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Autonomía: dos concepciones éticas

Autonomía: dos concepciones éticas

Autonomía significa capacidad de otorgarse la ley a uno mismo; atendiendo a su etimología (de "autós" -uno mismo- y "nomos", ley), consiste en tener la ley en uno mismo, o, más precisamente aún, ser uno mismo su ley. En el discurso ético, el término aparece con Kant, pero la noción y la problemática que se quieren significar con él es mucho más antigua. Ya aparece nada menos que en los capítulos segundo y tercero del Génesis. En ellos se narra que en el paraíso la primera pareja humana recibió un mandato de Dios :"Puedes comer de todos los árboles del jardín; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás en modo alguno, porque el día en que comieres, ciertamente morirás"[1]. Pero sufrieron una tentación, con el argumento de que "Dios sabe que en el momento en que comáis se abrirán vuestros ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal"[2], y cayeron en ella. Prescindiendo del decorado, no es difícil entender que lo que aquí está en juego es la decisión sobre el bien y el mal. El hombre reclama para sí el establecer -según su ciencia, eso sí- qué está bien y qué está mal, lo que en el relato se había reservado Dios para Sí mismo. Quiere por tanto ser el origen de la ley por la que debe regir sus actos: en una palabra, quiere ser autónomo. Como puede verse tanto por el tiempo en que se escribió el relato como más aún por el tiempo al que se refiere, la cuestión es vieja. Y es crucial. No se trata de tal o cual obligación moral, sino del origen mismo de la obligación.

La réplica de Kant

Kant aborda la cuestión en su obra Fundamentación de la metafísica de las costumbres, publicada en 1785. Tiene la clarividencia de comprender que aquí radica el fundamento mismo de la ética. Para poder afirmar la existencia misma de una ciencia sobre el "deber ser", debe existir un "deber ser", unas pautas de comportamiento obligatorias: debe haber normas. ¿Pero de dónde proceden? Y aquí, la reflexión inicial de Kant difiere del planteamiento del texto del Génesis citado en terminología, pero no en contenido: o procede del hombre mismo, o procede "de fuera", "de otro" -incluido "el Otro", Dios-: o autonomía, o heteronomía. Eligió la primera

Planteada la disyuntiva en términos absolutos, sostener la autonomía significaba prescindir de Dios en la ética. Sus contemporáneos de Königsberg así lo entendieron, y se empezó a difundir la acusación de ateísmo contra el filósofo. Él, sin embargo, era un ferviente luterano, y quiso rechazar la acusación, a la vez que buscaba encontrar como fuera un lugar donde cupiera Dios dentro de su sistema. Lo encontró como "postulado" de la llamada "razón práctica", y se apresuró a publicar una versión ampliada de la Fundamentación que incluyera este hallazgo: la Crítica de la razón práctica, que vio la luz en 1788. Dios aparecía, pero su papel en la ética era de garante, no de fundamento. La autonomía seguía incólume. Y la razón de ello era que Kant la veía como una exigencia imprescindible de la dignidad del hombre. "La autonomía -escribe- es, así pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional"[3].

La noción de dignidad y su importancia en la antropología es algo que Kant hereda de la Ilustración. Pero, como es habitual en él, no se limita a recoger un concepto, sino que también perfila su contenido. Y define la dignidad (Würde) como aquello que tiene un valor (Wert) intrínseco y por ello incondicionado, frente a lo que tiene un valor extrínseco -y, por este motivo, relativo-, que en vez de dignidad tiene precio. Lo digno vale por sí mismo, nunca en relación con algo ajeno. Y la persona humana, por serlo, es digna. No son comparables ambos valores, ni se pueden situar en el mismo plano. Y así -escribe-, "en toda la creación, todo lo que se quiere o sobre lo que se tiene algún poder puede emplearse solamente como medio; sólo el hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo". La frase que sigue es muy significativa, pues enlaza dignidad y autonomía: "Y así él es el sujeto de la ley moral, que es santa, en virtud de la autonomía de su libertad"[4]. Para Kant, condicionar el comportamiento humano a cualquier factor de la naturaleza, del modo que sea, supone un atentado a una dignidad que por definición debe ser incondicionada. De ahí que la autonomía sea una exigencia ineludible de la moral.

El mismo Kant explica su postura. "El hombre considerado como parte del sistema de la naturaleza es un ser de una importancia mediocre, tiene un valor vulgar que comparte con los otros animales que produce el sol. Por otra parte, en la medida en que se eleva por encima de ellos gracias a la inteligencia que le permite proponerse fines, adquiere un valor intrínseco de utilidad, que hace que desde este punto de vista se prefiera un hombre a otro; o sea, que en las relaciones de los hombres considerados desde el punto de vista animal o como cosas, hay un precio análogo al de una mercancía, pero por ello inferior al valor del medio de cambio general, el dinero, cuyo precio es por esta razón considerado eminente. Pero, considerado como persona, o sea como sujeto de una razón moral práctica, el hombre está más allá de todo precio; ya que, bajo este punto de vista, no puede ser considerado como medio para los fines de otro, ni siquiera para sus propios fines, sino como un fin en sí mismo, pues posee una dignidad (un valor interior absoluto), por el que impone un respeto de su persona a todas las demás criaturas racionales, y que le permite medirse y estimarse en pie de igualdad con cualquiera de ellas"[5]. No puede dejar de notarse que este texto, típicamente kantiano, se encuadra en un contexto del dualismo propio de la tradición cartesiana. En Descartes se separan, en el hombre, la res extensa de la res cogitans, y como la misma terminología escogida indica, se trata de una distinción de res et res: son dos "cosas" distintas. En la ética kantiana hay matices propios[6], pero es indiscutible que lo que tiene valor de persona es sólo lo humano separado del mundo visible. Y es lo único que tiene propiamente una dignidad; todo lo demás tiene un precio.

Hay otro punto de gran interés en el texto citado. Para Kant, la "naturaleza" -llámese "naturaleza", "lo natural", "la creación", "el mundo", etc- es precisamente el mundo impersonal. No incluye lo personal. Y, como se desprende de sus palabras, no tiene una dignidad. Queda por lo tanto fuera de la esfera ética propiamente dicha. Conceptos como "ley natural" tienen para Kant cabida dentro de las ciencias naturales, pero no de la ética[7]. Así se puede entender el papel esencial que tiene la noción de autonomía dentro de su sistema: se trata de una autonomía con respecto a la naturaleza. La ética, para el filósofo de Königsberg, exige que, en nombre de la dignidad de la persona humana, ésta no sujete en última instancia su conducta a la naturaleza, sino que obre con autonomía de ella.

En busca de un «término medio»

Es bastante evidente que en el sistema ético de Kant no tiene cabida Dios ni como principio ni como fin. Y ello es así a pesar de la introducción de Dios en la Crítica de la razón práctica como "postulado" que garantiza la recompensa del obrar recto, y a pesar de incluir aquí y allá palabras como "creación", "santo" o "sagrado". Estos términos están introducidos desde fuera del sistema, y Dios está metido "con calzador" en éste: se abre un hueco para Él en una posición marginal y frágil dentro del sistema ético. El mismo Kant, en la Crítica de la razón práctica, se encarga de disipar las dudas al respecto. Lo que podríamos denominar "teonomía", que en la ética kantiana consistiría en "deducir la moralidad de una voluntad divina absolutamente perfecta", debe excluirse, "no sólo porque no tenemos, a pesar de todo, la intuición de la perfección de Dios, y que no podemos derivarla de nuestros conceptos, de los que el principal es el de la moralidad, sino porque, si no procedemos del azar (para no exponernos al mayor círculo vicioso que se produciría en efecto con esta explicación), el único concepto que nos queda de la voluntad divina -despojada de los atributos del amor, de la gloria y del dominio-, ligado a las tremendas representaciones del poder y de la cólera, establecería necesariamente los fundamentos de un sistema de moral que sería justo lo contrario de la moralidad". La conclusión de todo esto es expuesta con claridad: "Conclusión. La religión, como ciencia de los deberes para con Dios, está situada más allá de los límites de la pura filosofía moral"[8].

Poco importa aquí que Kant hubiera sido un convencido creyente cristiano, ni intentar averiguar hasta qué punto verdaderamente lo era. Lo que nos importa no es la persona de Immanuel Kant, sino su sistema. Tampoco es relevante el que acotara el campo de su discurso al terreno de la pura especulación filosófica, al discurso puramente racional al margen del credo religioso, ya que lo que interesa aquí es si sobre el resultado de ese discurso puede construirse una moral. Puede ciertamente objetarse que su visión no está libre de influencias religiosas, ya que la imagen de Dios que presenta es la del puritanismo protestante, muy lejos de la del catolicismo. Pero no deja de ser una objeción a un aspecto más bien secundario. Lo verdaderamente importante es que, para Kant, la "teonomía" es en todo caso heteronomía, y, por ello, rechazable. Más aún, es la heteronomía más radical, la que no deja resquicio alguno para la autonomía. Por eso afirma que el sistema a que daría lugar sería "justo lo contrario de la moralidad".

Además, el dejar un espacio para una moral religiosa o una religión normativa "más allá" de la ética racional no pasa de ser una buena intención. No se trata tan sólo de que Kant no señale dónde radica en el hombre esa aceptación de la ley divina -en la razón, parece que no es posible-, dejando el asunto en una indeterminada oscuridad. Lo que ocurre es que si se analiza su pensamiento se concluye que esa ley divina no tiene cabida. Y es que una cosa es trascender y otra contradecir. Porque, en el sistema kantiano, admitir la obediencia a una ley divina tiene un precio: la dignidad humana. No hay por tanto trascendencia: hay incompatibilidad. Si se acepta la ética kantiana, no queda más remedio que dar la razón a Nietzsche cuando dice que el cristianismo es una moral de esclavos.

En otro orden de cosas, hay otro importante reparo al sistema ético kantiano que merece la pena destacar, porque se repite en los sistemas morales derivados de él, y es su radical individualismo. Ya en su época se reprochó a Kant que no había manera de encajar el imperativo ético de la persona con el de las demás personas. En el aspecto estudiado aquí, esto es más claro todavía: ¿cómo se puede compaginar la completa autonomía moral con la de los demás? Un primer intento de solución es sustraer el Derecho de la esfera de la moral. Kant, y después muchos otros que le siguieron, lo hizo. Pero el resultado no es muy prometedor. Por una parte, porque la norma jurídica sin apoyo moral se convierte en arbitrariedad del poder. Además, su pretensión de normatividad quitaría en todo caso la dignidad a la persona. Y desde luego, no sólo los kantianos pensarían que efectivamente quita la dignidad al ser humano si el Derecho se reduce a la voluntad normativa del más fuerte.

De todas formas, desde una perspectiva tanto racional como cristiana tampoco es admisible el otro extremo que representa la que podríamos denominar "teonomía absoluta". Supondría negar al hombre toda capacidad de autorregulación, o declararla inmoral. Le quedaría así el papel de mero ejecutor, sin que pudiera decirse que sólo sería así desde el punto de vista moral. La ética[9] abarca toda la conducta humana en lo que tiene de específicamente humana, y decir que moralmente debe limitarse a ejecutar instrucciones significa que, aunque tenga una natural capacidad de iniciativa, no debe ejercerla. Si, a diferencia de Kant, se sostiene que la ética persigue el bien del hombre, su perfección máxima por medio del obrar, resultaría que la capacidad de obrar inteligentemente que le concede su naturaleza estaría cercenada por la prohibición ética de ejercerla, y con ella el fin mismo del hombre estaría, al menos en parte, truncado. A la vez, y por ello mismo, habría una disonancia fundamental entre la antropología y la ética, con lo que ésta vería seriamente comprometido su fundamento mismo.

Estas objeciones no podrían obviarse con la distinción entre autonomía en un sentido más amplio o más estricto. O sea, entre autonomía entendida como ámbito de actuación, y autonomía entendida como autonormatividad. No tiene sentido afirmar el primer sentido y negar a la vez el segundo. Si hay un legítimo ámbito de actuación, éste incluye necesariamente el que su titular pueda marcarse pautas de actuación, con lo que, lo pretenda o no, crea una normatividad. Lo contrario supondría pensar que la libertad debe utilizarse siguiendo la espontaneidad aislada del sujeto en cada acto: lo contrario de actuar racionalmente. La misma racionalidad humana exige que ámbito de actuación racional y normatividad sean nociones correlativas.

En resumidas cuentas, también desde una perspectiva no kantiana, desde la que podríamos denominar antropología tradicional cristiana, habría que volver a dar la razón a Nietzsche si adoptamos una teonomía absoluta. Y es que, por definición, un esclavo es quien se limita por sistema a ejecutar instrucciones; voluntariamente quizás, pero sin que su racionalidad propia tenga un papel que jugar en ello. De ahí que una religiosidad entendida como la aplicación en cada momento de una reglamentación que especifica qué se ha de hacer en concreto, es empobrecedora de la persona, independientemente de que lo especificado sea más o menos acertado. Se podría decir con razón que restaría dignidad al hombre.

En todo caso, el cristianismo católico, cuando es genuino, no es así ni en la teoría ni en la práctica. Anterior incluso al texto citado anteriormente, el mismo Génesis afirma tres veces en el capítulo 1 que, cuando Dios creó al hombre, le dio el mundo por dominio[10]. Aquí se alude con claridad a un ámbito de autonomía, y la misma idea se repetirá a lo largo de los libros sagrados. En el Nuevo Testamento la idea reaparece con un nuevo relieve. Cuando Jesucristo dice a sus discípulos "ya no os llamo siervos, pues el siervo no sabe qué hace su señor; yo os he llamado amigos, porque os manifesté todas las cosas que oí de mi padre"[11], hay un indudable salto cualitativo con claras repercusiones en el tema aquí estudiado. El Antiguo Testamento estaba muy centrado en la obediencia a las leyes promulgadas por Dios, muchas de ellas muy pormenorizadas. En la nueva ley se ofrece compartir los planes de Dios, lo que postula indudablemente un mayor despego de la letra recibida en su puesta en práctica -San Pablo no se cansa de repetirlo-, con una nueva libertad, más amplia, y por tanto un superior ámbito de autonomía personal. Quizás donde más se pone de manifiesto es en la parábola de los talentos[12]. Hay un don inicial, y un mandato que resume lo que debe hacerse en toda una vida: "negociad". Es difícil concebir un mandato más genérico, y una mayor autonomía manteniendo una dependencia.

Hay que concluir así que, en términos de autonomía, no sirve ni un sistema basado en la completa autonomía, ni uno que contemple una total heteronomía. La libertad humana reclama un ámbito de autonomía; su condición creatural implica una dependencia, y por tanto una heteronomía. Se hace necesario buscar una explicación que combine ambos aspectos, y que resulte equilibrada y coherente. Y aquí radica el núcleo de la cuestión: en hallar no ya la medida de una y otra, sino, sobre todo, el criterio que permita establecer esa medida. O sea, establecer un sistema ético que combine autonomía y heteronomía de forma que armonice -y armonizar es algo más que admitir- en el hombre libertad y dependencia.

Como respuesta a la cuestión han surgido principalmente dos sistemas, que se denominan autonomía teónoma uno, y teonomía participada el otro. El primero se sitúa en el sistema conceptual kantiano; el segundo, en la tradición tomista. El debate moral actual se centra en la confrontación de estas dos teorías y sus desarrollos. La Iglesia Católica ha dictaminado a favor del segundo en la reciente encíclica Veritatis splendor; más precisamente, habría que decir que ha rechazado de plano el primero, mientras que ha declarado al segundo plenamente compatible con su doctrina moral. Esta toma de postura no ha cerrado el debate sobre la cuestión, sino más bien al contrario, ha provocado una intensificación del mismo.

Antes de examinar ambos sistemas, conviene aclarar una cuestión preliminar: ¿hablamos de filosofía o de teología? La respuesta es que de ambas. El núcleo de la cuestión es filosófico; la teología lo asume y lo enriquece con aportaciones que en cierto modo lo completan, ya que, incorporando elementos como la caída original y la gracia, permiten estudiar el problema desde lo que podríamos llamar una antropología total. Esto, aparte de aportaciones de otro tipo que incorpora la teología, inclina a afrontar el estudio en perspectiva teológica. Otra razón para ello es que, de hecho, el debate ha sido y sigue siendo entre teólogos, y en sus escritos se encuentran las más elaboradas posturas sobre el tema.

La herencia metodológica cartesiana

Lo más conocido de René Descartes es el célebre cogito, con el que da un giro subjetivista a la filosofía. Pero su mayor influencia no viene de ahí: viene del método. De hecho, es mucho más conocido e influyente su pequeño Discurso del método que sus voluminosas Meditaciones metafísicas. El tema tratado aquí no es una excepción. A la hora de dilucidar el ámbito de autonomía que corresponde al hombre, la solución propuesta por los defensores de la autonomía teónoma viene muy determinada por la metodología cartesiana.

Descartes resumió su método en sus regulæ, las cuatro reglas. Nos interesan aquí sobre todo las dos primeras. En la primera se propone "no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu que no tuviese ninguna ocasión para dudar de ello". La segunda consiste en "dividir cada una de las dificultades que voy a examinar en tantas partes como sea posible y necesario para resolverlas mejor". Pretende así abordar el objeto de su estudio descomponiéndolo en partes que sean, entre otras cosas, distintas entre sí. Sea cual sea el resultado de razonar de este modo, una cosa es cierta: la realidad va a ser vista como una adición de elementos que son entre sí partes extra partes, dando lugar a un mundo cuasigeométrico en el que toda distinción será considerada como entre dos "cosas" que no pueden compartir nada más que un orden o una contigüidad. El más claro ejemplo es el hombre mismo: habida cuenta de que se puede distinguir en él alma y cuerpo, Descartes los contemplará como "la cosa pensante" y "la cosa extensa". Kant no comparte esta antropología, pero su analítica utiliza la metodología cartesiana.

Traslademos estas reglas de pensamiento a la noción de autonomía y teonomía. A la hora de establecer el papel de autonomía y teonomía -o, si se quiere, de obediencia y libertad-, el resultado será que cada una tiene ámbitos distintos y separados. O sea, que, dentro del comportamiento humano, unas áreas están reguladas por la ley divina, y otras distintas dejadas a la autonomía humana. Como señala un destacado autor de esta corriente, en moral Dios y el hombre no pueden verse como "concurrentes que compiten en el mismo plano"[13]. Puestos a establecer cada uno de los dos ámbitos, la distinción de "planos" no es difícil de encontrar: la relación con Dios es lo teónomo, y la relación con el mundo lo autónomo. Se obtiene así en el primer caso el plano - o nivel- trascendental, y en el segundo el mundano, o, por señalarlo con terminología kantiana, el plano o nivel categorial.

La visión general a que da lugar así la autonomía teónoma es la de un Dios creador del que depende fundamentalmente el hombre, y frente al que tiene que responder orientando su existencia hacia Él. Dios creó un mundo para el hombre, dándoselo para que organice en él su vida autónomamente, como corresponde a su condición de criatura racional. La teonomía, como dependencia fundamental de Dios, es el fundamento mismo de la autonomía, por ser ésta un don de Dios. "La autonomía se refiere, por tanto, a aquella fundamental posibilidad, dada al hombre por Dios creador y salvador, así como a la tarea del hombre de buscar y encontrar para todas sus acciones un comportamiento que corresponda a su ser espiritual y corporal"[14]. La dependencia de Dios reclama una respuesta que consiste en la llamada "opción fundamental", en la cual el hombre acepta, si la opción es la moralmente correcta, su condición criatural y la orientación de su vida a Dios. Esta opción informa la conducta entera del hombre; y esa conducta tiene relevancia moral en tanto que está informada y por tanto refleja la opción fundamental adoptada. La moralidad tiene así como criterio "el acto originario e inteligible de la voluntad como tal (la opción fundamental) y su necesaria corporalización a través de la naturaleza de los actos humanos"[15]. Pero en la concreción de la conducta concreta -la "corporalización" mencionada- no hay otras normas que las que la razón se da a sí misma: hay autonomía. En palabras de uno de los defensores de esta teoría, "nos corresponde a nosotros, imágenes de Dios y partícipes de la providencia divina, empeñarnos sin descanso en adivinar qué debe humanamente hacerse en este mundo"[16]. El resultado es algo parecido a la ética formal de Kant, en el sentido de que hay una obligación fundamental e incondicionada -el "imperativo categórico"-, pero sólo "formal" y no "material": informa toda la conducta, pero no señala concretamente qué debe hacerse, ya que la normativa concreta debe surgir sólo de la razón del sujeto -que por eso es autónoma-. La diferencia con Kant es que el imperativo categórico se refiere a Dios: donde Kant decía "obra siempre por deber", los defensores de la autonomía teónoma dicen "obra siempre cara a Dios". Por lo demás, donde Kant decía "trata siempre a las personas como fin y no como medios", aquí se dice lo mismo con una tenue referencia a Dios añadida: "el hombre, en cuanto persona (imagen de Dios), posee una dignidad específica, es un valor y un fin autónomo, y por eso debe ser amado y respetado como valor autónomo, es decir, por sí mismo"[17].

Para acabar de perfilar este sistema, conviene decir alguna cosa, en una moral que pretende ser teológica, sobre el valor de las fuentes de la Revelación, en particular la Biblia. En este contexto, ¿dónde caben, por ejemplo, los Diez Mandamientos? Prescinciendo del empleo de métodos exegéticos "desmitificadores" y secularizantes, la respuesta se resume diciendo que, para estos autores, la valoración concreta de conductas que se encuentra en la Sagrada Escritura debe ser tomada no como una norma en sentido estricto, sino más bien como una orientación. En muchos casos tendrán un valor relativo, entre otros motivos por estar ligadas a un momento cultural concreto. Pero, donde no fuera así, se trataría de lo que ordinariamente -en la mayoría de los casos- lleva consigo el precepto fundamental del amor -a Dios y al prójimo-, pero no de algo que no pudiera admitir excepciones si la situación concreta así lo reclamara.

Respuesta de la «Veritatis splendor»

La encíclica no aborda marginalmente la cuestión de la autonomía moral. Es uno de sus puntos centrales. Acusa recibo de que estamos ante uno de los temas nucleares del debate moral en filosofía y -lo que sin duda alguna le interesa más- teología. "La exigencia de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha querido contraponer la libertad humana a la ley divina, ni ha puesto en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas"[18].

Desde el momento en que perfila los rasgos principales de la "autonomía teónoma", el texto pontificio rechaza categóricamente esta teoría. Un primer argumento resulta sencillo de entender y de comprobar: en sus conclusiones al menos, estas teorías contradicen la enseñanza del Magisterio eclesiástico y de la tradición viva de la Iglesia Católica. Lo sorprendente aquí es la pretensión, por parte de autores que defienden esa ética, de elaborar con ella una moral católica[19]. Sin embargo, analizar este aspecto de la cuestión nos alejaría del tema tratado, pues tiene como trasfondo una serie de concepciones teológicas ajenas, no ya a la autonomía, sino a la misma moral: hay una serie de discrepancias en nociones tan básicas como la naturaleza de la Iglesia, la Revelación cristiana e incluso la fe misma, que acercan peligrosamente a los defensores de la autonomía teónoma al campo protestante. De hecho, el pensamiento en el que se basan -el de Kant- nació en la confluencia del racionalismo ilustrado con el pietismo luterano, y, aunque tenga algunas dificultades para hacerse compatible con la doctrina luterana, encaja mucho mejor con ella que con la doctrina católica. Y, entre las influencias procedentes de Lutero, conviene destacar una: la desconfianza en la razón humana para alcanzar la realidad misma de las cosas. Recuérdese que, con Kant, alcanza fenómenos, pareceres; la cosa en sí ("noúmeno") se le escapa.

Es éste último un aspecto de suma importancia. Y es uno de los aspectos de fondo por los que la encíclica rechaza la autonomía teónoma: la separación de dignidad y verdad; o, si se prefiere así, entre libertad -todos la ven como correlato de la dignidad- y verdad. "La obediencia a Dios -señala- no es, como algunos defienden, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad"[20]. La dignidad viene dada por una voluntad capaz de autodeterminarse, pero también por un entendimiento capaz de encontrar la verdad. Restar esto último supone restar dignidad al hombre. Y, si el ser humano recibe de Dios la libertad fundante de la moralidad, también recibe de Dios la verdad fundamental sobre él mismo. Y así "la libertad del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no desaparece por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y responde a la dignidad del hombre"[21].

El hombre descubre progresivamente la naturaleza -incluida la propia-, pero evidentemente no la crea. Como decían los existencialistas, está "puesto ahí", en el mundo. En nuestros días el ecologismo ha puesto el grito en el cielo contra la pretensión de sustituir la naturaleza por la fábrica, porque el resultado es destructivo. Defender, en lo intramundano, una autonomía absoluta que postula una "razón creadora", es hacer lo mismo en la moral. Llevar hasta ese punto la creatividad, desvinculándola así de la naturaleza, supone renunciar a ver un sentido en lo natural dado, e intentar fabricarlo. Si la razón es, en sentido estricto, creadora, cabe concluir que no ve un sentido en su propio ser y en su relación con los seres que le rodean -en el mundo-, y por eso se ve obligado a crearlo. Y, a falta de un entendimiento que discierna el sentido, tiene que crearlo con la voluntad. En el entorno kantiano la norma es expresión de una voluntad, no de una sabiduría. De todo esto se acaba concluyendo que lo que ofrece es una libertad amplísima, pero ciega, que no sabe dónde ir pero tiene que proponerse querer ir a algún sitio. Y Dios, como garante de este planteamiento, daría una imagen curiosa: la de Quien crea al hombre para dejarlo a su arbitrio en un mundo sin sentido. Parece más la imagen de un Dios que juega con el hombre, que la de un Dios que ama al hombre. Como señala un autor, "de un Dios así apenas podría decirse con respecto del hombre: «Y vio Dios que era bueno»; más bien tendría que decirse: «Y dijo Dios: vamos a ver cómo resulta»"[22].

Así, cabe replantearse si la dignidad humana sólo reside en haber recibido el don de la libertad. En tanto que originariamente -antes de hacer nada- es criatura dotada de una dignidad, no es difícil entender que mayor es la dignidad cuanto más se recibe. Para los pensadores del área kantiana, ese "más" sólo es concebido como mayor libertad, pero el hombre que sale de ahí resulta desequilibrado: demasiada libertad para demasiado poco sentido; y menos sentido originario, cuando en buena parte al menos hay que crearlo. La solución hay que encontrarla en buscar esa dignidad tanto en la libertad como en la sabiduría. De este modo se puede concluir que "la grandeza de la autonomía humana reside precisamente en la inmanencia de la sabiduría de Dios en el conocimiento moral humano, y no en la independencia y en la propia competencia «creadora» de este último"[23].

En otro orden de cosas, puede formularse otra objeción. Cuando consideramos un espacio intramundano de completa autonomía del hombre, ¿qué entendemos por "hombre"?, ¿el individuo o la sociedad? Los sistemas éticos derivados de Kant apuntan claramente al individuo, titular de la dignidad. Pero entonces nos encontramos con una tupida red de normas en la sociedad, que, en conformidad con el sistema, sólo podría calificarse de heteronomía ("polinomía" en este caso), con la consiguiente merma de dignidad. Si se adopta una noción genérica de hombre, lo que tenemos como resultado es que la persona singular queda a merced de un poder autónomo, que por definición es absoluto e incondicionado, ostentado por la autoridad social. Y sucede así algo que, por desgracia, no sólo ha ocurrido en el papel: que el afán por escapar al poder de Dios acaba poniendo al hombre bajo el poder de déspotas sin principios. "El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, sometido a la cual el hombre logra su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice las relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación, los enfrentan inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce una verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno se encuentra, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, por esto, sujeto natural por sí misma de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la Nación o el Estado"[24].

Participar o repartir

La alternativa a la autonomía teónoma se ha denominado por sus defensores "teonomía participada". La terminología se ha elegido como réplica a la primera, pero en rigor podía haberse llamado con más propiedad "autonomía participada", o, mejor aún, "nomía participada". En cualquier caso, el elemento importante es el coincidente en las tres denominaciones: "participada". Hablar de participación, así como de la noción correlativa de analogía, requiere cierta precisión, porque se trata de un lenguaje que ha sido tomado del mundo cuantitativo y matemático, para trasladarlo a la esfera de lo espiritual, donde no hay cantidad ni rigen las leyes matemáticas.

En cambio, para Descartes, y toda la filosofía racionalista que en mayor o menor medida le siguió -en este punto se puede incluir a Kant-, el único método válido era el matemático, lo cual quiere decir que toda la realidad se estudiaba como si pudiera reducirse en último extremo a cantidad y extensión. Dentro de este contexto, participar significa llevarse una parte, que se sustrae del todo y de los demás posibles poseedores. Cuando se habla aquí de participar, nadie puede quedarse con el todo: se toma una parte de algo que se reparte. Y esto es lo que a fin de cuentas sucede con la autonomía encuadrada dentro del sistema kantiano. Se crea una dialéctica autonomía-heteronomía que equivale a un reparto de competencias. "El modelo funciona del mismo modo que en el caso de la trasferencia de competencias de puestos superiores a subordinados, según el esquema de «independencia» y «emancipación»"[25]: la autonomía se toma en el mismo sentido que el político-legislativo, adoptando una configuración que resulta familiar en países como España, estructurado como "Estado de las autonomías".

Pasemos ahora a considerar la participación de un bien espiritual con el ejemplo más fácil: el conocimiento, la sabiduría. Cuando se hace a alguien partícipe de conocimientos, es evidente que el maestro no los pierde; y, por el contrario, el maestro es mejor maestro y muestra una mayor sabiduría cuanto más y mejores discípulos es capaz de hacer. No hay dialéctica maestro-discípulo, ni disputa por parcelas de sabiduría, sino una correlación en la cual la mayor sabiduría del maestro posibilita una mayor recepción del discípulo. Aquí "participar" no es llevarse una parte, es recibir parcialmente. Y el hombre, como criatura, recibe de Dios el entendimiento mismo. Como también recibe la libertad, y con ella la autonomía. Las recibe según su capacidad, lo que equivale a decir según su naturaleza. La norma de conducta -la ley- no viene primariamente como una imposición externa, desde fuera, sino a través de su propio entendimiento, desde dentro. O mejor, dicho, desde fuera y desde dentro a la vez, porque "lo de dentro" es una participación de "lo de fuera". El hombre lleva la ley moral en su naturaleza -y con la elevación de la gracia, en la naturaleza elevada-, y en la medida en que emplea rectamente su inteligencia y su libre voluntad en seguir los imperativos de su naturaleza recibida, librándose así de otras influencias internas y externas, más puede hablarse de una razón autónoma. "Habría por tanto que decir aquí, paradójicamente y a pesar de la resistencia de los términos, que cuanto más el hombre se somete a la heteronomía divina, más autónomo se vuelve. Ya que cuanto más sigue el hombre el sentido natural de la verdad y el bien que le llevan hacia Dios, y más se abre a Dios, mejor se realiza a sí mismo y se hace, por la sabiduría y el amor, capaz de ser su propio legislador y su providencia, así como de ejercer sus responsabilidades en relación con los demás hombres"[26].

Explicar detalladamente en qué consiste la participación a que aquí se hace referencia alargaría mucho esta exposición, y nos trasladaría fuera de su marco, el ético, ya que supondría una incursión en la metafísica. Hay que recordar que no se sitúa en una tradición como la cartesiana que, por método, descompone en partes elementales para analizar cada una de ellas por separado. La teonomía participada se sitúa, por el contrario, dentro de una antropología integradora e integrada. Su metodología no es de análisis y separación, sino de síntesis y armonía. Lo cual quiere decir que lo que se participa de Dios, es, en última instancia, en el orden natural, el ser entero del hombre; si integramos una segunda participación que es la gracia, tenemos como resultado a la naturaleza elevada en la persona elevada: en todo caso, al hombre completo. La autonomía es una faceta más de esa participación, que remite a la de su inteligencia y voluntad, y ésta a su vez al espíritu, que se fundamenta en la de un ser (ser elevado, en la gracia), que engloba al hombre entero. Queda, desde luego, fuera de dudas, la centralidad de esta noción de participación en la moral de la teonomía participada, y en la antropología que la sustenta.

Las razones de la encíclica

Anteriormente se analizaban las razones del rechazo, por parte de la encíclica Veritatis splendor, de la llamada autonomía teónoma. Con respecto a su alternativa, la teonomía participada, el tono es muy distinto: "Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque por la libre obediencia del hombre a la ley de Dios la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios"[27]. Hay, por una parte, un cierto distanciamiento ("algunos hablan...") que parece indicar que no se quiere adoptar como doctrina de la Iglesia una teoría antropológica. Pero, por otra parte, la sentencia es claramente aprobatoria ("hablan justamente..."). En un documento que desciende a aspectos de la moral fundamental no abordados con tanto detalle anteriormente, puede parecer, y desde luego así ha parecido a más de uno, que invade el terreno de una discusión de escuela para ponerse de una parte; o sea, por resumirlo en una palabra, extralimitándose.

La encíclica, en primer lugar, deja pocas dudas sobre la afirmación de una autonomía humana. Citando un texto del concilio Vaticano II, afirma que "quiso Dios «dejar al hombre en manos de su propio albedrío» de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección"[28]. Aclara asimismo que "no sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad"[29]. Esto indica "la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo"[30]. La cuestión crucial consiste en configurar esa autonomía de forma que se armonice no ya sólo con la doctrina moral revelada, sino con lo que podríamos denominar la "antropología cristiana": el ser mismo del hombre tal como lo conocemos por la razón y la Palabra de Dios. Y en este sentido se proporciona el criterio clave: "La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales. Si esta autonomía negara la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien sugiriera una libertad creadora de las normas morales según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre"[31].

Es importante notar, en el texto que se acaba de citar, que la razón a que alude es la razón práctica: la que se refiere al acto concreto, a lo que se ha de hacer "aquí y ahora". Una "participación" que consista en un reparto de competencias, sólo puede considerar que, dentro de esas competencias, la razón práctica es totalmente independiente para elegir el criterio de actuación, aunque quede espacio para una subordinación de la razón en general a una instancia superior. O sea, que, aun salvando una referencia de la actuación a Dios, la acción concreta que se escoge no tiene relación con esa referencia. Por eso, la "autonomía teónoma" deja fuera de la participación divina precisamente a la razón práctica en cuestiones "intramundanas". Aunque se acepte la existencia de una ley moral como referencia, queda a un juicio práctico independiente de ella la decisión de hacer excepciones en la práctica. O sea, que, dentro de ese ámbito -que más o menos viene a coincidir con los siete últimos mandamientos del Decálogo-, la conciencia podría decidir por sí misma sin necesidad intrínseca de atenerse a la ley moral recibida. En ese "espacio autónomo", sería en última instancia la conciencia, al decidir sin instancia alguna superior en las acciones concretas, la que crea así la norma. Y por ese camino se concluye que la acción crea la norma, el acto está primero y la norma viene después a partir de él. Esto es, sencillamente, y aunque se restrinja a ámbitos limitados -de hecho no son muy limitados-, la moral al revés.

Una moral creada por la acción abandonaría el campo de la ética para pasar, si de ello se quiere hacer ciencia, al de la sociología. Ya no es lo que se debe hacer, sino simplemente lo que se hace. Este es el resultado de una manera de entender la autonomía con un método que la ética no puede aceptar sin acabar negándose a sí misma. Porque, al final, los espacios de libertad sustraídos a una ley superior recibida en nombre de la autonomía, no dan lugar a una moral distinta, sino a la supresión de la moral en esos espacios. Y, si como sucede con frecuencia en la Historia de las ideas, hay defensores de la "autonomía teónoma" que no quieren llegar a esa conclusión, vendrán otros que, partiendo de los anteriores, llegarán.

Sin pretender especular con los motivos que pueden llevar a unos u otros a defender una u otra postura, desde el punto de vista de la validez de los conceptos empleados, hay que concluir que la noción de autonomía extraída de un sistema kantiano es inadecuada para la ética. Es la dicotomía rígida entre autonomía y heteronomía lo que no se adapta a la relación entre Dios y el hombre. Obliga, en última instancia, a elegir entre prescindir de la libertad o constituirse en dios de la propia existencia. Y una parcelación de la cuestión - "esto para mí, esto para Dios"-, sólo traslada el planteamiento a un ámbito sectorial, en el que, si se opta por una solución salomónica -repatir-, se rompe la unidad del hombre en algo tan personal y decisivo como la conducta. Por eso es tan decisiva aquí la introducción de un concepto de participación que permita romper, no la existencia humana, sino la rigidez del planteamiento heredado de Kant. Se explica así por qué la Veritatis splendor se haya pronunciado a favor de un sistema de pensamiento distinto que incluyera una noción de participación que permita articular algo que está en la entraña de la doctrina de la Iglesia Católica: que el hombre viene al mundo por un acto creador que le hace partícipe del ser divino, y está llamado a compartir la misma vida divina. La dignidad humana no consiste en poder afirmarse a sí mismo con independencia de Dios, sino en compartir con Él. Y "el aspecto más sublime de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios"[32]

Notas

[1] Gen 2, 16-17.

[2] Gen 3, 5.

[3] "Autonomie ist also der Grund der Würde der menschlichen und jeder vernünftigen Natur": Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (Fundamentación de la metafísica de las costumbres), Zweiter Abschnitt (sección 2ª), 436, 7, ed. bilingüe alemán-castellano a cargo de J.C. MARDOMINGO, Ed. Ariel (Barcelona 1996).

[4] Critik der praktischen Vernunft(Crítica de la razón práctica), Königsliche Preussirche Akademie der Wissenchaften (KPAW) (Berlín 1963), t. V, 156.

[5] Metaphysik der Sitten(Metafísica de las costumbres), KPAW, t. IX, II, 96-97.

[6] El principal es quela autoconciencia que identifica al "yo" noconsiste en percibirse como pensante -el cogito cartesiano-, sino precisamente como sujeto de una conciencia moral.

[7] Refuerza esta consideración una noción tomada del área dela "razón pura": que el mundo visible pertenece a la esfera de lo "fenoménico", donde no se alcanza a conocer la realidad esencial de las cosas, mientras que "lo personal" pertenece a lo "nouménico", pues corresponde a una intuición inequívoca.

[8] Cit., n. 180-181. Parece bastante claro quela propuesta ética másgenuina de Kantes la contenida en la Metafísica de las costumbres. Textos posteriores como éste son añadidos que salen al paso de objeciones y problemas suscitados.

[9] Los términos "moral" y "ética" se utilizan aquí indistintamente.

[10] Cfr. Gen 1, 26:"dominad"; 28: "someted la tierra", "dominad".

[11] Jn 15, 15.

[12] Mt 25, 14-30.

[13] F. BÖCKLE, FundamentalmoralKösel-Verlag (Munich 1977), p. 65.

[14] J. FUSCH, Responsabilità personale e norma morale, EDB (Bolonia 1978), p.65.

[15] F. BÖCKLE, o.c., p. 121.

[16] J. FUSCH, Essere del Signore, Pontificia Università Gregoriana (Roma 1981), p. 159.

[17] B. SCHÜLLER, Die Begründung sittlicher Urteile, Patmos Verlag (Düsseldorf 1973), p. 15.

[18] Veritatis splendor(en adelante, VS), 35.

[19] Es el casode los anteriormente citados. Por supuesto que hay otros autores no católicos, pero no cabe duda de que se pueden instalar más cómodamente en un contexto protestante.

[20] VS, 41.

[21] VS, 42.

[22] M. RHONHEIMER, Autonomía y teonomía moral, en Comentarios a la Veritatis splendor, BAC, pag. 560.

[23] Ibidem.

[24] VS 99, tomado dela encíclica Centesimus annus44.

[25] M. RHONHEIMER, o.c., p. 560.

[26] S. PINCKAERS, Autonomie et hétéronomie en morale selon S. Thomas d'Aquin,en AA.VV., Autonomie; dimensions éthiques de la liberté, Univ. de Friburgo, p. 107.

[27] VS 41.

[28] VS 38: la cita corresponde a laconst. Gaudium et spes, 17.

[29] VS 39.

[30] VS 38.

[31] VS 40.

[32] Vaticano II, const. Gaudium et spes, 19.

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