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El oficio de la ciudadanía

Una de las cuestiones que tiene pendientes nuestra maltratada educación, en sus niveles básicos, es el enfoque que se dé en la práctica a la enseñanza cívica. Lo feo del asunto estriba en que, por parte del Gobierno, la cosa está ya muy pensada desde hace tiempo; y lo peor es que está muy mal pensada.

A mi juicio, una adecuada propuesta de formación ciudadana se ha de plantear desde una visión del hombre y de la sociedad en la que se valore -por encima del dinero, del poder y de la influencia- la dignidad intocable de la persona humana y su derecho y deber a participar en las cuestiones sociales y políticas que a todos nos afectan, y que comprometen el futuro de la juventud. Los jóvenes se hallan hoy, por lo general, casi completamente desasistidos en lo que concierne a esa preparación ética y cultural que podría capacitarles, no tanto para integrarse en un tinglado mecánico y desmotivador, como para lanzar sus propias propuestas de regeneración social y de perfeccionamiento humano. A los jóvenes actuales les faltan ambientes fértiles, en los que puedan crecer a la vera de auténticos maestros.

Aunque el discurso político oficial ha apelado verbalmente al republicanismo cívico, no ha tenido en cuenta las grandes tendencias educativas actuales de formación del carácter y de humanismo ciudadano. Desde estos planteamientos, que se están aplicando en países más preocupados por la enseñanza que el nuestro, se propugna, frente al modelo técnico y anónimo de una sociedad manipulada, la revitalización de la cultura de la responsabilidad cívica, opuesta tanto al estatismo agobiante como al economicismo consumista; junto con lo cual también hay que rechazar el narcisismo individual, que lleva a no pocas personas a refugiarse en el cerco privado y a desentenderse de los bienes comunes.

Lo más básico de la formación ciudadana es que no debe consistir en una información teórica que hubiera que impartir en determinadas materias de los planes de estudio. Tal es el error pedagógico de raíz que -no por casualidad- se proclamó incluso antes de iniciarse el proceso efectivo de la reforma más reciente: la enseñanza cívica habría de consistir en un desproporcionado número de asignaturas , con contenido marcadamente político, de carácter laicista, e impartidas por profesores especialmente cualificados y cuidadosamente seleccionados. El espectro del adoctrinamiento, que generaciones anteriores padecimos bajo la dictadura, asoma de nuevo por el horizonte. El hecho de que la formación prometida se dirija presuntamente hacia la educación democrática recuerda que todos los planteamientos totalitarios del último siglo se ocultaron bajo este adjetivo, y arbitraron sistemas semejantes.

Más de dos mil años de teoría política y social nos han mostrado hasta la saciedad que el buen ciudadano no puede troquelarse a base de impartir doctrinas teóricas desde instancias controladas por el poder. Lo crucial no son profesores que transmitan un programa más o menos rígido, sino estudiantes que libremente aprendan el oficio de la ciudadanía. Porque, efectivamente, la ciudadanía es una especie de saber artesanal, hecho de capacidades de diálogo, de mutua comprensión, de interés por los asuntos públicos y de prudencia a la hora de tomar decisiones. Se trata de un conocimiento práctico que sólo se puede adquirir en comunidades vitales cercanas a las personas mismas, como son la familia, la escuela, el equipo deportivo o el barrio. El aprendiz de ciudadano se integrará realmente si descubre que en ellas hay unas prácticas que apuntan a lo bueno y lo mejor, si vislumbra que son grupos armónicos y abiertos que valoran a las personas por sí mismas y que tienen finalidades de mejora ética y social: no de corrección política impuesta.

La educación ciudadana sólo se logra cuando los jóvenes se insertan en un ambiente libre, éticamente estimulante y humanamente acogedor, que abra caminos para la autorrealización y sea capaz de suscitar el entusiasmo en quienes tienen la vida por delante. Otros enfoques sólo producen saturación y tedio. La libertad no se puede transmitir empaquetada. Sólo el ejercicio de la libertad genera libertad.

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