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Eutanasia

El caso de Jorge León, el pentapléjico vallisoletano que solicitó insistentemente -parece que hasta conseguirlo- que «una mano amiga» le desenchufara de la vida, ha conmovido, por su dramatismo, a la opinión publica y ha reabierto con intensidad el debate sobre la eutanasia y su posible regulación legal. Se trata de un caso límite que, como tal, manifiesta con toda la fuerza el sufrimiento de quienes pueden demandar ese final para su vida y que, por lo tanto, suscita un sentimiento de compasión que predispone a reconocer como una solución válida el suicido asistido.

Antes de dar mi opinión sobre el posible reconocimiento legal de la eutanasia, considero oportuno realizar algunas observaciones referidas al contexto cultural en el que la eutanasia es presentada como una solución legítima y, por ello, admisible legalmente.

La primera de ella es que la eutanasia se presenta como una solución adecuada en relación con algo -el sufrimiento- que constituye uno de los grandes misterios de la existencia humana, pero que en nuestra civilización resulta especialmente indigerible. En cierto sentido, el dolor es lo más contracultural que existe, porque, nuestra civilización es, en gran medida, una formidable alianza contra el sufrimiento; sufrir, tendemos a pensar, es el sinsentido primordial.

Otra observación preliminar que deseo realizar antes de entrar en el meollo de la cuestión es que los partidarios de la regulación legal de la eutanasia parten de una concepción individualista de los derechos. Concretamente, la eutanasia se presenta como una exigencia del derecho que todo individuo posee a «una muerte digna». Va este planteamiento en consonancia con un sentido bastante generalizado de en qué consisten los derechos. Estos se interpretan como exigencias de la sociedad para con los individuos, que dimanan del derecho fundamental de todo individuo a poder decidir del modo más absoluto posible acerca de las cuestiones que le afectan. En el caso de la eutanasia, el derecho a «morir dignamente» exigiría a los poderes públicos que lo garantizasen a quien lo demande.

Por mi parte, en cambio, considero que en los debates en torno a posibles derechos no hay que plantearse sólo ni fundamentalmente satisfacer las demandas individuales. En mi opinión, es preciso plantearse cuál sería el tipo de sociedad resultante de una determinada legislación. Desde esta óptica, lo que se pide al legislador es qué tenga presente, ante todo, la repercusión que para el conjunto de la sociedad tienen las leyes.

En el caso de la eutanasia, mi opinión es que su legalización traería consigo una sociedad en la que los ciudadanos viviríamos mucho peor. Cuando se establece como legal la posibilidad de provocar directamente la muerte a una persona -es en esto en lo que estrictamente consiste la eutanasia- suceden cosas bastante terribles. La más terrible, quizá, es que se pasa de la situación en que quien solicita el suicidio asistido es el individuo, a otra en la que no necesariamente decide él. Ilustra esto el hecho de que en Holanda las encuestas de la Fiscalía General revelaron en su momento que en el 40% de los casos la eutanasia se aplica a pacientes incapaces y en el 15% a enfermos capaces sin consultarles. El argumento de la compasión puede ser muy peligroso, porque son millones las personas -incluidos bebés con malformaciones (Protocolo de Groningen)- cuya vida puede percibirse sólo como una carga y como 'no digna'. El precedente holandés, donde lo prudente es llevar escrita una declaración de querer vivir para evitar una eutanasia involuntaria, es terrible. Resultan, por otra parte, sobrecogedoras las consecuencias prácticas que pueden tener los 'kits' de eutanasia -preparados farmacéuticos para provocar una muerte indolora- que funcionan ya en Holanda y Bélgica.

También es terrible la posibilidad de generar una sociedad -a ello contribuiría decididamente la legislación de la eutanasia- en la que las personas severamente enfermas o dependientes se percibieran a sí mismas como una carga y un estorbo. Como ha observado el filósofo alemán Robert Spaeman, cuando la eutanasia se establece como un derecho, entonces no hay motivos para justificar que no pueda ser un deber.

Finalmente, a mi modo de ver, un problema serio con que se enfrenta la legislación de la eutanasia es que su determinación carece de condiciones de racionalidad. Si el verdadero fundamento del derecho a «morir dignamente» es la decisión soberana de quien desea abandonar este mundo, es decir, una decisión puramente subjetiva, ¿qué criterios racionales hay para establecer unas determinadas condiciones en las que está justificada la eutanasia frente a otras en las que no lo estaría? Si lo que prima es la voluntad soberana del sujeto que puede demandar la eutanasia, ¿quién se puede arrogar el derecho de establecer unas condiciones en que esa voluntad debe ser atendida y otras en las que no?

Si la determinación de lo que es un «sufrimiento inútil» es al fin y a la postre, subjetivo, ¿cuáles son las bases racionales para establecer legalmente las condiciones objetivas que determinarían lo que es un sufrimiento inútil? Lo coherente, desde la lógica individualista de los derechos, sería la contemplación del suicidio asistido como un derecho absoluto: lo lógico sería, entonces, facilitar el suicidio a cualquier persona que lo demande.

Las dramáticas situaciones con que se enfrentan algunas personas mueven a la compasión y llevan a considerar que lo humanitario es poder ahorrarles sufrimientos. Sin embargo, la consideración de qué tipo de sociedad es preferible -la que legaliza la eutanasia o la que no- muestra que es preferible no legalizar la eutanasia. Disponer de la vida es, en realidad, algo terrible. Aunque nos cueste aceptarlo, conviene situar la vida humana en el rango de lo no disponible.

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