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¿Corrige Ratzinger a Wojtyla?

Cuando ocurrió, en la Cuaresma de 2000, me permití escribir en el «Corriere della Sera» «algunas preguntas al Papa penitente», como se titulaba el artículo. Preguntas, las mías, que molestaron a algún que otro «católico adulto» pero no a Joseph Ratzinger, que, como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, había intentado disuadir a Juan Pablo II. Al final, el cardenal se había preparado para hacer frente a los daños. Así, a la liturgia penitencial en San Pedro con las peticiones de perdón por las culpas cometidas por la Iglesia en el pasado siguió un documento de la Comisión Teológica presidida por el mismo Ratzinger, donde se precisaba el ámbito de la iniciativa y no faltaban palabras como «desconcierto, «desazón», «falta de precedentes» o «insuficiente fundamento bíblico». La presencia del Cardenal Prefecto en la liturgia -cuyos textos habían sido revisados atentamente por él y retocados en muchos puntos- fue una especie de garantía de que el rigor alemán había vigilado el generoso apasionamiento eslavo que corría el riesgo de «remover la confianza de muchos hacia la Iglesia», como advertía el documento del ex Santo Oficio. Pero también quedó perplejo cierto sector de la opinión laica, como fue el caso del periodista italiano Indro Montanelli, que reconoció sentirse «desconcertado» y que profetizó que un futuro Papa pediría «perdón por los perdones del Papa Wojtyla». Montanelli observó, con rigor lógico, que la Iglesia debería haber comenzado por descanonizar a muchos de sus santos de los siglos pasados, elevados a los altares precisamente por haber practicado como virtud lo que ahora era confesado como culpa.

Fue, el de Juan Pablo II, un acto exclusivamente pastoral que no implicaba, obviamente, la infalibilidad pontificia y que entraba en un «magisterio ordinario», reformable con el paso del tiempo. Preveía yo también -y no era necesario mucho esfuerzo- que el siguiente papado tomaría distancias con aquella liturgia, no aislada, pero sí punto de partida de otras tantas «peticiones de perdón» dirigidas a todos por el Pontífice polaco, hasta el punto de convertirse en objeto de viñetas satíricas, como si aquello fuera una especie de tic. Si era fácil prever la reapertura de semejante página, no lo era que los primeros movimientos se hicieran desde Varsovia, ante el clero del país del que llegó quien para Ratzinger -quede bien claro- es verdaderamente su «amado y venerado predecesor», como no se cansa de repetir, y cuya causa de beatificación persigue con firmeza.

Quizá, también esto entra en la transparencia de un hombre que, precisamente en Polonia, ha querido recordar con franqueza el mayor tema de legítimo disenso con el Papa polaco, a quien le ata un cuarto de siglo de fecundo y cordial trabajo.

Benedicto XVI, en su discurso en Polonia, ha reconducido hacia la doctrina tradicional aquellas peticiones de perdón: toda ambigüedad ha sido superada, precisando que -como siempre ha sabido el católico- la Iglesia es santa, y la que peca y se equivoca no es ella, sino sus hijos infieles. Sería un error y una injusticia «convertirse en jueces de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias».

Por tanto, peca de anacronismo y de injusticia quien quiera juzgar la historia de la Iglesia sirviéndose de la actual vulgata hegemónica: la del liberal políticamente correcto. Es más: quien pretenda juzgar la historia debe conocerla bien y, por tanto, «no debe inducir a fáciles acusaciones en ausencia de pruebas reales, o ignorando el modo de pensar de entonces, distinto al de ahora». Finalmente, «pidiendo perdón por el mal cometido en el pasado debemos también recordar el bien cumplido con la ayuda de la Gracia que, aunque en vaso frágil, ha traído frutos a menudo excelentes».

Lo de Ratzinger no ha sido, obviamente, un desmentido, sino la repropuesta de unas precisiones que ya pidió con anterioridad, refrendadas ahora con la autoridad pontifical. Los católicos, recuerda, no deben olvidar que el pecado ha estado siempre presente entre ellos, y deben confesarlo humildemente y proponerse enmendarlo. Pero la miseria que hace iguales a todos los hombres, creyentes incluidos, no toca la vestidura blanca que (por la fe, obviamente) reviste a la Iglesia, en la que ya san Pablo descubría a la Persona misma de Cristo que camina en la Historia.

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