marción, uno legítimamente puede preguntarse qué papel juega un Dios todopoderoso ante el mal que hay en el mundo. Lo que ocurre es que la respuesta marcionita, tan simple y, aparentemente, tan completa, es un completo disparate, que hace imposible creer en Dios. Del mismo modo, no podremos negar a los que ven conspiraciones detrás de todo «lo que va mal en el mundo», que existen organizaciones que aspiran a controlar el poder político, el económico y hasta un cierto poder espiritual sobre la sociedad. Con Belloc tendríamos que decir que el que niegue que existen ese tipo de conspiraciones es un iluso. Pero el salto inaceptable es pensar que a la hora de lograr sus objetivos esos conspiradores gozan de poderes secretos y sobrehumanos. Los illuminati, los francmasones, los carbonarios y cientos de organizaciones secretas se han dedicado a «conspirar» en la penumbra para lograr sus fines. Para conseguirlos disciplinan sus energías y, eso sí, aprovechan las debilidades de los demás.

El gnóstico explica el origen del mal atribuyéndoselo a un dios, a un demonio o a una organización superpoderosa. Con eso logra sentirse inocente, justificado. Por otra parte, como esa fuente del mal es de algún modo «sobrehumana», el gnóstico es fatalista: no puede hacer nada contra el mal. El resultado es un individuo radicalmente «autoindulgente» («yo soy buena gente», «yo no hago mal a nadie») e irresponsable («las cosas no van a cambiar porque los mismos siempre van a mandar, o Satanás, o el demiurgo»). Ese tipo humano es:

  • anarquista: para él el poder es malo por definición. Así que no tiene respeto a ninguna instancia (el gobierno, la Iglesia, hasta el guardia urbano). Sólo obedece por temor al castigo, pero si prevé que va a escapar del castigo no tiene reparo en transgredir las normas;
  • individualista: es la otra cara del anarquismo. Si el poder es malo, es decir, siempre está en manos de los malos, lo único de lo que cada uno tiene que preocuparse es de su vida y de sus asuntos privados;
  • bienintencionado: quiere «sentirse bueno», incluso llega a ser muy generoso, pero no como reconocimiento de la ley natural y divina que le llama a ser bueno y a hacer el bien, sino como pura decisión libre. Es el solidarismo actual, que está dispuesto a socorrer mil y una necesidades, pero sin que eso implique un cambio del corazón o una pregunta por el sentido de la existencia. Para actuar en una ONG hace falta comprometerse a «hacer el bien» material pero no a ser buenos;
  • no comprende la moralidad: No hay cosas buenas o malas, todo depende de las consecuencias que traigan a la propia vida. Si puedo hacer algo malo y nadie se entera o no va a tener consecuencias, no pasa nada.

Con clarividencia, Antoine de Saint-Exupéry retrató a este tipo humano tan frecuente: «Nos han cortado los brazos y las piernas y luego nos han dejado libres para andar. Pero odio esta época en la que el hombre se convierte, bajo un totalitarismo universal, en ganado amable, educado y tranquilo. ¡Y quieren convencernos de que eso es progreso moral...! Hoy, desde luego, la gente se suicida. Pero su sufrimiento es del orden de un dolor de muelas. Intolerable. Eso nada tiene que ver con el amor».

Los gnósticos son los «reyes» de la simplificación. Ése es otro factor que los hace atrayentes. La realidad es muy compleja y está llena de matices. El gnóstico lo reduce todo a explicaciones banalmente sencillas. En el caso de El Código, la Iglesia encarna todo lo malo, pero más concretamente es la causante de la «represión» de los apetitos humanos. El primer paso de la teoría de la conspiración ya está dado: encontrar el culpable del mal en nuestras vidas. «Nosotros seríamos felices si no fuera por...». Luego se explica cómo actúa esa malvada agencia: la Iglesia, aliada del poder, ha sido la vencedora que ha manipulado la historia a su gusto. Nos ha engañado a todos. En palabras de Teabing:

«La historia la escriben siempre los vencedores. Cuando se produce un choque entre dos culturas, el perdedor es erradicado y el vencedor escribe los libros de historia, libros que cantan las glorias de su causa y denigran al enemigo conquistado. [...] Sophie nunca se lo había planteado así»[4].

En resumen, las teorías de la conspiración son formas simplistas de identificar el origen del mal y del desasosiego en nuestras vidas, colocándolo siempre fuera, en otros (dios, demonio, Iglesia, capitalismo, como se ha dicho) y haciéndonos irresponsables, justificados y dignos de lástima por las injusticias que se cometen con nosotros. Cualquier traza de mal en nuestras vidas es atribuido a alguien o algo distinto de mí: la vida me ha hecho así, mi jefe tiene la culpa, el diablo, mi marido o mi mujer... Una vez localizada la fuente universal del dolor y del mal, se explica cómo actúa. Según Brown, la Iglesia, como «vencedora» ha escrito los libros de historia que «cantan las glorias de su causa y denigran al enemigo». Es tan simple que no cuesta trabajo creérselo. Estas teorías o mitos conspiratorios tienen la virtud de dispensar a sus adeptos de todo esfuerzo moral por introducir el orden y la virtud en sus vidas, porque el enemigo siempre es más poderoso y nuestros esfuerzos están abocados al fracaso. Así las cosas, tranquilos por saber que la culpa es siempre de otros, podemos dedicarnos a nuestras pequeñas vidas, tejidas de diminutos e intrascendentes placeres, sabiendo que cualquier contrariedad es culpa «de los demás».

No pensemos que para adoptar una actitud gnóstica ante la vida hay que participar de alguna doctrina extraña. Basta con un ligero agnosticismo («no sé si hay Dios»), o un relativismo agnóstico («tu dios no tiene por qué ser mi dios»), con los que abdicamos de nuestra obligación de conocer la realidad y de buscar la verdad, a la vez que adoptamos una forma de vida indulgente, sin asumir nuestras culpas ni nuestro deber cotidiano de llevar una vida virtuosa. Ése es el gnosticismo «sin nombre» que se ha extendido como un mar sobre nuestro mundo.

Notas

[1] Nació en el Asia Menor. Vivió en el siglo II y fue el jefe de una secta gnóstica. Preocupa do por armonizar la bondad de dios con el mal que hay en el mundo sostuvo que había dos espíritus supremos, uno bueno y otro malo. El mundo sería creación del espíritu malo.

[2] Mani o Manes (240-274) fue el fundador del maniqueísmo. Nació en Persia e hizo un viaje a la India, donde entró en contacto con las doctrinas hinduistas. A su vuelta inició un movimiento gnóstico que tomaba elementos orientales, de la religión persa de Zoroastro, y cristianos. También propugnaba la existencia de dos principios, uno del bien y otro del mal. Durante su juventud, San Agustín se adhirió a esta secta que después combatió eficazmente cuando se hizo cristiano.

[3] Robert Speaight. The Life of Hilaire Belloc. New Cork. Farrar, Strauss & Cudahy. 1957, p. 456 (en Anger, M.A., art. cit.).

[4] Capítulo 60,

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