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La solidaridad, un principio social fundamental

El término y el concepto de solidaridad se introducen en los documentos doctrinales de la Iglesia muy recientemente. Antes del magisterio de Juan Pablo II apenas puede encontrarse. Sí que era conocida, en cambio, la noción de responsabilidad solidaria, un concepto de naturaleza jurídica trasladado, como tantos otros, a la moral. Su origen hay que encontrarlo en el Derecho romano, donde se designaba como responsabilidad in solidum la correspondiente a las personas que contraían conjuntamente una obligación. Este sentido permanece hasta nuestros días, y la moral lo recogió sobre todo para señalar que la responsabilidad solidaria era la que correspondía a la restitución o reparación de injusticias cometidas conjuntamente por varios autores. Como puede apreciarse fácilmente, el papel de este concepto en la teología moral es bastante secundario.

A partir de la segunda mitad del siglo XX, el término aparece cada vez con más frecuencia en contextos de reivindicación social. Su uso más común era para pedir a unos colectivos que hicieran suya la reivindicación y lucha social de otros; así, por ejemplo, se pedía a los estudiantes que se "solidarizaran" con las huelgas obreras, o que "por solidaridad" con los despedidos de una empresa acudieran a la manifestación de protesta gentes de todo tipo ajenas a la empresa en cuestión. Las voces que pedían esta solidaridad provenían sobre todo de instancias políticas y sindicales de izquierda, mayoritariamente marxistas, y eso provocó ciertos recelos en el pensamiento católico. Con frecuencia se consideraba que el concepto respondía a un intento de construir una moral ajena a la cristiana, de cuño marxistoide, en la que la solidaridad se convertía en el valor supremo en la relación con el prójimo, desplazando así a la caridad. De ahí nació un cierto desprecio a lo que se consideraba como un sucedáneo a los valores auténticos de la justicia y la caridad, y la consiguiente renuencia a utilizarlo.

No es de extrañar por tanto que a algunos les resultara extraño, cuando adquirió notoriedad el único sindicato fuerte de cariz católico en un país de régimen marxista -o sea, la situación inversa a la occidental-, éste adoptara el nombre de "Solidaridad" (el polaco Solidarnösc). Su existencia sirvió para replantear el sentido del término, y en cierto modo también para ayudar a comprender el uso que empezaba a hacer del mismo Juan Pablo II en sus escritos. Aparecía en numerosos lugares, cada vez con más frecuencia, hasta su empleo reiterado una y otra vez en la encíclica Laborem exercens. Sin embargo, es un poco más tarde, con la encíclica Sollicitudo rei socialis, cuando encontramos una definición, precedida por el fundamento antropológico que le sirve de contexto: "Ante todo se trata de la interdependencia, percibida como sistema determinante de relaciones en el mundo actual, en sus aspectos económico, cultural, político y religioso, y sumida como categoría moral. Cuando la interdependencia es reconocida así, su correspondiente respuesta, como actitud moral y social, y como "virtud", es la solidaridad". Si el término "virtud" figura entre comillas es porque no se pretende añadir un tercer elemento al binomio justicia-caridad, ya que, como señala el Pontífice, se trata más de una actitud que de un hábito propiamente dicho. Pero a la vez es una actitud fundamental, ya que responde a lo que constituye el núcleo de la vida en sociedad: la interdependencia, resultante de la misma naturaleza humana, que es la de un ser social.

Se entiende bien, a partir de esta consideración, el papel de la solidaridad como uno de los dos pilares fundamentales sobre los que debe asentarse toda sociedad. Su complementario es la subsidiaridad, de forma que juntos forman los dos principios básicos de configuración social. Plasman el lema que popularizó la novela de los tres mosqueteros: "uno para todos, y todos para uno". La primera parte es la solidaridad, que pide a cada persona responsabilizarse del bien común, y aceptar las cargas que ello supone, poniendo así al individuo al servicio del bien general. La segunda parte es la subsidiaridad, que no se limita a la suplencia del poder público en casos de ausencia de iniciativa privada, sino que va más allá, pues pide a la sociedad en su conjunto servir a la persona, de forma que establezca las mejores condiciones para su desarrollo y desenvolvimiento, incluidos incentivos cuando son necesarios y la asunción de servicios públicos sólo cuando es necesario por falta de iniciativa social. Estos dos principios funcionan como contrapesos mutuos; si se sostiene uno sin el otro, la sociedad resultante queda desfigurada, y deja de responder a las exigencias humanas. Las sociedades colectivistas como las propiciadas por el marxismo han apelado a la solidaridad, pero rechazando de plano la subsidiaridad, y ya se ha visto cuál ha sido el resultado. Lo que hay que darse cuenta, hoy en día y en Occidente, es que se están pidiendo continuamente asistencia y garantías a los poderes públicos, mientras que entra en un progresivo declive la solidaridad; es el fenómeno contrario. O sea, que nos estamos volviendo individualistas, y eso no es bueno ni para los individuos ni para la sociedad.

Lo acaba de advertir Juan Pablo II en la reciente exhortación Ecclesia in Europa: "Junto con la difusión del individualismo, se nota un decaimiento creciente de la solidaridad interpersonal: mientras las instituciones asistenciales realizan un trabajo benemérito, se observa una falta de sentido de solidaridad, de manera que muchas personas, aunque no carezcan de las cosas materiales necesarias, se sienten más solas, abandonadas a su suerte, sin lazos de apoyo afectivo". Quizás pueda parecer sorprendente este diagnóstico en un momento en el que crece el número de organizaciones asistenciales de todo tipo, con o sin cariz religioso, y sobre todo el número de voluntarios que colaboran a través de ellas, tanto dentro del propio país de residencia como en zonas particularmente necesitadas del mundo. Es, qué duda cabe, un fenómeno positivo, tanto por la labor que realizan como por constituir una verdadera educación en la solidaridad para sus protagonistas. Pero el peligro radica en identificar la solidaridad con este tipo de actividades, que son en el fondo un aspecto secundario de la cuestión. Lo es por cuanto, para la mayoría, no pueden pasar de ser una actividad marginal en sus vidas, una tarea de tiempo libre que sólo se puede ejercer en los márgenes de disponibilidad que permite la actividad normal. Y esta mentalidad puede dar origen a una deformación, al identificar la solidaridad con una dedicación voluntaria, dejando al margen el hecho de que, al ser un principio conformador de la sociedad, lleva consigo unos deberes importantes en la vida cotidiana. Por esta vía, se puede llegar a una dicotomía en personas que habitualmente viven de una forma egoísta sin un mínimo sentido del bien común, a la vez que emplean parte de su tiempo libre en unas meritorias labores asistenciales, sin que conecten ambas facetas, y quizás en algunos casos alistándose en esas tareas precisamente para tranquilizar una conciencia que de una manera u otra avisa de que no se puede vivir exclusivamente para uno mismo. No es esto a lo que se refiere el Papa en esta última exhortación cuando pide la construcción de una "cultura de la solidaridad".

Conviene por tanto conocer y dar a conocer el sentido auténtico de la solidaridad. "Esta no es, pues -afirma Juan Pablo II en la encíclica Sollicitudo rei socialis-, un sentimiento superficial por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos". La solidaridad tiene unas primeras manifestaciones en el ámbito familiar, precisamente cuando, por un lado, hay una tendencia a desprenderse de los integrantes ancianos; y, por otro, la tasa de natalidad es muy baja y son muchos los que no quieren cargar con descendencia o limitarla al hijo único, contribuyendo así al desequilibrio de la sociedad futura, y pretendiendo a la vez cobrar en sus años avanzados unas pensiones sostenidas con el trabajo de los hijos de los demás.

Además, la solidaridad tiene manifestaciones de cara a la sociedad en general, que van mucho más allá de la mera educación cívica o el respeto del orden social. Hay una solidaridad en el mundo del trabajo, que se rompe cuando, por ejemplo, un sector de trabajadores genera conflictos para obtener una remuneración desproporcionada en comparación con otros trabajadores que no están en posición de poder hacer una presión tan eficaz; o cuando se pide al trabajador una fidelidad y dedicación a la empresa que no es correspondida por ésta; o cuando se toman posturas de fuerza que perjudican a los ciudadanos ajenos a la empresa. Los ejemplos se podrían multiplicar, pero en todo caso lo que se trata es de armonizar los intereses particulares con los generales, de forma que se llegue a soluciones justas para todos, y de cuidar de las personas laboralmente más desamparadas en cualquier sentido.

Existen también manifestaciones de solidaridad que se refieren al bien común general, y que podrían resumirse diciendo que consisten en asumir las legítimas cargas sociales. La primera y más evidente es el pago de todos los impuestos justos, evitando engaños y circuitos comerciales que generan el llamado "dinero negro". Pero no es la única. Últimamente estamos siendo testigos en nuestra sociedad de un inconformismo generalizado a toda instalación pública que sea vista como un potencial engorro. Todos quieren circular por autopistas, pero nadie quiere que pasen junto a su pueblo. La opinión pública pide mano dura para la delincuencia, pero el anuncio de construcción de una cárcel provoca manifiestos municipales, manifestaciones y carteles en la localidad elegida para su emplazamiento "exigiendo" que no se haga. Se ponen encima de la mesa estudios desfavorables de impacto medioambiental ante la construcción de una línea férrea, pero curiosamente sólo cuando el tren no para en la localidad. Se aplaude cualquier programa de erradicación de chabolas e infraviviendas, pero se protesta airadamente cuando el realojo es en el propio barrio. La gran mayoría se opone a cualquier discriminación cuando se les pregunta, pero si introducen algunos niños gitanos en el colegio se produce una avalancha de padres que protestan o que, sin atreverse a protestar, maniobran para cambiar de escuela a los hijos.

Quizás lo más grave, cuando ocurre alguna de estas cosas, es que se contemple con la mayor naturalidad que no hay otro argumento real que el simple "no quiero", como si nadie tuviera derecho a interferir en la soberanía individual, ni a imponer otras cargas que no fueran los impuestos, aceptados de mala gana. El interés social queda fuera del horizonte vital de la persona. Un termómetro para ver este modo de pensar se encuentra en las elecciones políticas, y se trata de examinar si la intención de voto se dirige sólo teniendo en cuenta intereses individuales, o de verdad se vota a quien se piensa que gobernará mejor el país. Es difícil de medir, pero en líneas generales un indicador bastante fiable es el índice del llamado "populismo" en la argumentación de los candidatos -y su incidencia-, que consiste en jugar a efectuar promesas irresponsables que halagan los diversos intereses particulares sin atender la sensatez que postula el bien común.

El significado de la solidaridad no se agota en los aspectos mencionados, pero éstos ponen de manifiesto dos cosas. La primera es que ilustran el deterioro de la solidaridad en nuestra sociedad, y muestran que si el colectivismo es una doctrina perniciosa, no lo es menos el individualismo. La falta de solidaridad puede en muchos casos permitir, gracias a la subsidiaridad del sistema, mantener unas condiciones materiales dignas, pero siempre deja tras de sí un rastro de soledad, sentido de abandono y frustración crecientes, a la vez que también evidencia que la mera concatenación de intereses individuales no permite edificar bien una sociedad, de forma que se hace cada vez más ingobernable cuanto más se pierde el sentido del interés general. Y la segunda es que la solidaridad es una actitud que se ha de vivir en primer lugar en el entorno propio y la vida cotidiana. Si esto se logra, además de conseguir una sociedad más justa y sobre todo más humana, se irá creando una mentalidad solidaria que sin duda alguna trascenderá el ámbito en el que se vive, y se plasmará en atender a los más necesitados y los colectivos marginados, en el propio país y en el mundo entero. Una vez más, para arreglar el mundo hay que empezar por la propia casa. Pero también es cristiano no quedarse ahí, y promover iniciativas para arreglar o al menos aliviar la miseria humana, del tipo que sea y dondequiera que se halle.

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